La estética y la construcción de una ética planetaria

Rafael Argullol

Escritor y filósofo, España

El arte siempre ha estado rodeado de una serie de cuestiones (su utilidad, su contemporaneidad, su abstracción) que intentan definir su naturaleza y su función social y aún siguen sin respuesta. Otras nociones ligadas al arte, en cambio, sí pueden resultar fructíferas a la hora de comprender el papel de éste en las sociedades a lo largo de los siglos. En este sentido, el poder de la obra artística a través de la experiencia estética o la capacidad de conversación y mediación del arte en las relaciones humanas son ejemplos muy claros del arte como instrumento, el más poderoso de todos, en la búsqueda vital del ser humano. Esta búsqueda, que puede llamarse «plenitud» o «nada» según la tradición a la que uno pertenezca, es algo esencialmente común a todas las culturas.

El tema que nos ocupa es muy difícil de abordar. Trataré de formular algunas conclusiones, o por lo menos de presentar una síntesis que pueda aclarar la cuestión del poder ético de la experiencia estética. Podemos preguntarnos si existe un vínculo entre la abstracción pictórica y la abstracción matemática; se trata, manifiestamente, de una cuestión muy interesante, para la que no hay respuesta. También podemos interrogarnos sobre la utilidad o no del arte. Y aunque ciertamente ésta es también una cuestión muy interesante, jamás tendrá respuesta. Si tratamos de crear un arte útil, es fácil que éste sea instrumentalizado. Eso es algo que ha sucedido con frecuencia en las sociedades totalitarias. Y al contrario, si intentamos crear un arte abiertamente inútil, éste no responderá a las aspiraciones humanas y pasará a ser un arte secundario, un arte de reserva. Estos dos temas permiten ver la dificultad de las cuestiones planteadas. Hay otra cuestión importante: la noción del arte contemporáneo, una noción con respecto a la cual soy, como por otra parte también lo son numerosos artistas e intelectuales occidentales, más bien escéptico. En efecto, creo que el arte contemporáneo es el que se practica en este momento, hoy, y en silencio. También soy un poco escéptico respecto a los museos y exposiciones de arte contemporáneo, porque me parece que fosilizan lo que está en vías de creación, incluso antes de que el acto creativo haya concluido. En Occidente, el arte contemporáneo está asociado con la práctica fetichista, el esnobismo, lo políticamente correcto, el espectáculo y el simulacro. En cambio, en otros continentes, en particular en el continente africano, se reivindica el poder del arte contemporáneo por ser capaz de propiciar el paso desde el creador que lo concibe a la sociedad que lo recibe.

Eso es lo que explica la presencia implícita de otra cuestión, la del arte de nuestro poder con relación a la reflexión de nuestro trabajo, el poder del arte. ¿Cuál es el poder del arte frente a los poderes que están vigentes en el mundo, en la realidad? ¿Qué poder tiene el arte para animar la existencia del ser humano o el artista? Se conocen testimonios muy emocionantes sobre el poder del arte como resistencia frente al poder político, a su violencia y su totalitarismo. Sin embargo, tan pronto como se habla del poder del arte, hay que plantear la cuestión de la belleza, la cual se halla estrechamente vinculada a él. Mi colega Masahiro Hamashita ha hablado de una belleza que se encuentra a la defensiva frente a la arrogancia del arte. Esta formulación me parece justa, porque en nuestros días se detecta con mucha frecuencia una cierta arrogancia por parte de quienes se autoproclaman artistas, y que sin embargo son incapaces de asumir y comprender el carácter complejo, global y contradictorio que pueden tener la belleza y la experiencia estética. Ésta es la razón por la que en todo momento nos hemos enfrentado a la cuestión, tan difícil como las de la abstracción y la utilidad del arte, de la relación entre el arte y la belleza, entre el arte y la experiencia estética, entre el arte y las experiencias espirituales del hombre (como la experiencia de lo sagrado o la experiencia religiosa), y entre el arte y la experiencia de la colectividad, de la «polis».

Pero estas cuestiones, a las que nunca podremos responder, son, precisamente, las que alimentan la creatividad del artista y nuestra relación con el arte. Así pues, no hay que asombrarse porque, relacionadas con estas cuestiones, se expresen también preocupaciones que están de actualidad en todos los países, y en todos los continentes. El problema planteado por los nuevos lenguajes, las nuevas formas de expresión y las nuevas tecnologías ha llevado, en todas las culturas, a interrogarse sobre los orígenes, la relación entre la modernidad y la tradición, la utilización de las nuevas tecnologías y la reconstitución de los contenidos del arte en sentido tradicional del término.

Estos interrogantes a menudo acaban dando lugar a conflictos. Es un hecho que, sobre todo en Europa, con frecuencia se nos invita a reuniones sobre las nuevas tecnologías, técnicas y expresiones, así como sobre los nuevos lenguajes, cuyo contenido suele ser muy pobre desde el punto de vista de su capacidad de recreación espiritual. Frente a los conflictos, a través de los cuales tratamos de definir el arte —abstracción, figuración, utilidad, inutilidad, modernidad, vanguardia—, una idea se ha formulado repetidas veces y de diferentes maneras: la de negociación, mediación, conversación y compartición. Esta idea merece que nos detengamos a comentarla.

Si nos mantenemos en nuestras posiciones, probablemente no avanzaremos jamás. Por mi parte, estoy cansado de las discusiones entre el arte figurativo y el arte abstracto, las cuales, por lo menos en el mundo occidental, han resultado ser completamente estériles. Aunque es cierto que, en las discusiones que buscan un enfrentamiento entre las tradiciones «iconófilas» y las tradiciones «iconófobas», siempre trato de ver los aspectos positivos de cada una de ambas posiciones. A veces he llegado a pensar que verdaderamente los seres humanos se dividen en dos categorías: los que han sido educados en un mundo en el que se representa a la divinidad, y los que lo han sido en un universo donde eso no se hace. No obstante, este tipo de dicotomía se presta a numerosas variaciones. En Berkeley, en California, conocí a un renombrado micólogo, Robert Gordon Wasson, que antes había sido banquero. Había escrito, con dos otros autores, una obra titulada The Road to Eleusis,[1] en la que trataba de reconstituir la iniciación a los misterios de Eleusis. En ella, Gordon Wasson dividía a la humanidad no en función de la representación o no de la divinidad, sino del consumo, o no, de setas. De este modo establecía toda una geografía que diferenciaba a los pueblos comedores de setas, como los rusos, de los que no lo eran, como los ingleses. Esta división, que ha conducido a simbolismos completamente diferentes, me parecía muy interesante porque a veces se articulaba con la de la representación, o no, de la divinidad. Pongamos por caso a un europeo cuya infancia transcurrió en un medio muy católico. Es evidente que mi idea de lo bello, incluso antes de que haya podido hacer mis propias elecciones, es consecuencia de los cruces entre una cultura cuya posición con respecto a las imágenes es muy negativa, la cultura judía, una cultura fuertemente enamorada de la representación humana, la cultura griega clásica, y, por último, la cultura cristiana, la cual, en cierta manera, ha llevado a cabo la síntesis de estas dos tradiciones, ya que profesa que un dios, la abstracción propiamente dicha, tomó cuerpo y adoptó una apariencia humana. Ésta es la razón de que los cristianos y, especialmente, en mi opinión, los católicos, soporten una amalgama caótica entre lo que se podría denominar el gusto por la abstracción y el gusto por la representación.

Para volver a la dimensión de la negociación, la mediación y la compartición, también me gustaría recordar que en las diferentes concepciones del arte es muy importante preservar la relación entre el arte y el enigma. Porque el arte no es sólo comunicación, ni acumulación de datos, sino —como ya se ha dicho— lo que permite al hombre hablar al hombre. Se trata, pues, de una infinita interrogación plural y multilateral, que siempre contendrá nuevos ángulos que hay que explorar y nuevos aspectos en los que hay que profundizar. Creo que, en parte, éste es el sentido de la célebre afirmación de Aristóteles respecto a la superioridad de la poesía sobre la historia. Y es que la poesía tiene el poder de evocar lo que puede ser, mientras que la historia evoca solamente lo que ya es. Hoy día podríamos transformar esta sentencia y decir que el arte, la estética que respeta el enigma, nos coloca frente a lo que es, sin duda, la condición humana. En cambio, los medios de comunicación, el periodismo y la creación de la información nos remiten tan sólo a lo instantáneo, la actualidad y la construcción del presente. El artista actúa en el presente, pero hace algo más; lo construye a partir del pasado y en vistas al futuro. Ésta es la razón por la que siempre hay una especie de circularidad en el tiempo del artista.

Me gustaría relatarles una segunda experiencia personal relacionada con la cuestión de la compartición. Hace cinco años colaboré con un escritor y pensador indio de Benarés, Vidya Niwas Mishra, para la escritura de un libro a cuatro manos. Trabajamos en ese libro durante cinco años, intercambiando cartas y con la ayuda de un mediador. Luego nos reunimos, primero en la India, en Benarés, y después en Barcelona. Nuestras conversaciones, acerca de un cierto número de temas escogidos de común acuerdo, fueron grabadas, y a partir de ellas se redactó el libro. No era cuestión de convencernos el uno al otro, sino que se trataba de confrontar dos posiciones, dos mentalidades a través de la amistad y las ideas. Me acuerdo de que cuando fui a Benarés después de esos años de intercambios, concertación y correspondencia, creí que podríamos ponernos a trabajar a partir del primer día; llegué con esa idea tan europea del trabajo inmediato. Sin embargo, el primer día, mi interlocutor me contuvo diciéndome: «Antes de ponernos a trabajar, es necesario que lleguemos a un cierto grado de amistad». Eso era algo muy interesante, pero también contradictorio. ¿Cómo llegar a un cierto grado de amistad por medio de nuestra sensibilidad? Entonces me di cuenta de que, al revés de lo que tan a menudo nos dicen los políticos, los diplomáticos, los periodistas y los expertos, el diálogo entre tradiciones diferentes no puede desarrollarse en el ámbito superficial de las palabras y la traducción. Hay que recurrir a conceptos que a menudo resultan muy difíciles de conciliar. En definitiva, hay que situarse en la esfera de los sentidos y, en último lugar, en el campo estético.

A lo largo de aquellos días de conversación con mi amigo el escritor indio, cada vez se hizo más evidente que tenía unas concepciones de la muerte y el tiempo muy diferentes de las mías. Pero la pasarela entre nuestras diferentes concepciones era, sin duda, la de la estética y la sensibilidad. Gracias a esta última, pudimos vincular entre sí concepciones que inicialmente se hallaban alejadas. Después, cuando Vidya Niwas Mishra vino a Barcelona, me acordé de que se había sentido fascinado por el arte románico, que no conocía, y por la obra de Picasso, la cual, aunque ya la conocía, pudo contemplar entonces en el Museo Picasso. Y me reafirmó en la idea de que tanto el arte románico, tan alejado aparentemente del subcontinente indio, como el arte de Picasso, eran expresiones de la sensibilidad que permitían poner en relación ideas, y contribuían a favorecer la amistad.

Podría citarles muchos otros ejemplos, algunos de ellos relacionados con el lenguaje, de lo que nuestros debates nos permitieron comprender, y que para nosotros constituyeron una fuente de mutua aclaración. Me contentaré con citar sólo uno, que he elegido porque afecta a un concepto muy importante en la cultura grecoeuropea. Le hablaba del «universo», y no nos entendíamos. Luego, empleé «cosmos», un término que a los que han sido educados en la tradición griega les gusta mucho. Y entonces nos entendimos. Porque yo capté la trascendencia de la palabra latina «universo». «Universo» es la adaptación y la reducción que el Imperio romano hizo del término antiguo «cosmos». Este cosmos, con lo que tenía de policéntrico y plural, con sus múltiples matices, se vio reducido a una imagen del Imperio romano, centrado en Roma. El término «universo» denota una centralización absoluta. En cuanto eliminé esta palabra y este concepto, la conversación sobre la visión cósmica se volvió posible. Efectivamente, mi interlocutor se sentía más cerca de Heráclito, Anaxímenes, Anaximandro y Einstein, que del concepto centralista de «universo», que con tanta frecuencia ha sido puesto como modelo primero en la Europa cristiana medieval, y luego en una Europa que hasta el siglo xx apenas había reformulado sus esquemas del «cosmos».

Me di cuenta de que era posible conciliar los diversos aspectos sobre los que habíamos reflexionado en torno a la cuestión del arte, a propósito de la belleza, la experiencia estética y la utilidad, o no, del arte. Creo en el poder del arte, pero no en el de un arte que esté sometido exclusivamente a la idea de utilidad. Soy profundamente kantiano, creo en el desinterés y en la inutilidad esencial del arte, pero dejando claro que se trata de una inutilidad activa y un desinterés activo. ¿Qué orientaciones toma este desinterés activo del arte? Según las reflexiones de un filósofo estoico al hablar del «logos», es decir, de la palabra y el verbo, se proyectaría en tres direcciones: el cosmos, el todo y la colectividad; es decir, los otros y, por último, nosotros mismos; o sea, el espíritu y la intimidad. Me parece que el poder de la experiencia estética es tanto más grande cuanto más respeta el equilibrio entre estas tres dimensiones: la que se remite al cosmos, la que está relacionada con la colectividad (y ésta sería la utilidad esencial del arte), y la que nos concierne y a la vez constituiría la aparente inutilidad extrínseca del arte, y su utilidad infinita para la construcción del individuo y de las propias raíces de la ética.

Para concluir, quisiera recordar una palabra magnífica que ya no se emplea demasiado en nuestros días. Sin embargo, dicho término ilustra extremadamente bien mi intención. Se trata de la palabra «enteridad». «Enteridad» proviene de «entero»; designa la totalidad y la integridad, pero también la plenitud sensorial. Es, pues, una de esas palabras que a veces tienen una fuerza especial. Me parece que el «arte» del que hemos hablado aquí —aunque posiblemente ya fuera así en las cuevas de Lascaux o Altamira— corresponde a la búsqueda enigmática e infinita de la enteridad y la integridad por parte del hombre. Me acuerdo de que durante los últimos encuentros con Vidya Niwas Mishra, éste cantó en sánscrito. Cuando le pregunté qué estaba cantando, me respondió que era un canto relacionado con la nostalgia y la búsqueda de una cosa que se busca porque uno tiene el sentimiento de que forma parte de ella, aunque ésta no tenga existencia inmediata. Y ese algo, me dijo, se parece a «lo que ustedes, los occidentales, llaman plenitud y que para otras culturas es, posiblemente, la nada». Me parece que lo que llamamos «arte» debe respetar el enigma de esta interrogación del hombre por el hombre, porque en el fondo ése es el principal instrumento de que disponemos para buscar la enteridad y la plenitud.

He mencionado la pintura y la escritura. Antaño, en Grecia, el amigo que era acogido en una casa recibía de su anfitrión, en el momento de irse, la mitad de una tableta de arcilla llamada symbolon. Si treinta años más tarde ambos hombres se encontraban de nuevo, reunían las dos partes del symbolon y su amistad quedaba renovada. Desde esta misma perspectiva, podríamos decir que el arte es la búsqueda de la recuperación de la amistad. Como el symbolon griego o, por utilizar esta vez otra imagen, la escritura, nacemos con una frase escrita a medias, y nos pasamos toda la vida intentando escribir la otra mitad. Que yo sepa, el arte es el instrumento más poderoso de que disponemos para conseguirlo. Algunos creen que es la religión; otros, la ideología o la política. Pero yo soy de la opinión de que el arte es el instrumento más fuerte porque integra a todos los demás.

Notas

[1] R. Gordon Wasson, A. Albert Hofman y Carl A.P. Puck, The Road to Eleusis: unveiling the sRobert Gordon Wasson, Albert Hofmann y Carl A.P. Ruck, The Road to Eleusis: Unveiling the Secret of the Mysteries, Berkeley, CA, North Atlantic Books, 2008.