Desde finales de los años sesenta se han producido una serie de cambios de todo tipo que han afectado especialmente a los movimientos sociales. Nuestras sociedades, hijas de la revolución industrial, atraviesan un momento de crisis institucional grave, ya que el refuerzo de la valorización cerrada de la idea de nación y de los particularismos culturales viene provocado por un incremento en el riesgo de exclusión de la sociedad.
A modo de introducción, permítanme decir que no soy un sociólogo de los valores, sino un sociólogo de la acción; estudio la acción y no los valores, creo que los dos ámbitos son completamente respetables y, ya que nos situamos en el marco de los valores, sencillamente he intentado relacionar algunas observaciones o algunas ideas que se puedan tener acerca de los valores con algunas ideas o algunas observaciones que se puedan hacer sobre la acción y, de manera más precisa, sobre los movimientos sociales en el mundo occidental de la actualidad. Vaya por delante una breve exposición de mi razonamiento general, que sirva para esbozar las líneas generales de esta presentación.
Me gustaría insistir, de entrada, en el contexto o, si se prefiere, en algunos cambios importantes que atañen a nuestra región europea, pero que sin duda también influyen en sociedades de otros países, con variaciones en cada uno de los casos, como es natural; de este modo, podré describir aquello que me inclino por llamar una mutación y que se inició, a mi entender, a partir de finales de los años 60, por lo que estas transformaciones tienen, en algunos casos, entre 35 y 40 años de vida. En segundo lugar, intentaré mostrar cómo podemos leer esta mutación, que nos revela cosas muy importantes en lo que se refiere a los valores, y comprenderla a la hora de estudiar los cambios en los movimientos sociales, pues existen grandes diferencias entre los movimientos sociales de los años 60 y los de hoy en día.
¿Qué ha ocurrido en algunas sociedades en las que conviven todo tipo de diferencias? ¿Qué ha pasado desde hace unos 40 años? Insistiré principalmente en tres puntos. En primer lugar, nuestras sociedades son hijas de la era industrial clásica. En segundo lugar, atraviesan un momento de una crisis institucional grave. En tercer lugar, mantienen una relación con la cultura, en el sentido general del término, pero no solamente con la cultura sino con la alta cultura. En nuestras sociedades se ha producido una variación extraordinaria en la idea misma de cultura, lo que, dicho sea de paso, convierte la tarea de los antropólogos en especialmente interesante, pues han tenido que cambiar completamente de paradigma y la manera de definir la cultura. Es evidente lo que ha ocurrido con los cambios relacionados con el modelo social.
Aunque son de sobras conocidos, su importancia es tal para todo lo demás que, a pesar de todo, no podemos pasar este capítulo por alto. Hasta mediados de los años 70, un poco antes en algunos casos, un poco después en otros, era posible definir la sociedad de países como Francia, España, Portugal, Italia, Alemania o Bélgica como industrial, no en el sentido de que hubiera fábricas, obreros, sindicatos o patronos, sino en la medida en que estaban organizadas y estructuradas a través de un conflicto fundamental entre el movimiento obrero y quienes proporcionaban el trabajo. Esta relación era el centro de la vida colectiva y a partir de ella se formaba la vida política; ser de derechas o de izquierdas equivalía, en líneas generales, a sentirse más bien del lado del movimiento obrero o de los patronos.
Esto también tuvo una gran importancia en la vida intelectual. Vengo de un país en el que durante veinte o veinticinco años los grandes intelectuales fueron Raymond Aron, por un lado, y Jean-Paul Sartre, por otro. Esto también tenía una incidencia directa en la vida asociativa, y en cualquier tipo de lucha social fuera de las fábricas o de los talleres. Formábamos parte de ese universo y huimos de él. Al tiempo que lo hacíamos, tuvimos que preguntarnos cuáles eran los valores centrales de la era industrial. En ese entorno laboral, el mundo de la conciencia obrera, la satisfacción diferida, el ahorro, la idea de que lo que hacemos hoy servirá para que cambie el día de mañana, ese «día de mañana que nos llama», como decían los obreros, tenían mucha importancia. Y, por consiguiente, concedíamos mucho valor al trabajo y al esfuerzo.
Teníamos una escala de valores que se correspondía con un modelo determinado de sociedad. A partir de mediados de los años setenta, sin embargo, todo eso se descompuso por la desindustrialización, por el agotamiento o la crisis del taylorismo, es decir, de un modo de organización del trabajo, por una supresión cada vez más sistemática de la gran industria de empleos no cualificados. En pocas palabras, se produjeron todo tipo de transformaciones que impiden que hoy podamos afirmar que el proletariado es la sal de la tierra y que el conflicto entre obreros y patronos sea el centro de la vida colectiva. No quiere esto decir que haya dejado de existir.Todavía hay huelgas y conflictos, naturalmente, pero ha abandonado el lugar central que ocupaba en nuestra vida colectiva. De ahí esa sensación de que es preciso reformular las ideas de izquierda y derecha, el sentimiento de que la vida asociativa ya no se remite a esa lucha en concreto, sino tal vez a otros problemas.
En resumen, las cosas han cambiado y en la mayor parte de nuestros países, de una manera catastrófica en la medida en que la salida de la época industrial conllevó fenómenos masivos de precariedad y de exclusiones sociales. Dejando de lado las discusiones que se podrían producir acerca de esas nociones, me limitaré a citar unas palabras de un personaje francés, Denis Olivennes, que dijo lo siguiente a propósito del paro en un artículo escrito para una fundación: «Antes de ser un problema –comentaba al respecto de la experiencia francesa de los años 60 y los años 80– el paro fue una solución.» Dicho de otro modo, optamos por salir de la era industrial a través del paro, y es cierto que las tasas de paro han subido de forma asombrosa; regiones y ciudades enteras se han visto afectadas.
En ese caso, entre las consecuencias de esta evolución, el aumento de la exclusión, del paro o de la precarización nos hace caer en la cuenta de que, para muchas personas, el problema ya no es estar abajo, dominadas, explotadas en una relación, atrapadas en un conflicto con otro actor; el problema es que se las coloca fuera de la sociedad, dejan de estar sometidas para ser rechazadas. Mientras hay personas que siguen perteneciendo al sistema, otras se han quedado fuera de él.A partir de ahí, naturalmente, en ciertos sectores de la vida colectiva se desarrollarán otros valores, diferentes a los que preconizábamos cuando confiábamos en el trabajo, en el progreso, en el desarrollo, en la industria. Es así como se desarrolla con fuerza una cultura y, por lo tanto, ciertos valores del respeto, el reconocimiento, el tema del honor, etc.
Al mismo tiempo, y como consecuencia del aumento del paro, se produce un aumento muy fuerte del sentimiento de injusticia social, que podría resumirse en un razonamiento como el siguiente: «Formaba parte de la sociedad, pero ahora me han expulsado o corro el riesgo de que lo hagan, con mis hijos sucederá otro tanto.» El segundo gran cambio que se ha producido en todas las sociedades europeas es la crisis de las instituciones, de las mediaciones, de los lugares de socialización, de las instancias de socialización y de las instituciones que garantizan el orden público. Esta crisis adopta formas diferentes de un país a otro. En todas partes, sin embargo, se observa que, cuando las instituciones emplean a mucho personal, éste entra en crisis. En Francia, la crisis de los trabajadores de la educación nacional es espectacular.
Pero podría decir lo mismo en lo que concierne a la justicia o a la policía. Asimismo, en cuanto esas instituciones adquieren cierta importancia o disponen de un gran servicio público, como sucede con la escuela o la policía, todos los esfuerzos de modernización se enfrentan a obstáculos y se produce una cierta tensión entre el deseo de modernizar las instituciones, de introducir una mayor tensión económica, de introducir nuevas formas de organización del trabajo e incluso en la cultura laboral que existía en esas organizaciones, aunque no debe desprenderse de todo esto el menor juicio de valor. En la cúspide de estos problemas no hay únicamente una crisis del personal o de la organización sino, fundamentalmente, una crisis de sentido, de las finalidades: ¿para qué sirve la escuela pública? ¿Cuáles son las funciones reales de la policía?
¿Cómo sería una justicia que funcionase correctamente? ¿Qué son los servicios públicos? ¿Y la familia? ¿Y la institución religiosa? Todas las instituciones se han enfrentado a debates más o menos profundos, y éstos son tan distintos de un país a otro que sería ridículo mencionar simplemente el caso de Francia. En el clima de los años 70, sin embargo, la corriente predominante estaba integrada, en primer lugar, por ideas neoliberales del tipo «liberémonos del Estado», «liberémonos de las instituciones, liberémonos de…, todo eso está anticuado». No sólo eso, sino que quizá también la sensación de que los sistemas políticos como lugar de institucionalización de la vida colectiva ya no pueden funcionar, o que lo hacen cada vez peor, ha dado pie a que prospere la idea de que la institucionalización de los conflictos y de los problemas sociales ya no es posible, o cada vez menos, instaurando así una nueva escala de valores: el rechazo, la ruptura, la denuncia, la sospecha o el «no quiero saber nada de todo esto».
Sigamos con el ejemplo francés. Las últimas elecciones presidenciales y las legislativas lo han mostrado con toda claridad: el índice de abstención fue considerable, y hay entre los votantes una proporción notable que se ha decantado por la extrema derecha y por la extrema izquierda, provocando que los partidos clásicos hayan perdido, a ojos de la opinión, la grandeza del pasado. Éste es, pues, un segundo tipo de cambio que atañe a nuestras instituciones. Lo más importante en relación con lo que nos ocupa es, sin embargo, lo tocante a la cultura. En este punto, es preciso insistir en tres aspectos que afectan a los grandes cambios culturales. En primer lugar, la idea de nación. Diferentes sociedades europeas han vivido la escalada de un fenómeno muy simple: el debilitamiento de la dimensión abierta de la idea de nación y el refuerzo de la dimensión cerrada o de la valorización cerrada de la idea de nación. Dicho de otro modo, la escalada de todos los fenómenos que podemos llamar nacionalistas, extrema derecha o poQuaderns de la Mediterrània 87 pulismo nacional, tanto da la terminología que se utilice.
Por toda Europa, o casi por toda Europa, hemos asistido al crecimiento de estos fenómenos que ponen de manifiesto los problemas que tiene la fase abierta de la idea de nación en el mundo actual para ser valorada como se merece, toda vez que sucede todo lo contrario con la fase cerrada. Es posible demostrar la existencia de un vínculo entre esta prosperidad y los cambios sociales antes mencionados, y que la idea de nación cerrada, nacionalista, chauvinista, xenófoba, etc., va aparejada, a ojos de algunos, con la caída social. Para otros, sin embargo, no guarda relación con el hundimiento social sino con la dificultad para mantenerse socialmente al lado de los más pobres, de los más desfavorecidos. Para un tercer grupo, esta idea de nación cerrada concuerda con la idea de que decididamente hay que mantenerse a distancia de los más pobres, como se puede advertir claramente en Bélgica, con el Bloque Flamenco, o en Italia, con la Liga Norte.
¿Qué discurso enarbolan los miembros de la Liga Norte? En términos generales, que «somos la región moderna y rica de Italia, no queremos tener nada que ver con la pobre, corrompida, mafiosa o burocrática del sur. Queremos separarnos de los pobres». Estos fenómenos nacionalistas, o de índole nacionalista, guardan relación con los problemas sociales. El segundo fenómeno que cabe destacar es la oleada que se inició también a partir de finales de los años 60 de cualquier tipo de particularismo cultural, como lo son algunas afirmaciones colectivas a través de las cuales ciertos actores piden un reconocimiento dentro del espacio público: regionalismos, nuevas religiones, religiones antiguas en proceso de transformación, movimientos vinculados a la cuestión del género o la sexualidad, movimientos también vinculados a enfermedades crónicas, a minusvalías,etc.La afirmación de algunos discapacitados «querría que transformaran mi deficiencia en diferencia» no carece de interés.
Esta oleada de particularismos de todo tipo da pie, en primer lugar, a discusiones que pertenecen al terreno de la filosofía políttica. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué es bueno y qué no frente a todas las diferencias culturales? Pero no sólo eso, sino que nos enfrenta a un doble peligro para nuestras sociedades del que hablaremos, porque quizá sea ésa la única manera de reflexionar de una manera serena acerca de todas estas cuestiones. El primer peligro, y el más evidente, es el comunitarismo, identidades que se afirman y que proclaman: «Queremos hacer nuestra propia ley», lo que se convierte inmediatamente en una amenaza para todos aquellos individuos que pertenecen a ese grupo y que se apresuran a decir: «Tal identidad es un problema o un obstáculo para mí.» Estas afirmaciones cruzadas contienen el germen de un posible enfrentamiento entre identidades minoritarias, o incluso entre la identidad mayoritaria, por ejemplo nacionalista, y determinada identidad minoritaria. El primer peligro, evidente para todo el mundo, es el aislamiento de las comunidades.
Con todo, no hay que despreciar el segundo riesgo, que podríamos denominar «el peligro del universalismo abstracto», es decir, el rechazo absoluto a reconocer las diferencias culturales en el espacio público en nombre de los valores universales, en nombre de los derechos humanos, en nombre del hecho de que formamos parte de sociedades muy individualistas. En el espacio público no deben surgir minorías que reclamen esto o lo otro. Este universalismo abstracto, que en Francia adopta un discurso republicano y que en otros países toma otras formas, es también un peligro. El problema al que se enfrentan nuestras sociedades, tanto los responsables políticos como los opositores políticos, tanto los grupos dominantes como los grupos minoritarios, es cómo conciliar los valores universales, que no hay que rechazar, con el respeto hacia los particularismos culturales, más que oponerlos y tener que elegir. El tercer fenómeno importante es la oleada de individualismo moderno.
Se trata, a mi entender, de una realidad cultural considerable y es preciso insistir en dos aspectos. Por una parte, en la idea de individualismo, que contiene, según creo, dos problemas en lugar de uno solo. Por un lado, cada persona quiere participar de la modernidad como individuo, quiere consumir, acceder al sistema sanitario, que sus hijos vayan a la escuela, etc. En segundo lugar, y no es lo mismo, cada persona quiere poder constituirse en tanto que sujeto personal y autónomo de su acción y de su existencia.
Dicho de otro modo, las personas quieren consumir y producirse a sí mismas.Añadamos una pequeña observación suplementaria: el individualismo moderno no es incompatible con el aumento de las identidades colectivas, sino todo lo contrario, pues cada vez hay más identidades colectivas porque algunas personas eligen de forma individual adherirse a ellas o asumirlas. Pongamos otro ejemplo: hoy en día, un joven inmigrante del norte de África que se encuentre en la región parisina y al que se pregunte «¿qué quiere decir que eres musulmán?», ya no responderá, como hace medio siglo, «soy musulmán porque mis padres son musulmanes,mis abuelos eran musulmanes, etc.». Más bien dirá: «Es mi elección, es mi opción personal.» Y, por consiguiente, habrá una decisión altamente personal, altamente subjetiva, una afirmación del sujeto individual que se transcribirá en identidad colectiva. Es por esta razón por lo que no hay que oponerse al aumento de las identidades colectivas y al aumento del individualismo moderno, sino que, más bien, hay que intentar concebirlas en su complementariedad.
Teniendo en mente este cuadro, podemos ver cómo los movimientos sociales han pasado, en unos treinta o cuarenta años, por tres fases. Quienes tengan conocimientos de sociología sabrán que la noción de movimiento social es una noción muy debatida entre los sociólogos, así que no entraré en esa discusión. Como soy alumno de Alain Touraine, sigo la idea de que un movimiento social no es tanto la conducta racional y política tal y como la describen ciertas corrientes de la sociología sino, sobre todo, una acción contestataria para controlar los valores principales de una sociedad, es una polémica que aspira a apropiarse del control de los valores más importantes en la vida colectiva. Una definición con la que estaba bastante de acuerdo el sociólogo italiano Lucci. Pasemos a mostrar, precisamente, estas tres fases distintas por las que han atravesado los movimientos sociales. En los años 60 se hace frente a un gran movimiento social en todas partes, el movimiento obrero.
Los años 70 y 80 son la época a la que Touraine y otros se han referido como la época de los movimientos sociales. Podríamos decir que, hoy en día, hemos entrado en una nueva época. Dada la dificultad para bautizarla, me referiré a ella como la época de los nuevos movimientos sociales. ¿Cómo se puede analizar el movimiento obrero en los años 60 como punto de partida? En primer lugar, ¿cuál es su marco? Su marco es el Estado-nación. Naturalmente, nos valemos de la Internacional y existen relaciones internacionales, pero concebimos, observamos y analizamos el movimiento obrero como movimiento social en Francia, en España, quizá en Cataluña, en el marco del Estado-nación o de una idea asimilable, siguiendo los mecanismos de estudio utilizados por historiadores y sociólogos. La segunda característica es que somos capaces de construir y concebir este movimiento social de los años 60, el movimiento obrero, en términos de relación de dominación.
El obrero se define por la dominación que sufre en la fábrica o en el taller. En tercer lugar, cuando se es sociólogo o historiador, salvo excepciones importantes que podría menes culturales de la acción o del actor; el actor se define socialmente, encaja en una relación social de explotación o de dominación. Algunos trabajos británicos desmienten o restan importancia a estas tesis. Quien conozca las obras clásicas de Peterson o Gerhard podrá comprobar que estos dos historiadores también se interesan por la cultura obrera. En conjunto, sin embargo,es imposible comprender la acción obrera si tenemos en cuenta su cultura. En cuarto lugar, el movimiento obrero al que me refiero es un movimiento social, que mantiene, no obstante, relaciones estrechas con la política, si bien hay momentos en que afirman no tener el menor vínculo con la acción política.
Los franceses suelen citar la Carta de Amiens, la afirmación del sindicalismo de principios del siglo xx, donde el movimiento obrero dice: «No tenemos nada que ver con los partidos políticos.» Con todo, en su conjunto el movimiento obrero de nuestras sociedades ha estado muy subordinado a la acción política que apelaba a él, a partidos comunistas y también a partidos socialdemócratas. Podríamos añadir, incluso, que en ciertos casos los obreros han sido los grandes perdedores de esta relación. Resulta impresionante leer los trabajos sobre la forma en que Lenin, una vez retomado el poder por medio de la Revolución Soviética, liquidó de una manera extremadamente brutal todo lo que la acción sindical tenía de contestataria.
Por último, y sin alejarnos del tema de los valores, la última característica del movimiento obrero tal y como lo he definido es que el sujeto personal que se moviliza es un sujeto social, el obrero se define a través de su conciencia, esto es, de la conciencia obrera.