Toda la obra de François Hartog gira en torno al régimen de historicidad de las civilizaciones del pasado, con una sólida investigación sobre la Grecia de la Antigüedad clásica. En este artículo recorremos los trabajos del historiador francés, que observa el presente mientras la memoria se configura como agente de futuro, ya que las riberas mediterráneas han sido testigos supervivientes de una situación límite a lo largo de la historia.
Toda la obra del historiador francés François Hartog gira en torno a un tema recientemente desvelado por él mismo y que había constituido una especie de referente oculto a lo largo de su trabajo en los últimos treinta años: el régimen de historicidad de las civilizaciones del pasado. Alrededor de esta idea ha elaborado una sólida investigación sobre la Grecia de la Antigüedad clásica, delineando con maestría los textos de los poetas, dramaturgos, historiadores y geógrafos, cuyos puntos de vistas sirvieron para elaborar una visión del mundo que ha llegado a nuestros días a través de los principios humanistas e ilustrados presentes en la formación intelectual del europeo.
Le miroir d´Hérodote es, de todos sus libros, el más denso en propuestas de método y en motivos de renovación de la lectura de los textos narrativos de la Antigüedad. Un libro sobrio en sus primeros momentos pero que sin embargo se despliega con inusitada fuerza en el momento que decide seguir la representación del mundo que permiten las Historias de Heródoto, donde, tomando distancia de los prejuicios anidados en las comunidades agrícolas de la Hélade, se rememoran el esplendor de los lidios, el inquietante mundo de los medas, los enigmas de los egipcios, o los motivos de la legitimidad de las guerras griegas contra los persas, unas guerras en defensa propia, a favor de la libertad y de las leyes en contra de un rey déspota, y por lo mismo de la superioridad moral griega sobre el modo de vida iraní. Pero la verdadera ambición de Hartog no estaba en estos objetivos de Heródoto: toda su investigación converge en una sola dirección, procedimientos de análisis y observaciones de método gravitan en torno a una preocupación central: la concepción del mundo del otro, es decir, las formas de valorar la vida de los pueblos escitas, diferentes a la de los griegos, pero quizás complementarias, en el sentido de que en el Mediterráneo la pluralidad puede entenderse como un fenómeno de civilización.
Vincular la etnología y la mitología comparada de la religión griega con la historia fue desde ese momento el programa de trabajo de Hartog. En la base de ese proyecto estaban las sugestiones provocada por la lectura de los trabajos de Numa Denis Fustel de Coulanges a través de los “tristes trópicos” de Claude Levi-Strauss y de los hallazgos de Michel Foucault sobre el orden del discurso en la construcción de la historia. La Ciudad Antigua de Fustel (publicada en 1864) es una especie de vuelta al mundo mediterráneo de la Antigüedad en busca de los orígenes de la ciudad como una respuesta religiosa al descubrimiento de la muerte, un modo de cuestionar la idea de Rousseau del contrato social y que le permitió afrontar entre otras cosas un estudio de larga duración sobre las instituciones sociales del Mediterráneo. Un tema que Hartog observa desde la mirada de Heródoto interesándose sobre todo en la dimensión de la alteridad y del mundo de la frontera, donde aparecen diseñados algunos problemas de ulteriores trabajos suyos.
Le miroir d´Herodote es un libro escrito en la década de los setenta, cuando Paris era realmente el centro del debate historiográfico en el Collège de France con Foucault, Aron, Veyne, Dumèzil o Duby, y se publicó en 1980, gracias al apoyo de Michel de Certeau, Marcel Detienne, Jacques Revel, Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet. Volvió a publicarse en 1991 con un nuevo prólogo titulado “Le vieil Hérodote” donde reconoce que sus objetivos coinciden con la búsqueda de las “formas” del discurso histórico llevadas a cabo por Hayden White; por fin, después de ser citada y comentada por especialistas de todos los campos de la historia, y de convertirse en una pieza básica en la renovación del conocimiento del significado de los bárbaros en la historia como puede seguirse en los notables estudios de Edith Hall y Carlos García Gual, volvió a aparecer en el año 2001 en la colección “Folio” de Gallimard. La mejor prueba sin duda de que el libro se había convertido en un clásico, al menos en los ambientes de alta cultura.
En Mémoire d’Ulysse Hartog vuelve al estudio de la alteridad y de la frontera como el elemento dinamizador de la civilización mediterránea en la Antigüedad; lo que busca en este brillante ensayo no es sólo la memoria de una civilización ancestral que encontró su definición en los años sesenta a través del film “Zorba el Griego” protagonizado por Anthony Quinn e Irene Papas; quiere saber por qué el Mediterráneo es un espacio de frontera, el secreto de ese comportamiento a lo largo de los siglos y su efecto comunicativo en los escritores griegos, helenísticos y romanos, sin dejar de lado el interés por los secretos del mundo que parecen vincularse al viaje de iniciación a Egipto: desde Heródoto a Champollion pasando por Platón (el Timeo), Hermes Trismegisto, Hecateo de Abdera, Diodoro Sículo, Marsilio Ficino, Isaac Casaubon, Bossuet, el abad Rollin, Vivan Denont, Karl Otfried Müller o Martin Bernal. No por azar Hartog sitúa sus reflexiones bajo la sombra de Ulises, un viajero por voluntad de los dioses que le conducen a los confines del mundo conocido para que convierta el viaje de regreso a su casa, en una metáfora absoluta del valor de la civilización mediterránea. Y en Ítaca, su isla, su tesoro, quiere conocer la sustancia última de esas imágenes que son la única realidad que el hombre tiene tras haber recorrido la vida. Recuerdos y desafíos, sueños y propuestas amorosas, sacrificios y diversiones.
El fondo fatalista de la civilización mediterránea es el punto de partida de su necesidad de abrirse a los otros, de viajar, parece pensar Hartog, y a ello dedica excelentes páginas donde se demuestra que la alta erudición es una forma de compromiso intelectual con la sociedad actual, la prueba de que el talento está al servicio de un mundo que se resiste a caer en brazos de la irresponsable vulgaridad de los agentes sociales. Los refinados análisis y los juiciosos comentarios sobre obras que apenas tienen relieve en modernos programas educativos muestran sin embargo la eficacia que en todo tiempo, y lugar, tiene el conocimiento de los procedimientos intelectuales de los clásicos en la formación del ciudadano. Puede decirse que no hay página que no reclame esa necesidad, motivo por el que fue rechazada la traducción de este libro por una conocida editorial barcelonesa, aunque el lector español puede recurrir a la realizada por el Fondo de Cultura Económica de México.
Desde luego, no sólo en el análisis de los textos busca Hartog la clave de la forma de ser del Mediterráneo: el trasfondo social de los valles y la manera de percibir el mundo de las pequeñas propiedades agrícolas desarrollan también su propio sistema de representación y por ello mismo son tema de análisis en este libro con el fin de ofrecer un panorama completo del mundo Mediterráneo en la Antigüedad. La figura de Alejandro Magno no podía faltar en esta búsqueda, quizás por su aura de visionario, por haber intentado la creación de una civilización “mixta”, por su decidido apoyo a la fraternidad y a la unidad del género humano. Pero identificar la vida con una experiencia tan diferente a la de su entorno es para Hartog uno de tantos sueños sin fundamento que aparecen en la cultura mediterránea, creadores de mitos, y que forjan una sensación de que la historia nunca puede ser cambiada por la voluntad de un titán, incluso llamándose Alejandro Magno. La carga emotiva de este hallazgo desacredita los objetivos de la sociedad helenística y abre el camino a Roma. Las observaciones de los viajeros a Roma, encabezados por Polibio, constituyen un desquite del hombre de cultura sobre los sinsabores de la vida y animan las páginas últimas de este decisivo libro en las que aparecen los diversos planos de conocimiento en los que Hartog despliega sus sólidas investigaciones sobre el Mediterráneo.
La necesidad de precisar los diferentes apoyos en los que precisamente descansan esas investigaciones le ha llevado a François Hartog a reunir sus principales artículos de opinión metodológica en un importante libro titulado Régimes d’Historicité. Presentisme et expériences du temps, y en él podemos distinguir por los menos tres niveles en los que ha desarrollado (y desarrolla) su trabajo: nivel de la memoria, nivel de la historia, nivel de la historiografía (la historia de la historia). Hecho crucial de su posición es que en estos tres niveles rigen un orden de las cosas que él denomina régimen de historicidad, es decir, la modalidad de conciencia de sí misma de una comunidad humana. El lector erudito es el que conoce (o reconoce, según los casos) el ritmo de la sociedad, y justamente de ese trabajo procede el principio de la diferencia sobre una identidad común. “Ulises no ha leído a San Agustín”, una frase que sólo tiene sentido desde la historia, al aceptar el principio de su cronología que los antepasados no pueden comprender a sus descendientes, pero sí a la inversa: los hijos deben reconocer a los antepasados. Memoria como vehículo de un reconocimiento social y como creadora de imágenes. La historia revolucionaria y la antihistoria mítico-ritual tienen en este libro la misma cara, hablan con la misma voz. Una voz que emerge como una queja ante la dificultad de comprender el régimen de historicidad en el que vivimos tras la fractura de 1989 (“fractura” es la traducción de “brèche” que a su vez lo es de “gap”: un homenaje a Hanna Arendt). El presente omnipresente, el presentismo, es la categoría que mejor parece definir el comienzo del siglo XXI. Estamos en las antípodas de cualquier historicismo, esas formas de pensar el pasado desde la fría y objetiva distancia que antes se calificaba de “científica” cuando hemos visto que quizás es meramente “burocrática”. Pero sólo en la vibración del momento presente Hartog habla en sentido estricto.
Para analizar los diferentes regímenes de historicidad, Hartog recurre a la antropología de Marshall Sahlins señalando que “otros tiempos, otras costumbres, también son otras historias”. El punto de sutura entre el lector trasladado a las Fidji para fijar el sentido de esas “islas de la historia” y el rescate de la tradición libresca que une a Homero y Tucídides con San Agustín es el principal objetivo de su trabajo. El Mediterráneo se concibe también como una “isla de la historia”, pero esa isla se transforma con el tiempo en la única tierra conocida. Hartog sabe bien como manejar la paradoja de que la identidad griega no se abriera al principio bíblico de que la vida es una promesa, de ahí que su expresión “Ulises no ha leído a San Agustín” también adquiere una dimensión gnoseológica, pues significa que toda esa cultura ha vivido de espaldas a los proceso de elaboración de la Biblia durante siglos hasta el año 100 d. C. donde parece que configuraron un canon religioso. Y eso le conduce a afrontar la ruptura de todas las rupturas, ese momento que sirve de final de una larga época y el comienzo de otra apenas reconocible, llena de interrogantes, y que no logra despegar. Ese momento lo sitúa en el paso del mundo clásico francés a la época posterior a Revolución, y lo sigue a través de un testigo excepcional, Chateaubriand.
El viajero Chateaubriand que vuelve a su tierra después de la revolución y de las guerras registra imágenes de futuro y no de pasado, siguiendo un hilo invisible de sugerencias que termina en los historiadores que también regresan a su casa tras los desastres de la Segunda Guerra Mundial (aunque desde luego algunos no lo hicieron, asesinados por la policía política como Marc Bloch, o muertos en las trincheras). Para Chateaubriand y los que le siguieron en los siguientes ciento cincuenta años, el futuro tenía un nombre: la nación. Eran patriotas en busca de un régimen de historicidad propio (francés, alemán, inglés, italiano). Los signos de esas historias nacionales son a veces lugares de la memoria de las respectivas naciones: monumentos a los caídos en las guerras, galería de personajes ilustres (en su mayor parte generales, políticos y poetas que cantan a la patria), como también referencias inestimables ante el empuje de cualquier alternativa “supranacional”. El retorno incesante de esas imágenes empuja a los hombres a mantener viva la memoria ante la inclinación histórica a favor del olvido. El gran juego del presente una vez más, en el punto de mira de Hartog, la memoria se transfigura como agente de futuro. Quizás ya no la nación, pero sí en cambio la patria. Reclamo al patriotismo. Una vez más mirar el futuro es mirar los emblemas de la patria, una lengua, un patrimonio cultural, un gesto social, una forma de ser, ¿Es eso verdaderamente lo que nos espera tras la “fractura” de 1989? Nadie puede saberlo con seguridad, porque lo que ha guiado al espíritu de progreso desde 1789 hasta ayer mismo era un oscuro abandonarse al vértigo de la guerra: guerras napoleónicas, guerra de Crimea, guerra franco-prusiana, Primera Guerra Mundial, guerra civil española, Segunda Guerra Mundial, guerra de Corea, guerras palestino-israelíes, guerra de Vietnam, guerra de Kosovo, guerra del golfo, guerra de Irak. Y es inútil buscar una razón a todo ello. El año pasado sin ir más lejos se protestaba por ese vértigo, y este año vuelven una vez más los ímpetus patrióticos al mundo.
Queda el presentismo del presente del que habla Hartog: situar en el futuro el exacto valor del 11 de septiembre del 2001. Un suceso del pasado inmediato que condiciona el futuro lejano: ¿qué leer para llegar a comprenderlo? O mejor aún, en el espíritu de este gran historiador, ¿a donde viajar para encontrar los testigos necesarios para el rescate del pasado? ¿Servirá un viaje por el Mediterráneo? Intentémoslo. En sus riberas podemos encontrar el testigo como superviviente de una situación límite, es decir, el testigo que logra subsistir más allá del acontecimiento, el que habla de un mundo ya perdido pero con su testimonio se puede recuperar su tono o su fisonomía. Pero, ¿cómo integrar el testimonio personal en la historia que, por definición, debe ser un examen lucido de la existencia humana. ¿Cómo unir dos elementos tan heterogéneos, el del testigo y el del historiador? Esto exige una auténtica hermenéutica del discurso. A él se encamina Hartog en su conferencia en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de México, y que más tarde publicaría la revista “Historia y Grafía”. Es una propuesta osada pues se asiente en la paradoja anunciada por Reinhart Koselleck hace algunos años: «la historia la escriben los vencedores, pero sólo por un tiempo, pues a largo plazo las ganancias históricas de conocimiento provienen de los vencidos». Si esto es así, que todo lo parece indicar según Hartog, no estaríamos ante la necesidad de invocar a los vencidos los únicos que para comprender un suceso deben tomar en cuenta a ambos lados. En ese sentido, puede ratificarse su opinión y su pregunta: Una historia de los testigos y de las víctimas, ¿podría satisfacer esta exigencia que lleva consigo la viejísima palabra historia? El Mediterráneo es un buen observatorio para dirimir esta importante cuestión. Insistiré en ello.