El regreso a la propia tierra: problemas, estrategias y dinámicas de la neorruralidad

Luis Díaz Viana

Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid

Con el desarrollo de las ciudades y el éxodo de la población rural a las zonas urbanas, comenzó hace siglos un fenómeno de búsqueda de la naturaleza y retorno al mundo rural que, desde entonces, ha acompañado al ser humano. En este retorno, además de razones prácticas y económicas, influye sin duda un aspecto psicológico: volver al campo es un sueño perseguido, un anhelo de reencontrarse con los lugares y tiempos de nuestra infancia. Así pues, la memoria juega un papel fundamental en este fenómeno de regreso al mundo rural que, en algunos países de Occidente, se está convirtiendo en una práctica bastante común. Por ello, las dinámicas de redistribución poblacional, observadas desde una perspectiva multidisciplinar, pueden dar respuesta a las grandes cuestiones planteadas por las ciencias sociales.


Maneras de volver: del regreso al campo y las formas de buscar la naturaleza

Tanto la búsqueda de la naturaleza como el retorno a ella no son, en absoluto, fenómenos nuevos. En Occidente se producen prácticamente desde que se empiezan a desarrollar las primeras grandes ciudades. El campo es entonces añorado como fuente de tranquilidad, inspiración para los poetas que ya lo cantaron en esa clave idealizada, y restitución de una existencia más sana para el cuerpo y equilibrada para el espíritu. Recordemos, por ejemplo, entre las composiciones de algunos de los grandes escritores de la Antigüedad susceptibles de ser elegidas en este sentido, el siguiente texto del poeta hispanorromano Marco Valerio Marcial, pues al leerlo podría parecer que se trata de un poema contemporáneo:

    La vida es mucho más venturosa
si tiene, feliz Marcial, estos signos:
negocios sin preñez angustiante,
un campo feraz, fuego perenne,
ninguna lid, sobriedad, mente quieta,
genuina salud, sólido cuerpo,
prudente llaneza, amistades seguras,
fácil convivencia, mesa sin remilgos,
noches sin excesos, libre en vigilias,
lecho jocoso pero púdico al tiempo,
sueño que haga las tinieblas veloces,
y seas lo que quieras ser, sin envidias,
sin ansiar, pero sin temer a la muerte (X, 47).

Pero será sobre todo a partir del siglo XIX cuando la opción de ese regreso a la naturaleza se convierta en un sueño perseguido, en un ideal de vida para algunos que decidirán instalarse en las zonas rurales huyendo de la ciudad, como una alternativa a la vorágine de las urbes y la imposición del consumo por el consumo. Como una rebelión callada de «ciudadanos» que no se resignan a ser sólo «consumidores» (García Canclini, 1995).

A lo largo del siglo XX, y muy especialmente desde la década de los sesenta, ese retorno ha adquirido formas que no siempre revelan claramente una convicción ideológica o filosófica que sirva de soporte a la opción tomada. Sería el caso de quienes se vieron y ven forzados ante la inaccesibilidad del espacio urbano (por ejemplo, por el coste de la vivienda) a instalarse en áreas periurbanas, lo cual, más que en una recuperación del campo, se traduce en una ramificación de la ciudad, en una expansión de la urbe que se convierte así en «ciudad dispersa o difusa» (Monclús, 1998). Por otro lado, y tras casi tres décadas de abandono de las zonas rurales, muchos países occidentales que habrían conseguido las más altas cotas de lo que en ellos se entendía por desarrollo, parecen haberse visto abocados a un retorno demográfico al campo.

Lo importante es que estos movimientos de regreso no se habrían podido dar si algo no hubiera cambiado en las concepciones –primero de las élites y luego de las masas– a propósito de la valoración del campo y la ciudad. Así, la corriente que obligaba a huir de un campo duro y en decadencia para buscar las oportunidades y la supuesta comodidad de las urbes cambia paulatinamente de rumbo, pasando el campo a ser ahora lo anhelado y la ciudad, el sitio inhóspito del que hay que escapar. Se dan para ello, como apuntamos, razones económicas, de confortabilidad y –si se quiere– de aconsejable redistribución demográfica, pero nada de esto se produciría sin un cambio de tendencia que brota y se reconstruye desde las mentalidades

Visto el fenómeno desde este punto de vista, puede iluminarse el trasfondo de las migraciones y movilidad de la población en la actualidad como algo que tiene que ver tanto o más con la construcción de ciertos imaginarios que con motivos o explicaciones meramente pragmáticas. La tensión campo/ciudad no se reduce ya –si es que alguna vez fue así– a la confrontación entre lo urbano y lo «exurbano» (o «fuera de lo urbano», que denota la palabra inglesa exurb). Más allá de lo estrictamente urbano hay múltiples modos de buscar la naturaleza que van de los que se asoman y asomaron a las afueras de la ciudad, pero siguen trabajando en ella, a los que ya jubilados de su trabajo en algún país, preferentemente del norte de Europa, deciden instalarse en el sur por el mejor clima y el coste más bajo de la vida, para pasar como «turistas profesionales» el tiempo que les queda.

Beatriz Nates Cruz y Stéphanie Raymond, que lideran uno de los grupos que más específicamente está tratando este asunto, distinguen tres categorías principales de «retorno» en los casos que han estudiado (Nates Cruz y Raymond, 2007):

• El retorno a la naturaleza (modo de vida austero, en armonía con la naturaleza).

• El retorno al campo (modo de vida urbano que goza de las bondades del campo).

• El retorno a la tierra (modo de vida neocampesina con equilibrio medioambiental).

Se centran en tres conceptos que ayudarían a comprender lo que está pasando y las maneras en que esas categorías actúan o resultan plasmadas en la realidad reciente:

• Los procesos de «gentrificación», «yupificación» o «elitización» han de ser entendidos como formas de origen urbano, así como modelos que sirven de inspiración para quienes han permanecido viviendo en zonas rurales.

• Las determinaciones de mismidad que desde un punto de vista de la identidad colectiva estas autoras denominan la identidad del «nosotros como mismos» contribuiría a explicar desde dónde son concebidos los inmigrantes que literal o metafóricamente vuelven al campo –a veces procedentes de países lejanos– y cómo son integrados o rechazados en los discursos y/o en las prácticas cotidianas e institucionales.

• «En esas determinaciones, el concepto de tradición, desde su sentido de innovación (de la tradición), objetiva los cambios producidos por los que llegan y son reapropiados o asimilados por los nativos» (Nates Cruz y Raymond, 2007: 14).

Así pues, lo que hay que explicar, finalmente, es por qué en países como Francia, pero también en ciertas regiones de Estados Unidos, esa espectacular transformación demográfica a favor de la migración «de vuelta» al campo no sólo en zonas periurbanas, sino también –y precisamente– en las regiones más alejadas de la metrópolis o categorizadas como «rurales aisladas», se ha venido produciendo. Y averiguar en qué medida esa inversión de la tendencia de décadas anteriores –ya levemente anunciada por algunos datos– puede producirse en regiones que parecían condenadas al abandono en España, colaborando mediante estudios de caso que podrían pasar a convertirse en «modelos reproducibles» a que ese giro se incremente en los próximos años.

Como señalan Nates Cruz y Raymond, «las causas y fundamentos de los “retornos a la tierra”, de los “retornos a la naturaleza” o, más aún, de los “retornos al terruño”, han sido objeto de un cierto número de investigaciones tanto en Francia como en Estados Unidos», muy especialmente en las décadas de los setenta y los ochenta, pero lo que ahora hay que investigar es si «las migraciones a la naturaleza de los años setenta, más allá de su aspecto contestatario, pueden ser consideradas como un epifenómeno que se integra en un movimiento más largo y que toma un contexto más amplio que el neorrural» (Nates Cruz y Raymond, 2007: 16). Lo que parece claro es que esa corriente viene de lejos y se ha incrementado en los tiempos recientes. Queda por saber qué podría hacerse para favorecerla, puesto que una redistribución de la población en ciertas zonas que equilibre la balanza entre lo urbano y rural parecería lo más conveniente en el momento actual. Se impone también, en este sentido, una redefinición de lo rural y lo urbano desde sus tensiones, relaciones e interinfluencias para evitar o paliar que el campo circundante se convierta en el gigantesco patio de atrás de las ciudades, adonde va a parar todo lo que se convierte en residual, que ya no hace falta o sobra. Como sugieren Nates Cruz y Raymond a propósito de su propia investigación, las aportaciones de trabajos del tipo y tema que nos proponemos «resultarán atractivas no sólo para el público académico, sino también para distintos funcionarios y organizaciones que se interesan por las nuevas particularidades que están surgiendo en Occidente y, especialmente, en las zonas rurales de Europa del Este», pero además, «en el estudio de fenómenos conexos en otros territorios» (Nates Cruz y Raymond, 2007: 11).

Porque el fenómeno a estudiar no es sólo que la gente se vaya del campo, es decir, que –como ocurre en algunas zonas de la vieja Europa mediterránea– lo siga abandonando, sino también que la gente vuelve. ¿A qué y cómo se regresa? Ésa sería, quizá, la pregunta pertinente. Puesto que el vaivén u oscilación de ida y vuelta entre el campo y la ciudad parece venir de antiguo, igualmente nos tendríamos que preguntar, más allá de las explicaciones materialistas y pedestres: ¿Por qué la gente, en cada momento, vuelve o se va?

El lugar donde duerme la memoria o la unificación del tiempo descoyuntado

La utilidad de esta clase de estudios o los beneficios que se derivarían de ellos pueden enclavarse dentro del marco conceptual del modelo de actuación que se viene conociendo como «desarrollo sostenible», una expresión ya difundida en el Informe Brundtland (1987) de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, pero un tanto desgastada por su mal uso en la actualidad. Y ello tanto porque creemos que sólo un desarrollo planificado desde los recursos preexistentes y formas consuetudinarias de explotarlos merecería cabalmente la denominación de «progreso», como porque estamos convencidos de la importancia que un conocimiento antropológico previo de la comunidad sobre la que se va a actuar tiene –o debería tener– para la correcta aplicación de tal concepto. El objetivo es, pues, construir también un modelo de estudio sobre distintos grupos de retornados y diferentes tipos de pueblo, de lo más aparentemente «típico» en cuanto rural a lo más «híbrido», y que estos modelos puedan servir de ejemplo para el estudio tanto de otros grupos como de otras comunidades semejantes, o puedan contribuir a aportar sugerencias con que afrontar los problemas que se les plantean a unos y otras en la actualidad. Pues hablamos de grupos y pueblos que, participando de unas culturas que algunos han denominado «híbridas», reelaboran constantemente esas «estrategias para entrar y salir de la modernidad» (García Canclini, 1989) tan características del tiempo presente. Unas estrategias que suelen orientarse hacia la artificiosa identificación con utopías de pasado, mediante la «invención de la tradición» y de la historia (Hobsbawm y Ranger, 1983), o con utopías de futuro generalmente basadas en la expansión urbanística y el desarrollismo de carácter industrial. Sin embargo, «la cuestión de interés no es determinar si una comunidad pequeña es tradicional o no, sino más bien determinar si tiene o no la capacidad de transformarse y regenerarse a través del tiempo» (Valcárcel-Resalt, 1997). Tiene que haber, pues, otras alternativas que combinen adecuadamente –en cada caso– la innovación y la preservación de los recursos existentes, y en ese sentido pretende avanzar, con sus análisis y propuestas, este proyecto. Pues si la puerta al regreso queda abierta, el campo se habrá salvado de convertirse en reliquia de lo que fue y monumento de sí mismo. Aunque cambie, o más bien porque precisamente cambiará, se transformará, se adaptará a los problemas actuales. Una de las conclusiones más interesantes a las que llegan Nates Cruz y Raymond es que, en realidad, lo que se ha entendido y estudiado como problemas del campo y opciones que se vienen ensayando para su solución no son más que un anuncio, la muestra exponencial de lo que viene o puede venir, el adelanto de lo que –seguramente– nos encontraremos en el futuro: «Es necesario entonces avizorar el mundo rural como un terreno de investigación sobre el cual pueden ser estudiadas las grandes cuestiones planteadas en las ciencias sociales» (Nates Cruz y Raymond, 2007: 17).

Por ejemplo, y más allá de la llamada «rurbanización» (Berger et al., 1980) que constataría la influencia de lo urbano sobre lo rural, es apreciable ya un cierto giro en la idea de progreso y desarrollo que viene afectando especialmente al campo. La idea de que la unidad estatal era el modelo preferible para progresar ha dado paso a la consideración de otros modelos y otras políticas que, al ensayarse en el medio rural, vienen a pregonar lo contrario: que la diversidad garantiza más el interés de los otros por un pueblo y favorece mejor su pervivencia que la homogeneidad cultural hasta no hace tanto perseguida y forzada desde las élites políticas e intelectuales de los países europeos con su concepto de nación monolítica que traspasaron a América.

Cuando se habla del «regreso al campo», casi siempre se hace, aún, de un modo metafórico. Sin embargo, también existe un retorno literal –de los que partieron o de sus descendientes de vuelta al «terruño»– que, como ya hemos dicho, parece ir aumentando en determinadas zonas de Europa. Por ello, puede resultar interesante explorar tal tendencia y ocuparse de los problemas que se les plantean a los retornados a su lugar rural de origen tras la diáspora de las últimas décadas del campo a las ciudades. También resulta interesante intentar conocer las estrategias y dinámicas neorrurales que esas personas, familias o grupos desarrollan a su regreso. Pues quizá observemos problemas y modelos que habrán de alcanzar cierta relevancia en el inmediato futuro.

El objetivo de fijar población puede resultar fundamental en regiones como Castilla y León. En este sentido de transformación del medio rural también se deberá incorporar la utilización de la «ecohistoria», ya que la nueva configuración supone diferentes usos y actuaciones sobre el entorno o, de forma general, sobre el paisaje, como elemento condicionante y condicionado por los grupos humanos. Así se ha venido haciendo ya en algunas zonas como sería el caso de Urgell, en Lleida, donde la recuperación de los propios bienes, tierras o inmuebles para nuevos usos de explotación turística del paisaje ha surgido como movimiento endógeno de sus habitantes, contribuyendo a su mantenimiento y conservación. Por todo ello, reivindicamos la construcción de un modelo de análisis e investigación cualitativo que profundice en las razones de los «retornados» para su vuelta, escuchando sus propias voces, e indague en la eficacia de las estrategias que les han permitido regresar con éxito. Tal modelo podría ser trasladable a otras zonas y países donde se están produciendo fenómenos semejantes, y facilitar en el futuro investigaciones comparativas llevadas a cabo por otros equipos en colaboración con el nuestro. La gente se va y regresa por algo; consigue hacerlo satisfactoriamente en muchos casos. Y pensamos que llegar a comprender este hecho de cara a la configuración de un modelo aplicable será en sí una aportación relevante para los tiempos que se avecinan.

Volver a un lugar en el que no se había estado antes es una evasión. Regresar al lugar de donde se procede es un reencuentro. Reconstruirse desde ese lugar será, en cierto modo, vivir todo de nuevo, porque como bien señalaba el poeta Marcial «recordar es vivir dos veces». Hemos pensado que las culturas dependían de los lugares, pero los lugares dependen no menos de la cultura. No importa tanto si se va o se viene como el hecho de que la cultura se mueve. Hemos creído que las diferencias de la cultura obedecían a variaciones de lugar y, en realidad, seguramente dependan más de las maneras de representar y entender el tiempo. Lo sabía bien Marcial cuando contraponía su vida sosegada de Bilbilis al «paso agitado» y la «toga sudada» de quienes vivían en Roma. Para concluir: «Así me gusta vivir, así morir».

Escribía Gregory Bateson en 1978: «Si alguna parte de un sistema cultural se queda “a la zaga”, debe de haber otra parte que evolucionó “demasiado rápido”» y eso era precisamente lo que entonces estaba ya ocurriendo. «El tiempo está descoyuntado» por esa causa, porque «la imaginación se ha adelantado demasiado al rigor» (Bateson, 2006: 238) y para reunirlo de nuevo, para unificarlo, sí es importante el lugar. Aquellos lugares que conformaron nuestra primeriza visión del tiempo y el mundo. Pues no sólo el tiempo está ahora «descoyuntado»: el espacio también. Y el tiempo y el espacio entre sí. Medimos, hoy, el espacio por el tiempo: dos, tres horas, lo que se tarda en llegar de un lugar a otro. Y no el tiempo por el espacio, como antiguamente se hacía: una milla, dos o tres. Estamos más cerca que nunca de los lugares y más lejos de conocerlos.

En las últimas generaciones hemos crecido alimentándonos de supuestos equívocos sobre el espacio y el tiempo: dando por satisfactoria, por un lado, esa ilusión de que la historia es una forma objetiva de contar (en el doble sentido de contabilizar y narrar) el tiempo. Y comulgando, como estudiosos de la sociedad, con el espejismo de una cultura rural o tradicional separada de la otra o de las otras. Sin embargo, es la relación de movilidad entre lo rural y lo urbano, entre las maneras de vivir y estimar el tiempo en los pueblos y las ciudades, lo que habría de ser estudiado. Y sólo desde las memorias, individuales y colectivas, no desde la convención de una pretendida objetividad histórica, el tiempo descoyuntado y el espacio fragmentario pueden reunificarse. Como ha reflexionado el escritor Roberto García-Quevedo, que, por haber nacido junto al Sil, en el Bierzo Alto (León), sabe mucho de este asunto: «Aunque todo nuestro tiempo es importante y significativo, creo que no hay duda de que el tiempo más nuestro se condensa en los años primeros de la vida. Y lo mismo pasa en cuanto al espacio: hay un lugar de la superficie terrestre con el que tenemos una conexión especial, “nuestro” espacio. En definitiva, nuestra identidad nace del cruce de dos grandes coordenadas: la de un tiempo primero, cuando se fijó el molde infantil de lo que somos, y la de un espacio determinado al que está unida nuestra vida, también generalmente un espacio de cuando éramos niños» (González-Quevedo, 2007: 64).

Seguramente es ésta una de las principales razones por las que, de los tiempos de Marcial a nuestros días, se vuelve al campo del que se partió. Por lo que aún –y puede que hoy más que nunca– merece la pena regresar. Porque hoy importa más el territorio imaginado, culturalmente construido, que el territorio físico, geográfico, tenido hasta hace poco como el único real. No se busca tanto la naturaleza como un tiempo perdido y añorado. No se busca tanto un espacio como una identidad.