Durante su visita al Museo Guggenheim de Nueva York, la exposición «La esencia de las cosas» de Constantin Brancusi llevó a la autora de regreso a la ciudad de Salónica, también llamada «la Madre de Israel». Su tatarabuelo vivió en el barrio judío de la Salónica otomana, antes romana y bizantina, donde cristianos ortodoxos, musulmanes, judíos y armenios convivieron durante siglos. Ella creció en Estambul, de donde recuerda la lengua ladina y su doble identidad turca y judía. Fue en Estados Unidos donde la autora descubrió la complejidad de la religión que determina su identidad, una religión en la que nunca había creído ni había practicado. Finalmente, llegó a Jerusalén, donde ha entrado en contacto con palestinos nacidos en Israel que no hablan hebreo. Como en las esculturas de Brancusi, la identidad de las personas reside en la simplicidad de sus formas, en la esencia de sus movimientos, en su realidad.
«Estoy sola en la ciudad de Nueva York pasando un gran fin de semana», me repetía a mí misma. Pese a mis tentativas de engañarme, mi visita a la ciudad estaba resultando ser una decepción. El amigo al que había ido a visitar no me había mostrado la clase de hospitalidad que yo esperaba, dejándome sin más opción que deambular a solas por la ciudad. Pero la urbe me parecía distante y apartada. Sin un compañero, yo no podía formar parte de Nueva York.
De camino al Museo Guggenheim, vi unas palomas posadas en un semáforo. Por un momento me proporcionaron consuelo: se parecían a las palomas a las que daba de comer en las calles de Estambul, la ciudad donde crecí.
La exposición del Guggenheim, «La esencia de las cosas», presentaba la obra de un artista al que yo no conocía: Constantin Brancusi.[1] En el encalado vestíbulo del museo se alzaba una sola escultura de madera. Intenté descifrar qué mágica destreza artística había llevado a aquella extraña escultura a tan prestigioso lugar, pero a primera vista «La esencia de las cosas» parecía sosa y aburrida. El nombre del artista y su arcaico atractivo parecía ser el único encanto de la exposición. Constantin. Quizás, pensé, su nombre derive de Estambul, antaño conocida también como Constantinopla.
Pero no había vuelta atrás; había pagado ya mi entrada y no estaba dispuesta a dejar perder 12,50 dólares. Busqué la escalera espiral del museo y, mientras ascendía por ella, Constantin me devolvió a las ciudades de mi pasado.
Hace poco descubrí que mi tatarabuelo paterno emigró de Salónica a Estambol[2] hacia la segunda mitad del siglo xix. Su nombre era Moshe Aelion, y eso es casi todo lo que sé de él.
En la época de Moshe, Salónica era una típica ciudad otomana. Pero no tenía nada de corriente, en el sentido en que utilizamos hoy el término para aludir a las ciudades modernas. Cuando los viajeros victorianos descendían de los buques de vapor en el puerto de Salónica, se sentían a la vez sorprendidos y horrorizados al verse recibidos por hordas de judíos que hablaban una extraña mezcla de lenguas que llamaban ladino. Aquellos judíos de apariencia oriental cogían a los viajeros y sus maletas y los llevaban por las estrechas calles de Salónica hasta una posada de estilo occidental, a fin de que pudieran sentirse como en casa en aquella pintoresca ciudad. Mi tatarabuelo debía de vivir en el barrio judío de Salónica, y debía de encontrarse con frecuencia con los turistas que viajaban al Levante mediterráneo.
Me resulta imposible entender los motivos por los que Moshe Aelion abandonó la ciudad que los judíos como él llamaban «la Madre de Israel». Quizás su traslado estuvo motivado por consideraciones financieras; quizás fue el encanto de la cosmopolita capital otomana lo que atrajo a Moshe a Estambul. Acaso tenía alma de trotamundos, y una mañana llenó una pequeña maleta con ropa suficiente para una semana, se puso un fez y se dirigió hacia el sur. Fuera cual fuese la razón, su partida cambiaría la futura identidad de la familia Aelion, desembocando a la larga en mi nacimiento en el seno de una familia judeoturca residente en Estambul. Dicha familia hablaba turco y llevaba el apellido «Alyon», una versión turquificada del original, recreada siguiendo las reglas de la gramática turca.
La Salónica donde nació Moshe Aelion ya no existe. El nacionalismo borró los 500 años de dominio otomano de la faz de Salónica y, con ellos, todos los recuerdos de Moshe.[3] Pero todo esto no resulta sorprendente: al fin y al cabo, la Salónica otomana de Moshe fue una creación que siguió a la destrucción de la ciudad bizantina que existió antes que ella, y la Salónica bizantina, un resultado de la aniquilación de la Salónica romana. Como escribieron dos viajeros victorianos en el siglo xix: «todo lo que es del período pagano ha sido bizantinizado, y todo lo que era bizantino ha sido mahometanizado».[4]
Pero Salónica está desorientada; vive ajena a su omnipresente crisis de identidad. Al fin y al cabo, es una ciudad moderna, una ciudad griega. Ya no recuerda su vida anterior como Salónica, una floreciente ciudad otomana donde coexistieron capas y capas de identidades. Tampoco recuerda que sus habitantes judíos la llamaban «la Madre de Israel», o cómo cerraba de buen grado su puerto cada sábado por el sabbat judío. Ha olvidado que antaño los judíos la habían recreado como el centro cultural del judaísmo sefardí. No puede recordar cómo los Jóvenes Turcos se reunían en secreto en sus cafeterías para planear el derrocamiento de Abdul Hamid II, o cómo los sabateos, dönmeh o maaminim (creyentes) como se denominaban a sí mismos, pronunciaban sus rezos secretos antes de ser enviados junto con los musulmanes de la ciudad a tierras extranjeras.[5] Tampoco recuerda cómo los cristianos ortodoxos, musulmanes, judíos y armenios vivieron en sus respectivos barrios. Durante siglos, estas comunidades habían convivido, pero de forma separada: sin mezclarse, pero también sin que se produjeran disputas serias entre ellos. Todo esto ya no puede recordarlo, puesto que no queda mucho que se lo recuerde. No está confusa, ya que todo lo que hoy conoce es su identidad actual. Su existencia pasada yace enterrada bajo edificios de cemento y amplios bulevares, como si «la Madre de Israel» nunca hubiera existido.
Yo crecí en una ciudad que sufría una crisis de identidad similar: Estambul. De pequeña odiaba ir a casa de mis abuelos. Allí todos los adultos gritaban en ladino —mi abuelo tenía problemas de oído—, mientras yo me quedaba sentada en un gran sofá sin entender una palabra. Siempre salía de casa de mis abuelos con dolor de cabeza por todo aquel galimatías. Ladino. La lengua de los judíos españoles que abandonaron su patria durante la Expulsión, que nunca renunciaron a su lengua natal, sino que la enriquecieron (o corrompieron) infundiéndole las lenguas de sus nuevas patrias: turco, francés, hebreo… Ladino: una lengua que hoy está condenada a muerte.[6]
¿Es el ladino siquiera una lengua por derecho propio, o es simplemente castellano antiguo corrompido por las lenguas de otros? «Una lengua inventada es aquella que pertenece a quienes eluden la historia», dijo el escritor e intelectual turco Cemil Meriç; es la voz «de una generación que perdió su memoria» y «pertenece a quienes no tienen país».[7] Dudo que Meriç escribiera estas líneas pensando en el ladino, ya que era un nacionalista conservador. Sin embargo, los judeoturcos procedentes de la Expulsión española no han tenido país y, de algún modo, tampoco han eludido la historia. Mi abuela nunca me ha hablado en su lengua materna; tampoco la habría entendido. Nacida y criada en la República turca, me habla en turco con un marcado acento ladino y, cuando se emociona, las palabras en ladino fluyen de su boca como mariposas apresadas que escapan de su jaula. De joven sufrió las consecuencias de los programas estatales que castigaban a quienes hablaban ladino (o griego o armenio). «¡Vatandaş, Türkçe Konuş!» («¡Ciudadano, habla turco!»), exigían los auténticos turcos.[8] Así, se convirtió en inmigrante de su propio país sin moverse ni un centímetro.
Yo no hablo ninguna lengua inventada y, sin embargo, es mi generación la que ha perdido la memoria. Es mi generación la que ha matado al ladino. Hoy, cuando voy a ver a mi abuela y le pido que me hable de su niñez, las mariposas afloran de sus labios y entiendo la mayor parte de lo que dice. La entiendo porque en América aprendí español, una lengua no «inventada».
Antes de que esta tercera capa, la americana, quedara cosida a mi doble identidad como turca y judía, luchaba por decidir si estas identidades duales coexistían, como en la vela havdalah trenzada de varias mechasque se enciende para marcar el final del sabbat judío, o bien se rechazaban una a otra separándose para siempre, como el Bósforo separa Asia de Europa. Recuerdo los viernes por la noche, cuando la voz profunda del imán penetraba en nuestra sala de estar por una ventana abierta y se mezclaba con la voz de mi abuelo salmodiando el kiddush (el rezo del sabbat) en hebreo mientras sostenía un vaso de vino. Irónicamente, él no sabía ni una palabra de hebreo, y leía de un libro de oraciones transliteradas y adaptadas al turco. Aquella mesa de comedor sirvió a gentes de dos épocas distintas. A diferencia de mis abuelos, que conservaban la tradición salonicense de mantenerse separados de la población de la nación en la que formaban una pequeña minoría, yo respondí «no» cuando me preguntaron si había hecho amigos judíos.
¿Acaso había escogido la vela? ¿Cómo podría haberlo hecho, cuando, como hija de padres laicos, yo ni siquiera tenía idea de que existiera algo llamado «vela havdalah»? Había pasado toda mi niñez en Turquía negándome a participar en ninguna actividad judía, ya fuera asistir a las reuniones del club juvenil del centro comunitario judío o trabar amistad con la «simpática hija» de los amigos de mis padres. Sólo después de convertirme en judeoamericana descubrí las complejidades de la religión que conformaba mi identidad, una religión en la que no creía ni practicaba.
Entonces, de algún modo, me encontré siendo el miembro más activo del Club Multicultural Judío de mi universidad estadounidense, esforzándome en cocer hornos enteros de jahnun, un manjar que nunca había probado. El jahnun es un plato tradicional judío yemení hecho de masa enrollada y cocida al horno a baja temperatura durante una noche. Unos meses después de mi primer contacto con el jahnun en Estados Unidos, llegué a Jerusalén como estudiante de intercambio en la Escuela Internacional de la Universidad Hebrea. En Jerusalén podía comprar jahnun congelado en el mercado de la esquina listo para cocinar al microondas. En Jerusalén, el judaísmo estaba disponible empaquetado y listo para llevar. El jahnun es judío y yo también lo era; pero ¿era el jahnun algo mío, era mi cultura?
Al repasar mis primeros días en Jerusalén, lo único que recuerdo es la frase shabbat shalom. Tenía un efecto visceral en mí; las ondas sonoras de aquellos shabbat shalom pronunciados en voz alta viajaban por mis huesos y me llegaban a las entrañas. Allá en Estambul, mis abuelos solían pronunciar estas dos palabras durante las cenas de los viernes. Después del kiddush, los miembros de la familia se besaban unos a otros y se decían shabbat shalom. Por entonces el significado de este ritual resultaba insignificante para mí. Pero en Jerusalén la gente empezaba a decir shabbat shalom los jueves, y seguía repitiéndolo durante todo el fin de semana. El taxista, la mujer del supermercado, mi profesor de hebreo, el hombre que tocaba el violín en la calle al agradecerme el shéquel que le había echado en la caja… todos decían shabbat shalom. Y yo respondía lo mismo.
La ciudad de Jerusalén —una ciudad extraña, ¡pero tan familiar…!— me recordaba a Estambul debido a su yuxtaposición de lo moderno con lo antiguo, ambos elementos tan entremezclados que no podían separarse. Pasé muchas tardes deambulando en torno a la Ciudad Vieja, charlando con tenderos, bebiendo kafe turki en restaurantes familiares con vistas a la Cúpula de la Roca. La Ciudad Vieja de Jerusalén se divide en cuatro barrios: judío, musulmán, cristiano y armenio. Dichos barrios no están divididos físicamente con muros como los que separan la Ciudad Vieja de la Jerusalén moderna, sino que son los habitantes de cada uno de ellos quienes marcan la separación. En cierto modo, esta ciudad arcaica ha conservado la tradición otomana de mantenerse juntos pero separados. Incluso fuera de los muros de la Ciudad Vieja construidos por el sultán Solimán el Magnífico, los judíos ultra-ortodoxos de Mea Shearim no se mezclan con quienes llevan una vida secular, y los anglosajones prefieren instalarse en vecindarios como la Colonia Alemana, donde es más probable que uno oiga hablar en inglés que en hebreo. Aunque los vecindarios árabes parezcan estar a kilómetros de distancia de la Jerusalén judía, ambos están unidos en un trágico avatar.
Parte de mi experiencia en Jerusalén incluyó el ulpán, escuela donde se imparten clases intensivas de hebreo. Estudié en una clase ecléctica con estadounidenses que habían venido a Israel por un año, unos pocos sudamericanos y rusos que habían inmigrado a Israel de forma permanente, y tres árabe-israelíes. Los dos rusos siempre se sentaban juntos; el argentino lo hacía al lado del colombiano; los tres árabes ocupaban su propio pequeño rincón, y los estadounidenses se repartían por toda el aula, dominando las clases con su marcado acento.
Hablé con los palestinos todo lo que pude con mi fragmentario hebreo. Cuando se enteraban de que yo era turca, me preguntaban con vehemencia si era musulmana. Ante su visible decepción, yo les respondía que era judía. Sin embargo, eso no impidió que siguiéramos teniendo agradables conversaciones durante todo el curso. Todos ellos habían nacido en Jerusalén y estaban aprendiendo hebreo para poder estudiar en la universidad. Me sentí confundida. ¿Cómo es que no hablaban hebreo, si habían nacido y se habían criado en Israel? La enseñanza secundaria de Ibrahim había sido en árabe. El hebreo sólo se enseñaba durante dos cursos, una hora a la semana, y él apenas se había presentado en clase porque no quería aprender la lengua del país al que despreciaba. Me dijo que luego había lamentado aquella decisión.
Ibrahim me recordó a un profesor de literatura comparada de mi universidad, allá en Estados Unidos, al que llamaré profesor Woodhead. Era asesor de Estudios sobre Oriente Próximo, una de mis asignaturas secundarias en la universidad, y mientras asistía a sus clases sobre Las mil y una noches había estado contemplando la posibilidad de ir a estudiar a Israel. Había muchas opciones para los estudiantes extranjeros en Israel: podía estudiar en Tel Aviv, Beerseba o Jerusalén. Así que acudí a su despacho a pedirle consejo.
Sentada ante su escritorio, le hablé de mi deseo de seguir aprendiendo hebreo y empezar a aprender árabe. Su primera respuesta fue decirme lo difícil que era aprender árabe, «una tarea de toda una vida» para la que yo no era una candidata adecuada. Tras asegurarle que era consciente de la dificultad del árabe, él sintió la necesidad de preguntarme: «¿Ya sabe que yo no soy judío?». ¿Por qué le pedía consejo? Cogida por sorpresa, le respondí que le consultaba por ser mi profesor, no porque no fuera judío, lo que de hecho ya sabía.
El profesor Woodhead se sintió incómodo por mi respuesta lógica a su pregunta tan poco profesional y masculló algo sobre las distintas universidades de Israel. Luego declaró que Jerusalén era «demasiado peligroso» y prosiguió diciendo: «En cualquier caso, la única ocasión en la que tendrá algún contacto con los palestinos será cuando le limpien los lavabos». Ante este comentario, que parecía más bien un ataque personal, yo no respondí nada. Quizás fue la actitud de este profesor la que me hizo escoger Jerusalén.
Dejé Jerusalén más perdida, más confusa, y sintiéndome aún más lejos de alcanzar mi esencia. El jahnun, el kafe turki, Ibrahim, el profesor Woodhead… todo ello se mezclaba en mi cabeza en un revoltijo, y no podía sacar nada en claro. Antes de que tuviera tiempo de reordenar mis pensamientos se inició mi último año de universidad. Un tranquilo día de otoño en Nueva Inglaterra llevé a un turista al Museo de Arte de la Escuela de Diseño de Rhode Island. La obra Mujer lavándose en la fuente (1874), de Jean-Léon Gérôme,cautivó mi atención. Es una representación típicamente orientalista de una mujer desnuda lavándose en un «baño moro». Mientras la luz procedente de una ventana invisible ilumina su cuerpo suave, otra mujer —envuelta en negros ropajes que dan la impresión de que no tuviera piel alguna— proporciona el contraste que a menudo se encuentra en las pinturas de Gérôme. Dos mujeres orientales: una de piel tersa, tez oscura y exóticamente voluptuosa, y la otra cubierta con su turbante y arrodillada del modo en que lo hacen las mujeres orientales cuando realizan primitivas tareas domésticas.
No sé si Gérôme estuvo alguna vez en Salónica, pero sí que hizo varios viajes por todo el Levante mediterráneo y llegó a ser conocido como uno de los más destacados pintores orientalistas de Europa. Pintaba siguiendo un estilo que Edward Said señalaría como ejemplo de orientalismo.[9] En cierta medida yo coincidía con Said: Occidente, en un esfuerzo por colonizar, explotar y dominar a Oriente, trató de «estudiar» las tierras, lenguas, culturas y tradiciones orientales, acentuando su exotismo, su primitivismo y su bárbaro despotismo. Al «descubrir» el despotismo de Oriente, los eruditos habían justificado su propio imperialismo.
Pero el aire de simplicidad que impregna la teoría dicotómica de Said, que traza una clara línea divisoria entre Oriente y Occidente, me molestaba. Si Israel es la colonia de los judíos occidentales que explotan ilegalmente a los palestinos, como argumentaría Said, entonces ¿yo era la judeoamericana «occidental» a la que supuestamente había lavado el cerebro la propaganda sionista, o era la descendiente de aquel hebreo salonicense al que el viajero europeo decimonónico orientalizó de manera tan ignorante?
Han pasado años desde aquel solitario paseo por Nueva York. Hoy, una réplica de La musa de Brancusi que compré aquel día en el Guggenheim ocupa un lugar permanente junto al espejo de mi dormitorio. Las vetas originales del mármol que cinceló Brancusi para crear el rostro de la mujer meditabunda se hallan en tal armonía con la forma que le dio su creador que la piedra es una con su arte. No tiene ojos, sólo unas cejas simétricamente alineadas que se unen para formar la nariz, y una débil sonrisa que asegura su paz de espíritu. No son los detalles ausentes de sus rasgos faciales los que crean su personalidad, sino su cráneo liso, oval y casi perfecto. Ella es «la musa». Pero ¿a quién está inspirando de manera tan intensa?
«En el arte, la simplicidad no es un fin, sino que por lo general llegamos a la simplicidad cuando nos aproximamos al verdadero sentido de las cosas», escribió Brancusi.[10] Él no esculpió La musa de la manera más simple posible, sino que llegó a su simplicidad como resultado de representar su existencia más fundamental, buscando su esencia.
La escultura de un pez de Brancusi es simplemente una forma oval con extremos lisos, como narices. «Cuando ves un pez no piensas en sus escamas, ¿verdad? Piensas en su velocidad, en su cuerpo flotante y destellante visto a través del agua… Si yo hiciera aletas, ojos y escamas, detendría su movimiento y te captaría por medio de un patrón, o una forma de realidad. Pero yo sólo quiero el destello de su espíritu.»[11] Es mucho más fácil para los seres humanos encontrar la esencia en aquello de lo que estamos separados. Una cosa es identificar y captar la esencia de un pez, y otra encontrar la propia esencia. Si la esencia de un pez está en el espíritu de su movimiento, ¿dónde buscaremos la de una persona? ¿Hacia dónde miraré para encontrar mi esencia?
No tengo una respuesta. Pero a veces, cuando cierro los ojos, me veo a mí misma como el conjunto de las vidas que he buscado en ciudades antiguas, veo todos los viajes aún no emprendidos por sus calles y todos los edificios destruidos y reconstruidos, las lenguas habladas y olvidadas, los nombres renombrados y las historias inventadas, borradas y reinventadas. En ese momento, como en un destello, veo su esencia. Ellas son la Musa.
Notas
[1] La exposición «La esencia de las cosas», que presentaba la obra de Constantin Brancusi (1876-1957), se exhibió en el Museo Guggenheim entre el 11 de junio y el 19 de septiembre de 2004. Véase: http://pastexhibitions.guggenheim.org/brancusi/index.html.
[2] «Estambul» en ladino.
[3] Véase Mark Mazower, Salonika, City of Ghosts: Christians, Muslims and Jews 1430-1950, Londres, Harper Collins, 2004.
[4] G. Muir Mackenzie y A.P. Irby, The Slavonic Provinces of Turkey-in-Europe, Londres, Daldy, Isbister & Co., 1877.
[5] El intercambio forzoso de población entre los musulmanes de Grecia y los cristianos de Turquía se firmó en 1923 en la Conferencia de Paz de Lausana. El intercambio de población consideraba a los dönmeh de Salónica «musulmanes», y pese a las demandas de exención dicha comunidad se vio sometida al intercambio. En un irónico giro del destino, los judíos que se quedaron en la ciudad fueron aniquilados por los nazis en la segunda guerra mundial. Véase el trabajo recientemente publicado sobre los dönmeh de Marc Baer, que incluye un fascinante capítulo sobre la comunidad sabatea de Salónica; Marc Baer, The Dönme: Jewish Converts, Muslim Revolutionaries, and Secular Turks, Stanford, Stanford University Press, 2010.
[6] Hoy día casi todos los hablantes nativos de ladino tienen más de sesenta años. Mientras que los más entusiastas conservacionistas del ladino organizan conferencias y se comunican online a través de grupos de Internet, sus hijos y nietos no aprenden ni hablan esta lengua. Tracy K. Harris, «The State of ladino Today», European Judaism, 44, primavera de 2011, p. 59. Recientemente, European Judaism ha dedicado dos números a estudios sobre el ladino.
[7] Cemil Meriç, «Arrows of Fate», Journal of Levantine Studies, 1, invierno de 2011.
[8] La campaña «¡Ciudadano, habla turco!», que se inició en 1928 y se prolongó a lo largo de toda la década de 1930, movilizó a la opinión pública turca de cara a presionar a sus conciudadanos para que hablaran sólo turco, dirigiéndose especialmente a las minorías no musulmanas. Por medio de tales iniciativas, el gobierno presionaba a los no turcos para que se asimilaran y se convirtieran en «turcos». Puede verse un detallado análisis de la campaña «¡Ciudadano, habla turco!» en Senem Aslan, «»Citizen, Speak Turkish!»: A Nation in the Making», Nationalism and Ethnic Politics, 13, nº 2 , 2007, p. 245-272.
[9] Said define el orientalismo como «un estilo de pensamiento basado en la distinción ontológica y epistemológica entre «Oriente» y (casi siempre) «Occidente»»; Edward Said, Orientalismo, Barcelona, Debate, 2002.
[10] Carolyn Lanchner, Constantin Brancusi, Nueva York, The Museum of Modern Art, 2010.
[11] Ibíd, p. 34.