En un breve período de tiempo, Córcega ha cambiado profundamente, aunque todavía debe recuperarse de un letargo provocado por siglos de abandono y de falta de determinación para definir su propio camino. La isla es víctima de un sentimiento que combina la necesidad y el miedo a existir en tanto que nación específica. La complejidad del problema corso, entre otros muchos factores, se debe a los profundos desequilibrios existentes en la sociedad civil.
El año 2003 estuvo plagado de acontecimientos políticos y judiciales que acentúan más si cabe los antagonismos recurrentes entre una República herida, aunque no por ello menos reivindicativa, y una de las comunidades históricas más antiguas de la cuenca mediterránea, que a la larga corre el riesgo de entrar en una situación de crisis cultural. El sufragio universal local tenía que pronunciarse sobre un texto referendario relativo al recorte de las estructuras administrativas; oportuno, cierto, aunque preparado apresuradamente. Sin embargo, con pocos días de diferencia, sucedieron dos hechos que cabe destacar. En vísperas del referéndum, se presentó la sonada detención de Yvan Colonna como la última victoria del ministro del Interior, por más que fuera a pesar negativamente en el resultado de la votación. En esa misma línea, sin tiempo para la reflexión, se dio a conocer el implacable veredicto contra los presuntos asesinos del prefecto Erignac.
Fiel a sí misma, incapaz de un gesto generoso o tolerante, la República volvió a perder una nueva ocasión de salvar su honor en la cuestión corsa. Estupefactos aunque no por ello confiados, los habitantes de la zona, preocupados por las consecuencias, guardaron silencio. Bajaron la cabeza como saben hacerlo en los momentos de tensión. Unos días más tarde, cuando la situación comenzaba a normalizarse, los conflictos humanos y culturales, olvidados por la propaganda de los medios, resurgieron a raíz de una oleada de atentados. Sin querer entrar en juicios de valor, el telón de fondo que se percibe tras toda esa violencia es la angustia de una República autoritaria que ha tardado demasiado en reformarse, y que es víctima, ella también, de su propio e implacable juego de espejos.
En realidad, las fuerzas de la isla señalan con el dedo a la Francia continental al tiempo que le devuelven la imagen negativa de un modelo que está en crisis por más que no lo quieran admitir: unos programas institucionales retrógrados e incapaces de seducir a Europa y un modelo económico y unos tópicos culturales imperiosos y obsoletos, que siguen vigentes contra viento y marea desde el siglo xix. En la isla, el referéndum era el fruto de una iniciativa progresista impuesta por la Unión Europea, un primer paso para lograr la «modernización de las instituciones», que se llevaba a cabo en Córcega por la fama de la isla de ser una de las regiones más «sobreadministradas».Asimismo, el proyecto de creación de una zona de libre intercambio en el Mediterráneo para el año 2010 y las necesidades de aplicar las medidas de la Unión Europea en materia de política regional justificaban la urgencia de la reforma.
En esa misma línea, sin preámbulos, el Estado afirmaba su voluntad de promover la aparición de centros de poder dinámicos, indispensables para formalizar un gobierno dividido en varios niveles. Todo eran motivos para la alegría, tanto más cuanto que la disminución progresiva de estructuras administrativas suponía el inicio de una nueva era en la isla, cuya primera etapa consistía en la renuncia a los beneficios alienantes del «Estado del bienestar»: la política asistencial y el molde monolítico de la economía pública. El proyecto europeo a escala regional, para definirlo con más detalle, pretende la sustitución de modelos diferentes al existente: abandonar el marco de una ciudadanía demasiado agarrotada y pasiva y unos programas económicos inamovibles, y eliminar determinados relevos políticos locales, gregarios e ineficaces.
El objetivo de la descentralización es entrar de pleno en la era de la responsabilización, de la renovación del espíritu de empresa y de la iniciativa individual. El objetivo real del referéndum, que los agentes locales no supieron ni explicar ni debatir claramente, era convertir al hombre en sujeto de su grupo social y del territorio que ocupa, y que dejara así el papel de testimonio pasivo de las decisiones verticales, es decir unilaterales, del poder del Estado, todo ello con vistas a sentar las bases de una auténtica democracia participativa y próxima. Enfrentada a la elección entre statu quo e inmovilismo o responsabilización, la sociedad corsa, desinformada de manera obscena, carecía de los instrumentos para tomar el rumbo adecuado y cooperar así de manera activa para llevar a cabo los cambios estructurales que iban a condicionar su futuro.
No obstante, los habitantes, en su fuero interno, son conscientes de la necesidad de hacerlo. Instalados en una actitud de espera, o cuando menos fría, hay que reconocer sin embargo que se han alejado provisionalmente de los comportamientos colectivos históricos de contestación, reivindicación defensiva o simplemente de adaptación a las nuevas necesidades. Hoy, hay motivos para dudar de su capacidad, como también los hay para poner en duda su voluntad de asumir plenamente las prerrogativas de un pueblo, de liberarse de las estructuras tutelares para respaldar un proyecto colectivo que se apoya en unos cimientos claramente soberanistas y autonómicos De ahí que el fracaso del referéndum enfrente definitivamente a los corsos a unas contradicciones que deberán superar si quieren sobrevivir.
El mal es mucho más profundo de lo que parece, y costará ocuparse simultáneamente de todos los puntos sensibles, pues no están nada claros. Nolens volens, muchos habitantes de la isla tienen dudas, y siguen siendo, como de costumbre, víctimas de un sentimiento ambiguo, a caballo entre la necesidad y el miedo a existir en tanto que entidad específica. Por el momento, desmoronada y globalmente dependiente, la comunidad deja que afloren sus propios defectos, a pesar de la referencia constante al mito de la nación corsa o de la mediatización desproporcionada de que son objeto los problemas de la isla.
El contexto histórico
Como nada es neutro en el destino de una sociedad humana, la situación actual está profundamente enraizada en la tesitura económica, política y cultural de los siglos precedentes, que debemos recordar brevemente.Aunque la anexión de la isla se produjo en 1769, hubo que esperar varias décadas para que Francia iniciara la brutal conquista militar de ese nuevo territorio. La «política de tierra quemada» estuvo acompañada de la supresión definitiva de los cimientos económicos y culturales existentes, así como de los centros de saber, como la universidad de Córcega, que permaneció clausurada durante más de dos siglos, un período bautizado como la «reducción al orden».
Asimismo, en el siglo xix, con el envío de las inversiones a los países del norte de África, la Madre Patria privó a la pequeña isla de infraestructuras y partidas financieras necesarias para la evolución y la expansión en la época industrial. No sólo eso sino que, a partir de 1875, la III República inició una política intensiva de asimilación cultural, con la prohibición de hablar en vernáculo y de la enseñanza de la historia, y con la contratación de personas procedentes de la Francia continental para cargos en el funcionariado público y las filas del ejército. En una situación de terrible miseria denunciada por la prensa local, los abanderados del Estado del bienestar encuentran en la isla sus mejores apoyos y sus servidores más fieles. Funcionarios y cuadros de la nación por necesidad, militares o pendencieros por obligación, los corsos caerán en las redes del prisma colonial. Durante más de dos siglos, obedecerán a unas reglas culturales diferentes de las suyas.
Una segunda naturaleza que, hoy en día, tiene un enorme peso en los comportamientos colectivos: minimalistas, poco ambiciosos o trabajadores sin excederse en su empeño. El balance de estas mutaciones culturales es de lo más doloroso, porque los cambios se llevarán a cabo en contra de la población y de sus sentimientos profundos, rompiendo el vínculo invisible que los une al resto de pueblos de la cuenca mediterránea. A diferencia de sus vecinos sardos, la comunidad autóctona carece totalmente de cimientos económicos endógenos. Una razón más que suficiente para perder, con el paso de los años, no sólo el vigor colectivo, sino los rasgos fundamentales del carácter mediterráneo: creatividad, iniciativa individual, el savoir-faire ancestral y las antiguas tradiciones agropastorales y artesanales.
Estas mutaciones culturales, totalmente consolidadas ya, explican determinadas deficiencias o inadecuaciones en la manera de pensar. En el exterior, sin embargo, los corsos no tardan en librarse de unos hándicaps coyunturales de los que no eran responsables. En un marco propicio para dar rienda suelta a sus impulsos, los emigrantes demuestran su talento en la actividad económica. En la isla, la causalidad del estado actual se ha achacado a esta situación de injusticia secular, agravada por la pesada carga en vidas humanas pagadas a Francia durante las dos guerras mundiales.
La complejidad del problema corso, debemos poner el acento en los profundos desequilibrios existentes en la sociedad local, sirve para definir las responsabilidades de cada cual.
Los desequilibrios demográficos
Aunque la cifra de población siempre ha sido menor en relación con la del resto de islas del Mediterráneo, a finales del siglo xix se contaban unos 300.000 habitantes, 290.000 de los cuales eran autóctonos. Los emigrantes eran, en su mayoría, gente procedente del norte de Italia y de Cerdeña, hombres y mujeres llegados de la misma esfera cultural. En la actualidad, la isla tiene, a lo sumo, 110.000 habitantes autóctonos sobre un total de 260.000.
Hecho sin precedentes en su historia, la población local ha pasado, en apenas cien años, a ser minoritaria en su propia isla. Los nuevos inmigrantes proceden en su mayoría de la Francia continental, y especialmente de los alrededores del departamento de Île-deFrance, o bien de los países del norte de África. Este cuadro demográfico insólito comporta unas consecuencias gravísimas a efectos del mantenimiento de la identidad, y explica la crisis que ha sufrido la manera de pensar de los habitantes. A título comparativo, Cerdeña, que no ha sufrido la misma opresión ni política ni cultural por parte del Estado italiano, ha mantenido unos índices de población similares, y una homogeneidad idéntica desde principios del siglo xx. Además, la población autóctona que vive en la isla ha envejecido. El índice de natalidad se mantiene gracias a la emigración magrebí y el crecimiento de la población depende, más que nunca, de los intercambios migratorios con el exterior.
La dependencia económica
Caracterizado por un PIB que se sitúa entre los más bajos de Europa, el balance económico de los últimos dos siglos es más que entristecedor. La actividad privada gira en torno al sector terciario, relacionado en muchos casos con el turismo y con actividades del sector servicios, cuya importancia ha ido en aumento (hostelería, restauración, transportes viarios, comercio masivo agroalimentario). Sin embargo, la columna vertebral de la economía corsa es la función pública. El 40% de los puestos de trabajo se enmarcan en el sector público, dominado por los engranajes del Estado.A estos esquemas, heredados de principios del siglo xx, les corresponden unas identidades sociales que se fraguaron también en esos mismos años. Los sindicatos, los agentes colectivos de la situación, condicionan el mundo laboral, de ahí que las delegaciones corsas se hagan eco de unas reivindicaciones opuestas a los intereses de su propia comunidad.
Fuera de estas estructuras dominantes, la sociedad civil apenas está organizada. No sólo eso, sino que las acciones reivindicativas de otras ramas próximas son casi inexistentes. El sector privado, formado por talleres de artesanía, comercios o explotaciones agrícolas, depende excesivamente del sector público y es víctima de las disfunciones que lo afectan. Los interminables conflictos sociales, tanto en el terreno de los transportes como, más concretamente, en el de determinadas administraciones clave, comprometen la supervivencia de pequeñas unidades unipersonales de producción. Asimismo, no se ha abordado como debiera la cuestión del desarrollo de la isla, lo que no hace sino crear nuevos problemas de dependencia. Por medio del turismo, los agentes territoriales fijan unos objetivos poco compatibles con un desarrollo sostenible o con el potencial endógeno.
Las inadecuaciones de la clase política corsa
A largo plazo, el contexto socioeconómico ha provocado unos comportamientos políticos colectivos ostensiblemente anacrónicos. Sin poner en tela de juicio la buena voluntad de los políticos o las disposiciones alcanzadas, con la excepción de determinados casos, la clase política local acumula, de facto, un pasivo doble. Algunos arcaísmos son imputables tanto a las perversiones que surgen de una cultura de clanes como al inmovilismo de la cultura de Estado-nación. Siguiendo las directrices del modelo republicano, alejándose únicamente del mismo lo justo, el principal inconveniente del contexto estriba en su carácter exclusivamente monocultural. Como también sucede en la Francia continental, se alimenta principalmente de la función pública y apenas ha desarrollado una cultura de empresa, de ahí que apenas esté al tanto de las preocupaciones de los ciudadanos de a pie y de las necesidades de la economía moderna.
A lo largo del siglo xx, la representación política local ha obedecido a las costumbres de la época, teniendo una actuación notablemente ineficiente que le ha llevado a enrocarse en la dinámica del «mal menor».Tapón o paraguas, siempre a medio camino entre el pueblo y el Estado, lo cierto es que durante muchos años no ha sido sino una abstracción lejana. El principal reproche que se echa en cara en la actualidad a una clase política que jamás ha sido juzgada a partir de criterios de gestión eficaz sino en función de su fidelidad al credo republicano no es otro que haber seguido el ritmo de la conveniente inercia del pasado. Cada día salen a la luz todo tipo de problemas, mayores cuanto mayor es la empresa, como por ejemplo con motivo del «proceso Matignon», donde curiosamente todo estaba del lado del Estado, o más recientemente en la campaña del referéndum, que se centró en la relación corsofrancesa y en la unidad de la República en lugar de poner el acento en las necesidades de europeización de la región.
Demasiado impregnadas del discurso ideológico y antiliberales a ojos de muchos, las autoridades locales no se imponen como agentes de pleno derecho en los procesos de gobernación.A la vista de los hechos, siguen dependiendo de las competencias jerarquizadas y no transferidas. A pesar de la existencia formal de una «comisión europea» en el seno de la Colectividad Territorial de Córcega, formada por europeístas convencidos, nadie ha hecho hincapié en la necesidad de promover diferentes esferas de competencias, de erigirse en socios de hecho y de derecho de la Unión en un momento en que el desarrollo de las regiones pasa por Europa. Entretanto, los movimientos nacionalistas, afectados por una tendencia al desmoronamiento, al enfrentamiento entre sus líderes y a la falta de perspectivas claras, han cesado de ser fuente de entusiasmo, a pesar de algunas manifestaciones que se han saldado con un cierto éxito. Con ser evidente la progresión de la conciencia corsista, no existe una corriente emergente lo suficientemente fiable para canalizar y dar una expresión política moderna al sentimiento popular.
El problema de los valores culturales
Sumida en la perpetuación de una visión colonial firmemente consolidada, la sociedad corsa se enfrenta en la actualidad a una cuestión determinante: la percepción o la afirmación de su simbología colectiva o de su sistema de identificación, aun cuando jamás haya habido el menor indicio de debate sobre este aspecto fundamental del problema. Entretanto, los corsos asisten impotentes al derrumbe de su mentalidad tradicional sin analizar las causas. ¿Cuál es el nudo gordiano del debate actual? ¿La pérdida dramática de los valores culturales, o la confusión de los valores propios y los republicanos? El Estado-nación se basa en unos valores laicos que se oponen a los de los pequeños pueblos mediterráneos. Esta laicidad, impuesta por el Estado nacional a principios del siglo xx (separación de Iglesia y Estado), proyecta una idea uniformizada del mundo y del hombre, y desvirtúa la relación con el elemento sagrado y con el sentimiento concreto de la muerte que caracteriza a las comunidades de la cuenca mediterránea.
Cuando menos desde hace cincuenta años, los corsos han sobrevivido enfrentándose a ello, impulsados por el rechazo y el desprecio del que hace gala su código de valores ancestral, hijo de la civilización mediterránea. Es decir, contradiciendo un simbolismo que generaba un sentimiento colectivo de pertenencia comunitaria: una manera de sentir, de pensar, unos comportamientos fundamentales y, sobre todo, una relación singular con el cosmos que les había proporcionado la historia. Sin haber convertido totalmente su perfil en el del «perfecto ciudadano francés», muchos toman sin dudarlo ese modelo como ejemplo, y han dejado de reconocerse en las actitudes colectivas características y codificadas de su pueblo y, en un sentido más global, en una relación original con la existencia. Si consideramos que los valores se transmiten a partir de un sistema educativo cuya perspectiva es la socialización del individuo, es posible comprender por qué muchos corsos han perdido su carácter distintivo. Aunque la cultura dominante no los haya asimilado o «formateado» totalmente, la población corsa de la actualidad no muestra, si no es de manera residual, los rasgos mediterráneos tradicionales. Si bien la auténtica conciencia de una jerarquía de valores específicos es más que minoritaria, la tendencia a la polarización de la identidad es algo más generalizada, y se debate entre el atractivo que ejercen los valores de la República, únicas referencias constantes y reconocidas universalmente, y, en un escalafón inferior, el sentimiento natural de pertenencia.
Las divisiones y las contradicciones entre los temperamentos profundos y una cultura ciudadana más superficial salen a la luz con las detenciones de las personas que supuestamente prestaron ayuda a Yvan Colonna. En ese caso, las reglas ancestrales de solidaridad comunitaria iban en contra del derecho común. Para los corsos, como para los judíos, la ayuda constituye un deber de la conciencia, y el cumplimiento de ese precepto puede más que cualquier otro juicio de valor. En conjunto, la juventud corsa, huérfana de un modelo cultural, se mueve en un sentimiento de confusión o de indiferencia comunitaria, algo tanto más cierto cuanto que ni en la familia, ni en la escuela ya no se habla de todo aquello considerado esencial y que impregnará para siempre jamás el ideario de la persona: la pertenencia a una tierra, a un pueblo o a un lugar, a una comunidad o, en un sentido más general, una idea de hombre. Es evidente que el papel de la escuela republicana no era formar al individuo en el gusto por las raíces.
A la larga, todo esto se extiende como una mancha de aceite.A pesar de la presencia de los ancianos en el seno de la unidad familiar, no se hace nada para que exista un hilo conductor y un lazo espiritual con las generaciones pasadas. En estas condiciones, cuesta prolongar los efectos estructuradores de la memoria, transmitir los códigos e inculcar a los más jóvenes la savia básica: el interés y el gusto por la herencia histórica como referencia para el futuro. Y a la trágica situación de vulnerabilidad cultural, hay que añadir la ausencia de cohesión social.
La falta de una política de integración entre la población autóctona
Por lo general, hablar de integración equivale a hablar de aceptación de un modo de vida, de respeto a un sistema de representación colectivo, de hablar en la lengua del pueblo y de referirse a una historia común.
En el caso de Córcega, sin embargo, apenas se concede el menor mérito a la cultura autóctona, salvo a la hora de hablar de la hospitalidad, lo que va en detrimento de la misma. De acuerdo con las costumbres de la isla, la hospitalidad obedece a unas estrictas reglas que no implican el abandono de las propias prerrogativas culturales sino todo lo contrario: hacer que se respeten. El primer grupo de inmigrantes está compuesto por los cuadros de la función pública, al abrigo de la dependencia política gracias a sus holgados ingresos. Un estatuto privilegiado que les permite gozar de las ventajas climáticas y ecológicas que brinda la isla, al tiempo que no se dejan imbuir de la cultura autóctona, a la que se refieren con una ironía desdeñosa. El segundo grupo comprende a los inmigrantes magrebíes.
Sin reconocerse en los valores de la República, defienden el statu quo político. Poco dispuestos a integrarse en el cuerpo social primario, no dudan en beneficiarse de las prestaciones del sistema del Estado del bienestar, como ventajas sociales y legislación laboral. Su dependencia hacia el clan o con el Estado es menor que en el caso de los corsos.Activos en el terreno económico, han logrado mantener determinadas tradiciones comerciales y tienen un espíritu empresarial de lo más mediterráneo. Asimismo, la población autóctona ha perdido, junto con sus propias bases de identificación –las nociones de territorio, cultura, lengua e historia–, la capacidad integradora. Sociedad con un perfil muy marcado, está profundamente en conflicto con su propio corpus: la familia y el papel que ésta juega, perfectamente asimilado por la tradición mediterránea, contra unos mecanismos de solidaridad transversales, o unas redes dictadas por un jefe.
De este modo, la cultura autóctona ha perdido elementos. Podríamos pensar que la aplicación urgente de una política de integración, basada en la defensa de los valores, en el apoyo activo a la enseñanza obligatoria de la lengua y de la historia y en una promoción eficaz del patrimonio cultural, serviría para insuflar algo de aire fresco. Si no se produce una intervención rápida, la sociedad corsa corre el riesgo de sumirse definitivamente en un estado de alejamiento total de la cultura, una situación irreversible que podría producirse en un breve plazo de tiempo. En la actualidad, la implantación de una población indiferente a sus propios referentes culturales y a sus comportamientos, no hace sino ir en detrimento de sí misma. Durante el siglo pasado, sin embargo, la emigración italiana o la procedente de la península Ibérica, en absoluto contrarios a los corsos, constituyeron un factor de enriquecimiento, al reforzar una dinámica de mezcla, de intercambio y de interpenetración de ideas, de técnicas y de lenguas. Desde entonces, la reclusión en unas relaciones culturales escasas, por hegemónicas y tristemente uniformes y condicionadas por el monolingüismo, se ha convertido en una causa lamentable de empobrecimiento.
Algunas medidas innovadoras
A pesar de que forma parte de un estado contingente, es preciso poner de relieve las transformaciones que la isla ha experimentado a lo largo de los últimos treinta años. Podemos achacarlas a determinados factores, como por ejemplo al mérito y a la decisión loable de determinados corsos para trabajar con vistas a la renovación colectiva. Sin embargo, también vivimos tiempos propicios para estimular las diferencias culturales. Más importante es, así, la influencia de determinados factores internacionales: el debilitamiento manifiesto de los fundamentos económicos y culturales del Estado-nación, la aparición de la sociedad de la información, que ha acabado con las fronteras de estos últimos, la globalización económica y, por último, la construcción europea.
En un breve lapso de tiempo histórico, y a pesar de la erosión cultural, Córcega ha cambiado profundamente, y para bien en muchos casos, pero aún queda lo más difícil: recuperarse de un aletargamiento provocado por siglos de abandono y de falta de pericia para definir el propio camino. En el terreno individual, son muchos los que han dado con un perfil y unas marcas culturales auténticas y no folclóricas. En la práctica, todo esto sirve de aliciente para la iniciativa privada y permite que el patrimonio cultural recobre un cierto interés. Las transformaciones fundamentales, que todavía no han impregnado la mentalidad política, se decantan por nuevas ideas, especialmente que los corsos tienen un derecho legítimo a vivir y a trabajar en su tierra. La juventud reclama los medios para poder llevar a cabo dicha reivindicación y se niega, y con razón, al exilio económico.
No en vano, la calidad de vida del país es extraordinaria, pues se encuentra a pocas horas de los grandes centros de toma de decisiones de Europa. La influencia de la joven universidad, crisol de la memoria, tiene sin lugar a dudas una gran importancia. El centro de saber volvió a abrir sus puertas en 1977, después de un buen número de manifestaciones violentas, fruto de unas reivindicaciones que se habían iniciado en 1920. A título indicativo, en esa misma fecha, Cerdeña contaba ya con tres universidades. El mérito de la universidad ha sido desarrollar nuevas líneas de enseñanza y un buen número de disciplinas relacionadas con el concepto de identidad, impartir disciplinas científicas específicas en terrenos de primer orden, como el medio ambiente, el desarrollo sostenible, y aumentar al mismo tiempo la política de investigación etnológica, histórica, lingüística y cultural.
De este modo, los jóvenes interesados redescubren la diversidad cultural de la cuenca mediterránea y el gusto por el plurilingüismo y el multiculturalismo. Más satisfactorias si cabe son las iniciativas personales que, en el terreno económico, podrían modificar a largo plazo la situación. Si bien el modelo económico responde, por el momento, al hegemónico, algunas empresas privadas se han erigido ya en ejemplos o en contramodelos, como compañías de transporte o unidades de producción, especialmente en el ámbito de la artesanía, la agricultura, la horticultura, la viticultura, los productos para la cría de animales u otros ámbitos más específicos. El valor de un grupo de personas vehicula un espíritu empresarial loable en una situación difícil, plagada de problemas sociales que perjudican a las pequeñas unidades, y con una presión fiscal y social totalmente «normalizada», y por lo tanto injusta, para un país que carece de oportunidades de desarrollo.
La época actual es tiempo de esperanza y, se sobrentiende, de evolución. En un futuro no muy lejano, los cambios a escala planetaria serán aún mucho más beneficiosos para la comunidad autóctona. La aplicación de las políticas regionales de la Unión, aunque no sean de gran alcance, favorecerán una verdadera eclosión cultural, que ya se respira en el ambiente desde hace dos años. Los programas y los fondos de desarrollo regionales han dado pie a apoyos logísticos. Tan sólo es preciso convencerse de lo adecuado de la idea. Como se puede observar a lo largo de su historia cultural, el pueblo corso dispone de herramientas esenciales para enfrentarse a los miedos inconscientes que asolan a los hombres del tercer milenio, fruto de la pérdida de puntos de referencia, a la falta de un anclaje ideológico y por la escasa relación metafísica con la existencia.
La identidad: una baza para abrirse al mundo
Bien que mal, a pesar de la fragilidad numérica, la comunidad autóctona mantiene aún unos privilegios culturales excepcionales que es urgente reconocer. De entrada, nos viene a la cabeza la imagen de la incomparable belleza de los paisajes, si bien el auténtico motor del desarrollo interno se encuentra en el carácter y en el alma. En efecto, los corsos poseen un rarísimo florón fruto de la antigüedad y de la originalidad de su cultura, que adquirió carta de nobleza en la fuente matricial de la civilización euromediterránea. Por eso es preciso ver las particularidades de este pueblo como la auténtica fuerza y el eje que vertebrará su futuro. Dicho esto, para lograrlo es necesario acabar con la tendencia a la ignorancia. Hay que convencer a la gente para que surja una verdadera voluntad colectiva y una determinación política.
La violencia no tiene un carácter estructural. Para abordar la cuestión de una manera adecuada, debemos llevar a cabo una reorganización de la comunidad para que se respeten unas líneas de actuación esenciales. Salir de una situación como ésta para devolver a la cultura autóctona el crédito que se merece y restablecer así unas bases sociales coherentes y constructivas que se ciñan a una serie de postulados exige:
• Acabar con la jerarquía artificial entre las culturas y con la penalización del «espíritu del siglo de las luces». De manera injusta, esta situación da pie a una disparidad entre las culturas populares y la cultura universal de la que sólo sale beneficiada esta última, pues se la considera la única digna de respeto y admiración.
• Valorar la identidad cultural corsa como fuerza creativa para que pueda inscribirse en el pensamiento contemporáneo. Lejos de haberse sumido en las «tinieblas» de la civilización anterior, ha nacido de un proceso de sedimentación milenaria que está en la génesis del «pensamiento mediterráneo», del que ha extraído determinadas características originales.
Se trata de una identidad plural y diversificada en esencia, ni fijada ni monolítica, parte integrante y reflejo singular a la vez del resto de identidades mediterráneas, en contacto antes que muchas otras con las grandes corrientes civilizadoras y con el pluralismo religioso que moldeó a hombres y paisajes hasta formar un espacio de comunicación.
Hijos de una tierra de conquistas, enfrentados ab initio a otros comerciantes e invasores, los corsos no han tenido más remedio que aprender el respeto al prójimo, la tolerancia y la hospitalidad defensiva. Auténticos herederos de una cultura emancipadora, esperan a cambio que se les apliquen los mismos principios. Con este objetivo, es preciso promulgar unas leyes que contemplen su manera de pensar y el respeto que profesan hacia la vida. Es preciso redactar con urgencia un corpus de textos para proteger el territorio cultural y reforzar la identidad, haciendo alusión a una definición «no normalizada» del Estado de derecho. Los tiempos en que el buen derecho de los fuertes compensaba el mal derecho de los débiles, en que los buenos, o legitimistas, se enfrentaban a los hijos de la diferencia, malvados porque no se sometían al otro, han pasado. La realidad es mucho más compleja.
La idea de justicia de los mediterráneos, reconocida como un valor universal, no se detiene en las fronteras del cartesianismo, ni extrae sus virtudes normativas de un solo modelo. El espíritu de apertura y de tolerancia de los pueblos del Mediterráneo es un hecho. Su fuerza creativa bebe de esta diversidad histórica y cultural que representan. La voluntad legítima de Córcega es recuperar la fisonomía propia en tanto que isla del Mediterráneo, a condición de no perder sus rasgos de identidad como consecuencia del desarrollo turístico.Y solamente si se reconcilian con su auténtica naturaleza y con su identidad primaria rica y diversa, los corsos recuperarán la confianza en sí mismos. Del mismo modo, si permiten que se exprese su historia cultural, podrán reconstruir una relación equilibrada con el mundo con vistas a levantar un destino colectivo digno de ese nombre.
Córcega sigue siendo una de las pocas tierras, un espacio privilegiado, cuya modernidad y fascinación proviene de sus milenios de existencia. Tierra de espiritualidad, de tolerancia y de acogida, debe seguir así. Moldeada a pesar del paso del tiempo por las fuerzas de la naturaleza, lleva impresa en la piedra rojiza y en sus rocas cobrizas los sedimentos de la cohesión social: el sentido de la vida, el amor del hombre y el respeto debido. Gracias a felices rencuentros con la fuerza original, la supervivencia cultural del pueblo corso pasa por los luminosos caminos de la identidad que devuelven el eco de los cantos tranquilizadores de los antiguos pastores helenos o los sonidos de la lira de Anfión.