El 23 de julio de 2011 moría en Barcelona Joan Vernet, el arabista español más importante del siglo XX. Desde muy joven, su interés por la lectura y las matemáticas despertó en él una inusual afición por el mundo árabe, que siguió creciendo en el panorama desolador de la enseñanza universitaria franquista. Pronto se convirtió en un gran sabio reconocido a nivel internacional que, adelantándose al siglo XXI, defendía la pluridisciplinaridad por encima de la especialización y se interesaba por las letras tanto como por las ciencias. Su trayectoria docente e investigadora lo llevó a escribir más de 300 libros que aún hoy son una referencia en su campo, y a realizar importantes traducciones, como las del Corán y Las mil y una noches. Por todo ello, Joan Vernet será recordado como uno de los máximos difusores de la civilización araboislámica en tres de los ámbitos más importantes de su aportación: ciencia, literatura y religión.
Un giro inesperado del destino, en el cual Joan Vernet Ginés seguramente creía como buen islamófilo y astrolófilo que era (a pesar de su positivismo de científico), nos arrebató inesperadamente el pasado 23 de julio a uno de los mejores arabistas e historiadores de la ciencia del siglo XX. Para alcanzar esta condición, Joan Vernet recorrió un camino lleno de dificultades con una tenacidad, inteligencia y espíritu de sacrificio poco comunes. Vernet pertenece a una generación que no fue a la guerra pero sufrió todas sus consecuencias durante su primera juventud, vivida en los peores años de la posguerra. Académico por excelencia, terminó el bachillerato y empezó la carrera de filosofía y letras en medio de grandes dificultades, alternando los estudios con todo tipo de trabajos esporádicos y nada académicos, como estibador de carbón en el puerto. Pero ni las dificultades económicas ni el desmoralizador ambiente intelectual de la Barcelona de la época lo hicieron desistir, ya que su vocación estaba firmemente arraigada. Desde la infancia, Joan Vernet había mostrado una capacidad similar para las ciencias y las letras, así como un interés inusual por la historia y la astronomía, materias que habían llenado muchas horas de reclusión forzosa debido a una bronquitis crónica que arrastraría toda su vida. No debe extrañarnos, pues, que Vernet, durante su adolescencia en plena guerra civil, se entretuviera aprendiendo a descifrar por su cuenta los signos cuneiformes del sumerio y el acadio, a la vez que asistía a seminarios privados sobre astronomía y matemáticas con un buen profesor de su instituto, el señor Febrer, que destacó en su gran labor junto con Joan Orús, el cual acabaría siendo catedrático de la Universidad de Barcelona. El lector ya habrá adivinado que lo que más caracterizó el espíritu científico de Vernet fue una afición desmedida por descifrar textos aparentemente incomprensibles, sea cual fuere el lenguaje en que estuvieran escritos.
Su interés por la historia lo llevó a elegir la carrera de filosofía y letras. Durante los primeros cursos se topó con la lengua árabe, que aprendió y, lo que es más importante, empezó a amar, de la mano del profesor Ramon Mallofré. No fue el único buen maestro que encontró en aquella Facultad de filosofía y letras tan gravemente amputada por el franquismo. Entre las escasas eminencias que quedaron después de 1939 estaba Josep Maria Millàs Vallicrosa, que no sólo se había consagrado como uno de los grandes hebraístas europeos antes de la guerra, sino que además había sido pionero en un campo de estudio relativamente desconocido: la historia de la astronomía árabe. Vernet acabó la carrera de forma brillante en la especialidad de semíticas, y cuando se disponía a continuar su formación en Alemania profundizando en las lenguas de Oriente Próximo, el maestro Millàs se dio cuenta de los extraordinarios conocimientos (para un licenciado en humanidades, y notables para un especialista) en astronomía y matemáticas que poseía su aventajado discípulo. Millàs interpretó la coincidencia de los saberes como una afortunada conjunción planetaria, en un momento en que luchaba por sacar adelante uno de sus libros más importantes sobre la historia de la astronomía árabe, Estudios sobre Azarquiel, y buscaba a alguien que lo ayudara y continuara sus investigaciones con textos científicos árabes y hebreos. Sobra decir que a Vernet también le pareció un giro favorable del destino. Lo que quizá aún no sabía Millàs es que Vernet había estudiado, además de astronomía moderna, astrología medieval y moderna, lo cual no habría sino reafirmado su convicción acerca de la idoneidad de su alumno, ya que en la Edad Media una y otra disciplina eran las dos caras de la misma moneda.
Antes de entrar en la universidad, en el curso 1967-1968, Vernet trabajó como profesor del Centro Oficial de Enseñanza Media de Alcazarquivir, Marruecos. Así conoció de primera mano el ambiente pintoresco, casernario y decadente de los últimos tiempos del colonialismo español en Marruecos. Aprovechó la ocasión para conocer a fondo la realidad que lo rodeaba pero también, como historiador de raza que era y con ese sentido decimonónico de pionero que un estudioso de los años 40 del siglo XX aún podía conservar, para dejar que aquella realidad le hablara de su pasado y le enseñara más que cualquier biblioteca. No sólo aprendió a manejarse de forma más que pasable en el árabe dialectal de la zona, sino que mejoró su dominio del árabe clásico con un maestro local que lo acogió como si de un discípulo más se tratara, y consiguió que un anciano que guardaba en su casa instrumentos astronómicos del siglo XVII le enseñara en árabe lo que, entonces, era historia viva de la ciencia.
De regreso a Barcelona, comenzó de la mano de Millàs su trayectoria como docente e investigador preparando una tesis doctoral que se convertiría en uno de sus primeros estudios importantes, Contribución al estudio de la labor astronómica de Ibn al-Banna’ (1952). En 1954 obtuvo la cátedra de árabe de la Universidad de Barcelona y se consolidó como uno de los grandes en los estudios árabes e islámicos en España. En esta época empiezan a aparecer sus mejores contribuciones científicas como fruto de largos años de investigación y estudio de las fuentes y la bibliografía pasados, en buena medida, en la Biblioteca de Cataluña y la Biblioteca del Ateneo barcelonés. Precisamente, la otra clave del trabajo científico de Vernet fue su desmesurada bulimia lectora acompañada de una memoria y agudeza de análisis de proporciones similares. Éstas, por otra parte, le daban acceso a un caudal de información que escapaba a los demás, y que estaba cuidadosamente ordenado en miles de fichas con las que llenaba cientos de cajas de zapatos. Así se formó la que seguramente constituye la obra más importante de Vernet, La cultura hispanoárabe en Oriente y Occidente (1979), traducida a diversos idiomas y más tarde reeditada como Lo que Europa debe al islam de España (1999), un libro aún imprescindible para aquellos que desean conocer la magnitud del legado araboislámico universal y su huella entre nosotros. Por otra parte, las mencionadas capacidades le permitían establecer conexiones impensables que nadie más sabía ver: la existencia de la navegación astronómica en la Alta Edad Media, la influencia de la cartografía árabe en la europea, la posible relación entre la labor astronómica patrocinada por Alfonso X en Castilla y la que promovió Hulagu Khan en Maragha (actualmente Azerbaiyán) o la inspiración de Lope de Vega en una embajada rusa para escribir El gran duque de Moscovia, y tantas otras. Sus aportaciones más destacadas en este aspecto se pueden encontrar en dos selecciones de artículos que figuran entre las obras más importantes de Vernet: Estudios sobre historia de la ciencia medieval (1979) y De Abd al-Rahman I a Isabel II (1989). Ésta fue la época de su reconocimiento internacional, que revistió diversas formas. En primer lugar, su estancia en Alemania, donde recibió las enseñanzas de Otto Spies y el reconocimiento y la amistad de algunos de los arabistas alemanes más importantes de su generación, como Rudolph Sellheim. En segundo lugar, la publicación internacional de muchos de sus trabajos (podemos destacar, entre otras, sus aportaciones a dos obras de referencia más que obligadas como Encyclopédie de l’Islam y Dictionary of Scientific Biography). En tercer lugar, la organización del IX Congreso Internacional de Historia de la Ciencia junto con Josep Maria Millàs. De hecho, este acontecimiento no era más que otro escalón en el proceso de internacionalización de las investigaciones de Millàs y Vernet. El primero había establecido, mucho antes de la Guerra Civil, sólidos lazos de colaboración y respeto con George Sarton, uno de los principales creadores de la moderna disciplina de historia de la ciencia y, poco después, uno de los fundadores de la Académie Internationale d’Histoire des Sciences, con sede en París. El congreso, que por imperativos de la época tuvo que celebrarse entre Madrid y Barcelona, fue un éxito en el baldío panorama de la universidad franquista y uno de los primeros «brotes verdes» de la misma. A Vernet le costó su primer infarto pero, a partir de entonces, y gracias también a la difusión que sus estudios encontraban en todas partes, su reconocimiento fue imparable. Así, se convirtió en miembro de la mencionada Académie Internationale y de la Real Academia de las Buenas Letras, el Institut d’Estudis Catalans, la Academia de Historia y la Academia de Ciencias de Barcelona, miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de Madrid y la Academia de Bagdad, miembro honorario de la Royal Asiatic Society, primer titular de la cátedra del Instituto del Mundo Árabe de París y, durante mucho tiempo, representante español en la Unión Académica Internacional. Recibió incluso serias e insistentes ofertas para incorporarse a la Universidad de California, que declinó en su momento.
Más allá de la historia de la ciencia (y, en especial, de la astronomía) árabe, Vernet se distinguió en muchos otros campos, empezando por la historia de la ciencia moderna, con dos libros que pueden destacar, junto con un gran número de artículos, como contribuciones de primer orden: su Astrología y astronomía en el Renacimiento: la revolución copernicana (1974) nos enseñaba a ver a Copérnico como uno de los últimos astrónomos medievales, profundamente influido por los árabes; Historia de la ciencia española (1976) demuestra que su autor conocía tan bien a Julio Rey Pastor o a Llorenç Presas como a Al-Biruni, y aún hoy sigue siendo una síntesis de referencia sobre la actividad científica española del siglo XVII en adelante. En realidad, la ciencia ilustrada y decimonónica, con su espíritu abierto, pionero e interdisciplinario, era un ámbito casi natural para Vernet. Y ésta constituye otra de las características de su espíritu científico: la pluridisciplinaridad junto con la interdisciplinariedad. Uno de sus grandes méritos es haber sido capaz de mantenerse fiel a este ideal en pleno siglo XX, época en que mandaban los especialistas y las especialidades, y producir siempre obras de igual calidad en cualquiera de los campos que frecuentara, anunciando así el talante más abierto y flexible del siglo XXI.
Por este motivo, Vernet realizó diversas contribuciones de primer orden en la literatura árabe y la islamología. En cuanto a la primera, destaca con luz propia la traducción íntegra de Las mil y una noches (1964), versión fiel y a la vez elegante de un clásico entre los clásicos. Hay que recordar también Literatura árabe (1972), un tour de force en el terreno de la síntesis, aderezado con numerosas y originales muestras de la erudición y el sentido analítico propios, e intransferibles, de Vernet. En el campo de la islamología, su contribución más importante son sus dos traducciones del Corán (1953 y 1963). Con una metodología que, de tan antigua, resulta novedosa (ya la empleaban los primeros traductores del Corán), incrustó en el texto divino las palabras de los comentaristas clásicos islámicos. El resultado fue un texto tan fiel como esclarecedor que difería relativamente poco del texto que manejan los musulmanes más conscientes de las dificultades del Corán: un ejemplar donde el libro sagrado está en el centro y los comentarios de las autoridades contrastadas lo flanquean en los márgenes. A partir de entonces, Vernet escribió diversos libros sobre Mahoma y los inicios del Islam (Los orígenes del Islam y Mahoma, con reediciones relativamente recientes, en 2001 y 2006 respectivamente) y se interesó especialmente por las versiones mudéjares del Corán. Quizá tan importante como todo este trabajo fue el hecho de que su profundo conocimiento del texto sagrado le permitió dialogar con los musulmanes sobre su religión y poner así de relieve los puntos de confluencia en el diálogo interreligioso: la figura del hanif, que profesa una fe abrahámica. Él se consideraba uno de ellos.
En los años 70 fue un pionero en el uso de la informática aplicada a las humanidades, con la que intentó mejorar el sistema de catalogación y clasificación de los fondos bibliográficos. Ésta era una de las grandes preocupaciones de Vernet: facilitar el conocimiento y el acceso a los textos, consciente como era de que, para el humanista, la biblioteca es su laboratorio. Así pues, Vernet fue entre nosotros, los occidentales, uno de los máximos investigadores y difusores de la civilización araboislámica en tres de los ámbitos más importantes de su aportación: ciencia, literatura y religión. También lo fue para los árabes y musulmanes en general, a quines descubrió profundidades inexploradas de su propio pasado. Gracias a ello, logró un reconocimiento difícilmente comparable, con distinciones catalanas y españolas como la medalla Monturiol (1985), el premio de la Fundación Catalana para la Investigación, la Creu de Sant Jordi (2002) y el premio Ramón Menéndez Pidal del Ministerio de Educación, y distinciones internacionales como la Placa de Honor de Andorra (1985), la medalla George Sarton de la History of Science Society de Estados Unidos (1991), la medalla Koyré de la Académie Internacionale d’Histoire des Sciences (1995), concedida a Joan Vernet, a Julio Samsó y a los discípulos de ambos, y el premio Sharjah de cultura de los Emiratos Árabes Unidos (2004).
Ahora bien, los galardones más valiosos hay que buscarlos en otra parte: en su trayectoria, de honestidad irreprochable incluso en la difícil universidad del franquismo y la transición, de laboriosidad infatigable y rigor intelectual extraordinario y, sobre todo, en la inagotable generosidad humana y académica que lo convirtió no sólo en un pozo de sabiduría sino en una fuente de ciencia, que aún mana en una escuela que él mismo construyó a partir de unos sólidos fundamentos heredados.