El año 2011 ha sido especialmente difícil para Japón: el país ha sufrido un gravísimo terremoto seguido de un accidente nuclear. Ambos han dejado miles de víctimas, pueblos arrasados e incontables daños materiales. Aunque tradicionalmente el pueblo japonés ha logrado sobreponerse a todo tipo de desastres, la magnitud de este último accidente nuclear hace que el regreso a la vida cotidiana para seguir adelante resulte particularmente doloroso. Después de la caída de la bomba atómica, el país se comprometió a no repetir el error que había provocado la masacre. A pesar de ello, la energía nuclear se ha desarrollado de manera muy importante en nombre de la eficiencia, hasta el punto de que aquellos que se oponen a su utilización son tachados de soñadores poco realistas. Así, esta catástrofe ha causado el desmoronamiento de la ética japonesa, que ahora debe reconstruirse para mantenerse fiel al espíritu de lucha y resignación que caracteriza al país.
La última vez que estuve en Barcelona fue en la primavera de 2009[1]. En uno de los actos públicos en los que participé, me sorprendió que acudieran tantos lectores para que les firmara un libro. Se formó una cola larguísima y me pasé más de una hora firmando. Tardé tanto porque muchas lectoras querían darme dos besos. Y la cosa se alargó bastante.
He firmado libros en muchas ciudades del mundo, pero el único lugar donde me he encontrado con que las lectoras quisieran darme un par de besos ha sido aquí, en Barcelona. Es sólo una de las muchas anécdotas que me han hecho ver que Barcelona es una ciudad realmente maravillosa. Estoy muy contento de volver a estar en una ciudad tan bella, con una historia tan larga y una cultura tan sólida. Desgraciadamente, no voy a hablar de besos, sino de un asunto un poco más serio.
El 11 de marzo de 2011, a las dos y cuarenta y seis minutos de la tarde, la región japonesa de Tôhoku sufrió un grave terremoto. La sacudida fue de tal magnitud que la velocidad de rotación de la Tierra se aceleró ligeramente y el día se acortó en 1,8 millonésimas de segundo. Si el terremoto causó enormes daños, el posterior tsunami dejó un rastro terrible. En algunas zonas, el tsunami alcanzó los treinta y nueve metros de altura. Treinta y nueve metros quiere decir que es imposible salvarse aunque uno se encuentre en el noveno piso de un edificio normal. Las personas que estaban cerca de la costa no pudieron escapar, y se estima que aproximadamente 24.000 perdieron la vida. De éstas, unas 9.000 se encuentran desaparecidas. Fueron arrastradas por el tsunami y aún no se han hallado sus cadáveres. La mayoría debieron de hundirse en el gélido mar. Sólo con imaginar que también yo podría haberme encontrado en esa situación, se me pone la carne de gallina.
La mayoría de los supervivientes han perdido a sus familiares y amigos, han perdido sus casas y sus pertenencias, han perdido su comunidad; es decir, han perdido todo aquello que conforma la base de la vida. Algunos pueblos han quedado completamente arrasados. Seguro que mucha gente ha perdido incluso las ganas de vivir.
Por lo visto, ser japonés implica convivir con numerosas catástrofes naturales. Entre finales del verano y principios del otoño, buena parte del territorio japonés se convierte en zona de paso natural de los tifones, que cada año causan graves daños y se cobran gran cantidad de vidas. En todas las regiones del país se registra una importante actividad volcánica. Y además, evidentemente, están los terremotos. El archipiélago nipón, en el extremo oriental del continente asiático, está peligrosamente situado encima de cuatro grandes placas tectónicas. De hecho, es como si viviéramos encima de un nido de terremotos.
Se puede saber, hasta cierto punto, el día en que llegará un tifón y por dónde pasará, pero con los terremotos, en cambio, no hay predicciones que valgan. Sólo sabemos con certeza que el terremoto más reciente no será el último; que en un futuro cercano, quizá mañana mismo, se producirá otro. Numerosos expertos prevén que antes de veinte o treinta años se desencadenará un gran terremoto de magnitud ocho en la región de Tokio. Y nadie sabe exactamente los daños que causaría un terremoto con el epicentro cerca de una metrópoli tan densamente poblada como Tokio.
Sin embargo, sólo en Tokio hay actualmente trece millones de personas que siguen haciendo «vida normal». La gente sigue desplazándose cada mañana en trenes llenos hasta los topes y trabajando en rascacielos altísimos. No tengo noticia de que la población de Tokio haya disminuido después del último terremoto. ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que tantas personas vivan como si tal cosa en un lugar tan peligroso? ¿Cómo es posible que el miedo no les haga perder el juicio?
En japonés tenemos una palabra, mujô (無常), que designa el hecho de que no hay nada permanente, no hay ningún estado que dure para siempre. Todas las cosas que existen en este mundo acaban extinguiéndose, todo cambia sin cesar. No hay ningún equilibrio eterno, no hay nada lo bastante inmutable como para que se pueda contar con ello para siempre. Es una manera de ver el mundo que proviene del budismo; aunque se dé en un contexto un poco diferente del religioso, la idea de mujô se encuentra fuertemente arraigada en la psicología de los japoneses. La hemos heredado prácticamente intacta desde la Antigüedad como una parte de nuestra mentalidad como pueblo.
Podría decirse que esta idea de que «todo pasa» implica una especie de resignación ante el mundo, la aceptación de que, al fin y al cabo, el hombre no logra nada oponiéndose al curso de la naturaleza. Aun así, los japoneses hemos sabido encontrar una forma de belleza en esta resignación.
Si nos fijamos en la naturaleza, por ejemplo, en primavera admiramos los cerezos en flor;en verano, las luciérnagas y en otoño, las hojas amarillas de los bosques. Además, lo observamos todo con pasión, todos a la vez, como una costumbre, casi como si fuese un axioma. Cuando llega la época correspondiente, los lugares más famosos para contemplar los cerezos en flor, las luciérnagas o las hojas del otoño se llenan de gente y es casi imposible reservar una habitación de hotel.
¿Por qué? Pues porque la belleza de los cerezos en flor,las luciérnagas y las hojas otoñales desaparece al poco tiempo. Los japoneses recorremos muchos kilómetros para poder contemplar el esplendor efímero de estas cosas. Pero no nos limitamos a admirar su belleza, sino que también nos alivia ver cómo se esparcen las hojas de los cerezos, cómo se desvanece la luz pálida de las luciérnagas y cómo se apagan los vivos colores de los árboles. De hecho, más bien encontramos la paz cuando la belleza ha superado su punto álgido y comienza a desvanecerse.
No sé si las catástrofes naturales ejercen alguna influencia sobre esta manera de pensar. Lo cierto, en cualquier caso, es que los japoneses hemos superado todas las catástrofes que nos han sobrevenido a lo largo de la historia, aceptándolas como un hecho en cierto modo inevitable y sobreponiéndonos juntos a los daños. Por lo tanto, es posible que estas experiencias hayan influido en nuestra sensibilidad estética.
A todos los japoneses nos ha afectado mucho este último gran terremoto y, aunque estemos acostumbrados a los movimientos sísmicos, todavía nos estremecemos ante la magnitud de los daños que ha causado. Nos sentimos impotentes, y también preocupados por el futuro de nuestro país. Supongo, sin embargo, que al final recobraremos el ánimo y nos levantaremos para emprender la reconstrucción. Este aspecto no me preocupa. Somos un pueblo que ya lo ha hecho muchas otras veces a lo largo de la historia. No podemos sumirnos en el abatimiento para siempre. Podemos reconstruir las casas que han sido arrasadas y reparar las carreteras destruidas.
Bien mirado, nos hemos instalado en este planeta por nuestra cuenta y riesgo. El planeta no nos ha pedido que vivamos en él. Por lo tanto, no podemos quejarnos porque haya temblado un poco. El hecho de que tiemble de vez en cuando es una de las propiedades de la Tierra, de modo que, aunque no nos guste, no nos queda más remedio que convivir con esta naturaleza.
Pero hoy quiero hablar de cosas que, a diferencia de los edificios y las carreteras, no se arreglan fácilmente. Por ejemplo, la ética y el modelo de vida. Ninguno de los dos conceptos posee una forma definida. Cuando se estropean, cuesta mucho que vuelvan a ser como antes. Y la razón es que no son cosas que se puedan hacer enseguida, sólo con tener a punto las máquinas, la mano de obra y las materias primas necesarias.
Me estoy refiriendo, concretamente, a la central nuclear de Fukushima. Al menos tres de los seis reactores afectados por el terremoto y el tsunami en la región de Fukushima aún no han podido ser reparados y siguen emitiendo radiación en la zona. Se ha producido la fusión de un reactor, lo cual ha provocado la contaminación de las tierras circundantes y, al parecer, el vertido al mar de aguas residuales con una alta concentración de radiactividad.
Más de 100.000 personas se han visto obligadas a marcharse de las inmediaciones de la central nuclear. Los campos, los prados, las fábricas, las áreas comerciales y los puertos han quedado desiertos y abandonados. Es muy probable que las personas que han tenido que marcharse jamás puedan volver a vivir allí. Y, lamento decirlo, pero parece que los daños no afectan solamente a Japón, sino también a algunos países vecinos.
La causa de esta trágica situación es evidente. Esta desgracia se ha producido porque las personas que construyeron la central nuclear no tuvieron en cuenta que pudiera desatarse un tsunami de tan vastas proporciones. Diversos especialistas señalaron que en esa región ya se había producido algún tsunami de esa magnitud y pidieron que se revisaran los estándares de seguridad, pero durante muchos años la compañía que gestionaba la central no se lo tomó en serio. La idea de invertir una importante suma de dinero por un gran tsunami que puede producirse o no una vez cada varios siglos no resultaba muy atractiva para una compañía que aspira a ser rentable.
Por otro lado, parece que el Gobierno, que debería haber controlado estrictamente las medidas de seguridad de la central, rebajó los estándares de seguridad para sacar adelante su política nuclear. Debemos averiguar qué ha ocurrido y, en el caso de que se haya cometido algún error, hacerlo público. Por culpa de estos errores, más de 100.000 personas se han visto obligadas a abandonar la región y cambiar su estilo de vida. Tenemos que enfadarnos. Es natural.
Por algún motivo, los japoneses somos un pueblo que nunca se enfada mucho. Somos pacientes, pero no somos muy hábiles a la hora de expresar nuestros sentimientos. En esto quizá seamos diferentes de los ciudadanos barceloneses. Sin embargo, esta vez supongo que incluso los ciudadanos japoneses nos enfadaremos de verdad. Aun así, también tendríamos que echarnos la culpa a nosotros mismos, por haber permitido o tolerado la existencia de este sistema corrupto. Porque lo que ha ocurrido es un problema que afecta profundamente a nuestra ética y a nuestro modelo de conducta.
Los japoneses somos el único pueblo que ha sufrido la experiencia de la bomba atómica. En agosto de 1945, las ciudades de Hiroshima y Nagasaki fueron el objetivo de sendas bombas atómicas lanzadas por bombarderos del ejército norteamericano, las cuales provocaron más de 200.000 muertos. La mayoría de las víctimas eran civiles. Sin embargo, no entraré a valorar ahora si fue una acción justa o no. Lo que quiero decir es que, aparte de las 200.000 víctimas que hubo justo después de las explosiones, muchos de los supervivientes murieron poco tiempo después, tras padecer las secuelas de la radiación. A través del sufrimiento de estas víctimas, los japoneses conocimos de primera mano el poder de destrucción de la bomba atómica, así como la gravedad de las heridas que la radiación inflige en el mundo y en el cuerpo humano.
Dos ideas centrales han dominado el camino que Japón ha recorrido tras la segunda guerra mundial. La primera ha sido la recuperación económica y la segunda, la renuncia a la guerra, es decir, el compromiso de que, pase lo que pase, no se recurrirá al uso de la fuerza militar. Así pues, los dos nuevos objetivos que ha perseguido la nación japonesa han sido convertirse en un país rico y aspirar a la paz.
En el cenotafio del monumento a las víctimas de Hiroshima aparecen grabadas las siguientes palabras: «Descansad en paz, pues el error jamás se repetirá». Son unas palabras maravillosas. Nosotros somos al mismo tiempo las víctimas y los verdugos. Éste es el significado implícito de tales palabras. Ante una fuerza tan devastadora como la nuclear, todos nosotros somos al mismo tiempo víctima y verdugo. En la medida en que todos nos encontramos bajo la amenaza de esta fuerza, todos somos víctimas, pero en la medida en que hemos permitido que se desarrollara o en que no hemos impedido que se utilizara, también somos todos verdugos.
Hoy, 66 años después del lanzamiento de las bombas atómicas, la planta número uno de la central de Fukushima hace ya tres meses que libera radiación y va contaminando la tierra, el mar y el aire que la rodean. Nadie sabe todavía cómo pararla. Es la segunda gran desgracia nuclear que los japoneses sufrimos en nuestra historia, pero en esta ocasión nadie nos ha lanzado ninguna bomba atómica. Nos lo hemos buscado nosotros solos, hemos cometido el error con nuestras propias manos, hemos hecho daño a nuestro propio país, hemos destruido nuestra propia vida.
¿Por qué ha ocurrido algo así? ¿Dónde está el rechazo a la energía nuclear que hemos mostrado desde el final de la segunda guerra mundial? ¿Qué es lo que ha deteriorado y corrompido la sociedad rica y pacífica que hemos intentado construir durante todos estos años? El motivo es muy sencillo. La «eficiencia».
Las compañías eléctricas aseguran que los reactores nucleares son el sistema de producción de electricidad más eficiente. Es decir, son el sistema que obtiene más beneficios. Por su parte, y sobre todo a partir de la primera gran crisis del petróleo, el Gobierno japonés dudó de la estabilidad del abastecimiento de petróleo y adoptó la producción de energía nuclear como política nacional. Las compañías eléctricas invirtieron grandes cantidades de dinero en publicidad, compraron a los medios de comunicación e hicieron creer a los ciudadanos que la producción de energía nuclear era absolutamente segura. Y poco después, antes de que nos diéramos cuenta, cerca del 30% de la producción eléctrica de Japón ya dependía de la producción de energía nuclear. Sin que los ciudadanos fueran conscientes de ello, el pequeño archipiélago japonés, zona de abundantes terremotos, se había convertido en el tercer país del mundo en número de centrales nucleares.
Llegados a este punto, ya no es posible dar marcha atrás. Es un hecho consumado. A la gente que tiene miedo de la producción de energía nuclear se les pregunta amenazadoramente si acaso no les importa que no haya bastante electricidad. E incluso entre los ciudadanos se extiende la sensación de que no hay más remedio que depender de la energía nuclear. En Japón hace mucho calor, así que no poder encender el aire acondicionado en verano es casi una tortura. A quienes ponen en entredicho la energía nuclear se les cuelga la etiqueta de «soñadores poco realistas».
Por eso estamos como estamos. Los reactores nucleares, en teoría tan eficientes, han provocado una situación dramática como si alguien hubiera abierto las puertas del infierno. Ésta es la realidad. La realidad de quienes están a favor de la energía nuclear y pedían a quienes se oponen que tuviesen en cuenta la realidad no era en absoluto la realidad, sino únicamente una «conveniencia» superficial. Lo que hacían era decir «realidad» en lugar de «conveniencia» para cambiar la lógica sin que nadie se diese cuenta.
Esto no sólo ha supuesto el desmoronamiento del mito del «poder tecnológico» del que Japón se ha enorgullecido durante tantos años, sino también el desmoronamiento de la ética y el modelo de conducta de los japoneses, por dejarnos embaucar de esta manera. Ahora criticamos a la compañía eléctrica y al Gobierno. Es justo y necesario que lo hagamos. Pero también tenemos que asumir nuestra culpa. Somos víctimas y verdugos al mismo tiempo. Es una cuestión que debemos replantearnos seriamente. Si no, es posible que el error se repita en algún otro lugar.
«Descansad en paz, pues el error jamás se repetirá». Tenemos que volver a grabarnos estas palabras en el corazón.
El físico Robert Oppenheimer fue una de las personas más importantes en el desarrollo de la bomba atómica durante la segunda guerra mundial, y cuando tuvo noticia del desastre que la bomba atómica había causado en Hiroshima y Nagasaki, se quedó abatido. Entonces fue a ver al presidente Truman y le dijo: «Presidente, tengo las manos manchadas de sangre». El presidente Truman se sacó del bolsillo un pañuelo blanco perfectamente doblado y le dijo: «Límpieselas con mi pañuelo». Huelga decir, sin embargo, que en el mundo no hay pañuelo lo bastante limpio para limpiar tanta sangre.
Los japoneses tendríamos que haber continuado diciendo no a la energía nuclear. Es mi opinión. Tendríamos que haber dedicado el poder tecnológico, el conocimiento y el capital social que poseíamos como país, a desarrollar una forma de energía efectiva que pudiese sustituir a la nuclear. Aunque en todo el mundo se hubieran reído de nosotros y hubieran dicho que los japoneses éramos unos necios por no utilizar la energía nuclear, que es la más eficiente, tendríamos que habernos mantenido firmes, sin renunciar a la oposición a la energía nuclear que mostramos tras la experiencia de las bombas atómicas. El desarrollo de una forma de energía que no empleara la energía nuclear tendría que haber sido el argumento principal del camino que ha recorrido Japón desde el fin de la guerra.
Así es como tendríamos que haber asumido la responsabilidad colectiva hacia las numerosas víctimas de Hiroshima y Nagasaki. En Japón hacía falta una ética, un modelo y un mensaje social tan fuertes como ése. Se nos brindó una gran oportunidad para realizar una aportación real al mundo. Pero, animados por el rápido crecimiento económico, nos dejamos guiar por el criterio fácil de la «eficiencia» y perdimos de vista ese camino tan importante.
Como he dicho antes, por graves y trágicos que sean los daños provocados por las catástrofes naturales, los japoneses somos capaces de superarlos y sobreponernos. Quizá sea por ese espíritu tan fuerte y profundo que nuestros ciudadanos poseen. De un modo u otro, lograremos salir de ésta.
La reconstrucción de los edificios y las carreteras es responsabilidad de los especialistas. Pero la regeneración de la ética y del modelo de conducta es una tarea que recae sobre todos nosotros. El sentimiento natural de llorar a los muertos, apoyar a las personas que sufren a causa del desastre y no olvidar el dolor y las heridas que han padecido nos impulsará a acometerla. Será una tarea modesta y callada que precisará de mucha perseverancia. Una tarea que tendremos que llevar a cabo uniendo todas nuestras fuerzas, como la gente de un pueblo que se reúne una clara mañana de primavera para ir al campo a labrar la tierra y plantar las semillas. Cada uno a su manera, pero con un solo corazón.
Una parte de esta gran tareacolectiva recae sobre los especialistas de las palabras, es decir, sobre aquellos que nos ganamos la vida escribiendo. Somos nosotros quienes debemos dar a la nueva ética y al nuevo modelo de conducta nuevas palabras. Y debemos lograr que broten y crezcan nuevas historias llenas de vida. Deben ser historias que podamos compartir. Historias que, como las «canciones de plantación», tengan ritmo y animen a la gente. Durante muchos años ya fuimos capaces de reconstruir un Japón asolado por la guerra. Tenemos que volver a ese punto de partida.
Como he dicho al principio, vivimos en un mundo cambiante y transitorio, marcado por el concepto de mujô, el cual nos dice que cualquier tipo de vida cambia y acaba desapareciendo. Que el hombre es impotente ante la poderosa fuerza de la naturaleza. La conciencia de esta transitoriedad es una de las ideas básicas de la cultura japonesa. Al mismo tiempo, sin embargo, aunque respetemos las cosas que han desaparecido y seamos conscientes de que vivimos en un mundo frágil donde todo puede desaparecer en cualquier momento, los japoneses también tenemos una mentalidad positiva que nos empuja a vivir con alegría.
Mis obras son muy bien recibidas en Cataluña, y estoy orgulloso de que me hayan concedido un premio tan importante como éste. Vivimos en lugares muy alejados y hablamos idiomas diferentes. Nuestras culturas son también diferentes. Pero, al mismo tiempo, todos somos ciudadanos del mundo y tenemos los mismos problemas, las mismas penas y alegrías. Justamente por eso es posible que unas cuantas historias escritas por un escritor japonés hayan sido traducidas al catalán y leídas por gente de aquí. El trabajo de los escritores es soñar. Sin embargo, tenemos un trabajo aún más importante: compartir nuestros sueños con la gente. Es imposible ser escritor sin tener esa sensación de que compartes lo que escribes.
Sé que, a lo largo de la historia, los catalanes han superado muchas dificultades y que en ciertas épocas han sufrido alguna crueldad, pero a pesar de todo habéis sobrevivido firmemente y conservado una cultura muy rica. Seguro que hay muchas cosas que podemos compartir.
Creo que sería fantástico que tanto Cataluña como Japón pudieran ser unos «soñadores poco realistas» y formar una «comunidad espiritual» abierta, que supere fronteras y culturas. Creo que podría ser un buen punto de partida para la regeneración después de los diversos desastres y los terribles ataques terroristas que hemos sufrido en estos últimos años. No debemos tener miedo de soñar. No debemos dejarnos vencer por los desastres que se presentan con el nombre de «eficiencia» y «conveniencia». Tenemos que ser «soñadores poco realistas» que avancen con paso firme. Los humanos morimos y desaparecemos. Pero la humanidad perdura. Es algo que se hereda indefinidamente. Por encima de todo, tenemos que creer en la fuerza de la humanidad.
Notas
[1] Discurso pronunciado por el autor en la entrega del XXIII Premio Internacional Catalunya, el 9 de junio de 2011.