El objetivo de este artículo es ocuparse de un aspecto escasamente estudiado en la antropología política magrebí y relacionado con los valores que fundan la cultura política y que determinan, en gran medida, la naturaleza de la relación política entre gobernantes y gobernados.
En el Magreb, como en el resto de regiones, los actores políticos reivindican una profundidad histórica. Se sirven a su antojo del gesto, al igual que de la palabra, en esta búsqueda de un pasado elaborado y que tiene que estar en armonía con el presente, iluminarlo y darle sentido. Podemos aventurar, de entrada, que esta cultura singular que se alimenta de manera deliberada, y a menudo perversa, de las prácticas del siglo xix (Túnez, Marruecos) o de un lugar aún más remoto sin una temporalidad precisa (Argelia), aporta información sobre la naturaleza de la relación política, sobre las estrategias de legitimación y sobre qué culturas políticas heredadas o importadas autóctonas se han dado. La manera como construye la sociedad su universo político y plantea su relación con el poder influye considerablemente en la configuración de la arena política, de la naturaleza de los objetivos y del juego que en ella se desarrolla. El islam, como el nacionalismo árabe, el liberalismo y el marxismo, son en efecto puntos de anclaje esenciales de la cultura política dominante.
Su influencia no se limita a las tradiciones que reivindican los dirigentes en tanto que constitutivas de su legitimidad, sino al propio marco filosófico del pensamiento, allá donde se estructura la relación de poder. Un régimen político autoritario y musulmán como el marroquí alude automáticamente a un principio de unicidad inscrito en la continuación de un poder monolítico cuyo modelo perfecto es Dios. Es por eso que la relación con el poder no puede ser dual, pues implica la evacuación de la representación como modalidad práctica de consideración del otro en una perspectiva de contractualización de la relación política La ausencia de relación teleológica entre los fundamentos de poder y la «voluntad de los sujetos del poder» confiere un significado especial a la obediencia y a la adhesión al sistema político. Este se convierte en un acto de fusión/extinción (fana’) en el lugar común del poder. Supone un paso obligado por la condición servil, pues la categoría de esclavo de Dios (‘abd) es indisociable de la de hombre.
Al poder absoluto de Dios le corresponde la servidumbre del hombre y la liberación de éste pasa por la fusión con aquél. En el marco de una cultura tan marcadamente monoteísta, existe una teología de la liberación basada, paradójicamente como veremos en el ámbito del islamismo, en una teología de la servidumbre. La vicaría del Dios único participa de esta doble lógica de la sumisión servil (‘ouboudiya)/libertad, siquiera para dar lugar a un poder absoluto sobre los hombres y las cosas. Este dispositivo también está presente en otros países, toda vez que las expresiones varían y que las referencias al islam no son tan explícitas. El horizonte de la no humanidad se define en relación con la no religión, que nos devuelve a su vez al concepto de fitna y que libera a los gobernantes de los cálculos del coste de una paz civil necesariamente religiosa. La reinvención de conceptos como la umma, la nación o el zaïm da lugar a lecturas homotéticas de la relación política, que instauran procesos de sustitución del vínculo político convencional (contractual) entre gobernante y gobernado. En este texto, abordaremos sucesivamente los procesos históricos de fabricación de una parte de los valores políticos.
Recorridos históricos: el marco de referencia de los valores magrebíes
La relación con el pasado es un elemento presente en la mayoría de análisis que intentan dar cuenta de las tensiones que azotan a la arena política magrebí. Los analistas de la Argelia contemporánea no dudan a la hora de establecer unos poderosos lazos de causalidad entre el pasado colonial, la sobredeterminación del martirio en la confección de los valores simbólicos de cohesión y la inscripción del gesto violento en la vida cotidiana. A este respecto, escribe Omar Carlier: «Determinadas tensiones sociales son muy antiguas, pero inciden dramáticamente en la actualidad bajo una forma totalmente nueva. Veamos, de entrada, el conflicto secular entre “ciudadanos y beduinos”, que constituía ya para Ibn Kaldún uno de los pilares principales de la dinámica magrebí.
En el pasado, la ciudad colonial tenía más influencia sobre la vieja medina y el mundo rural. Engrosada por las poblaciones llegadas de los campos de concentración en 1962, y con el retorno del éxodo rural, el Estado redistribuidor (1972-1984) logró absorber en su mayoría esa presión urbana. La guerra coloca en el corazón de la crisis y en primera línea de la guerra civil a la gran masa de “rururbanos”, y sobre todo a sus hijos. Otro tanto sucede con la relación entre sexos, cuya interferencia con el código de honor, y más aún con la normativa religiosa, lo convierte en un lazo estratégico del conflicto en tiempos de crisis. Existen también otros problemas antiquísimos que se combinan con problemas de nuevo cuño. La contradicción en el orden de los “hermanos”, o entre “hermanos” y “primos”, y la solidaridad entre “primos” a partir de los lazos de parentesco sanguíneos y la proximidad genealógica, puede oponerse a la fraternidad de la fe, basada en la pertenencia a la umma.»
Este fragmento de un estudio que citaremos a menudo pone sobre el tapete los ingredientes que conforman la identidad y que la colonización convirtió en piedras de toque para penetrar en el norte de África, y de los que se han servido los estados que nacieron de aquellos procesos para intentar reconstruir el Estado-nación y otorgarse, con conciencia de culpa, una legitimidad de ruptura/continuidad con el pasado. Es la segmentarización que nos devuelve al principio de estructuración social evocado por Émile Masqueray en el siglo xix para la Cabilia y formalizada por Robert Montagne5 para esbozar la política bereber en los años 30, o el islam en su doble dimensión, de cofradías y como religión reformista, considerado como una encrucijada insoluble para la Argelia francesa o como un escenario de gobierno compartido en el caso de los protectorados de Marruecos y Túnez.
La tribu
La sociedad tradicional de referencia en Marruecos y en Argelia ha sido descrita a menudo como una sociedad organizada en torno de relaciones familiares y agnaticias con una cierta igualdad en las relaciones económicas entre los grupos familiares, y una organización comunitaria que cubre dicho conjunto. Este enfoque segmentarista no tardó en ser puesto en entredicho,6 ya que el sistema tribal generó una serie de jerarquías entre linajes que quedaron de manifiesto poco después gracias a los desequilibrios demográficos entre familias, unos desequilibrios que podían provocar incluso los desplazamientos geográficos. Los informes concretos que aludían a la dominación del poder central se sirvieron en menor o mayor medida de estos desequilibrios.Asimismo, la apertura del mercado (que propició la aparición de grandes caids en las tribus sometidas a principios del siglo pasado) fue otra de las vías que encontró este desequilibrio para hacerse patente, y permitió el desarrollo de una estructura de «clases». Sin embargo, es preciso relativizar estas jerarquías precoloniales a la vista de la importancia del grado de penetración en el poder central y en la economía de mercado.
En efecto, desde la segunda mitad del siglo xix, los elementos de transformación y de cambio social, económico y político de las diferentes comunidades de base han crecido más y más al tiempo que se diversificaban. La presencia masiva del Estado en el campo no ha significado un mismo nivel de intervención en las estructuras locales allá donde se ha producido: la organización de las colectividades pasa por un aparato jurídico-político que transforme la jma’a (comunidad) en una correa de transmisión (como sucede con el Rharb y sus alrededores, con estatuto colectivo, como Tadla, Souss…) entre la colectividad y las autoridades, donde los cuadros no han dimitido y siguen gestionando las tierras de tránsito, el agua… Con todo, y a pesar de las diferencias de nivel, se dan un conjunto de profundas mutaciones que afectan a todas estas colectividades: presión demográfica y escasez de recursos, monetarización y migraciones que han provocado una desestabilización y cambios irreversibles. ¿Es suficiente acaso para dar lugar a unos nuevos referentes y abandonar los de la sociedad tradicional?
Cultura e identificación local son elementos de resistencia por medio de los cuales el individuo, aunque forme parte de un sistema jerarquizado, encuentra en el grupo diferentes medios para sentirse seguro y un canal de expresión totalmente particular. A pesar de la relajación de los vínculos tribales, estos pueden servir para obligar a una reflexión a propósito de este rasgo. En la actualidad, asistimos a una reinvención de la tradición tribal, como lo demuestran los ejemplos recientes de Marruecos y Argelia. Además de la persistencia del hecho tribal en los topónimos o en los textos que rigen las tierras colectivas, la cultura tribal queda de manifiesto en la aparición de una cultura participativa con vistas a promover el desarrollo sostenible, en el caso marroquí, y tuvo un papel importante en las revueltas de los arouch en la Cabilia a finales de los años 80.
El islam
Ninguno de los tres países magrebíes analizados menciona la religión en su ley fundamental (véase más adelante). La religión constituye un referente privilegiado en el imaginario del grupo y un motor para reactivar los procesos solidarios. En este contexto de gestión del elemento sagrado, se ha convertido en un rasgo fundamental para la cobertura «canónica» de la obligación de participación o en la encomienda del bien y el combate del mal.
Tal capacidad integradora del corpus religioso se aprecia en dos grupos de conceptos referidos al dogma y a la historia del islam. Uno es la importancia del grupo en tanto en cuanto la religión se vive en el seno de la comunidad y no de manera individual. Este imperativo religioso de sociabilidad se advierte en la asimilación que han hecho los bereberófonos y los arabófonos del concepto de jma’a (comunidad), palabra derivada de la voz árabe jama’a. Fuera de este grupo quedan tan sólo los demonios, y el concepto sirve para ponernos al abrigo del error, pues la jam’a jamás se equivoca. Todo esto nos lleva a otro grupo de conceptos de índole más política que definen la naturaleza de la norma, la relación con los gobernantes y el estatuto de la soberanía.
A este grupo pertenece el concepto de consulta (shûra). El hombre sencillo, al igual que el hombre con una cierta responsabilidad política, tiene la obligación de pedir consejo, aun cuando esté seguro de tener razón, a aquellos de entre los interesados con un mayor grado de conocimiento. Este contrato entre gobernantes y gobernados recibe el nombre de bey’a. Los dos conceptos anteriormente descritos pueden ver su contenido semántico modificado, pero no por ello pierden el poderoso matiz religioso y la capacidad evocadora. La colonización y las élites nacionalistas participan en la elaboración de este corpus, que ha servido para escribir la historia política de estos países y definir las condiciones de su futuro.
Variaciones sobre los lugares de cristalización del ethos político
La relación entre los procesos de colonización y descolonización así como la estructura de los valores políticos de las élites que se harían cargo del gobierno después de las declaraciones de independencia son fruto, prácticamente, de las evidencias. En Túnez y Marruecos, la resistencia armada desempeñó un papel mucho menos importante que la acción política. El nacionalismo, animado por una burguesía ciudadana o por licenciados salidos de las escuelas modernas, supo imponerse tanto entre los ulemas como en las filas del ejército de liberación, integrado por gente del entorno rural y encabezado por antiguos militares. La alianza tardía de la monarquía con el movimiento nacional permitió que este conservara su posición y saliera vencedor del proceso.
En Túnez, mientras tanto, el carácter del «otro» que representaban los turcos se vio acentuado por su tibia participación en el movimiento de liberación, y su huida no pasó de ser un mero formalismo después de la obtención de la independencia. En Argelia, el nacionalismo de Ferhat Abbas se vio desbordado por la acción armada, y la guerra de liberación fue un lastre a la hora de estructurar la cultura política e influir en la aparición de una élite.
El combatiente supremo en Túnez
Presidente del partido que había dirigido el Movimiento Nacional, Habib Burguiba no parecía, en el momento de la independencia, el líder indiscutible que acabaría siendo unos años después. El mito del combatiente supremo que se forjaría con el tiempo aún no formaba parte del léxico en uso. El Neo-Destour, la principal fuerza política del país por aquel entonces, no tenía aún una situación monopolística, sino que debía competir por hacerse con la legitimidad nacionalista con otros movimientos: los de Zaytuni, cuyo prestigio aún estaba intacto, y las grandes familias que gravitaban en torno de la corte de los beis. En el seno incluso de los Neo-Destour, el ascendente de Burguiba no se confirmó hasta que logró el apoyo del sindicato (UGTT) y después de la marcha de Salah Ben Yussef, que despejó el camino para una nueva base social menos impregnada de un referente identitario árabe e islámico.
El congreso del Neo-Destour celebrado en Sfax en noviembre de 1955, con la ausencia de Ben Yussef, fue el punto de inflexión donde quedó demostrada su fuerza. La reunión legitimó el liderazgo de Burguiba en el partido, selló la alianza de éste con la dirección de la UGTT y reafirmó la voluntad del partido de hacerse con las riendas del país. La dirección del Neo-Destour se aplicó en despojar progresivamente al bey de todas las prerrogativas que poseía para trasladarlas al gobierno, dirigido por Habib Burguiba en nombre de una asamblea que representaba la voluntad popular, aunque sólo tuviera competencias consultivas. La caída del bey, el 25 de julio de 1957, fue una simple formalidad. La Asamblea Nacional constituyente tomó su primera y última decisión al proclamar la República. La Constitución del 1 de junio de 1959 consagró institucionalmente el estatuto del zaïm al instaurar un régimen presidencialista y permitir la promulgación de un Estado totalmente penetrado por el partido.
El Estado-partido empapó la sociedad y amplió hasta cotas insospechadas el control que ejercía sobre individuos y grupos. Reordenó el país a partir de un nuevo modelo que subordinaba las instancias administrativas regionales y locales al centro político y que trascendía las solidaridades comunitarias. La herencia de la cultura constitucionalista puso su grano de arena a la hora de dar forma a un autoritarismo institucionalizado. El formalismo jurídico se convirtió en la norma de conducta, aunque ello no hizo que desapareciera su carácter ficticio o, en ocasiones, surrealista.
El pueblo mártir en Argelia
En el caso argelino, el pueblo fue quien tomó el papel protagonista, como agente de la historia y fuente de toda legitimidad. El pueblo en cuestión nada tiene que ver con la población, sino que es una entidad inmaculada, investida de una túnica de mártir. Una historia distanciada de la Argelia contemporánea, alejada de las imágenes de la película Les années de braise, de Lakhdar Hamina, describe este proceso de sublimación del pueblo, que impidió su realización en el plano político pero que sirvió para alimentar el imaginario de una contracultura que bebe de los valores mismos del mártir y del rechazo de cualquier hogra.
Carlier describe la situación de este modo: «En 1954, el PPA-MTLD dominaba la escena política, pero la sociedad musulmana había aprendido a votar al MTLD, a declararse en huelga con la CGT y a escuchar a los ulemas en la madraza o en la mezquita. A partir de 1956, el FLN tomó el relevo de la representación y de la mediación, en plena guerra. Asociación y sindicato, notables y religiosos, todos se movilizaron, voluntariamente o no, en una lucha a muerte contra el orden colonial. En 1962, el FLN transformó sin pegar un solo tiro su unanimidad contestataria en unanimidad de gestión. Mantuvo la fórmula populista pero la disfrazó de un nuevo orden autoritario, en el nombre de los sacrificios consentidos por el pueblo “del millón y medio de mártires”, en el nombre de la legitimidad “revolucionaria” adquirida con la participación de los mujaidines.»
La estructuración de la sociedad argelina tras la guerra de liberación y durante los años 70 y 80 utiliza un léxico muy restrictivo, en el que dominan los conceptos de chahid y de mujaid. El primero concede un lugar en el sol a los ascendientes y descendientes de las víctimas de la guerra y el segundo rehabilita en unos círculos cada vez mayores a los participantes directos o indirectos en la guerra de liberación. La estratificación social y el reparto de los recursos dependieron en gran medida de la guerra hasta el momento en que, bajo la doble influencia de la crisis del petróleo y de la política de liberalización, los parámetros de diferenciación y de estratificación variaron.
El rey santo en Marruecos
En Marruecos, el exilio de Mohamed V, el 20 de agosto de 1953, puso a la monarquía por delante del movimiento nacionalista y le permitió sacar el mejor partido posible de los lazos clandestinos que, aunque de manera tímida, el príncipe Hassan, el futuro rey de Marruecos, tenía con determinados elementos de los primeros grupos nacionalistas. Los tres años que separaron el exilio del retorno del rey, acaecido en 1956, coincidieron con el paso de Mohamed V a la categoría de héroe mitológico, un personaje que estaba, a ojos de muchos súbditos, en la luna y que era objeto de una devoción de lo más peculiar.
Mohamed V respondió a una abrumadora demanda de «santidad» consolidada con la adhesión incondicional de todo el movimiento nacional. La movilización de un dispositivo de legitimación, carismático y hagiográfico a la vez, se llevó a cabo de acuerdo con el bagaje cultural disponible. La insistencia en que la dinastía al trono de Marruecos debe pertenecer a la familia del jerife puede parecernos un anacronismo, pero ha desempeñado un papel decisivo en la lucha política entre el movimiento nacional y la monarquía. La posibilidad de descender de los jerifes no es condición suficiente para garantizar automáticamente el derecho a ostentar el poder, pero tiene un papel importante a la hora de determinar el acceso al círculo de candidatos en el juego de la sucesión.De hecho,la posibilidad de alcanzar el poder está históricamente circunscrita al grupo de los chorfa.
Tanto más cuanto que implica una filiación directa con el profeta e influye así en la textura del poder, al investirlo de una particularidad que estructura la relación de obediencia y que transforma, parcialmente, el sentido de la misma.La constitución ha elevado la obediencia a la categoría de deber cívico, y la sharia la considera una obligación canónica. El jerifismo, por su parte, la transforma en fuente de bendición.
La gestión de las herencias y las negociaciones alrededor del corpus de valores políticos
Este recorrido histórico nos permite plantear una serie de preguntas importantes que han asaltado a las élites políticas magrebíes y que han centrado los impulsos reformistas, o que han sido tratadas como el motor de una concepción particular de la construcción de estados-nación, inscrita en una tensión casi permanente entre una lectura sesgada de la historia y una recepción tanto o más peculiar de las ideas del liberalismo y de las doctrinas políticas en boga durante los años 50. Estos motores son, concretamente, la religión, el derecho y la lengua.
La lengua: ¿botín de guerra o perversión colonial?
La arabización, si nos atenemos al sentido que ha cobrado el término en el Magreb,consiste en la restauración de la lengua árabe. La cuestión del árabe como un componente fundamental del discurso nacionalista en gestación surgió en un momento importante de la descolonización cultural,si bien la distancia en el seno de la población entre las lenguas que se hablaban y el árabe oficial era enorme. En Argelia y Marruecos, más que en Túnez, donde domina la variante tunecina del árabe, la gente habla su lengua materna:el árabe argelino o el marroquí,o el berebere,según la región.No escritas,estas lenguas tienen numerosas variantes que en ocasiones reciben el nombre de dialectos.Antes de la colonización, la única lengua escrita era el árabe, clásico o literal,introducido por el islam en el siglo vii.
Esta observación muy compartida por los historiadores tiene, sin embargo, matices. El árabe escrito servía como apoyo gráfico del árabe local y del berebere,especialmente en la actividad de comerciantes y notarios.El francés,escrito y hablado y que llegó con la colonización, fue una imposición y adquirió el estatuto de lengua oficial. En el momento de la independencia, los países del Magreb decidieron devolver a la lengua árabe el lugar que había perdido con la colonización. Esta decisión formó parte del proceso de construcción nacional, y tuvo como consecuencia una lucha aparente contra el francés, lengua de los colonizadores, y también el idioma de una élite criticada. El francés alimentaba un desprecio constante por parte de las lenguas autóctonas que habían sido expulsadas de los sistemas escolares y de las actividades oficiales relacionadas con la administración. En el terreno político, el panarabismo fue el vehículo del que se sirvió esta opción, si bien el nacionalismo árabe encabezado por el Egipto de Nasser no fue recibido con el mismo entusiasmo en la Argelia tercermundista que en Túnez y Marruecos, que desconfiaban por motivos diferentes de una ideología conquistadora.
Desde 1962, en Argelia, el grupo que enarbolaba la bandera de la arabización ha aglutinado a los argelinos de cultura árabe dominante, es decir exclusiva, cuadros salidos de las escuelas coránicas o madrasas, y a los intelectuales procedentes de las universidades árabes, de formación a menudo religiosa y literaria, que quieren hallar su lugar en un entorno fundamentalmente francófono. La definición que hacen de su campo es la siguiente: tan sólo es «arabizante» un argelino formado en los países árabes y que no sea bilingüe. Durante la presidencia de Ahmed Ben Bella (1962-1965), su influencia se vio contrarrestada por el ala progresista, y el presidente no tuvo reparos en decir en público que «la arabización no es la islamización». El segundo presidente, Houari Boumedien (1965-1979), encabezó una acción más radical.
Por medio de un decreto de 1968, impuso la arabización en la función pública y estableció un plazo de tres años para llevar a cabo el proyecto. Los funcionarios tenían que aprender en este plazo suficiente árabe para poder trabajar en dicha lengua. La mayoría de francófonos no podrían lograrlo, de modo que los arabizantes verían cómo se les abrirían las puertas de la función pública. Otro tanto iba a suceder con la enseñanza, que experimentó una intensificación de la arabización gracias a la importación masiva de cooperantes egipcios, jordanos y sirios a partir de 1970, con el apoyo de Abdelhamid Mehri, que estaba al frente de la enseñanza primaria y secundaria. Entre estos cooperantes se infiltraron varios miembros de la Hermandad Musulmana, que se puso de nuevo en funcionamiento después de las campañas represivas de Nasser y de los regímenes sirio y jordano.
La enseñanza superior resistió durante más tiempo antes de caer presa de la reforma. En el discurso político, la lengua árabe siempre ha estado relacionada con las dos fuentes de legitimidad que cimentan el poder: la lucha por la liberación nacional y la defensa del islam. Los protagonistas han convertido la arabización en un combate de la lengua árabe contra la lengua francesa, algo que es cierto en la medida en que la primera está destinada, como lengua nacional y oficial, a ocupar el lugar del francés. Sin embargo, esta política también se ve como un conflicto con Francia y con quienes, en Argelia, usan el francés en su actividad, y que son tildados de hizb Fransa, «partidarios de Francia». En Marruecos12 y en Túnez, la cuestión de la arabización ha tomado un camino menos dramático, pero sigue estando en el centro de las disputas políticas entre nacionalistas árabes, marxistas y bereberistas. La arabización ha coincidido con una forma de islamización llevada a cabo por unos gobiernos en que participaba el partido del Istiqlal en Marruecos. A finales de los años 70, el gobierno de Azzeddine Iraki puso en marcha la arabización de los estudios de ciencias humanas, especialmente los de filosofía, y decidió crear departamentos de estudios islámicos.
Algo más tarde, el gobierno se lanzó a la arabización de la escuela primaria y secundaria. Los estudios científicos y los estudios superiores de economía siguen impartiéndose en francés, toda vez que a los bachilleres que llegan a ellos se les supone haber estudiado totalmente en árabe. En Túnez, el equilibrio entre las dos lenguas, que se inició con el modelo del colegio Sadiki, se fue rompiendo progresivamente. El gabinete de Mzali amplió la arabización a todo el sistema educativo, salvo en el ciclo superior. Diferentes observadores subrayaron la situación anómala en que se encontraba la clase media magrebí, llamada a desempeñar un papel fundamental en el cambio político. La paradoja de la lengua tiene algo que ver en todo esto. «Pieles negras, máscaras blancas», decía Frantz Fanon hace una treintena de años. El colonizador se ha ido. Queda la fractura, en la conciencia colectiva y en el corazón del hombre. Cercanos a nosotros, los magrebíes sufren con una especial acuidad el fracaso de la lengua, de la desestructuración del pensamiento. Nada ayuda a la implantación de una democracia sólida. ¿Y cómo aprenderán a expresarse los jóvenes de las clases más desfavorecidas si no es por medio de las «revueltas del pan»?
Este dictamen severo, atajo rápido y perentorio, no carece de relevancia, pues pone de manifiesto una de las paradojas más flagrantes de la relación del Magreb consigo mismo, una relación odiosa y destructiva, casi suicida. Estas pulsiones mortales se explican, en parte, en relación con la lengua.En principio,el joven magrebí es bilingüe.Se beneficia de una doble escolarización y de una doble alfabetización.Aprendido el árabe y el francés, no llega a dominar ni una lengua ni la otra si nos atenemos a los estándares lingüísticos de origen, un hecho que no debe atribuirse a un vulgar fallo en el sistema escolar. Ninguna de las dos lenguas, en las versiones que transmite la escuela, encuentra un vehículo adecuado en la vida cotidiana.El francés,como el árabe,se habla únicamente fuera de los circuitos escolares, universitarios o profesionales. En las casas, en la calle, hablan en dialecto, un árabe dialectal muy alejado del árabe escrito e incompresible para alguien procedente de cualquier otro lugar del mundo árabe.
La brecha que abre la lengua deriva en proyectos sociales opuestos y que en nada se asemejan a la realidad de las sociedades. Los «modernizadores» francófilos, los partidarios de una «autenticidad» árabe-islamista y los hablantes de amazigh hacen causa común librándose, cada uno a su modo,a un discurso reduccionista,que hace caso omiso de las complejas estratificaciones sociales de la civilización magrebí. De este modo, un saber y una manera de hacer quedan al margen del tiempo. Discuten como si el Magreb jamás hubiera sido sino una avanzadilla de la civilización latino-francesa, o una atalaya permanente del islam que, por desgracia, tuvo que sufrir, en un momento de su historia, la colonización francesa. La conciencia colectiva se enmarca así, de manera falsa, en un discurso político que lo enfrenta a su verdadera naturaleza. Cuando una sociedad se aproxima, por cuestiones de conveniencia política e ideológica inmediatas, al abismo de lo inconsciente, los elementos reales de su personalidad y su equilibrio sociocultural sufren las consecuencias.
La centralidad del islam: el tratamiento del hecho religioso
Es indudable que las declaraciones de independencia acabaron con el dominio formal que ejercían las potencias europeas. Sin embargo, en el Magreb las élites que las sucedieron en el poder llevaron más lejos aún su voluntad de romper con la herencia anterior a la colonización, superando el empeño que habían puesto las autoridades tutelares. Los proyectos de las élites continuaban con los ideados por las administraciones de los antiguos colonizadores a quienes, por otro lado, vilipendiaban.
Todos aquellos planes rezumaban las prisas que caracterizan la acción de una élite convencida de llevar a su país por el camino del progreso. Más o menos profundamente, en función de la pasión y del equilibrio en cada uno de los tres países entre las diferentes tendencias en el seno del movimiento nacional, se fue forjando durante los primeros años una concepción del futuro de la sociedad que reducía a una mera piel de zapa la parte reservada a la religión. Sin embargo, la adopción de toda una batería de medidas que se podrían calificar de laicistas (código del estatuto personal en Túnez, nacionalización de las tierras de los habous en Argelia o el proyecto de neutralización de la Qarawiyne en Marruecos), se vio frenada por la enconada resistencia de los agentes religiosos. En las crisis de crecimiento que han conocido los diferentes regímenes, podemos distinguir dos momentos: el momento en que el Estado convertía el islam en la religión oficial, a condición de que limitara su influencia a la sociedad civil, y el momento en que el Estado absorbió totalmente el islam.
El islam, un mero marcador identitario
Bastaron cuatro años, entre 1956 y 1960, para que Marruecos encontrara su vocación en un equilibrio estable entre una interpretación «salafista» de la religión, proclamada por los agentes del movimiento nacional, donde se confunden todas las tendencias, y una versión makzeniana que concede al monarca el papel de protector de todos los actores del ámbito religioso, incluso de aquellos que estaban más o menos comprometidos con el protectorado. El celo del Istiqlal en la promoción de una sola versión del islam quedó claro en una caza de brujas contra las cofradías y los morabitos. Rápidamente, sin embargo, el rey tomó las riendas de la situación para proclamar la hegemonía de la religión, y se convirtió en su máximo responsable. En Argelia, el triunfo de la corriente «benbelista» en el momento de la independencia de Argelia arrojó una luz nueva sobre las estructuras ocultas de la concepción del poder en el islam: bajo los conceptos revolucionarios, seguían existiendo unas poderosas imposiciones del islam. Tal vez esto sirva para explicar la caída primero del grupo de Ferhat Abbas, del de Mohamed Harbi y, finalmente, del FLN en Francia. El dispositivo de poder que se ha ido levantando invoca la unanimidad y desemboca en una reinterpretación de la idea de representación como referéndum, es decir vinculada al concepto tradicional de shûra. A pesar de ello, había llegado la hora de la «laicidad islámica».
En efecto, la legitimidad revolucionaria, reforzada por una guerra de liberación, podía permitir pasar por encima de la pertenencia religiosa, dado que la dimensión tercermundista era, históricamente, más adecuada. No sólo eso, sino que desde el primer momento el poder se centró en deshacerse de un aliado molesto, la Asociación de Ulemas Reformistas. Entre 1956 y 1962, la relación de la mayoría de miembros del movimiento nacional con el islam se había movido entre la no agresión (estatuto del FLN de 1958) y la hostilidad explícita: la Federación del FLN abogaba por la separación del culto y del Estado, mientras que el PCA se mostraba partidario de prohibir la religión en cualquier proyecto político futuro. Las presiones ejercidas por los ulemas (declaración del 22 de agosto de 1962)19 consiguieron invertir esta tendencia e imponer un nuevo statu quo. Habría que esperar hasta 1964 para que el Estado pusiera en marcha una ofensiva para debilitar a los «emprendedores religiosos» independientes (cofradías, morabitos y la minoría ibadita). Los ulemas que profesaban valores salafistas pertenecían, por su parte, a la Asociación de Ulemas Reformistas y tenían acceso a empleos en la función pública. El Estado se incautó de los bienes públicos y privados de los habous.
El 1 de septiembre, esta operación, organizada por el poder argelino con el objetivo de adoptar una sola versión del islam, adaptado a una concepción «jacobina» del islam, llegó a su momento culminante. En Túnez, el régimen de Habib Burguiba realizó una crítica sistemática de una determinada concepción del islam, una especie de marca de modernidad/eficacia. A partir de 1956, se anunció la puesta en práctica de una serie de medidas muy audaces: abolición de los habous (decretos del 31 de mayo de 1956 y del 18 de julio de 1957), reforma del estatuto personal (decreto del 13 de agosto de 1956) o suspensión de los tribunales de la chra’ (decretos del 29 de marzo de 1956 y del 1 de octubre de 1958), además de la contribución al debate que supusieron las dudas expresadas en público por Burguiba sobre la cuestión del ayuno a partir de una interpretación casi provocadora. La oposición yusefista20 y el apoyo que le brindaron un gran número de religiosos explica, en parte, la dureza con que se empleó el nuevo régimen contra la Universidad de Zituna, símbolo de una sociedad «revolucionaria» y lugar de reproducción de una élite contraria a ellos, hijos de algunas de las grandes familias del país. Los decretos del 29 de marzo y del 1 de octubre de 1958 dictaminaron definitivamente la desaparición de la Zituna, rebajada a una simple filial de la Universidad de Túnez. Es preciso destacar,sin embargo,que la relación entre el burguibismo y el islam no siempre ha sido tan sencilla como se empeña en afirmarlo la historiografía oficial.
El régimen quería tener bajo su control la iniciativa religiosa y no tanto la propia religión, por más que la historia tan sólo se haga eco de las provocaciones verbales del presidente tunecino.Antes y después de la independencia, Burguiba no dudó en manipular el islam haciendo gala de una gran dosis de oportunismo.A este respecto, recordaremos diversos ejemplos especialmente significativos: el discurso del 8 de diciembre de 1958, en el que reprochó a los habitantes de Ghomrassen que carecieran de mezquita, su obsesión porque una fatwa promulgada por varios ulemas avalara la institución de la República, su apego a la celebración solemne de la plegaria del viernes y la conversión al islam de su primera esposa después de algo más de veinte años de matrimonio. Los acontecimientos de Kairuán del 17 de junio de 1961 llevaron al poder a tener más en cuenta los sentimientos de la opinión pública y a evitar los ataques frontales contra la religión,tanto más cuanto que los ulemas, una vez neutralizados, despejaban el camino para realizar una reinterpretación del islam que satisficiera las necesidades del nuevo régimen.
El islam, una religión de Estado
Cronológicamente, esta etapa no se sitúa exactamente después de los primeros períodos de tentaciones laicista El esfuerzo por hacer una relectura de la religión y su instrumentalización ya estaban presentes en la utilización, por parte de los movimientos nacionalistas magrebíes, del simbolismo religioso para reforzar su oposición a Occidente. La novedad estribaba en que, después de haber iniciado la construcción institucional del Estado, los grupos en el poder se vieron obligados, por partida doble, a tener en cuenta la religión.
En primer lugar porque, después de que la estrategia nacionalista integrara en su seno el factor religioso, la dimensión nacional se confundía con la islámica a ojos de la población, excepción hecha de las élites; en segundo lugar porque la construcción de un Estado-nación centralizado exige una gran movilización y tiene como objetivo último la búsqueda de la unanimidad (wahda): algo así tan sólo era concebible en el marco de los valores islámicos. Sin embargo, entre principios de los años 60 y los años 70, asistimos a una transformación en la manera de concebir el lugar que debía ocupar la religión en la construcción del Estado.
Utilizada en un primer momento por su valor identitario, que remitía a la gente a la pertenencia a un grupo (el mundo musulmán) y con unas escasas consecuencias en la política doméstica, el islam se convirtió, fruto de las diferentes relecturas, en un elemento fundador de la praxis política, en la fuente que legitimaba el poder y que deslegitimaba a sus adversarios políticos. En Marruecos, la dimensión normativa de la religión musulmana ha seguido múltiples caminos para introducirse en el dispositivo institucional del reino marroquí, que afectan tanto al corpus legal como a una práctica política que se sirve del islam como vía de legitimación. Una rápida lectura de las diferentes constituciones marroquíes, del código del estatuto personal, de determinadas disposiciones de los derechos fundamentales, de la organización jurídica y de las calificaciones de todo un sector de auxiliares de justicia servirá para que nos convenzamos del peso relativo del rito malaquita en la estructuración de dicho dispositivo.
Por su parte, el lugar de la religión en la caracterización del sistema político y el papel central que ocupa en la persona del sultán está en deuda con una reinterpretación de la teoría del poder en el islam. El proyecto del sultán de búsqueda de una legitimidad religiosa reescrita y aséptica combina, con una cierta destreza, los registros hagiográfico, jurídico y teológico. Esta búsqueda se llevó a cabo en dos direcciones:política (debilitamiento de los clérigos y apoyo al pluralismo religioso) y doctrinal (monopolización de la interpretación de la religión y sacralización de la persona del descendiente del Profeta. La rehabilitación de la bey’a (juramento de fidelidad) y su introducción como elemento constitutivo del poder político hizo posible reducir el peso del derecho positivo y de convertirlo en la simple institucionalización de una legitimidad histórica.
De ahí que Hassan II, el joven monarca, afirmara a principios de los años 60, recién entronizado y gracias a una bey’a: «La constitución que he forjado con mis manos, que será difundida en todo el reino y que dentro de veinte días someteré a la aprobación del pueblo, es, ante todo, la renovación del pacto sagrado que siempre ha unido al pueblo y al rey.» (Hassan II, diciembre de 1961). Para la ciencia política, la sacralización en este contexto no puede ser asimilada a un objeto de culto.
Significa mucho más: la existencia de un orden en la jerarquía de las normas y de los personajes políticos, la capacidad para ser el representante de un símbolo diacrónico y una referencia a partir de la cual se promulgan y se derogan las leyes; es tanto supremacía como veneración. En ambos casos, conlleva el respeto y la sumisión, y provoca unas consecuencias jurídicas y políticas de suma importancia: la forma del régimen tiene el mismo estatuto que la religión, es indiscutible, la persona real es sagrada e inviolable, no puede ser objeto de la menor crítica, ni se la puede representar de manera cómica (art. 38 del dahir del 15 de noviembre de 1958, modificado por el art. 41 del dahir con rango de ley del 10 de abril de 1973) y las decisiones del rey son inapelables (sentencia Ronda, Tribunal Supremo, 1960) y tienen una categoría superior a todas las normas promulgadas por el Estado. En Argelia, la virulenta denuncia del socialismo de Boumedien por parte de Cheikh Soltani (futuro héroe islamista de los años 80), aparecida en un artículo publicado en Marruecos en 1974,23 da fe de las dificultades que tenía el poder argelino para conciliar islam y socialismo, toda vez que los dirigentes siempre defendieron la imagen de un socialismo desprovisto de cualquier referencia a la lucha de clases, y despojado de condenas explícitas a la propiedad privada.
Uno de los primeros obstáculos con que se topó el régimen de Boumedien fue fruto de la aplicación de la reforma agraria en tierras que pertenecían a cofradías religiosas (Oulad Sidi Cheikh). Las dificultades que resultaron de aquel proceso no pudieron solucionarse con una simple referencia religiosa (negativa, tal y como sucedió con la carta de Argel) o con una exégesis terminante, como Boumedien quería hacer en secreto, según se desprende de esta intervención en la Conferencia Islámica de Lahore: «No me gustaría ponerme a filosofar sobre el islam (…), muchos sabios eminentes nos han precedido en esta empresa (…); creo que si existe entre nosotros un vínculo material, debemos dar con él y debe revestirse de contenido material (…). Un pueblo hambriento no necesita versículos, a pesar de toda la consideración que me merece el Corán, que memoricé cuando tenía diez años…»
Se imponía una empresa ideológica.Y se produjo en dos grandes direcciones. La eliminación de los religiosos hostiles, que se inició como una «caza de brujas» tras la guerra de liberación, se ensañó, en un primer momento, con las manifestaciones más populares del islam (escuelas musulmanas y morabitos). En ocasiones, corría a cargo de grupos religiosos cercanos al poder, como sucedió con la asociación al-Qiyam (los valores) antes de su prohibición en 1966 y de su disolución en 1970. El objetivo de esas acciones era garantizar que el Estado se haría con el monopolio de la estructuración del corpus religioso de referencia, y de su interpretación.
Para ello, optó por llevar a cabo dos reformas de consideración: una, que se saldó con un éxito momentáneo y relativo, fue una política de arabización, en la que participaron en una primera fase todos los miembros de la élite política, antes de que se extendiera al sistema de enseñanza; la segunda fue la creación de instancias administrativas encargadas del control y de la reflexión sobre la religión. Un decreto del 13 de febrero de 1966 creó el Consejo Superior Islámico, cuya función era emitir fatwas e informar al gobierno sobre las infracciones contra la ley y las falsificaciones de que era objeto. La Carta Nacional llegó en 1976, después de diez años de gobierno pragmático, para institucionalizar en cierta medida las relaciones del socialismo y el islam. Los redactores de ese texto fundamental (supraconstitucional) se esforzaron por demostrar la ausencia de contradicciones e incluso la complementariedad entre ambas fuentes de legitimidad. El texto va mucho más allá de las referencias lacónicas presentes en la mayoría de constituciones de países musulmanes («el pueblo argelino es un pueblo musulmán», «el islam es la religión del Estado»). Propone un marco teórico y una relectura de la historia que dan cuenta de la «simbiosis» posible entre valores religiosos y valores socialistas.
El islam, afirma la Carta, es «una de las murallas más resistentes contra los esfuerzos de alienación»; el islamismo que se alinea con el socialismo se comprende gracias a una relectura peculiar del Corán y se sitúa, por lo general, lejos de las concepciones clericales, instaurando asimismo un monopolio estatal de la interpretación del dogma: «Para regenerarse, el mundo musulmán solamente tiene una salida: superar el reformismo y tomar la vía de la revolución social (…). La revolución participa de la perspectiva histórica del islam. El islam, bien entendido, no está relacionado con ningún interés concreto, o ningún credo específico (…). La reconstrucción del pensamiento musulmán, para ser creíble, debe remitirse necesariamente a una empresa mucho más amplia: la refundación total de la sociedad…»
En Túnez, el artículo 1º de la Constitución tunecina, que dispone que «la religión de Túnez es el islam» hace alusión a un nivel identitario más que a una práctica política islámica. No obstante, dentro de la ciudad la religión siempre se ha visto encajonada por el comunismo, una amenaza constante para la élite en el poder, y por la presión de una parte de la opinión pública, demasiado pía. En ningún momento se ha planteado la posibilidad de poner en duda de manera explícita el islam. Es posible, incluso, que las operaciones que los observadores consideran como ataques frontales contra la religión se puedan explicar en el marco de una relectura que instrumentalice la religión en lugar de eliminarla. A propósito del mes de ayuno del Ramadán, Burguiba desplegó una verdadera hermenéutica (ta’wil) para justificar su campaña a favor de la violación del ayuno por cuestiones económicas: «Es un esfuerzo de razonamiento a partir del objetivo que persigue el ayuno, y de los motivos de dispensa, e invito al pueblo tunecino, a los ulemas y a los jeques a participar de él. Todos deben familiarizarse con los problemas que plantea la sana interpretación de la ley divina. Si Dios ha dotado al hombre de inteligencia, lo ha hecho para que distinga el bien del mal.»
Su demostración, por «demagógica» que parezca, se ciñe a los valores islámicos. El razonamiento por asimilación y analogía (qiyas) se transforma en una especie de combate contra la yihad subdesarrollada, hecho que permite justificar la dispensa: «En un momento en que nos enfrentamos a la pobreza, en que diseñamos programas y trazamos planes para escapar del subdesarrollo, en que nos proponemos pedir cuentas a quienes no producen lo suficiente y limitar la libertad de prensa, en un momento en que está en juego nuestra vida, de nuestro trabajo denodado depende que esta nación musulmana vuelva a ponerse en pie, y os convido a aprovechar una dispensa claramente definida por una concepción sana de las leyes religiosas.»
Aproximadamente, nos encontramos ante el mismo razonamiento que expuso Boumedien en el discurso de Lahore. El desafío islamista llevará más tarde a los dirigentes magrebíes a reaccionar, por medio de un exceso de celo en el respeto al culto y con una política de apropiación de los espacios de producción del discurso religioso y de los medios de comunicación. En ningún momento estos regímenes han decidido contravenir las reivindicaciones islamistas asumiendo una decisión laicista. Es cierto que no estaban preparados para gestionar del mismo modo y con la misma eficacia esta ascensión del islam a algo más que una religión de Estado. Todos, sin embargo, han usado prácticamente las mismas recetas: aceleración de la formación del personal religioso en el seno del Estado, control de las mezquitas y represión.