La obra de arte en una época posclásica

José Enrique Ruiz-Domènec

Catedrático de historia medieval, Universitat Autònoma de Barcelona

El arte, que tiene como vocación eterna ser donador de sentido, devolver al hombre, perdido en el laberinto mundano, sumergido en la pluralidad de tensiones que lo dividen, la identidad de una cultura, no puede ni debe comprometerse en el desorden y la fragmentación.

 Anne Cauquelin, Court traité du fragment

La última etapa del Imperio Romano trajo consigo una nostalgia de la época clásica que quedó reflejada en las obras de arte del momento. Sin embargo, a medida que el cristianismo se convertía en la religión oficial en Europa, el dogma fue impregnando la obra artística. Ésta pasa a desempeñar un papel representativo, espiritual. A pesar de que el arte oficial rechaza el sometimiento al estilo clásico, la influencia de éste nunca llegó a perderse del todo. El dogma contribuye a difundir el arte surgido bajo su forma sagrada, que durante la Edad Media se extiende por todo el Mediterráneo creando lazos entre pueblos y religiones. Sólo en el siglo XV, con la llegada del Renacimiento, la obra artística devuelve a las formas clásicas todo el esplendor de antaño.

Una nueva obra de arte hizo su aparición en las etapas finales del Imperio Romano cuando los sarcófagos adornados de escenas mitológicas y los retratos de los patricios dejaron su lugar a un estilo que en poco tiempo hizo posible mosaicos como los de Rávena, donde están representados el emperador Justiniano con su séquito y, en el panel de enfrente, la emperatriz Teodora con un grupo de mujeres. Esta Bildungstradition, que decía Wolfram von den Steinen (1965), se difundió durante siglos, anclada en la nostalgia de la época clásica, cuyos fragmentos se buscaban en los restos de las casas, en las viejas esculturas o en los camafeos de las abuelas guardados en algún rincón del armario, que dieron una pátina especial a las obras de arte de esta época, producto de una concepción del arte permeable a los intercambios y a las fusiones estéticas, privilegiado vehículo de aculturación.

La interrupción del arte clásico corresponde al hundimiento de la cultura política grecorromana, básicamente de raíz pagana, un intermedio, una Edad Media. Evidente correlación entre una forma expresiva y la historia cultural del poder. Cuando se formuló por primera vez el postulado de un arte alejado de los cánones clásicos, se llevaban varios siglos de polémica sobre la necesidad de un Stilwandel, que dijo Gerhart Rodenwaldt (1935), del arte clásico: ese cambio de estilo tuvo lugar hacia 170-200 d. C. En ese momento, el Imperio, ya bajo la dinastía de los Severos, se vio en la obligación de tomar distancia de los valores de la época antonina, desacreditados por el último vástago, Cómodo, quien por supuesto traicionó los ideales de su padre Marco Aurelio. Fue el punto de partida de una serie de cambios que darán lugar hacia 290 d. C. a un vigoroso período de la historia del arte, poco reconocido, y que Oldrich Pelikan denomina “el arte de la Antigüedad Tardía”. Por tanto, no hay una ruptura única, sino una sucesión de rupturas que conducen de un arte a otro, de una concepción estética a otra, donde se puso en juego la legibilidad de la naturaleza, o bien sobre base mítica sostenida por las últimas elaboraciones del paganismo, o bien sobre base dogmática, sostenida por el cristianismo en sus diferentes y variadas tendencias. Mito y dogma son dos modalidades del saber, dos procedimientos de articular el orden social y el espacio artístico.

¿Qué arte era el adecuado para un mundo en plena transformación que había comenzando a cuestionar el sentido moral de la cultura clásica? ¿Por qué ya no valían las normas estilísticas que habían hecho posible el Partenón, las esculturas de Fidias, el Laoconte, el Panteón de Roma, la Columna Trajana? Tales preguntas conducen directamente al debate estético de finales del siglo III. Escribe Lucien Jerphagnon al respecto: “El grupo de los tetrarcas de la plaza de san Marcos de Venecia no nos dice nada de cada uno de los emperadores, ni de su carácter, ni de sus sentimientos ni, mucho menos, de su intimidad. Sólo importa al artista la evocación de una certidumbre tan dura como la piedra que toma forma: la unidad de los cuatro soberanos enlazados, figurando en todas las partes del Imperio, y la vigilancia implacable de la que nadie escapa”. El arte puede abordar todavía el signo de la grandeza de Roma y de sus emperadores; pero puede también pensar en la posibilidad de remontar, en lo transcendens, hacia la representación de un Dios que habita fuera del Cosmos, cuyo hijo sin embargo se encarnó para la salvación del hombre. En efecto, el arte puede retener el rostro de aquel personaje histórico llamado Cristo que es desde el origen el mismo Dios. ¿Cómo hacerlo? Pues convirtiéndose en “la expresión cifrada de un simbolismo formal”, como escribió Wilhelm Worringer (1948).

Retengamos la idea: el símbolo en el arte es la transmutación sensorial de algo espiritual. Su función es representativa. Cuando a lo largo del siglo III el arte comienza a adoptar símbolos procedentes del dogma cristiano, lo hace en el estilo clásico, pero con la intención de no subordinarse a él. La indiferencia por la exactitud de la anatomía fue un signo de distinción. Y eso se produce en el momento preciso en que en muchas regiones del Imperio Romano (un imperio panmediterráneo, no se olvide) la Iglesia se recuperaba de la persecución a la que había sido sometida por unos emperadores proclives a frenar el ritmo de la historia. En este sentido, es preciso destacar el sorprendente reconocimiento de la Iglesia en el siglo IV como el sostén del Imperio; una idea de Constantino el Grande para hacerse con el poder y que culminó en la batalla del Puente Milvio. Más tarde hubo una reacción de Juliano, al que calificaron de Apóstata; pero era ya demasiado tarde para un hecho así. Tras su muerte, el dogma cristiano se hizo manifiesto y alcanzó la plenitud a finales de siglo con el emperador Teodosio.

Piadoso y sometido a los sacerdotes, Teodosio ya no se preocupaba solamente del poder político, sino que se interesaba por las glorias del más allá. Hacia 395 se atrevió a dictar ordenanzas sobre el uso del arte. Barrió de un solo golpe, sin esfuerzo, todas las resistencias que querían mantener el estilo clásico. Distanciarse del arte clásico significaba insertar una iconografía sobre Cristo en ricos mosaicos que adornaban los muros de las basílicas. La intención de apuntalar un arte que permitiera asumir lo sagrado procedente del dogma. Importaba poco que algunos trazos siguieran todavía los procedimientos del estilo clásico, aunque poco a poco se fue sustituyendo la imagen naturalista del cuerpo humano por una silueta sumaria y un rostro esquemático. Las figuras descarnadas con sus arbitrarios vestidos respondían a una espiritualidad contraria al cuerpo, como demostró Peter Brown, aunque durante décadas (hay quien piensa que siglos) se mantuvieron los ideales de estilo clásico en las obras de uso privado, no así en el arte público. El siglo XX nos ha familiarizado con la visión de formas artísticas diferentes, incluso opuestas, ismos en suma; algo parecido ocurrió en la última etapa a finales del Imperio Romano. ¿Hasta cuando? Eso es precisamente lo que se debate entre los expertos en la materia: la cronología de la resistencia al estilo clásico. En algunos detalles, es cierto que no se abandonó nunca: aparece de forma inesperada en la jamba de la puerta de una iglesia del sur de Italia, en una cabeza de mujer, en un capitel ornamental. Quien vaya a Ravello (Italia) podrá obtener un completo panorama de esto que digo. Durante mucho tiempo, la moda de mantener vivo el pasado clásico fue un signo de distinción, que aumentó a medida que los pueblos “bárbaros”, es decir, los recién llegados de Germania y más allá, se instalaban en las esferas de poder con gustos que cuestionaban abiertamente el estilo clásico. Sin embargo, esta nueva forma de distinción muy pronto fue atendida por los nuevos señores del mundo: los reyes bárbaros.

Sin embargo, cuando el dogma impregnó con su sello el arte oficial, y el estilo clásico quedó relegado a los márgenes, al gusto privado, el arte tuvo que enfrentarse a la teología. Fue un gran momento, sobre todo porque coincidió con dos grandes fenómenos de civilización: la emergencia histórica del Islam, que desarrolló su propio arte creando unas originales y fascinantes obras de arte, y el movimiento iconoclasta en Bizancio. Este último fue el efecto de la acción de los teólogos bizantinos, educados con san Máximo el Confesor, que sugirieron primero desatender el orden visual que representaba la divinidad y luego prohibirlo por ley, algo que finalmente hizo León III en 730 emitiendo un edicto arbitrario que imponía la iconoclastia. Esta política introducía la necesidad de destruir todos los iconos (“ídolos”), las imágenes figurativas de la sagrada familia, los santos, los mártires y obispos cristianos, los personajes del Antiguo Testamento y los hombres santos vivos. El movimiento iconoclasta fue en cierto modo una apuesta por la espiritualidad del arte, en una línea distinta pero parecida a la que a comienzos del siglo XX condujo a Wassily Kandinski a negar la figura y entrar en la abstracción.

“Color, plano, ritmo, línea: inquirir en ellos sus capacidades de expresión autónoma; recibir sólo de ellos la ley y el sentido de la creación formal y de la expresión artística: he aquí la necesidad más íntima de este arte des-generado. Llevado a sus consecuencias últimas, se convierte así en un arte formal, puramente abstracto y absoluto”, escribió Wilhelm Worringer al reflexionar sobre la problemática cultural provocada por la revolución de las formas artísticas que inducían a apartar los iconos de la obra de arte. Al integrar lo sagrado del dogma, el arte pretende no estar sometido a la influencia clásica; no lo consigue del todo porque el estilo, y el gusto, imponen una ley silenciosa que marca el devenir de las obras de arte en el mundo mediterráneo durante casi mil años, con independencia del territorio cultural y religioso dominante. Lo vemos igual en el Egipto copto que en la Siria musulmana, en la Grecia bizantina que en la España de los Omeyas o los Almohades, en el Magreb de las tribus beréberes que en la Italia que aflora en Salerno, Pisa o Venecia, como territorios de la resistencia que, a su vez, es una disidencia. Se trata de un interesante combate de ideas en su plano representativo, es decir, como iconos de una sociedad y una cultura, para lo cual son necesarios procedimientos de análisis no solo iconográficos sino iconológicos, según Erwin Panofsky. Este proceso afecta, por tanto, tanto a las grandes obras de arte (arquitectura, escultura, pintura) como a los objetos que asumen los valores representativos del arte al que se adscriben. Estos últimos, sin embargo, poseen la ventaja de su alta movilidad, de su constante traslado de un lugar a otro, que en cierto modo legitima la transferencia de formas plásticas, de estilo, que permite seguir la huella de un motivo constructivo como el arco de herradura, desde las ciudades del norte de Siria a las ciudades españolas de Toledo o Córdoba, o la huella de expresiones sobre la figura humana, que trasladan el arte de los mosaicos de Constantinopla a las pinturas murales del valle de Boí, en los Pirineos. Tres motivos explican, a mi parecer, la difusión del arte surgido bajo su forma sagrada en el mundo mediterráneo entre los siglos VI y XVI.

El primero es la precoz madurez del diálogo interreligioso, más conocido por sus debates y diatribas, que por sus efectos perdurables, los cuales crearon nexos secretos entre las diferentes confesiones del Libro. Mientras se debatía la iconoclasia en Bizancio o la viabilidad de representar a Dios en el Islam, seguían proponiéndose criterios artísticos que vemos en numerosas obras y en magníficos objetos: el arte continuó pero en otra dimensión que también, por supuesto, es arte. ¿Es acaso una casualidad que los debates doctrinales más intensos, que se produjeron en Córdoba entre los siglos VIII y X, con los mozárabes, tuvieran que ver con la construcción de la Mezquita por parte de Abderramán I y sus seguidores? Tengamos en cuenta que el arco de herradura es la pieza crucial a la hora de crear un espacio arquitectónico donde respira lo sagrado.

El segundo motivo de la difusión del arte bajo su forma sagrada viene del hecho de que en el Mediterráneo estaba muy arraigado un arte que respondía a las necesidades de una reactivación de la vida comercial, muchas veces poco visible, pero que conocemos bien en sus primeros pasos gracias a los documentos de la comunidad judía conservados en la Genizah[1] del El Cairo. Estos documentos muestran una cultura común por encima de las diferencias religiosas y políticas, que compartía el mismo gusto en piezas de orfebrería y marcas de estilo que se pueden seguir en la ornamentación, la máxima expresión de lo espiritual de un arte que busca su propia identidad. Las cenefas nos llaman la atención por su sincronía. Es sabido que una lectura de esas obras de arte, con los procedimientos propuestos por Johannes Itten en sus cursos de la Bauhaus, nos acerca a una concepción del gusto compartida por millones de personas de este a oeste, de norte a sur de las orillas del Mediterráneo. Los dos mejores ejemplos de ese encuentro de formas y gustos son la Villa Rufolo, en la ciudad italiana de Ravello, y la Alhambra, en Granada. Dos síntesis vigorosas de una manera de entender el arte que aclara el proceso histórico en el Mediterráneo durante la Edad Media: un movimiento de encuentros múltiples, en diversos planos de la realidad, abiertos a la creaciones del otro. De ahí lo fácil que resultó su aplicación en el plateresco español o en el primer barroco italiano.

Por último, el tercer motivo: la expresión de lo sagrado en las obras de arte en el Mediterráneo durante la Edad Media se explica por el vigor de la producción artesanal en muchas ciudades y por el desarrollo de las redes comerciales que trasladaban con facilidad productos de una región a otra. Junto a las materias primas y las especias, que sostuvieron una revolución en las maneras de la mesa, hay que señalar la expansión de un arte suntuario que va desde el tenedor, ese gran invento de la época, hasta los aguamaniles. Todos estos objetos, con figuras a veces exóticas, representaban la búsqueda de lo maravilloso que la naturaleza aún conservaba en su seno, que dijo Jean de Meun en medio de una fuerte polémica sobre la dimensión simbólica de la orfebrería.

La preocupación por mantener este arte pasó del Mediterráneo a Rusia, en concreto al monasterio de Optina Pustyn en las praderas del río Zhizdra, cerca de la ciudad de Kozelsl, en la provincia de Kaluga, a unos doscientos kilómetros al sur de Moscú. Y allí se conservó como un bien ligado al alma de un pueblo. Al pensar en ese lugar, Chéjov, en su cuento La noche de pascua (1886), dijo que trasmitía el énfasis en la experiencia mística de Dios, que forjó lo mejor del encuentro cultural que puede realizarse a través de una lectura abierta, positiva y tolerante de la religión. El diálogo que el arte enseña es precisamente una tensión creativa sobre los límites de una sociedad y otra, de una religión y otra, de una cultura y otra.

Las obras de arte pasaron de unas manos a otras con bastante facilidad y de forma asidua; no era un mercado del arte en sentido estricto pero ejerció como tal en el deseo de reproducción. Fue el mundo mediterráneo quien concibió el alcance de la xilografía como elemento de vulgarización de las obras de arte mucho tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura. Vemos durante los siglos XIII y XIV acentuarse dos tendencias: la laicización del arte y la conversión del objeto en una razón artística. Ambas tendencias se desarrollaron en detrimento de los valores que habían ligado el arte, y las obras de arte, con el mundo de lo sagrado administrado por los hombres de religión. El objetivo de estos procesos era semejante al de los relatos de evasión que cautivaron a la sociedad y fueron fácilmente transferibles de una cultura a otra – en este sentido cabe citar el ejemplo de El Conde Lucanor de Don Juan Manuel -, esto es, dar más fuerza a la interrelación artística a lo largo del Mediterráneo. Y todo ello pudo ocurrir en gran medida porque en la época posclásica se logró captar el fondo festivo, alegre, de un universo que vive cerca de lo sagrado pero que no forma parte directa de él. Al parecer, muchas pinturas murales del siglo XV tuvieron ese deseo de mostrar la parte de plaisir de la sociedad. Así, fueron realizadas del mismo modo en el Castello della Manta en el Piamonte, cerca de los señores de Saluzzo, que en la Sala de los Reyes de la Alhambra de Granada, cerca de los emires nazaríes. Estas obras de arte estaban completamente impregnadas de los valores mundanos. Fueron el vehículo de la alta función educativa de una élite política que vemos por igual tanto en Siria con los ayubíes, como en Egipto con los mamelucos; en Granada con los nazaríes, como en las repúblicas mercantiles de matriz cristiana de Venecia, Florencia o Génova. Pero, súbitamente, volvió a re-considerarse el valor de las mimesis en la conducta humana. Este reajuste devolvió al estilo clásico su poder educativo y lo convirtió, en Italia a mediados del siglo XV, en un man-centered humanistic art.

Con la llegada del Renacimiento, acabó una época artística que se podría clasificar de posclásica: una época jalonada de grandiosas obras de arte, cuya emoción al contemplarlas es la misma que el gran medievalista Georges Duby sintió al final de su vida ante la pintura de Zao Wou-Ki, y sobre la que escribió en 1996 (el mismo año de su muerte): «Todos aquellos que lo admiran ¿no tienen el sentimiento de errar por su pintura, como a través de fabulosos parajes, de aventurarse de maravilla en maravilla? Capturados, transportados de lo real a lo irreal, de lo visible a lo indecible. En la alegría». Creo ver en este comentario una profunda melancolía en mi maestro: quien piensa así de un pintor actual quiere comprender las posibilidades del arte lejos de la estética clásica. La búsqueda de un significado para las obras de arte de los siglos IV al XV es el camino para conseguirlo, quizás no el único pero sí el más auténtico.

Notas

[1] Conjunto de manuscritos hallados en el siglo XIX en la sinagoga de Ben Ezra de El Cairo, que constituyen la documentación más completa que se ha descubierto hasta ahora sobre una sociedad medieval.