La migración, fuente de vida y renovación

Pius Alibek

Escritor, Irak

Todas las culturas están formadas a partir de elementos con alma viajera, es decir, que han ido migrando de un pueblo a otro para que cada uno los adapte según su entorno y sus peculiaridades propias. La comida, la música, las palabras o el arte en su concepto más amplio traspasan las fronteras sin visado y constituyen una sólida base que hermana pueblos y culturas. De la misma manera, el inmigrante que viaja siguiendo la tendencia natural del hombre a trasladarse no debe ser visto como una amenaza, sino como una persona que puede enriquecer nuestra propia identidad de forma muy valiosa. El potencial creativo de los inmigrantes que se adaptan a una tierra de acogida aportando elementos de su tierra de origen es infinito. Y es que, así como la lectura y el viaje nos descubren nuevos mundos distintos a los nuestros, que creíamos únicos e insustituibles, ¿no es eso precisamente lo que nos enseña la inmigración?

La vida es un movimiento constante. Un mundo estancado acabaría asfixiándose con sus propios residuos. Es cierto que las guerras y las conquistas han sacudido las sociedades y las han obligado a moverse, pero lo han hecho con tempestades y vientos venenosos. La huella de muerte y destrucción que han dejado ha contaminado el alma humana con odios, rencores y miedos endémicos. Los poderes siempre han jugado a sacar provecho de estas enfermedades tanto para segregar a la sociedad que gobiernan como para aislarla de las otras. Los congresos y encuentros interculturales son necesarios para amortiguar estos efectos y abrir vías para una interacción constructiva. También son necesarios los esfuerzos de personas y organismos bienintencionados que luchan en todo el mundo para encontrar remedio a estos males endémicos. Creo, sin embargo, que la verdadera cura debería buscarse en los frutos benignos de este movimiento atávico y natural que llamamos inmigración.

El hombre ha inmigrado desde que es hombre, y así ha poblado un planeta deshabitado. Cuando no quedaba ni un palmo de tierra sin fronteras y marcas de propiedad, el hombre, inmigrante por necesidad y por instinto, se ha visto obligado a introducirse sigilosamente en propiedades ajenas. Es muy normal que estas incursiones provoquen una incertidumbre inicial mutua, tanto por parte del recién llegado como por parte del local, y que los juicios tiendan a ser más subjetivos que objetivos. Es también legítimo que las dos partes procedan con cautela y reservas antes de fundirse en una amalgama novedosa y sólida. La tendencia natural del hombre a trasladarse es esencial para revitalizar las sociedades y, todos juntos deberíamos ignorar los prejuicios imaginarios, fruto de nuestras inseguridades, que los intereses de los poderosos y su maquinaria manipuladora intentan magnificar y presentar como amenazas reales. Culpar al inmigrante de las desgracias propias es un recurso fácil y mezquino al que recurren aquellos que pretenden desviar la mirada de los verdaderos problemas y sus causas.

No debemos tener miedo de que la inmigración nos haga perder nuestra identidad. Debemos recordar que el oro es frágil y no luce en estado puro, y que un polvillo de cobre, plata o plomo lo convierte en el metal rey. Además, las identidades, ya sean étnicas o religiosas, son hechos relativos y circunstanciales que no responden a una elección libre. Son simples sentimientos condicionados por el lugar y el entorno de nacimiento. Así, el patriotismo no deja de ser la identidad sustituta de aquellas sociedades sin uniformidad étnica o religiosa suficiente como para agrupar a toda la población. Un amigo catalán me envió un correo electrónico en el que me preguntaba si, étnicamente, me consideraba árabe, arameo, asirio o kurdo. Mi respuesta fue: «A mi amigo ibérico –fenicio, griego, egipcio, romano, latín, árabe y catalán. No sé quién soy, pero me siento asirio-caldeo».

Un inmigrante no es un simple individuo en busca de nuevas oportunidades, sino un barco cargado de mercancías valiosas en busca de puerto.  Una vez amarrado y amparado, una vez superados los miedos y la desconfianza mutua, empieza el proceso simultáneo de enriquecimiento del recién llegado y el autóctono. Ambos van descubriendo que no son tan distintos como pensaban. Observando, contrastando y comparando, ambos van descubriendo que sus culturas han estado bebiendo una de otra desde siempre. La nueva conciencia es esencial para comprender la cultura propia y puede convertirse en un motor fabuloso para todo tipo de creación. Es cierto que hoy en día, con los medios de transporte de los que disponemos, nos trasladamos de un sitio a otro con facilidad y rapidez, pero ni el transportador más enorme que podamos construir podrá transportar lo que puede transportar una persona. Un disco extraíble, de la medida de una moneda, puede contener una cantidad incalculable de información, pero una persona analfabeta puede esconder emociones suficientes para sacudir al mundo entero.

Personalmente, ya era un apasionado de las lenguas y su historia cuando aterricé en Barcelona procedente de Irak. Aquí dediqué muchos años de mi vida a la búsqueda de palabras de origen semita, principalmente, árabes y arameos, en las lenguas occidentales. Estaba decidido a mostrar lo mucho que había dado Oriente a Occidente, y celebraba los nuevos hallazgos que confirmaban mi tesis como una muestra más de la deuda que Occidente tenía con nosotros. A menudo me cruzaba con palabras que habíamos transmitido desinteresadamente y estaba convencido de que eran nuestras, pero descubría que también nosotros las habíamos tomado del sánscrito o el persa. Habíamos sido, pues, un simple vehículo de transmisión. Al tiempo, iba descubriendo un montón de palabras que nosotros habíamos tomado de las lenguas occidentales, tanto en la Antigüedad como en épocas recientes. Me maravillaba la manera que tenían las palabras que deslizarse de una lengua a otra con la sutileza del aire y el agua, y cómo se instalaban en el nuevo hogar, lo enriquecían, lo fortalecían y lo ayudaban a afrontar los retos de los nuevos tiempos. Mientras tanto, me iba convenciendo de que las lenguas son espléndidas por naturaleza, interaccionan y se complementan, viven alimentándose unas de otras, por lo que aislarlas y enjaularlas es sentenciarlas a una lenta muerte.

Mi otra gran pasión, la cocina, me reveló que la fruta, la verdura, las legumbres y el grano abandonaron su lugar de nacimiento y fueron viajando por el mundo para enriquecer las dietas de los pueblos. La biografía de algo tan simple como una zanahoria o una berenjena revelaba una vida de aventuras apasionantes equiparable a la de nuestros viajeros más ilustres, desde los tiempos de Gilgamesh y Ulises. Además, las recetas de cocina también han ido viajando de un sitio a otro y se han ido adaptando al gusto y las circunstancias de las nuevas tierras. Cuando pensaba que un plato sólo sabíamos prepararlo y comerlo nosotros, descubría que los demás sabían prepararlo tan bien, o incluso mejor que nosotros. Descubrí que las variaciones que existen entre las culturas respecto a las formas de elaborar un mismo ingrediente eran simples adaptaciones al entorno natural y el clima de cada una. Incluso las supuestas intervenciones divinas en las dietas pueden limitar el número de ingredientes o su combinación, pero no alteran el proceso. Sólo hay que pensar que no podríamos disfrutar los  platos emblemáticos de muchos pueblos, como el pan con tomate, la paella, la musaca o los macarrones, si el tomate, el arroz, la berenjena o el trigo no tuvieran un alma inmigrante.

En 2004 participé en el Foro de las Culturas de Barcelona como cocinero, y me pidieron que representara a los cocineros no europeos en la rueda de prensa de la apertura del Foro. Uno de los periodistas me preguntó por la importancia de la cocina en la interculturalidad y respondí de forma espontánea afirmando que la cocina y las palabras son como el aire que traspasa las fronteras sin visado, sin permiso de los gendarmes, y que este potencial las convertía en una base sólida para hermanar pueblos y culturas. Un amigo músico que escuchó mi intervención me preguntó: «¿No crees que la música también ha viajado de la misma manera?». «Tienes razón», le respondí después de unos instantes de reflexión, «de hecho, el arte en su concepto más amplio también ha viajado libremente».

Unos años más tarde, el escritor egipcio Alaa Al-Aswani vino a Barcelona con motivo de la edición catalana de su novela Chicago, que yo mismo había traducido del árabe. Al finalizar la rueda de prensa, fuimos a un restaurante a comer con los editores. La conversación que acompañó la comida era distendida y las intervenciones del magnífico autor le aportaban un aroma especial, como si descubriéramos nuevos placeres en un manjar cotidiano. Los temas se sucedían educadamente y con suavidad. La anterior novela de Alaa Al-Aswani, El edificio Yacobián, que también había traducido yo mismo al catalán, se había publicado en una treintena de idiomas. El autor nos explicó que a lo largo de sus viajes para asistir a las presentaciones de la obra en diversos países europeos, muchos editores le habían dicho que las aportaciones de los inmigrantes que optan por escribir en la lengua de la tierra de acogida eran como bocanadas de aire fresco que reavivaban la literatura local. El autor pretendía animar a los editores a abrir las puertas a estos aventureros que, mientras descubrían una nueva cultura, la enriquecían con la suya propia.

Yo mismo había empezado a escribir un libro autobiográfico en catalán y me asustaba el reto de escribir una obra literaria en una lengua que no era ni materna ni académica. Confieso que el comentario de Alaa Al-Aswani me animó a continuar escribiendo. Mi libro, Raíces nómadas, fue finalmente editado y recibió aceptación suficiente para motivarme a continuar escribiendo en esta lengua. Pero, al mismo tiempo y de la misma manera que el comentario de mi amigo músico, Alaa Al-Aswani me había abierto los ojos a una de esas evidencias que nunca ves hasta que te la señalan. La literatura también tenía un alma viajera. Poco después, el Colegio de Farmacéuticos de Barcelona me encargó una conferencia que llevaba por título «De Sumeria a Occidente», con el fin de abordar la transmisión ininterrumpida del conocimiento. Las investigaciones que llevé a cabo para preparar la conferencia me revelaron que las matemáticas, la geometría, la arquitectura, la alquimia, la astrología, la medicina, los géneros literarios, las notas musicales, las leyendas y los mismos dioses habían viajado de pueblo en pueblo hasta llegar a nuestras manos. Comprendí que toda existencia viva no sólo necesita moverse para seguir viva, sino que se renueva y enriquece mientras revolotea de un lugar a otro.

Mi segundo libro fue una novela, El dol del quetzal, y en la rueda de prensa de la presentación, un periodista me preguntó si me había resultado fácil cambiar de registro: de describir situaciones y personajes reales a inventarlos. La pregunta me sorprendió. En mi opinión, no había inventado nada. Simplemente había cambiado las cosas de sitio y las había combinado de nuevo. Así respondí y me quedé pensando en lo que acababa de decir mientras la pregunta siguiente me llegaba como un rumor lejano. ¿Qué pueden ser la invención y la creación sino este cambio de cosas de sitio?, me preguntaba. Hacer aparecer algo de la nada, es decir, la creación milagrosa, es cosa de los dioses y los genios de la lámpara, pero los hombres sólo podemos crear a partir de lo que tenemos. Incluso el imaginario más inverosímil no deja de ser un montón de partículas de realidad combinadas en situaciones poco o nada habituales. Cuanto más extensa y aglutinadora sea la realidad, más lejos puede navegar nuestra imaginación y más variadas pueden ser las combinaciones que inventamos.

Siempre se ha dicho que la lectura amplía los horizontes del pensamiento y el viaje nos convierte en personas más receptivas y tolerantes. Supongo que es así, en gran parte, porque la lectura y el viaje nos descubren nuevos mundos distintos a los nuestros, que creíamos únicos e insustituibles. ¿No es eso precisamente lo que nos enseña la inmigración? Que hay otras maneras de combinar las ideas y los elementos para construir una sociedad. Que cada grupo elige la combinación más apropiada a su entorno natural y que es precisamente esta elección lo que nos conduce a ser distintos, y no nuestra voluntad de serlo o la voluntad divina, como a menudo nos hacen creer quienes reclaman ser portavoces de Dios, contradiciendo así su obra equitativa y justa al crearnos a partir de una única descendencia. De hecho, han sido el mar, la montaña, el desierto, la selva, el calor y el frío los elementos que nos han hecho diferentes.

¿Se imaginan un paisaje donde se junten todos estos elementos?

¿Se imaginan las nuevas formas de vida, arte, música, literatura y fantasía que podrían surgir de ese lugar?

Cuando entendemos que las aguas no rodean las islas para separarlas sino para juntarlas, y cuando percibimos al inmigrante como el mar que busca refugio en la montaña, el desierto que sombrea en la selva y el calor que se abraza al frío, la inmigración puede hacer que este paisaje rico y creador se vuelva real.