La información difundida en Occidente sobre los árabes se basa en cuatro estereotipos: el despiadado terrorista, el corrupto gobernante, el fanático integrista y el inculto inmigrante. Sólo tras el inicio de las revoluciones árabes en 2011 se han publicado imágenes de una población joven que reclama unos valores universales de origen occidental. Mientras que el mundo araboislámico se caracteriza por su pasividad en las guías turísticas, y por su violencia en la prensa y la televisión, los medios de comunicación representan a la mujer como víctima de su propia cultura. De este modo, Occidente muestra su superioridad y percibe al otro mundo como una amenaza. Para desmontar los prejuicios existentes, es necesario subsanar la circulación de las producciones culturales del mundo araboislámico, que carecen tanto de proyección internacional como de actualidad en todas sus vertientes artísticas.
Cartas marruecas, la novela cuyo título toma prestado este texto, obra del andaluz José Cadalso publicada en 1784, recurre, siguiendo el modelo en boga inaugurado por las Cartas Persas de Montesquieu, a la mirada sorprendida de un viajero extranjero como excusa y coartada narrativa para la crítica de la sociedad de su época. El asombro de aquel joven Gazel, protagonista del libro, al describir la España dieciochesca no habría de diferir mucho de la impresión de desconcierto, consternación y enfado de un joven magrebí al verse retratado actualmente en los medios de comunicación europeos.
Las informaciones que en Occidente circulan sobre el mundo árabe e islámico muy rara vez dejan de atenerse a uno de los cuatro estereotipos básicos que ya Paul Balta[1] señaló como los patrones dominantes desde los años cincuenta del siglo XX, a saber: el despiadado terrorista, el avaro y caprichoso emir del Golfo, el fanático integrista y el pobre e inculto trabajador inmigrante.
¿En qué se basa, hemos de preguntarnos, la pervivencia de tales clichés, que han venido alimentando, casi sin excepciones, el imaginario occidental sobre los árabes y los musulmanes; sobre un número tan extraordinariamente vasto de personas – más de 200 millones, si hablamos de árabes, y alrededor de 1.500 millones si lo hacemos de musulmanes? ¿No hay fotógrafos árabes, miradas capaces de proveernos de imágenes distintas, libres de esos prejuicios? ¿O tan estricta selección se debe, más bien, a la criba que efectúan, antes de su difusión, las grandes agencias de prensa (Agencia de Prensa Internacional, United Press International, Reuters, Agence France Presse) que controlan el grueso del mercado de la información?
De los cuatro estereotipos citados anteriormente, el único susceptible de ser considerado alguna vez con cierta piedad es la figura del inmigrante; con una simpatía, eso sí, no exenta de paternalismo – un paternalismo, en última instancia, destinado a legitimar su inferioridad y su dependencia de un poder que monopoliza la libertad de acogerlo o expulsarlo a conveniencia. Este tratamiento se constata también en el caso de los niños, que aparecen como víctimas inevitablemente pasivas de unas circunstancias de las que sólo «nosotros» podríamos salvarlos, ya se trate de catástrofes «naturales», como terremotos, inundaciones o hambrunas, o artificiales, caso de una guerra, por ejemplo, o incluso de la propia estructura social. No escasean las imágenes de niños mirando tristemente a la cámara, mirándonos a nosotros en una actitud interpretable como de indefensión y silencioso ruego; casi, se diría, en una permanente invocación a la intervención «humanitaria».
Sólo muy recientemente, desde enero de 2011, cuando comienzan lo que se ha dado en llamar las «revoluciones árabes», han aparecido imágenes que muestran con cierta cordialidad a hombres y mujeres árabes, con preferencia jóvenes y, en el caso de las mujeres, ataviadas a la europea y con la cabeza descubierta, sin el muy simbólico hiyab. Sobre el tratamiento específico de la imagen de la mujer árabe musulmana volveremos más adelante. Baste aquí destacar el hecho de que el reclamo de simpatía e identificación por parte de los lectores y espectadores se realiza a partir de la selección de imágenes de unos otrosque se revelan súbitamente como «nosotros». Nótese que el modelo socialmente aceptable, nuestro modelo de revolución amable, positivasigue siendo el de un mayo del 68 reducido a una exhibición pública de belleza y juventud, dos mercancías caras, básicas, de nuestra economía deseante; la imagen idealizada que nuestra sociedad tiene, o sueña, de sí misma. Pero la identificación no se produce, obviamente, sólo atendiendo a la apariencia física, a la renuncia de los otros, a su aire diferente, a su pinta exótica, y a su elección por parecérsenos, sino en tanto que sus demandas coinciden con valores que, si bien definimos como universales, son considerados como occidentales, de origen incontestablemente europeo: democracia, derechos humanos, libertades individuales, etc. Si a esto añadimos el reiterado hincapié sobre la importancia del uso de las nuevas tecnologías de la comunicación y las redes sociales virtuales, se diría que estamos asistiendo a una verdadera conversión a Occidente. Poco importa, al parecer, que las fuerzas de choque – si se quiere, la carne de cañón – de estas revoluciones esté corriendo a cargo de sectores sociales empobrecidos a causa de políticas neoliberales impuestas y de la crisis del sistema de mercado global.
Con la excepción de la presentación de estos jóvenes «europeizados» – cuyo antecedente inmediato se encontraría en la cobertura de las protestas contra la reelección de Mahmud Ahmadineyad como presidente de la República Islámica de Irán en 2009 –, la nómina de personajes se atendrá rigurosamente al corto elenco citado, aunque también estas imágenes prototípicas podrían clasificarse atendiendo a la serie de recurrentes actitudes o poses que sigue:
En las guías turísticas y las revistas ilustradas dedicadas al ocio y el turismo, árabes y musulmanes aparecen en una actitud más que pacífica, pasiva, como al margen del mundo real – de nuestro mundo -, detenidos en un momento indefinido de la historia, pero localizado sin duda en el pasado. No pocas veces las agencias de viajes hablan de un sugestivo «viaje a la Edad Media».
Tampoco es infrecuente el uso como fondo exótico de paisajes naturales o urbanos árabes en reportajes de moda. Si aparecen personas, lo harán como complemento de la puesta en escena, sin pasar de la consideración de un elemento más del decorado. Entre los términos que acompañan, a modo de pie de foto, a estas imágenes del árabe tradicional, permanente, eterno o, si queremos, ahistórico, destacarán: cortesía, amistad y hospitalidad. También otros menos positivos, como pasividad, fatalismo y recelo ante todo lo extraño. Se subraya así su carácter antioccidental, es decir, antimoderno, anclado en una inmovilidad sustancial, intrínseca.
Por su parte, en la prensa diaria y los noticieros televisivos, la imagen del árabe ligado a la actualidad, a la noticia, muy rara vez merecerá atención salvo en el caso en que aparezcan vinculados a acciones violentas – trátese de atentados terroristas, enfrentamientos armados, ejecuciones o linchamientos – o en actitudes amenazantes. Dichas actitudes pueden estar dirigidas, por ejemplo, hacia rehenes, o pueden manifestarse a través de actos de violencia altamente simbólicos, como pisotear o quemar una bandera de un país occidental, con frecuencia los Estados Unidos, o incluso realizar la acción culturalmente más execrable en nuestra tradición cultural: la quema de libros. El desafiante ademán del manifestante, de preferencia barbudo, se inscribe en una larga tradición de representaciones que avalarían la belicosidad inmanente del supuesto homo islamicus – amalgama cuya quintaesencia encontraríamos en la imagen en que unas mismas manos empuñan armas de fuego al tiempo que enarbolan no menos peligrosos ejemplares del Corán.
Por otro lado, también en relación con esta irracional actitud provocadora, el insensato musulmán va a aparecer sufriendo la inevitable represión de sus irreflexivos actos, ya sea a manos de sus propias fuerzas policiales, o de ejércitos occidentales obligados a intervenir directamente, ya de la policía que en las fronteras de la fortaleza Europa se ve forzada a emplear el único lenguaje que al parecer entienden. Así, vemos árabes vigilados, árabes detenidos, árabes esposados, árabes con las manos en la nuca. Y árabes con el rostro contra el suelo, en una posición que se parece demasiado a esa otra en que, cuando se trata de ilustrar reportajes de tipo más genérico, la imagen predominante será la que nos muestra musulmanes rezando, preferiblemente en grupo; masas anónimas de personas hincadas de rodillas, la cara contra el suelo. A juzgar por la abundancia con que esta escena se ofrece, se diría que el musulmán – cuando no está en «pie de guerra» – no hace otra cosa que rezar.
En lo que respecta a la representación en los medios de comunicación de los musulmanes como víctimas de su propia cultura destaca la cuestión de lo que podríamos describir con la fórmula «la mujer en el Islam». La de la mujer es una imagen altamente simbólica, pues las sociedades patriarcales la hacen depositaria de la responsabilidad de preservar los valores de la comunidad. Así, la mujer se convierte en receptáculo y maquinaria de reproducción ideológica destinada a proporcionar continuidad a la identidad diferenciada del grupo.
Tratándose, por lo tanto, de un valioso botín, de un verdadero estandarte, la mujer, el cuerpo femenino, se configura como un campo de batalla sobre el que dirimir los conflictos entre Occidente y los otros, entre (nuestra) modernidad y (su) tradición. La lucha por resolver a quién pertenece ese cuerpo, por salvarlo de las garras del oscurantismo y la opresión deja, por supuesto, al margen de la deliberación al propio sujeto, que es relegado a una escandalosamente forzada pasividad.
Podemos advertir en el obsesivo debate sobre el hiyab la sinécdoque extrema de esta lucha: una mujer con la cabeza cubierta se convierte en la alegoría de una cultura despótica e injusta. Es llamativa la ausencia de fotografías de mujeres con hiyab y que, a la vez, sonrían: la idea es que no hay alegría posible bajo el velo. La mujer con hiyab, cuando no aparece diluida su identidad individual, formando grandes grupos de orantes o peregrinas, o como pasiva comparsa silenciosa, siempre en segundo plano, aparece en agresivas manifestaciones de protesta, o incluso portando armas – siendo la aberración última, extremo de alienación, la terrorista suicida retratada con sus hijos y sus armas antes de la inmolación. Tampoco escasearán las imágenes de la mujer como víctima explícita, llorando o lamentando las desgracias causadas por las irreflexivas y fanáticas acciones propias de los árabes. Por su parte, la imagen de raigambre orientalista del misterioso velo que oculta un fantaseado hermoso rostro, dejando solamente ver los turbadores ojos de una belleza hurtada a la mirada del espectador, ha quedado relegada al ámbito del kitsch y la publicidad comercial.
El velo es un signo que siempre significa más que yo, tanto si lo llevo como si no: un fetiche cuya presencia u omisión habla por mí de antemano, me silencia, generando aversión o simpatía en quien mira – en quien tiene el poder de mirar. Su mera ausencia puede actuar como coartada «liberal» y granjearse el aprecio de Occidente a una feroz dictadura como la cleptocracia de Ben Alí en Túnez. Tendemos a tomar la parte por el todo y a ver progreso y justicia en cualquier rasgo o gesto que se nos asemeje.
En el tratamiento otorgado a la imagen del mundo araboislámico, tanto en los medios de comunicación de masas como en el ámbito de la educación, España no se distingue especialmente del resto de los países occidentales. Aun así, su designación como enemigo total de Occidente – en sustitución del fantasma del comunismo, desaparecido con el muro de Berlín – se realiza con frecuencia instrumentalizando un legado histórico largamente interiorizado en nuestra conciencia colectiva. Este legado cumple precisas funciones de definición identitaria, trazando la frontera entre nosotros y, por una parte, el Otroexterno más inmediato, Marruecos, y por otra, nuestro Otro interno, Al Andalus. En la extirpación de este último se concentró la obsesión de los Reyes Católicos por la homogeneidad étnica, cultural, religiosa y lingüística, obcecación que marcó indeleblemente nuestra historia y de la que orgullosamente se jactan todavía hoy día sus más reaccionarios herederos ideológicos. Así, 500 años de arrogante racismo culminan con la disneyficación de un patrimonio cuya explotación comercial no sirve sino de coartada consumista para alentar sentimientos de una superioridad colonial de opereta respecto al propio pasado.
El sentimiento de superioridad predomina también en la visión que construye la conciencia española de Marruecos. Superioridad en todos los aspectos: tecnológico, militar, estético, moral… una superioridad absoluta, civilizacional, que no por ello deja de percibir al Otro como un enemigo, el más próximo y por tanto, el más peligroso, una amenaza permanente. Sobre la antigua red de torres de vigía que jalonan nuestras costas, se extiende hoy el Sistema Integrado de Vigilancia Exterior, a lo largo de la, ahora, Frontera Sur de la Unión Europea. Este sistema está destinado a mantener a raya «la inmigración irregular, el narcotráfico y el terrorismo».
En los medios de comunicación, Marruecos reúne fácilmente las cuatro simplificadas tipologías con que abríamos esta disertación: el terrorista, el inmigrante inculto, el gobernante corrupto y el integrista fanático. Por su parte, el turismo de masas contribuye a mantener al resto de los posibles marroquíes inmovilizados en nuestro imaginario como una atracción más, en cuyo diseño influye muy determinantemente la necesidad de satisfacer las demandas de un consumo de exotismo que no reclama diálogo sino servicios; no personas, sino mercancías.
La muy superficial y trucada experiencia turística constituye la única ocasión que la inmensa mayoría tenemos de interactuar con el Otro árabe o musulmán. Así pues, a la hora de enfrentarse al desmontaje de tan firmemente establecido entramado de prejuicios es indispensable que el poco habitual ejercicio de prestar oídos y ojos a lo que los millones de marroquíes, magrebíes, árabes y musulmanes piensan de sí mismos, del mundo y de nosotros se realice a través de sus producciones culturales. No sólo de aquellas históricas, las que nos permiten comprobar, por ejemplo, «lo que Europa debe al Islam de España», por citar el hermoso libro de Juan Vernet[2] – sino muy especialmente de las más contemporáneas, pues nuestro automatismo eurocéntrico tiende a asociar el arte y la cultura árabes con el pasado. En las bibliotecas y librerías, o en los buscadores de Internet, el arte árabe que nos encontraremos será mayoritariamente medieval y nos ofrecerá ejemplos de cerámica, caligrafía, decoración, arabescos y arquitectura religiosa, pero nada moderno o contemporáneo. Y si alguna vez se nos ofrece la oportunidad de ver de cerca trabajos de artistas vivos, será en exposiciones de grupo, dedicadas específicamente a mostrarlos casi a título de curiosidad, o en encuentros más bien forzados en los que se pone su obra en paralelo a la de artistas españoles, en busca de supuestas afinidades estilísticas que apadrinen y legitimen su labor. Una vez más, nos apoyamos en nuestra propia vara de medir. No es menos lamentable que en estas exposiciones se repitan una y otra vez los mismos pocos nombres, no sólo de artistas, sino también de curadores y directivos de las asociaciones que las organizan, y que llegan a intercambiarse estos distintos roles ¡o incluso a simultanearlos! A esto debemos añadir la preferencia por cierta estética expresionista o naif, nimbada de primitivismo lírico, evocadora de «los encantos de antaño» y destinada a reforzar la percepción de encontrarnos ante un arte «subdesarrollado», por más que «auténtico». Ni falta hace precisar que esta miope política institucional excluye la posibilidad de contar con artistas que, si bien son habituales en los circuitos de arte contemporáneo internacional, su ausencia es clamorosa – salvo muy contadas excepciones – en nuestras salas de exposiciones.
El panorama no es muy diferente si hablamos de música: lo más normal, cuando se edita o se programa música marroquí, por ejemplo, será recurrir a su ingente y muy apreciable tradición folclórica – o clásica, con preferencia, música andalusí. Así, se obvia la existencia de experiencias actuales, influidas, como no podría ser de otro modo, por lo que sucede en el resto del mundo – el rap o la electrónica, por ejemplo, tan interesantes o tan aburridos como los que se producen entre nosotros.
Por seguir con Marruecos, por lo que respecta a la literatura contemporánea, su traducción al castellano es un fenómeno muy reciente si se trata de obras escritas originalmente en árabe. Sólo han sido traducidas unas pocas novelas y antologías de relatos breves y aún menos libros de poemas, publicados por editoriales minoritarias. Los autores más conocidos son aquellos traducidos del francés y cuya obra llega precedida de su éxito en Francia. Lo mismo se podría decir de una herramienta de comunicación tan poderosa como el cine. Si una figura de la importancia de Youssef Chahine vio su primera obra exhibida en salas comerciales españolas sólo tras recibir una Palma de Oro en Cannes, ¿qué pueden esperar los cineastas más jóvenes? Son muy pocas las películas que trascienden el mundo de los festivales especializados, teniendo en cuenta, además, que en España sólo existe un festival, desde 2003, dedicado específicamente al cine árabe: el Festival Amal, en Santiago de Compostela. Aparte, se ha podido ver cine de autores marroquíes – o magrebíes, o árabes – en la Mostra de Cinema Africà de Barcelona, el Festival de Cine Africano de Tarifa, la Mostra de Cinema del Mediterrani, en Valencia o, aún de más amplio espectro, el Festival de Cines del Sur, en Granada.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que un pequeño reducto de grandes corporaciones (Vivendi, Viacom, Time Warner, Disney) controlan los entramados de la industria de información y el entretenimiento. La ficción es tan poderosa como el género documental a la hora de producir y difundir imágenes e ideas sobre el mundo. Parece que estamos condenados a la persistencia de los tópicos habituales del racismo culturalista de las grandes producciones cinematográficas. Así, los árabes continuarán siendo representados de un modo caricaturesco y malintencionado, a través de una serie de prototipos que, en última instancia, no hablan de ellos sino de nosotros, de nuestros asentados prejuicios. Éstos son fruto de nuestros miedos, obsesiones y fantasías proyectados sobre lo que hemos construido a modo de reflejo invertido, de espejo en negativo de lo que consideramos que son los rasgos que nos definen. De este modo, destacamos su incapacidad de evolucionar frente a nuestra modernidad, su inmovilismo frente a nuestro dinamismo, su irracionalismo frente a nuestra mesura, su fanatismo frente a nuestra tolerancia, su belicismo frente a nuestro amor por la paz, su tradicionalismo frente a nuestra modernidad, sus particularismos paralizantes frente a nuestro universalismo.
En este sentido, resulta apremiante la necesidad de oír a los otroscon su propia voz, dado el escandaloso décalage entre lo que ellos saben de nosotros – merced a su vinculación, si no subordinación al mercado mediático mundial- y la pobreza anquilosada de nuestro conocimiento sobre ellos, del todo inútil a la hora de aventurar un diálogo indispensable en un contexto de interdependencia global. Por ello, es preciso facilitar la circulación de las producciones culturales procedentes del mundo árabe islámico, las cuales actualmente no se extienden sino en un exiguo e insignificante número, más allá de las fronteras del gueto especializado. Subsanar esas carencias no parece una urgencia del mercado, y la lógica de los festivales y macroeventos periódicos, excepcionales por definición, no deja de resultar insuficiente.
En un contexto como el español, donde gran parte de la población y de las élites intelectuales, por desgraciadas razones históricas, son tremendamente reacias y despectivas para con la pluralidad cultural – y toda diversidad, sea religiosa, lingüística, etc. –, el esfuerzo de artistas, creadores y demás trabajadores de la cultura presenta unos resultados francamente desalentadores. Éstos no pueden superarse sino con la asunción del carácter estructural del problema y con el firme compromiso por parte de las instituciones de una política continuada –no sometida a la lógica de la rentabilidad inmediata- de apoyo a la difusión entre nosotros de producciones realmente relevantes de la compleja, viva y múltiple realidad de la otra orilla del Mediterráneo, así como de proyectos guiados por la convicción de que no hay ni nunca hubo, culturas esenciales, intocadas, asépticas. Este concepto resulta, en realidad, un oxímoron.
Desafortunadamente, estamos todavía lejos de generar experiencias como las que, en el contexto norteamericano, dieran lugar a prácticas artísticas, políticas y críticas como el Border Art Workshop/Taller de Arte Fronterizo o trabajos como los de Guillermo Gómez Peña, inmersos en el tráfico intercultural cotidiano y constante que define el mundo que inevitablemente compartimos, y donde tiene lugar el permanente proceso de construcción y cuestionamiento de toda identidad.