Túnez: revolución y transición política o el conflicto de las tres legitimidades

Mohamed Kerrou

Catedrático de Ciencias Políticas, Universidad El Manar, Túnez

Aún es pronto para poder medir las consecuencias de la transformación política que está viviendo Túnez en estos momentos, y sólo con el tiempo podremos decir si se trata de una simple revuelta o de una verdadera revolución. La historia política del país desde su independencia, en 1956, está marcada por los regímenes de Habib Burguiba (1956-1987) y Zine El Abidine Ben Ali (1987-2011). La huida de este último ha abierto un nuevo período de transición que deja paso a la esperanza de una construcción democrática y plural que no se vea amenazada por el islamismo radical. La redacción de una nueva constitución y la conciliación de la legitimidad democrática con la legitimidad histórica y revolucionaria, actualmente en conflicto, son los puntos clave para asegurar la estabilidad democrática en Túnez.


Debido a su carácter fulgurante e imprevisible, así como al desconocimiento de su desenlace, el 14 de enero de 2011 —día de la marcha del presidente Ben Ali y del derrumbamiento de su sistema de poder personal—, la revolución tunecina, o lo que ha sido considerado como tal, no es concebible per se. El interés del análisis consiste en poder conectar esta revolución con el período histórico siguiente, en este caso con la transición política, que se halla fuertemente marcada por la indeterminación temporal y por los fundamentos consensuales y al mismo tiempo conflictivos.

Las dos fases, es decir, la revolución y la transición, están orgánicamente relacionadas entre sí hasta el punto de que, a largo plazo, el éxito de la segunda garantiza la duración de la primera y su consagración como acontecimiento histórico de primer orden. Ésta es la razón de que el debate relativo a su verdadera naturaleza —¿revuelta o revolución?— sólo se zanjará a la luz del proceso histórico que acogerá el cambio, más allá de la brevedad del tiempo en que vivimos y que no permite el distanciamiento necesario para la objetivación del fenómeno estudiado.

Teniendo en cuenta las incertidumbres y balbuceos que acompañan a la revolución y la transición, el principio motor de esta inédita configuración sociohistórica parece residir en la idea de legitimidad y legitimación del nuevo orden político con relación al antiguo orden que ha dominado hasta ahora, el cual todavía está vivo hoy, y que incluso se muestra resistente ante las tentativas de transformación y cambio, como lo demuestra, entre otras cosas, la cuestión de la justicia del período transicional, que todavía tiene dificultades para ver la luz e imponerse en el campo jurídico-político. El principio de la legitimidad integra el de la legalidad, situándose más allá de la conformidad con las reglas del derecho para integrar en él las bases éticas y políticas que se hallan en condiciones de garantizar el consentimiento de los gobernados. Toda legitimidad supone una autoridad que conforma derechos y deberes fundamentales, así como la adhesión de los ciudadanos adquirida a través de la representación de los gobernantes elegidos y de las modalidades concretas del ejercicio del poder.

La legitimación es lo que permite que el poder sea reconocido y aceptado, y que los ciudadanos se adhieran a un proyecto político que resuelva los conflictos de manera pacífica. Ahora bien, esta adhesión resulta ciertamente de la representación que garantiza la competencia democrática por medio de la confrontación de las ideas y los proyectos; sin embargo, el reconocimiento no se limita a las elecciones, sino que exige toda una puesta en escena de lo político. Los flujos de legitimidad provienen de la capacidad de producir sentido mediante la ritualización del poder que se deja ver. Ninguna legitimidad se adquiere nunca de antemano y requiere un mantenimiento constante para no perderse y provocar la caída del régimen político. La legitimidad otorga a las instituciones del Estado y a los órganos de la sociedad civil una trascendencia imaginaria en relación a las prácticas políticas y a los sentimientos de confianza y seguridad de los ciudadanos de cara a los mecanismos de regulación y representación.

En este sentido, la legitimidad se muestra como una forma de creencia compartida que sustenta la política sobre la autoridad no coercitiva, sino más bien consentida con arreglo a las aspiraciones individuales y colectivas, así como a las exigencias históricas. La legitimidad se impone entonces como un principio de validación, justificación y determinación del orden político vigente. Constituye la base simbólica de la fundación y refundación histórica de la sociedad. Recurriendo a este enfoque de la legitimidad política concebida como un vínculo social de producción del hecho de vivir juntos por medio de la representación y la ritualización, la dinámica política del Túnez actual, la de la revolución y la transición, podría leerse e interpretarse con arreglo a tres tipos de legitimidad: la legitimidad histórica, la legitimidad revolucionaria y la legitimidad democrática.

La legitimidad histórica está en la base del nacimiento y la construcción del Estado nacional, mientras que la legitimidad democrática surge como una alternativa política tras la estela del desencanto nacional provocado por el fracaso del Estado en lo relativo a crear un espacio de justicia y libertad. De ser minoritaria y aislada, la legitimidad democrática se convierte en una reivindicación popular cuando se desencadena la revolución, la cual apela a una exigencia de dignidad y libertad. A partir de ese momento, el espíritu de igualdad entre todos los ciudadanos pasa a gobernar la cultura política dominante, la cual apela al ideal revolucionario que ha conseguido derribar al antiguo presidente y que aspira a batirse con su sistema político, en un período de transición en el que la exigencia democrática compite con la reivindicación revolucionaria y con el legado político e histórico de tipo nacionalista.

Los tres tipos de legitimidad —histórica, democrática y revolucionaria— no están disociados, sino que coexisten, interfiriendo según los intereses y las estrategias de los actores políticos, que actúan en función de distintas estrategias y con arreglo a múltiples y variadas posibilidades de intervención en el campo político, social y cultural. La articulación y desarticulación de estos tipos de legitimidad y legitimación del orden político constituyen una clave para entender las dinámicas políticas vigentes en la sociedad tunecina, así como en otras sociedades similares y, sin embargo, diferentes —Egipto, Libia, Siria—, víctimas de una onda de choque calificada, desde una perspectiva político-mediática, de «primavera árabe», aun cuando se trate de un complejo proceso de cambio político y global cuyo abanico de posibilidades apenas acaba de nacer con la revolución tunecina. Esta última está pasando actualmente por una fase transitoria de resultado incierto, debido a que es portadora de tensiones significativas de la crisis que afecta no sólo a los países del sur, sino también a los del norte del Mediterráneo, que se enfrentan al crecimiento de un movimiento de indignación política.

De la legitimidad histórica a la personalización del poder

En Túnez, la legitimidad histórica es el producto del nacionalismo que sale a la luz en el siglo xx. Nace con el Destour, partido libre y constitucional creado en 1920 por la élite urbana y burguesa cuya ideología bebe en el reformismo (nahdha) de la segunda mitad del siglo xix y en la experiencia militante, periodística y asociativa de los Jóvenes Tunecinos (1907), que aspiran a una transformación gradual, por medio de la educación y la cultura, de su estatuto de indígenas sometidos al protectorado francés (1881-1956). Diez años después, la llegada de una nueva generación de intelectuales titulados (abogados, médicos y funcionarios), curtidos y radicalizados por las luchas políticas y por el contexto de la crisis económica mundial de 1929, llevará al grupo reunido en torno a Habib Burguiba,[1] formado en las facultades francesas, a dejar el partido de Abdelaziz Thaalbi —un intelectual formado en la universidad islámica de Zaytouna— y a fundar el partido Neo-Destour (1934), que establece nuevas relaciones con las masas populares. El Neo-Destour es un partido modernista, pequeñoburgués y popular, que propugna, en vistas a la independencia nacional, una estrategia de alianza con los medios políticos franceses ilustrados y un vínculo orgánico con la Central sindical, la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT), que se crea en 1946 y que extenderá, sobre una base nacional, el trabajo de movilización propulsado por la Confederación General de Trabajadores Tunecinos (CGTT) creada por Mohamed Ali El Hammi en 1925.

Por su extracción social y su ideología política, la élite «neo-destouriana» es variada y dividida, dado que se sitúa entre la identidad nacional y la modernidad francesa. Su proyecto abraza la definición del Estado-nación en formación, al cual privilegia por la vía de la negociación en vistas a obtener la independencia, por etapas, aceptando el principio de la autonomía interna propuesta por el gobierno francés de Mendès France, aun a riesgo de provocar una disidencia en el seno del Neo-Destour. El carisma de Burguiba permite, como prueba de concesión a Francia, desarmar a los guerrilleros «fellaga» y de este modo hacerse con la naciente legitimidad revolucionaria dentro de la legitimidad histórica nacionalista.

La oposición del exsecretario general Salah Ben Youssef a este proyecto político negociado, mueve a este antiguo socio de Burguiba a acercarse al nacionalismo árabe de corte nasseriano y a emprender una lucha violenta contra los partidarios de Burguiba apoyados por la Central sindical, que organiza el Congreso de Sfax (1955) y aparta a Ben Youssef de las primeras filas del partido Neo-Destour. A partir de ahí se desencadena una lucha abierta entre «los dos hermanos-enemigos», los cuales recurren a las armas para imponerse y apoderarse del poder político.

El Estado nacional nace así en medio de la violencia y basa su legitimidad en el carisma de Burguiba, un carisma que había adquirido por medio de las luchas políticas y el encarcelamiento en las prisiones, así como por las intrépidas reformas puestas en marcha a partir de la independencia conquistada el 20 de marzo de 1956: proclamación del código de estatuto personal que consagra los derechos de la mujer, la reforma de la enseñanza, la construcción de viviendas populares, la promoción de la salud familiar y otras tantas medidas que fundamentan el Estado sobre una base modernista y autoritaria.

Las reformas del nuevo Estado se escalonan durante una decena de años y transforman la cara de Túnez, que pretende ser un país dinámico, emprendedor y abierto al exterior. El carisma de su líder le asegura el reconocimiento nacional e internacional, instaurando un régimen de control y represión a la medida del partido único refrendado por el Congreso de Bizerta (1964) y del despotismo ilustrado de Burguiba, cuya presidencia vitalicia, en 1975, inaugura el final de un reinado tumultuoso (motines de enero de 1978 y 1984), en el que la personalización del poder lleva consigo la progresiva exclusión del conjunto de la clase política comprometida en la carrera por la sucesión. La legitimidad histórica que durante medio siglo había reunido a todo un pueblo en torno al objetivo de la independencia, el culto del «Combatiente supremo» y las promesas de un desarrollo económico y social, desemboca en un desencanto nacional y en una crisis política y económica grave y de pesadas consecuencias.

Bien es verdad que «el otoño del patriarca» se clausuró con un emocionante episodio en el que el pueblo manifestaría su alivio ante el «golpe de Estado médico» del 7 de noviembre de 1987, que destituyó al anciano Burguiba, de 84 años de edad, y llevó al poder al general que dirigía el servicio secreto militar, Zine El Abidine Ben Ali, único candidato que seguía en liza en la desenfrenada carrera por el acceso a la magistratura suprema. Previamente, Ben Ali había sido nombrado ministro del Interior, y más tarde primer ministro con el objetivo de oponerse a «la amenaza islamista», que desafiaba el proyecto de Burguiba.

El nuevo sistema político que apela al «cambio del 7 de noviembre» conserva y refuerza los dos pilares del poder nacional; a saber, el partido-Estado y la policía, que gobierna el país con mano de hierro y reprime, a partir de 1989, los mínimos márgenes de libertad dejados por el presidente Burguiba. La embrionaria sociedad civil personificada por algunos periódicos independientes (Errai, Démocratie, Echâab), la Liga Tunecina de Derechos Humanos y tres partidos de la oposición moderada (Partido Comunista, Movimiento de Demócratas Socialistas y Partido de la Unidad Popular), va debilitándose mientras que los logros económicos, tan alabados por las organizaciones nacionales e internacionales, apenas consiguen ocultar el desigual desarrollo regional y las prácticas mafiosas del clan en el poder, un poder dominado por el insaciable apetito de la familia presidencial.

A la legitimidad histórica del Estado-nación aunada al carisma de Burguiba, le sucede, en el transcurso de las décadas de la independencia, la personalización del poder y la extensión del aparato de control partidista y policial, que se convierte en un órgano tentacular trasplantado a una sociedad compuesta esencialmente por la clase media, cuyos miembros aspiran a una movilidad que se halla cada vez más frenada por las prácticas del clientelismo y su corrupción. Después de treinta años de reinado sin restricciones, la legitimidad discursiva de Burguiba se ve reemplazada por la personalización del poder de un general-presidente sin verbo político y que se apoya en un sistema policial que transforma el país en un cuartel en el que los opositores, en especial los islamistas, son encarcelados, torturados y perseguidos. La burguesía se encuentra maniatada por el sistema de corrupción y de prebendas ilícitas que anula la iniciativa privada. En cambio, los allegados al presidente acceden a los privilegios, con el apoyo de la presidencia que duplica el número de «consejeros» de la administración gubernamental, y privilegia una sociedad de consumo y lujo en total discordancia con el nivel de vida —altamente modesto— de la inmensa mayoría de los tunecinos.

En un primer tiempo la legitimidad histórica del Neo-Destour y la carismática del zaim Burguiba se ven arruinadas por la personalización del poder y posteriormente casi rematadas por el reinado de su sucesor, el general Ben Ali (1987-2011), que acumula, sin ningún tipo de restricciones, el poder político y el poder del dinero, instaurando un sistema político de tipo mafioso.

De la legitimidad revolucionaria a la legitimidad democrática

Minada desde adentro por causa de la personalización y la corrupción del poder político, la legitimidad histórica nacionalista, aun estando erosionada, no desaparece completamente de la esfera pública. Cuando no se desplaza, algunas décadas más tarde, de un partido político a otro, como sucede con los dirigentes islamistas encarcelados por Ben Ali y que reivindican una «legitimidad carcelaria», consigue resistir frente a la legitimidad democrática sofocada por el autoritarismo del Estado y pasa a ser minoritaria debido al número de sus adeptos.

Los individuos, las asociaciones y los partidos políticos se oponen firmemente al régimen policial de Ben Ali y pagan un alto precio sacrificando sus carreras profesionales y exponiendo a sus personas, familias y amigos a las amenazas, los chantajes, los raptos y la violencia física. Sin embargo, estos «pequeños actos de rebeldía», de un alto valor simbólico, que rompen el silencio de los nacionales y la complicidad de las potencias occidentales con la dictadura policial, no llegan a «tener un efecto de bola de nieve» y a propulsar un movimiento estructurado de oposición política. La razón de ello radica en la fragmentación social y política —cada opositor se considera, a imagen de Burguiba, un líder único en su género—, así como en la fuerza de la represión que genera la sumisión de los gobernados.

La revolución que se pone en marcha el 17 de diciembre de 2010 a partir del acto de inmolación del joven vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, originario de la localidad agrícola de Sidi Bouzid, situada en el centro-oeste, consigue romper el silencio y generar un movimiento de protesta, sin precedentes, que se propaga por todo el país, partiendo de las zonas marginales y empobrecidas, hasta llegar a las localidades costeras y al Gran Túnez, provocando la caída del dictador, el 14 de enero de 2011. Esta revolución de la dignidad y la libertad constituye, por su carácter popular, espontáneo, civil, pacífico, joven e instruido, sin líderes y sin estructuras de movilización política, un fenómeno único en la historia mundial. El poder de las armas no pudo acabar con esta revuelta generalizada contra la tiranía, cuya apoteosis se alcanzó con la unión de todos los elementos de la sociedad —rurales y ciudadanos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, parados y empleados, pobres y acomodados, radicales y moderados— en torno a unas consignas simples, poderosas y universales, como «¡El pueblo quiere echar abajo al régimen!», «¡Lárgate!» y«Game is over!».

Las particulares condiciones de la marcha de Ben Ali —¿fue una huida o más bien una maquinación orquestada por ciertos personajes en la sombra para lograr que se fuera y evitarle al país un baño de sangre?—, todavía no se han elucidado. Sin embargo, dichas condiciones han impuesto una sucesión en el interior del aparato del Estado, primero basada en el artículo 56 de la Constitución (en caso de vacío de poder, el primer ministro sucede al jefe del Estado) y luego del artículo 57 (el presidente de la cámara de los diputados es investido de las funciones de jefe del Estado). De este modo, en el espacio de un día, el poder pasaría de las manos del primer ministro, que la víspera había declarado asumir la responsabilidad interina, a las del presidente de la Asamblea Nacional, convertido en presidente provisional de la república. Además, el primer gobierno Ghannouchi, formado el 17 de enero, no duraría más de una decena de días debido a la pertenencia de ciertos ministros al ya impopular partido de la Alianza Constitucional Democrática, presidido por Ben Ali, que primero es suspendido y luego disuelto por el tribunal. El segundo gobierno, formado por el mismo primer ministro, se ve, finalmente, obligado a dimitir al cabo de cuarenta y cinco días después de la marcha de Ben Ali. Esta dimisión es el resultado de la presión de la plaza pública, cuyo corazón simbólico se encuentra en la Kasbah, la sede del gobierno, ocupada por jóvenes revolucionarios llegados de las regiones del interior y que se reúnen, en ese mismo lugar, con ciudadanos ávidos de justicia social y fieles a la memoria de los mártires de la revolución.

La legitimidad revolucionaria encarnada por las manifestaciones, las marchas pacíficas y las sentadas, verdaderos foros políticos y artísticos —cantos, graffiti, animación nocturna— denominados Kasbah 1 y Kasbah 2, vuelve a recuperar el contacto con los movimientos de protesta puestos en marcha al principio, durante los acontecimientos que sobrevinieron inicialmente en Sidi Bouzid, Menzel Bouzaiene, Thala y Kasserine, y que han aglutinado a los tunecinos en una única açabiya, es decir, un espíritu de cuerpo hegemónico y opuesto al sistema de poder vigente. Esta legitimidad revolucionaria, propulsada por una coalición formada por ciudadanos valientes y sin experiencia política, así como por dirigentes sindicalistas y militantes de izquierdas formados en las organizaciones de la oposición, como, por ejemplo, la Liga Tunecina de Derechos Humanos, prolonga la exigencia de un verdadero cambio resultante del eslogan axial de las manifestaciones callejeras, que reclamaban la caída delrégimen(nidhâm). Este vocablo árabe es muy ambiguo en la medida en que designa, al mismo tiempo, el gobierno, el régimen político e incluso el sistema político que incluye no sólo el modo de organización constitucional de los poderes, sino también otros procesos y actores políticos como el sistema de partidos y los medios de comunicación, así como los mecanismos de socialización política. A este respecto, la percepción común y compartida tanto por la opinión pública como por los artífices de opinión vehicula la idea de que el cambio a la cabeza del Estado, simbolizada por la marcha de Ben Ali, constituye una revolución y equivale a un cambio del sistema político. Semejante idea es el resultado de una vehemencia revolucionaria producida por un contexto excepcional dominado por las emociones políticas, y que induce un desconocimiento de los mecanismos históricos del arraigo y la continuidad del Estado. Por otra parte, solo después de un cierto tiempo uno empieza a darse cuenta de que el sistema no ha cambiado. Y entonces los ímpetus se concentran en la petición de un cambio radical, protagonizada por Kasbah 3, que ha sido un fracaso en la medida en la que los manifestantes, poco numerosos y aislados, se enfrentaron a la fuerza represiva de la policía, que se mantenía fiel a sus antiguos métodos y se mostraba poco inclinada a cambiar en tan poco tiempo.

La fuerza y el drama de la legitimidad revolucionaria es que surge en un contexto post-autoritario para constituirse en ruptura con el antiguo orden, vehiculando una lógica de exclusión del adversario político que no concuerda en absoluto con las reglas del juego democrático basadas en el pluralismo y el reconocimiento del otro. Por consiguiente, la legitimidad revolucionaria se constituye en un arma de lucha contra la legitimidad democrática en formación y sin otra consistencia que la de la libertad de expresión y el compromiso parcial de las instituciones del Estado en lo referente a cambiar de rumbo. El cuestionamiento del gobierno provisional —la oposición que no está representada en el gobierno no deja de recordarle esa vocación efímera para intentar deslegitimarlo más ante la opinión pública— encabezado por el nuevo primer ministro, Béji Caïd Essebsi, no calibra el riesgo de inestabilidad política que hace correr a un país frágil, sin instituciones representativas, en recesión económica y que recientemente acoge, en sus zonas fronterizas, a cientos de miles de personas que huyen del conflicto armado de Libia.

La legitimidad revolucionaria, efervescente y resplandeciente, se halla representada por comités protectores de la revolución erigidos por voluntarios designados por mecanismos no electorales de fusión contestataria y alianza política. Dichos comités reprochan al gobierno —debilitado por la pérdida progresiva del capital de simpatía de que disponía en el momento de su formación, en marzo de 2011— que no goce de la legitimidad popular. Ahora bien, al no haber elecciones, nadie goza de una legitimidad representativa y popular. Por ello, el tema jurídico de la legitimidad se utiliza más bien como un arma política que garantiza la exclusión del adversario y refuerza la lógica de la contrarrevolución. Esta lógica está propulsada tanto por los partidos políticos y los medios de comunicación vinculados al antiguo régimen como por una fracción de los cuerpos armados instituidos —policía y guardia nacional— contestatarios respecto al gobierno, el cual sigue siendo garante de la legitimidad republicana apoyada cada vez más por el ejército nacional.

En ausencia de nuevas instituciones electas, el período de transición se halla garantizado, desde hace más de un semestre, por un presidente y un gobierno provisionales, así como por la puesta en marcha de tres comisiones especializadas de las que la más destacada, junto a las que se encargan de la corrupción y los abusos durante el reinado del antiguo régimen, es la «Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, la Reforma Política y la Transición Democrática». Este largo título revela por sí solo el espíritu de conciliación entre la comisión de expertos jurídicos creada en un principio y las exigencias políticas de varias organizaciones y asociaciones de la sociedad civil, así como comités regionales encargados de proteger la revolución. Si de los trabajos y tumultuosos debates de esta Alta instancia la historia recordará la realización de importantes logros como la adopción de la ley electoral de la futura asamblea constituyente que instaurará la modalidad de escrutinio proporcional con el método de «restos más fuertes» y el principio de paridad entre hombres y mujeres en las listas de candidatos en las elecciones, la ley de los partidos políticos y las asociaciones, y la idea del pacto republicano, la memoria colectiva será la encargada de gestionar la ausencia de consenso sobre cuestiones importantes como la transparencia financiera de los partidos políticos, así como el clima de disensión que denota unos estrechos cálculos políticos, que se anteponen al interés nacional de la paz y la concordia que exige la delicada situación de la transición.

La ausencia de consenso se ha visto reforzada por la congelación de las actividades y, posteriormente, la retirada del principal partido islamista de la Alta instancia. Después de haber tomado esta decisión, el partido En Nahda se consagró por completo a la lucha electoral del 23 de octubre de 2011, en la que obtuvo la mayoría de votos y escaños en el seno de la Constituyente.

Falta que en los trabajos de las tres comisiones, la prevalencia de la juridicidad del orden político denote la ausencia de un proyecto global que diseñe los perfiles de la nueva sociedad y de las nuevas relaciones entre el Estado y la sociedad. Éste es el proyecto político que queda por definir para un futuro próximo a fin de situar al país en una nueva vía, rompiendo con el antiguo orden político que aún sobrevive tras la marcha del dictador y según la voluntad de los nuevos actores sociales y políticos que aspiran a una sociedad democrática.

A este respecto, los tres sectores clave de la vida política que se resisten más al cambio son la seguridad, la justicia y los medios de comunicación, en los que las antiguas prácticas autoritarias y clientelistas todavía se admiten a pesar de haberse realizado una limpieza de la fachada por medio de nuevos nombramientos y de un discurso aparentemente pluralista. En el plano económico, la recesión hace que el paso se acentúe y las continuas huelgas no favorecen ni el clima de concordia entre los empresarios y los empleados, ni las inversiones destinadas a crear nuevos puestos de trabajo. Probablemente, la solución resida en la apertura del mercado libio tras la caída del régimen de Gadafi y en respuesta a las exigencias de la reconstrucción de este país vecino cuyos intereses convergen con los de Túnez.

Por ahora, el tiempo político parece suspendido en la elección de la Constituyente, que constituye el escenario de la competición entre una cuarentena de partidos participantes en la lucha electoral de más de un centenar de partidos reconocidos, así como de numerosas sensibilidades políticas, que a menudo se hallan agrupadas en torno a polos electorales. Entre estos polos, hay tres que son dominantes —el islamista, el destouriano y el independiente— y otros dos que se muestran activos a pesar de ser menos influyentes: el polo democrático modernista, de izquierdas, y el polo nacionalista árabe. La sensibilidad destouriana, que encarnaba la legitimidad histórica, no consiguió, debido a la inaptitud de un gran número de sus dirigentes, así como a las luchas por el liderazgo, presentar listas de candidatos en un gran número de circunscripciones electorales. Esta incapacidad podría verse como una forma de exclusión y contribuir a provocar un recrudecimiento de las tensiones y la violencia. En gran parte de ahí —aunque también tenga otros motivos— es de donde procede la idea de organizar un referéndum para limitar el mandato de la Constituyente y asignarle un papel preciso que limite su poder.

Más allá de la visibilidad que se halla desigualmente repartida, el problema radica en saber cuál de estos polos políticos va a tener un mayor peso dentro de la futura asamblea constituyente destinada a elegir al jefe de Gobierno, a organizar elecciones presidenciales y a elaborar la nueva Constitución: ¿serán los islamistas o los destouriasnos? ¿O bien los dos juntos o quizá los independientes? Sin excluir las sorpresas respecto a los resultados esperados de estas primeras elecciones libres y democráticas en la historia de Túnez, es probable que los independientes, que forman una verdadera nebulosa en la que prácticamente se hallan todas las sensibilidades políticas, formen el polo más grande de la futura asamblea, como señal de protesta frente al sistema partidista recientemente implantado y respecto al que la mayoría de los tunecinos se muestran escépticos. Como el sistema de votación no permite, en principio, que ningún partido domine en solitario la vida política, hay miedo de que, más tarde, se pueda llegar a un consenso en vistas a la formación de un gobierno y de la elección de un presidente de la república.

A esto cabe añadir la incertidumbre concerniente a la duración indeterminada de la Constituyente —¿un año o más?— y de sus prerrogativas —¿elaboración de la Constitución o de un verdadero parlamento independiente del ejecutivo?—. De ahí procede la idea de un referéndum para acompañar a las elecciones del 23 de octubre. Ahora bien, esta idea, que los islamistas y personas de otras tendencias rechazan y que defienden los destourianos, parece técnica y políticamente difícil de realizar a la vista de la cita electoral, bastante próxima, y de los retos vinculados a las relaciones de fuerza y a la relativa inestabilidad que atraviesa el país. De ahí la iniciativa del presidente de la Alta instancia, Yadh Ben Achour, a un mes de la fecha de las elecciones, destinada a que los principales partidos políticos firmen un pacto moral por la transición democrática, en un momento en el que la tensión y la violencia se recrudecen.

En época de transición, la violencia estalla allí donde la ausencia de autoridad está vinculada a un marasmo económico y a un vacío institucional y político que anteriormente estaba colmado por prácticas mafiosas pertenecientes a las lógicas de los clanes y relacionadas con antiguas pertenencias vinculadas al linaje o al distrito, pero erosionadas por décadas de modernización. Estas pertenencias están animadas por un espíritu belicoso que no deja de recordarnos los açabiyât urbanos olos çoffs magrebíes, o incluso las antiguas ligas medievales de Europa, a pesar de que su formación no sea tribal y su espíritu no sea tradicional. Esto es lo que sucede con los incidentes mortales sobrevenidos en las pequeñas poblaciones de la cuenca minera de Gafsa, de la región de Sfax y la zona del oeste, en la que la extrema pobreza sólo iguala el rechazo del Estado percibido como un cuerpo extranjero y represivo. Es muy probable que esta violencia política, localizada y desestabilizadora continúe y se extienda a otras regiones, incluso durante el segundo período de transición si el actual gobierno o hasta el futuro no gozan de la autoridad y legitimidad necesarias para la conservación del orden público.

En realidad, la desestabilización ha variado dependiendo de los tiempos de la transición: comenzó con las «milicias armadas» del antiguo régimen al día siguiente de la caída de Ben Ali y prosiguió en las regiones contestatarias del interior del país, pasando por la violencia limitada en el espacio y el tiempo de los islamistas salafistas, los cuales reaccionaron, con una actitud de ilegalidad y desafío político, a la violencia simbólica de los laicos, como sucedió durante la proyección en Túnez, en sala de cine Africart, de la película deNadia El Fani Ni Alá, ni dueño, la cual, a partir de esta protesta, que causó la destrucción del escaparate de la sala, pasó a titularse Laicidad, si Dios quiere.

Encarnado por el salafismo y las corrientes yihadistas, ¿el islamismo radical, que reivindica una «legitimidad carcelaria» y un pretendido referencial divino, constituye una amenaza para la construcción democrática y para el futuro de la revolución, que constituyó un acontecimiento histórico sin ninguna base religiosa e ideológica? Esta es la razón de ser del debate entre el islam y la laicidad, y que surge, de nuevo y con fuerza, al día siguiente de la revolución tunecina, para reflejar las inquietudes reales frente a la creciente visibilidad de la religión en el espacio público (velos, barbas y plegarias colectivas en los espacios comunes como la Kasbah y la Avenida Burguiba), así como los miedos imaginarios de unos y otros en el tablero político nacional. Como resultado de todo ello, el ámbito político tunecino se parece al ámbito turco, bipolarizado entre laicos e islamistas. Por otra parte, los jefes históricos del movimiento islamista En Nahda reivindican la construcción de un modelo político parecido al modelo del Partido de la Justicia y el Desarrollo dirigido por Erdogan, aunque en Túnez la laicidad no sea la doctrina oficial del Estado, que el ejército no tenga el mismo peso político y que el islamismo todavía rechace, a excepción de la corriente animada por el jeque disidente Mourou, la separación entre política y religión.

Ésta es la razón de que la lucha de las mujeres tunecinas por la paridad y la igualdad, esté completamente justificada justo cuando las conquistas sociales se ven amenazadas por una cierta reivindicación identitaria de la poligamia y del papel central de la madre en la protección de la familia, lo que posiblemente conlleva una renuncia parcial de la vida profesional y, naturalmente, el rechazo de la reivindicación feminista —todavía elitista y minoritaria— de la igualdad sucesoria. Es posible que todos estos problemas, a menudo soterrados, reaparezcan con ocasión de la elaboración de la futura Constitución con el debate en torno al artículo primero, que estipula, entre otras cosas, que el islam es la religión de Túnez y que algunos querrían convertir en la religión del Estado tomando como base la referencia a la legislación islámica o sharia, mientras que otros sueñan con una laicidad asumida que vaya más allá de la secularización histórica de las instituciones y la sociedad.

Por último, la cuestión de la justicia transicional basada en la idea de sanción y reparación, así como en el deber de proclamar la verdad histórica con todo lo que supone en tanto responsabilidad frente a los abusos y exacciones del antiguo régimen es, con toda seguridad, el gran escollo del período de transición política que ya ha comenzado y que todavía seguirá en los años futuros. Más allá de las luchas fomentadas en torno a la justicia de la transición y de los proyectos políticos de los diferentes actores —abogados, magistrados, partidos políticos, asociaciones, ciberdisidentes, titulados en paro, etc.—, el principal reto político será la implantación de un consenso que incorpore las tres legitimidades que actualmente se hallan en conflicto.

La cuestión crucial que se plantea para el futuro próximo es saber cómo conseguir una conciliación entre la legitimidad histórica, la legitimidad democrática y la legitimidad revolucionaria. En otras palabras, ¿el éxito de la transición implica instituir un sistema para regular la legitimidad democrática, en tanto legitimidad de proximidad, que permita el reconocimiento y la integración de las otras dos legitimidades, es decir, la legitimidad histórica y la legitimidad revolucionaria?

Notas

[1]. Presidente de Túnez entre 1957 y 1987.