Por fin comienzan a aparecer de forma regular exposiciones sobre Oriente en las programaciones culturales europeas. Gracias a la curiosidad y la necesidad de conocimiento que desde hace más de dos décadas despierta este punto cardinal, estas exposiciones han pasado a constituir la forma más pertinente de conocer la cultura y la sociedad propias. Esto es debido al carácter visual y también material de las muestras, que aproximan de una manera más verídica a la realidad. Así, para conocer Occidente hace falta saber de Oriente y, para ello, hay que buscar lo que ambos compartieron en un pasado común. La cultura europea existe en la medida en que se relaciona con los otros y se integra en una dimensión mundial. Es así como, entre muchas otras cosas, se va poniendo en evidencia, en primer lugar, que Oriente y Occidente no han estado ni tan alejados ni tan separados como cierta intelligentsia ha querido defender; y en segundo lugar, cómo la cultura y sus formas o representaciones siguen siendo los lugares de encuentro más destacados para conocer esa relación.
Para avanzar sobre ello, describiré tres exposiciones que han tenido lugar en las ciudades de Lyon, Roma y Granada en los últimos meses. Diferentes entre sí y, por ello, complementarias, todas ellas desarrollan y enriquecen la investigación sobre Oriente. La primera fue en el Museo de Bellas Artes de Lyon. Con el título «El genio de Oriente» y uno más acertado en el catálogo, Islamophilies : l’ Europe moderne et les arts de l’islam[1], se presentó en la ciudad francesa entre el 2 de abril y el 4 de julio de 2011 una lista de más de 200 objetos. La finalidad, que residía en mostrar el nuevo código visual que aportan las artes del Islam en el siglo XIX durante el cambio que sufren las artes decorativas en la era industrial, se consigue plenamente. Los europeos se interesaron siempre de una manera u otra por las artes islámicas, pero hizo falta que llegara la revolución industrial, que obligó a replantear el arte en su totalidad, para conocer de cerca las relaciones que se establecieron con el Islam. Lyon, ciudad burguesa por excelencia, jugó un papel destacado en este sentido. Inmersa totalmente en el desarrollo industrial y de la banca, a los grandes burgueses les gustaba rodearse de objetos que mostraran su poder y su riqueza. A partir de 1860, muchos coleccionistas, como Albert Goupil, Émile Guimet y Édouard Aynard, se apasionaron por los objetos de la España islámica, el Magreb, Egipto o Turquía, así como de Oriente Próximo y Oriente Medio. Por ello, paulatinamente, el mercado del arte y las colecciones privadas contribuyeron a mostrar una nueva mirada y un nuevo saber.
En los tiempos de reforma de las artes decorativas en Francia y Gran Bretaña, el arte islámico se erigió como la unión perfecta entre el arte y la ciencia. Los teóricos de la decoración y ornamentación y ciertos artistas de vanguardia buscaron en él una nueva estética que pudiera transformar los códigos de la representación occidental. Sin embargo, para muchos, la sociedad industrial resultó insoportable. De ahí que dicha revolución conviviera al mismo tiempo con el fecundo movimiento de evasión o corriente de pintura, bien conocida hoy, del orientalismo, donde la realidad de Oriente se aparta y se proyecta el imaginario sensual europeo. Por esa razón, Matisse hizo un primer viaje a Argelia en 1906. Más allá de los sobradamente conocidos comentarios sobre cómo influyó la luz de Oriente en su trabajo, el pintor volvió de su periplo con alfombras y cerámicas que influirían definitivamente en los fondos y las formas de sus cuadros. Esta faceta coleccionista de Matisse aparece destacada en esta exposición, centrada sobre todo en quienes tuvieron dicha afición.
«El genio de Oriente» ilustra estas miradas contrapuestas a través de diferentes visiones individuales y colectivas. Viajeros, fotógrafos y coleccionistas quedaron fascinados por una nueva cultura visual en un momento en que la historia de la representación estaba en crisis. La muestra se divide con acierto en cinco espacios distribuidos en torno a los temas del descubrimiento, el coleccionismo, la copia, la adquisición y la difusión de las artes islámicas. La variedad de objetos que la conforman -alfombras, tejidos, metales, marqueterías de madera y marfil- presenta plenamente el nuevo repertorio de formas, motivos y técnicas del que el arte es hoy deudor. Uno de los elementos más destacados de la exposición es la información que aporta sobre cómo se fueron creando las secciones de arte islámico en el propio Museo de Bellas Artes de Lyon. Esta investigación, que está todavía por hacer en la mayor parte de los museos europeos, habla no sólo del interés por Oriente, sino de cómo se fueron configurando los códigos visuales en Europa.
Unos meses más tarde, del 20 de noviembre de 2011 al 22 de enero de 2012, en el Chiostro del Bramante de Roma, se inauguró la exposición más importante celebrada en Italia hasta la fecha sobre pintura orientalista: «Los orientalistas. Encanto y descubrimiento en la pintura del 800 italiana». Dentro del orientalismo más canónico y desprovisto de cualquier aproximación poscolonial, la muestra expone más de 80 obras de pintores más y menos reconocidos entusiastas del imaginario que despierta Oriente.
Activos sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, los artistas del orientalismo italiano son en su mayor parte viajeros que acompañan a las misiones científicas y diplomáticas, al igual que ocurre en otros países europeos. Entre ellos destaca en primer lugar Ippolito Caffi, incansable viajero, maestro de los posteriores pintores orientalistas italianos, que reproduce las vistas de El Cairo, Siria, Jerusalén, Constantinopla, Esmirna y Éfeso. También podemos admirar las obras de Stefano Ussi y Carlo Biseo, quienes viajan a Egipto y Marruecos e ilustran a su vuelta el conocido libro de Edmundo De Amicis, Marocco. Asimismo, destaca Francesco Hayez, pintor veneciano que nunca salió de Italia pero introdujo en su obra los motivos orientalistas del erotismo y el exotismo. Por último, debemos mencionar a Francesco Netti, viajero a Constantinopla, cuya Odalisca, siempre disponible para el placer y la pasión, aparece como símbolo de la exposición y la corriente pictórica que ve en Oriente el lugar de los sueños y las seducciones de Occidente. Porque, como escribe uno de los pintores italianos más sensibles de la segunda mitad del XIX, Domenico Morelli, también presente en la muestra y que jamás salió fuera de Nápoles, «la imaginación es más verdadera de lo que se piensa». La imaginación generada en Oriente también forma parte de la historia de Occidente. La exposición, además de presentar los valores formales y temáticos de la pintura orientalista italiana, plantea algunas cuestiones. Entre ellas, la necesidad de continuar estudiando las obras de los artistas europeos que viajan a Italia y creen descubrir allí a Oriente, así como la influencia de las representaciones de ese Oriente «más doméstico» en los artistas italianos.
La última exposición que trataremos en este artículo tuvo lugar en la Alhambra del 21 de octubre de 2011 al 28 de febrero de 2012. Con el título «Owen Jones y la Alhambra. El diseño islámico: descubrimiento y visión», se dedica una gran exposición a la figura del arquitecto y decorador inglés Owen Jones (Londres, 1809-1874), producida por la Alhambra y el Victoria and Albert Museum de Londres. Las visitas que Jones hace entre 1834 y 1837 a Granada, acompañado de su amigo Jules Goury, le sirven de constante inspiración. Allí lleva a cabo un minucioso estudio del monumento nazarí, al que contribuye a convertir en uno de los máximos referentes del debate arquitectónico del siglo XIX.
La muestra, al igual que la de Lyon, vuelve a integrarse en el estudio del debate estético que provoca el advenimiento de la era de las máquinas. En 1851 se inaugura la Exposición Universal de Londres con la industria y el arte como temas centrales. Esto da lugar a varias cuestiones, entre ellas, el papel que debe adquirir la estética y dónde hay que posicionar el ideal de belleza. De ahí que el trabajo de Jones deba entenderse en el marco de un contexto más amplio, el de la problemática del arte, la arquitectura y el diseño modernos, donde dialoga con figuras como John Ruskin, William Morris, Henry Cole o Christopher Dresser.
Fruto de este itinerario es la publicación de los dos hermosísimos y grandiosos volúmenes Planos, alzados, secciones y detalles de la Alambra[2], que escribieron conjuntamente Jones y Goury y publicaron entre 1842 y 1845. Se trata de una recopilación minuciosa de la decoración de la Alhambra a través de sus dibujos y planos con levantamientos y calcos. Por primera vez se realiza una aproximación al palacio nazarí que tiene en cuenta criterios científicos, tal y como la época demanda, lo que no se había hecho hasta entonces. La obra es clave para la creación de un nuevo tipo de orientalismo (que Tonia Raquejo acuñó como «alhambresco» hace ya muchos años en su libro El palacio encantado[3]) que convierte a la Alhambra en uno de los máximos referentes del debate arquitectónico del siglo XIX. Jones creyó haber encontrado en este monumento las leyes científicas del uso del ornamento y el color de la arquitectura. Tanto es así que el Crystal Palace, el más importante edificio de la Exposición Universal de Londres, se decora como los palacios nazaríes. Además, cuando en 1854 se realiza en Sydenham (Reino Unido) una segunda versión del Crystal Palace, se construye en su interior una réplica del Patio de los Leones y otros ambientes alhambreños.
Con todo, el trabajo más importante de Jones, consecuencia también de sus visitas a la Alhambra, es The Grammar of Ornament [La gramática del ornamento], publicada por primera vez en 1856. La obra supone un intento de condensar la experiencia del autor en un tratado de decoración, así como una síntesis de la «gramática» que recoja los principios científicos de la ornamentación. The Grammar of Ornament llega a ser el manual principal de la recién inaugurada Fine Art School de Londres y, como consecuencia, el libro de cabecera de, al menos, tres generaciones de arquitectos y artistas, incluyendo a Le Corbusier. Ahí se reproducen, por ejemplo, los colores originales de la cerámica de la Alhambra como una muestra perfecta y perdurable de ornamentación.
La exposición incluye más de 140 piezas, la mayoría de ellas procedentes de una exposición itinerante del Victoria and Albert Museum a la que se añaden los fondos del Museo de la Alhambra. Entre estas piezas destacan los dibujos originales de los viajes de Jones y los vaciados en yeso hechos a partir de los mocárabes alhambreños. La muestra se divide en seis salas distribuidas en torno a los primeros viajes de Jones, al viaje a la Alhambra, a su visita al palacio nazarí entre 1834 y 1837, a la Exposición Universal de 1851 de Londres, a la gramática del ornamento y a las influencias de Jones en el diseño del siglo XIX. Esta última parte es la que tiene un mayor interés, pues permite ahondar en la herencia y el legado del trabajo del arquitecto y, sobre todo, en la historia del propio palacio. No en vano Jones fue una de las referencias esenciales de los restauradores decimonónicos, en especial, de Rafael Contreras.
En definitiva, estas tres exposiciones aportan nuevas investigaciones al estudio sobre Oriente. Las muestras de Lyon y Granada se insertan en el reciente interés por lo que, durante mucho tiempo, se han llamado artes menores, es decir, decorativas, y pone de manifiesto cómo la cultura debe ser interpretada también a partir de los objetos que la integran. Paralelamente, en España se han hecho algunas exposiciones de pintores orientalistas extranjeros en los últimos meses, pero ninguna de artistas españoles. Así, queda todavía por realizar una nueva exposición del orientalismo español que permita revisarlo y revisitarlo.