El drama de Siria

Tomás Alcoverro

Periodista, El Líbano

Siria, país conocido como el «corazón de Oriente Medio» por su historia compleja y riquísima, se ha convertido en un campo de batalla. Debido a las oposiciones internas mezcladas con los intereses internacionales de las grandes potencias, se ha producido un bloqueo político y un status quo militar del cual resulta cada vez más difícil salir. Así, asistimos impotentes a la destrucción de un pueblo cuya historia moderna está dominada por la represión de régimen del Partido Baas, controlado por la familia alauí de los Asad, que ostenta el poder desde la década de los 70. El ejército sirio, al servicio del presidente Bachar el Asad, se enfrenta de forma sangrienta a la oposición, constituida esencialmente por la cofradía de los Hermanos Musulmanes, cuyo objetivo es conquistar el poder  para imponer la islamización progresiva del país.

En Wadi Khaled, una lengua del territorio libanés que penetra en Siria, entre miles de refugiados ahuyentados por la represión militar del régimen del Rais Bachar el  Asad, encontré un grupo de desertores del ejército nacional procedentes de Homs,  a sólo un centenar de kilómetros de la frontera de Alepo y Der Ezor, al otro extremo de la república. Ocupaban una casa en construcción vigilada por los vecinos. Los desertores, casi todos reclutas, esperaban armas para regresar a su tierra y combatir al lado de los insurrectos. En su estancia en aquel pueblo del  norte del Líbano, los salafistas los han imbuido de doctrinas islamistas radicales. Ahora somos más religiosos, me confesó uno de los desertores exhibiendo un Corán y haciendo la señal de la victoria con los dedos de la mano, que cuando  llegamos a Wadi Khaled.  

En Damasco, corazón de los árabes, se ha abierto bruscamente la caja de Pandora de todos los complicados conflictos de Oriente Medio. Sólo un milagro es capaz de evitar su balcanización, su iraquización, su libanización. Nadie hubiera podido suponer hace un año que el enfrentamiento del régimen con las diversas fuerzas de la oposición, divididas entre las que están empeñadas en derribarlo a toda costa y las que preferirían aceptar un compromiso que evitase la anunciada catástrofe de una guerra civil, se convertiría en un conflicto cada vez más internacionalizado. Después de la fracasada mediación de la Liga Árabe para conseguir un acuerdo de paz, Kofi Annan ha  intentado,  por encargo  de la  ONU y la Liga Árabe, otra iniciativa diplomática incierta para acabar con la violencia, establecer el cese de hostilidades y abordar un diálogo nacional entre el gobierno y la oposición.  

Siria es un desafío y un drama. Todos la desconocen porque ignoran su  compleja sociedad y su difícil historia. Damasco, como tantas veces se ha escrito, es el «corazón de los  árabes». Siria, con diferentes configuraciones territoriales y  políticas, siempre ha existido, como indiscutiblemente ha existido Egipto en todos los  tiempos. Ni Irak, ni El Líbano, ni Jordania, ni las absolutas monarquías del Golfo bendecidas por Alá con la riqueza petrolífera -antaño desérticos pueblos beduinos-, fortalezas del más oscurantista y retrógrado islamismo que se impone  con sus petrodólares en la  región, han poseído una historia parecida. ¿Quién recuerda que fue en el norte de Siria, en Alepo y en las «ciudades  muertas»,  donde floreció el cristianismo? ¿Quién tiene presente que Siria estuvo a la vanguardia del renacimiento árabe cuando se levantó contra el dominio del Imperio Otomano y del mandato francés que había dividido el territorio en enclaves confesionales de identidades asesinas, como el estado alauí, el druso, las zonas suníes de Damasco y Alepo? Siria sigue siendo la herida más profunda de los árabes, divididos, desnortados, enfrentados en encarnizadas luchas de suníes y chiíes, en este tiempo de tecnologías informáticas, de desesperación, de   demografía juvenil incontenible, de pueblos condenados por los dictados de la geopolítica de Oriente Medio.

Escribió Charles De  Gaulle en  sus memorias: «Voy a Oriente complicado con ideas simples». Hoy la  complejidad de Oriente desbarata todos los esquemas teóricos, y el conflicto de Siria rompe a pedazos las estrategias internacionales. Las intervenciones militares occidentales en Afganistán e  Irak han agravado el  sufrimiento de sus martirizadas poblaciones y se han saldado con escandalosos fracasos. Una  intervención  armada  extranjera, que sería la forma de que ganasen los insurrectos la guerra contra el régimen de El Asad, como anhelan  los estados árabes suníes, es cautelosamente sopesada por los gobiernos de EE UU, Turquía y Europa, por  temor al caos que provocaría en Siria y en Oriente Medio. En algunas de las manifestaciones del año pasado en Deraa se agitaban pancartas con lemas como «Muerte  a los alauís, y los cristianos a Beirut».

Corría el año 1965 cuando viajé como turista por primera vez a Siria, dos años antes de la Guerra árabo-israelí de los Seis Días. Entonces Damasco era una ciudad muy provinciana con sólo unos cuantos hoteles como el Omeyad, el  Semiramis o el Catan, en la sucia orilla del Barada, aprendiz de río. Alquilé una habitación en Bab Tuma, el barrio cristiano en el antiguo recinto amurallado de  la capital, y fue en aquellas fechas cuando publiqué mi primera crónica sobre Siria.

El ejército y el Partido Baas habían llevado a cabo su pronunciamiento militar en 1963, dando un vuelco a la historia contemporánea del país. En 1970, siendo ya corresponsal en Beirut, sufrí las primeras frustraciones periodísticas en las jornadas del golpe de estado del general Hafez el Asad, por la imposibilidad de conseguir un visado. Cuando finalmente, gracias al embajador Nuño Aguirre de Cárcer, obtuve el preciado documento, me detuvieron en el centro de la capital mientras fotografiaba unos edificios que albergaban despachos oficiales. Siria era un país militarizado, con profusión de mujabarats o agentes secretos con un régimen impenetrable, autoritario, de cárceles infamantes, que cultivaba el  secreto, y  bajo el  que  nadie  se  atrevía  a  hablar con libertad. Como Damasco siempre tuvo muy mala prensa, Beirut era y continúa siendo el mejor lugar para informar de los acontecimientos de la ciudad baasista prohibida.

Pero he visto también cómo Siria, ese país modesto, de pocos recursos naturales, con su agricultura y su industria, se ha ido haciendo, primero con la construcción de su infraestructura, desde la presa de Tabka en el Éufrates, hasta el puerto de Tartus o la refinería de petróleo de Homs, después con paulatinas aperturas económicas, con su sistema de economía social de mercado. Éste último, si bien ha permitido  una cierta  modernización de las clases privilegiadas, también ha agravado las condiciones de vida de una población cada vez más  joven y pauperizada, cuyos habitantes de las zonas rurales se han volcado a las periferias de las grandes ciudades, sobre todo tras las recientes sequías catastróficas.  

Con Bachar el Asad, el país fue rompiendo su aislamiento internacional y el turismo descubrió Siria. Lamentablemente, esta apertura sin libertades democráticas fue explotada por su clan de especuladores. Un millón de iraquíes se han refugiado en la república siria, ahuyentados por conflictos internos entre suníes y chiíes. Cuando el régimen de Damasco presumía de estabilidad e invulnerabilidad respecto a las rebeliones árabes, enarbolando su nacionalismo, su defensa de la causa palestina y su resistencia contra Israel, estalló el más  sanguinario conflicto, la represión más violenta. Al tiempo, seguía firme la voluntad de la oposición de continuar sus acciones hasta el derrocamiento de Bachar el Asad, todo lo cual está destrozando Siria.

La  historia contemporánea de Siria, como la de Egipto, es la historia de la cofradía de los Hermanos Musulmanes para alcanzar el poder. Esta organización, que fue fundada en Egipto en los años 20 por Hassan al-Banna, encarna las ansias, las reivindicaciones, las luchas de la mayoría de la población musulmana suní. Estuvo sometida al régimen del Partido  Baas,  más  tarde de la familia de  los  Asad, surgida de la minoría  alauí. Su oposición contra el Rais Hafez el Asad, padre del actual presidente, se exacerbó entre 1979 y 1982. Antes del levantamiento armado de Hama, aplastado con brutalidad por las unidades de élite del ejército, la cofradía había tratado de asesinarlo y llevó a cabo varios atentados contra las academias militares de Alepo, Palmira y Homs, ciudad,  como  Hama, en la que la cofradía siempre ha contado con muchos partidarios. Después de la  represión sangrienta de Hama en 1982, la cofradía fue decapitada, perseguida y derrotada. El parlamento sirio publicó entonces una ley por la que se condenaba a la pena capital a todos los que formasen parte de los Hermanos Musulmanes.

 Cuando Bachar el Asad prometió reformas en aquella efímera primavera política de Damasco, al poco tiempo de llegar al poder en verano de   2000, tras la muerte de su padre, la cofradía, primera organización política de la oposición, se reforzó en el exilio, sobre todo en Estambul y Londres. Esta ciudad alberga asimismo, por cierto, la sede del Observatorio de derechos humanos sirios, que  se ha convertido en la fuente más citada para establecer las muertes, las  víctimas y los ataques de las fuerzas armadas del Estado contra los rebeldes. 

En 2006, la cofradía publicó su «Proyecto político para el futuro de Siria» tras otro documento importante difundido en 1980, titulado «Revolución  islámica», en el que se pronunciaba en favor del Estado de derecho, moderno y democrático pero con una vocación islamista, rechazando así un régimen teocrático que calificaba de totalitarismo. En estos documentos, en los que se postula el diálogo entre partidos políticos, la democracia parlamentaria es concebida como expresión del concepto islámico de la chura o  consulta popular.

La cofradía se ha querido adaptar a las jurisprudencias en vigor, a la diversidad de partidos políticos de otras tendencias de la oposición, como muestra en su reciente documento del 26 de marzo de 2012. En él, esbozan su programa de la época post Bachar el Asad, al tiempo que hacen alarde de su proyecto de estado civil fundado sobre los derechos humanos.

De todas maneras, los Hermanos Musulmanes no esconden su proyecto político, basado en la idea de que las leyes deben someterse a una islamización progresiva y no pueden contradecir los principios fundamentales de la charia.  Ante estas  afirmaciones de la cofradía, que va conquistando el poder a través de las urnas en los países árabes, zarandeados desde 2011 por las revueltas e insurrecciones, hay que preguntarse si sus promesas de democracia son su verdadero objetivo o bien un camino para conquistar el poder. Como escribió uno de los mejores especialistas de la complicada Siria, Michel Seurat, secuestrado y asesinado en Beirut durante los años del terror de la década de los 80, los  Hermanos Musulmanes no son heraldos de la modernización, pero hay  que  tener en cuenta su amplia audiencia social en Siria. Son la única fuerza de oposición al régimen, con un trasfondo de catorce siglos de historia, y la única que sabe plantarle cara.

En Siria, el enfrentamiento del islamismo con el secularismo será vital para el futuro de Oriente Medio. Los otros grupos de la oposición son incapaces de organizarse y unirse ante Bachar el Asad, que sigue manteniéndose con fuerza, gracias sobre todo a su ejército, a sus mojabarats o servicios de  inteligencia, y a una parte de la población (las  minorías cristiana y drusa, sobre todo, que  temen   el establecimiento de un estado  islámico).  

En el actual ambiente de venganzas, miedo y ajustes de cuentas que se remontan a la carnicería de Hama de 1982, los grupos suníes más radicales, los salafistas, muy influyentes en el Ejército libre sirio, se encuentran azuzados por las monarquías retrógradas y ricas del Golfo. Así, aprovechan la pérdida de control de  seguridad del gobierno en algunas regiones del país para ir asestando duros golpes. Su objetivo es eliminar a los alauís del poder que consideran que usurparon durante medio siglo.   

Cabe destacar, asimismo, que la república siria se ha convertido en un campo de batalla entre EEUU y sus amigos árabes suníes, Irán y sus aliados chiíes. En este contexto, Rusia y China desempeñan un destacado papel en la configuración de un nuevo Oriente Medio que no quieren abandonar en las manos de las  potencias occidentales. Hay un bloqueo político y un statu quo militar paralizantes. En ambos bandos dominan los intransigentes que no quieren llegar a un  compromiso. Así,  con impotencia, con rabia, asistimos a la destrucción de un gran pueblo, corazón de Oriente Medio.