Tiempos de cambio en materia de gestión de aguas

Pedro Arrojo

Departamento de Análisis Económico, Universidad de Zaragoza

Los graves perjuicios causados a los ecosistemas acuáticos durante las últimas décadas hacen necesaria la aplicación del principio de sostenibilidad en la gestión de aguas a nivel mundial. La actual escasez de agua impone, en efecto, la administración de este recurso como un derecho de ciudadanía universal. Para ello, las políticas ambientales que se han llevado a cabo hasta hace bien poco, caracterizadas por la ineficiencia y la irresponsabilidad, deben cambiar de forma radical. En este sentido, la UE aprobó en 2000 la Directiva Marco de Aguas, que pretende establecer un paradigma sostenible y uniforme para todos los países miembros. Sin embargo, algunos de ellos no cumplen con los criterios y plazos exigidos por Bruselas. El caso de España, cuya situación se ve agravada por la falta de coordinación de las políticas autonómicas, resulta especialmente preocupante.


Introducción

En España vivimos hace ya una década un intenso debate sobre la planificación hidrológica, fuertemente contaminado no sólo por intereses económicos oscuros, sino también por juegos políticos con fuertes dosis de oportunismo electoralista. Para pasar revista al estado de la cuestión diez años después, situaremos la problemática en el marco de la crisis global del agua que hemos provocado, paradójicamente, en el Planeta Agua, el Planeta Azul.

La degradación generalizada de los ecosistemas acuáticos tiene como consecuencia, entre otras, que 1.200 millones de personas no tengan acceso al agua potable. Por otro lado, tal degradación agrava los problemas de hambre en el mundo, al arruinar pesquerías fluviales y marinas, así como formas tradicionales de producción agropecuaria vinculadas a los ciclos fluviales, esenciales para millones de personas en comunidades vulnerables. El modelo de globalización en curso, alejado de los más elementales principios éticos, está agravando estos problemas. Lejos de frenar la degradación ecológica, la acelera; lejos de reducir los gradientes de riqueza y garantizar a los más pobres derechos fundamentales como el acceso al agua potable, abre el campo de los valores ambientales y los servicios básicos de interés general al mercado como espacio de negocio. En este contexto, emergen múltiples conflictos ligados a la gestión del agua como consecuencia de la convergencia de tres grandes fallas de crisis:

  • Crisis de sostenibilidad, que suscita movimientos en defensa del territorio y de los ecosistemas acuáticos frente a la construcción de grandes obras hidráulicas, la deforestación y la contaminación de ríos, lagos y acuíferos.
  • Crisis de inequidad y pobreza, que dispara la vulnerabilidad de las comunidades más pobres frente a los problemas de insostenibilidad de los ecosistemas acuáticos que el cambio climático sin duda agravará.
  • Crisis de gobernanza, que tiende a transformar a los ciudadanos en clientes y marginar a los más débiles frente a la privatización de los servicios básicos de agua y saneamiento.

Transitar de la gestión de recurso a la gestión ecosistémica

En la actualidad, se estima que 1.200 millones de personas no tienen acceso garantizado al agua potable, lo que conlleva unas 10.000 muertes diarias por diarrea, en su mayoría de niños menores de cinco años. Probablemente, las muertes ascienden a 20.000 si contamos el envenenamiento progresivo por metales pesados y otros tóxicos procedentes de vertidos industriales, de la minería a cielo abierto e incluso de la agricultura. Por otro lado, ríos, lagos y humedales sufren la crisis de biodiversidad más profunda de la biosfera, tal y como subraya la Declaración Europea por una Nueva Cultura del Agua, firmada por cien científicos de los diversos países de la Unión Europea a principios de 2005. Ambas realidades acaban siendo caras de una misma crisis: la crisis de insostenibilidad de los ecosistemas acuáticos y del ciclo hídrico continental. Respecto a esos 1.200 millones de personas, la raíz del problema no está tanto en la escasez, sino en la calidad de las aguas disponibles. A lo largo de la historia, las comunidades se han asentado cerca de un río, de un lago o bien en lugares accesibles a las aguas subterráneas. Y si el lugar no disponía de agua suficiente para una vida digna, la comunidad seguía caminando. Sin embargo, desde nuestra insaciable e irresponsable ambición desarrollista, hemos explotado y degradado esos ecosistemas y acuíferos para producir no sólo problemas de escasez, sino sobre todo graves problemas de contaminación que afectan a la salud de las poblaciones que dependen de ellos. Así murieron las ranas y los peces, y más tarde han empezado a enfermar e incluso morir las personas; pero eso sí, siempre las más vulnerables (en su mayoría niños y niñas) y en las comunidades más pobres.

En este contexto general, es urgente pasar de los tradicionales enfoques de gestión de recurso a nuevos enfoques de gestión ecosistémica. Al igual que entendemos la necesidad de pasar de la gestión maderera a enfoques más complejos de gestión forestal, no podemos seguir gestionando los ríos como simples canales de H2O. La Directiva Marco de Aguas (DMA), vigente en la UE desde finales del 2000, asume este reto, y establece como objetivo central recuperar y conservar el buen estado ecológico de ríos, lagos y humedales. Desde este nuevo enfoque, más allá de los tradicionales indicadores físico-químicos, emergen nuevos indicadores de tipo biológico. El objetivo no sólo se centra en controlar la calidad de las aguas, sino también el buen funcionamiento de los ecosistemas.

Asumir como base de la gestión de aguas el principio de sostenibilidad, desde ese enfoque ecosistémico, exige reforzar la responsabilidad pública en esta materia. La complejidad de valores y derechos en juego, junto a la imposibilidad de parcelar y apropiar los ecosistemas acuáticos como tales, hacen del mercado una herramienta inadecuada. Los enfoques de gestión de recurso, sin embargo, pueden derivar más fácilmente en la tentación de privatizar el agua, en la medida que, como simple recurso, sí es fácilmente parcelable, apropiable y mercantilizable.

Este enfoque ecosistémico nos debería llevar a reformar las confederaciones hidrográficas de cuenca y reforzar así nuestro modelo de gestión pública desde una visión interdisciplinaria de gestión integrada. Podríamos decir que Europa, tras apostar por favorecer a nivel internacional políticas neoliberales de desregulación y privatización de los servicios de agua y saneamiento, ha asumido una visión ecosistémica para gestionar globalmente las aguas. Ello, sin duda, implica serias contradicciones e incoherencias a la hora de gestionar el complejo sistema de valores en juego. Es como si la UE reconociera y regulara con rigor el espacio de los valores ambientales, gestionados desde una perspectiva ecosistémica en coherencia con el paradigma de sostenibilidad, pero dejando al margen los valores sociales, que también están en juego. La Directiva Marco, de hecho, no habla de derechos humanos ni de derechos y deberes ciudadanos.

Esta especie de brote esquizofrénico, entre valores ambientales y valores sociales, afecta no sólo a la política de aguas, sino a las políticas ambientales en general. Europa viene aprobando directivas que, a pesar de ser sólidas en lo que se refiere a principios y valores ambientales, carecen de consistencia respecto a los valores sociales en juego. La clave, a mi entender, está en que en la vieja Europa, tras cometerse toda clase de barbaridades ambientales, cada vez somos más conscientes de los problemas que ello ha comportado. En ese contexto, resulta factible encontrar notables espacios de consenso entre las principales formaciones políticas, lo que permite el consenso requerido para aprobar una directiva en el Parlamento Europeo. Sin embargo, cuando el debate afronta las cuestiones sociales, la derecha se suele atrincherar en la visión neoliberal, mientras la izquierda defiende presupuestos más sociales, con lo que se bloquea el necesario consenso. Así las cosas, la solución acaba siendo «desalmar socialmente» la ley. Si gana la derecha en un país de la UE, podrá, por ejemplo, privatizar los servicios de agua y eso será legal; pero si gana la izquierda y quiere proteger los derechos sociales promoviendo la gestión pública de esos servicios, eso será igualmente legal.

La complejidad de los valores en juego

Hoy el mundo afronta una crisis de aguas sin precedentes, agravada por los elevados niveles de ineficiencia e irresponsabilidad que caracterizan los modelos de gestión vigentes. En este contexto, sin duda, es preciso repensar tales modelos y reflexionar sobre los valores en juego. Si suponemos por un momento que hiciéramos las paces con la naturaleza, y fuéramos capaces de extraer madera y agua sin quebrantar la salud de bosques y ríos, estaríamos cumpliendo en definitiva el espíritu y la letra de las leyes ambientales europeas, y en particular de la Directiva Marco de Aguas. Estaríamos, en suma, superando los problemas de sostenibilidad de los que hemos hablado anteriormente. En ese hipotético contexto, nos quedaría abordar el reto de la gestión del agua y la madera como recursos propiamente dichos. Respecto a la madera, no creo que tuviéramos problemas significativos de orden moral; y sin embargo seguiríamos encontrando serios problemas éticos, sociales y políticos en la gestión del agua. En el caso de la madera, una vez precisado qué árboles pueden cortarse, entenderemos razonable que el leñador venda los troncos al aserradero más cercano; y que éste venda las tablas al carpintero, para hacer muebles que venderá a quien los necesite. Es decir, nos parecerá razonable encomendar de forma sustantiva al mercado la gestión de la madera como recurso, insisto, una vez regulada y garantizada la sostenibilidad del ecosistema forestal. Sin embargo, si mercantilizamos el agua, cometeremos un grave error.

La diferencia clave está, desde mi punto de vista, en que las utilidades que nos brinda la madera son consistentemente sustituibles por bienes de capital, lo cual permite encomendar la gestión del recurso al mercado, con las regulaciones pertinentes. Sin embargo, los valores en juego en el caso del agua son más complejos y, en muchos casos, no son sustituibles por bienes de capital. De hecho, en el caso del agua, nos encontramos ante el reto de gestionar valores que se vinculan a categorías éticas diferentes, lo que exige, en definitiva, establecer prioridades y definir criterios de gestión específicos en cada caso.

 Desde esta línea argumental, referente a la gestión ética del agua como recurso, se refuerza el argumento expuesto anteriormente sobre la inconsistencia de aplicar la lógica de mercado a la gestión de aguas. Si antes explicábamos que, desde esa visión ecosistémica, no es razonable pedir al mercado que gestione y garantice la sostenibilidad de ríos, lagos, humedales y acuíferos, desde una visión ética que busca gestionar y garantizar valores de equidad y cohesión ciudadana, la lógica de mercado vuelve a demostrarse inadecuada. En efecto, resulta inconsistente y erróneo pedir al mercado que gestione un sistema muy complejo de principios, valores y funciones respecto al cual no es sensible.

Bases éticas: funciones, valores y derechos en juego

El enfoque mercantil, promovido por el Banco Mundial en materia de gestión de aguas y de servicios básicos, de los cuales depende la salud y la vida de la gente, viene evidenciándose como un error. El agua es ciertamente un elemento bien definido: H2O. Pero entender el agua simplemente como un bien «útil y escaso» que debe valorarse y gestionarse desde las relaciones de mercado, entra en flagrante contradicción con los más elementales principios éticos. A diferencia de la madera u otros recursos naturales, hay numerosas funciones del agua relacionadas con rangos éticos de diferente nivel que debemos identificar claramente. Tal y como propone la Declaración Europea por una Nueva Cultura del Agua, debemos distinguir tres categorías éticas con sus respectivos niveles de prioridad, objetivos por cubrir, derechos y deberes en juego y, en definitiva, criterios de gestión diferentes y específicos.

  • El agua-vida, en funciones básicas de supervivencia, tanto de los seres humanos como de los demás seres vivos, debe ser reconocida como prioritaria, de forma que se garantice la sostenibilidad de los ecosistemas y el acceso de todos a cuotas básicas de aguas de calidad, así como a la producción básica de alimentos para una vida digna, como un derecho humano.
  • El agua-ciudadanía, en actividades de interés general de la sociedad en su conjunto, para garantizar funciones de salud y cohesión social (como los servicios urbanos de agua y saneamiento), debe situarse en un segundo nivel de prioridad, en relación con los derechos de ciudadanía, vinculados a los correspondientes deberes ciudadanos.
  • El agua-crecimiento, en funciones económicas de carácter productivo, debe reconocerse en un tercer nivel de prioridad, en relación con el derecho de cada cual a mejorar su nivel de vida. Ésta es la función en la que se usa la mayor parte del agua detraída de ríos y acuíferos, y que genera los problemas más relevantes de escasez y contaminación.

El agua-vida

En 2002, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU reconoció el acceso a cuotas básicas de agua potable como un derecho humano. Estas cuotas básicas de agua-vida, en la medida en que se sitúan en el ámbito de los derechos humanos, deben ser garantizadas con eficacia desde un nivel máximo de prioridad. Estamos ante valores que «ni se compran ni se venden», simplemente tienen que garantizarse bajo la responsabilidad de la comunidad, del Estado y, en última instancia, de las instituciones internacionales, sin disculpa.

No debemos perder de vista que 30-40 litros de agua potable por persona y día, como referencia de lo que podría considerarse el mínimo de agua necesario para una vida digna, suponen apenas el 1,2 % del agua que usamos en la sociedad actual. No hay argumento que justifique que 1.200 millones de personas no tengan garantizado el acceso a esa cantidad de agua potable. La pretendida falta de recursos financieros resulta inaceptable como razón, incluso para gobiernos de países empobrecidos; cuanto más para los gobiernos de países ricos e instituciones internacionales como el Banco Mundial. Al fin y al cabo, la «fuente pública, potable y gratuita, en la plaza, cerca de casa de todo el mundo» fue garantizada en muchos países cuando eran realmente pobres y ni siquiera existía el Banco Mundial. El reto no fue propiamente financiero, sino político, en el sentido aristotélico y noble del término. En definitiva, se asumió la responsabilidad pública de garantizar el agua potable y gratuita en la fuente, antes incluso que alumbrar la calle o asfaltar las carreteras.

En el ámbito del agua-vida deben incluirse también los usos productivos en comunidades pobres y vulnerables. Éstos constituyen derechos ancestrales, en muchos casos, de los que dependen producciones agropecuarias básicas que sustentan la vida de esas comunidades y que, por tanto, deben considerarse derechos humanos. Por último, en el ámbito del agua-vida debe incluirse el agua necesaria, en cantidad y calidad, para garantizar la sostenibilidad de los ecosistemas acuáticos y sus entornos, aunque sólo sea por «egoísmo inteligente» pues, de hecho, resulta cuando menos complicado garantizar nuestra existencia, salud y bienestar si quebramos la salud de la biosfera. Ciertamente, en este caso no estamos hablando del 1,2% del agua usada. Estamos hablando de caudales ambientales de un orden de magnitud muy superior, así como de notables esfuerzos para depurar vertidos, preservar la calidad de las aguas y conservar los hábitats acuáticos. Sin embargo, tal y como hemos explicado con anterioridad, la principal razón por la que más de 1.000 millones de personas no tienen garantizado el acceso al agua potable radica justamente en la quiebra de la sostenibilidad de los ecosistemas acuáticos. Por otro lado, en la ONU se debate en la actualidad la llamada tercera generación de derechos humanos, como derechos colectivos de los pueblos a la paz, al territorio y a un medio ambiente saludable. Hay que cuestionarse, en suma, si nos parece éticamente aceptable que el disfrute de ríos vivos sea cosa de ricos, mientras los pobres se conforman con ríos cloaca, como condición para conseguir en el futuro el soñado desarrollo. La respuesta parece clara.

En la UE, como es sabido, la Directiva Marco de Aguas asume como prioridad garantizar esas funciones ambientales básicas del agua. De hecho, los caudales necesarios para conservar el buen estado ecológico de ríos, lagos y humedales se consideran, por ley, una restricción a los diversos usos productivos del agua. Tan sólo las aguas de boca, necesarias para el abastecimiento doméstico básico, se sitúan en un nivel de prioridad superior. No obstante, tales necesidades, por la escasa envergadura de caudales requeridos, raramente ponen en cuestión la sostenibilidad de los ecosistemas acuáticos.

El agua-ciudadanía

Ofrecer servicios domiciliarios de agua y saneamiento supone un salto cualitativo respecto a la fuente pública que garantiza el acceso a esos 30-40 litros por persona y día, como referencia del derecho humano al agua potable. En un hogar medio usamos fácilmente 120 litros por persona y día. Sin embargo, el acceso a tales servicios debe ser para todos, ricos y pobres. Esta perspectiva de acceso universal podría llevar a incluir dichos servicios en el espacio de los derechos humanos. Sin embargo, pienso que lo adecuado es situarlos en el espacio de los derechos ciudadanos. Sería conveniente, en todo caso, abrir ese debate en la sociedad. Al fin y al cabo, los derechos humanos y los derechos ciudadanos son construcciones sociopolíticas que deben suscitar en cada momento el necesario nivel de consenso social. A mi entender, existen diferencias importantes entre unos y otros: diferencias que se sitúan en el terreno de los deberes. Los derechos humanos no se vinculan con deber alguno, más allá del «deber» de estar vivo y querer seguir estándolo. Sin embargo, los derechos ciudadanos deben vincularse a los correspondientes deberes ciudadanos.

En este tipo de servicios emergen objetivos que merecen ser considerados de interés general de la sociedad. Objetivos relacionados con valores, como la equidad y la cohesión social, hacia los que el mercado es insensible. Valores vinculados al concepto de ciudadanía que entran de lleno en el espacio de lo que debe considerarse res publica, es decir, «cosa de todos y todas», razón por la que deben ser gestionados bajo responsabilidad comunitaria o pública.

Diseñar el juego de derechos y deberes es políticamente complejo. Las instituciones públicas, al tiempo que garantizan los derechos de ciudadanía, deben establecer los correspondientes deberes ciudadanos. Si se quieren garantizar servicios domésticos de agua y saneamiento de calidad, es fundamental diseñar adecuados modelos tarifarios que garanticen la necesaria financiación e incentiven la eficiencia socioeconómica y la responsabilidad ciudadana.

En una sociedad compleja como la actual, garantizar el acceso universal a los servicios domésticos de calidad, al tiempo que se minimiza el impacto ecológico sobre los ecosistemas acuáticos, constituye un reto de envergadura. Un sistema tarifario por bloques de consumo con precios crecientes puede garantizar la recuperación de los costes del servicio, al tiempo que induce criterios sociales redistributivos. El primer bloque de 30 o 40 litros por persona y día debería ser gratuito, al menos para quienes estén bajo el umbral de pobreza. El siguiente escalón, de 100 litros, debería pagarse a un precio asequible, al coste real que impone el servicio. En un tercer escalón, el precio por metro cúbico debería elevarse de forma clara, para finalmente dispararse en el cuarto, propio de usos suntuarios (como jardines y piscinas). Se induce así una subvención cruzada, de forma que quienes más consumen acaban subvencionando los servicios básicos de quienes tienen dificultades para pagar.

En este caso, a diferencia del agua-vida, donde la lógica económica tenía poco que aportar, estamos aplicando criterios de racionalidad económica-financiera. Sin embargo, los criterios propuestos no se corresponden con la racionalidad de mercado. De hecho, cuando vamos al mercado, si un kilo de manzanas cuesta 1€, con frecuencia nos ofrecerán dos kilos por 1,8€. Se trata de estrategias que incentivan el consumo, basadas en las llamadas economías de escala. El modelo tarifario propuesto asume justamente criterios opuestos. La razón está en que perseguimos ofrecer un buen servicio público, desde la perspectiva del interés general, y no un buen negocio.

Ciertamente ésta no es la coherencia de las políticas desreguladoras y privatizadoras del Banco Mundial. Las presiones de las instituciones económico-financieras internacionales en el sentido de condicionar los créditos públicos, en materia de servicios de agua, a la previa privatización de esos servicios es a mi entender una vergüenza, más allá de un grave error. Frente a los problemas de burocratismo, opacidad e incluso corrupción que a menudo degradan la función pública, la solución no está en privatizar sino en democratizar. Afrontamos el reto, en suma, de promover nuevos enfoques de gestión pública participativa bajo control social.

El agua-economía

La mayor parte de los caudales extraídos de ríos y acuíferos no garantizan los derechos humanos, ni sustentan servicios de interés general, sino que se dedican a actividades productivas. El sector agrario utiliza por encima del 70% de los recursos hídricos detraídos de ríos y acuíferos; mientras que la industria y los servicios acaparan en torno al 20%. Son actividades basadas en la legítima aspiración de cada cual a mejorar su nivel de vida. Pero el derecho a ser más ricos de unos u otros, siendo legítimo, no puede anteponerse a los derechos humanos y ciudadanos; y más cuando se trata del derecho a ser más ricos de los más ricos. Desde un punto de vista ético, resulta evidente que tales usos deben gestionarse desde un tercer nivel de prioridad. En este sentido, degradar un río o poner en riesgo la potabilidad de los caudales aguas abajo, con la justificación de que se impulsa el desarrollo económico y se crean puestos de trabajo, constituye una grave inmoralidad.

En lo que se refiere al agua-crecimiento, en la medida en que los objetivos son económicos, deben aplicarse criterios de racionalidad económica. Cada usuario debe responder de los costes que exige la provisión del agua que usa. Además, en la medida en que haya escasez, deberá afrontar el llamado coste de oportunidad, que no es sino el coste de escasez del recurso. En el ámbito del agua-crecimiento se impone, en definitiva, la necesidad de aplicar el principio de recuperación íntegra de costes, tal y como establece la Directiva Marco de Aguas (incluyendo costes financieros, costes ambientales y el coste de oportunidad, cuando hay escasez). En este caso, no existen razones que justifiquen subvenciones directas ni cruzadas; de la misma forma que no se le subvenciona la madera al carpintero, ni el gasóleo a la compañía de transportes.

La escasez en el agua-vida constituye una catástrofe humanitaria, y por ello es inaceptable; la escasez de agua-ciudadanía (cortes de agua en una ciudad) constituye un desastre y un fracaso político, y por ello tampoco es justificable. Sin embargo, la escasez de agua-crecimiento, en el ámbito de la economía, no puede seguir entendiéndose como una «tragedia a evitar», con cargo al erario público, sino que debe ser entendido como una realidad inexorable que debe ser gestionada con criterios de racionalidad económica. Desde nuestra ambición desarrollista, hacemos escaso lo abundante. Estamos haciendo pequeño el planeta, vulnerable la inmensidad de los océanos, insuficiente la capacidad de la atmósfera y, desde luego, estamos haciendo escasa el agua dulce de ríos, lagos, humedales y acuíferos. Se trata, en definitiva, de aplicar criterios de racionalidad económica al uso económico del agua, gestionando la ambición desarrollista (a menudo encabezada por quienes mejor viven) desde el respeto responsable de los límites de sostenibilidad que nos impone la naturaleza.

El debate sobre el Plan Hidrológico Nacional en España

A mediados de los años 90, la elaboración y publicación del Anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional (APHN), bajo la responsabilidad del ministro José Borrell, suscitó un notable debate sobre el modelo de gestión de aguas, heredado del Regeneracionismo costista[1], que había estado vigente a lo largo del siglo XX. El APHN, como no podía ser de otra forma, proyectó sobre la obligada planificación que exigía la Ley de Aguas de 1985, los más ambiciosos proyectos de obras hidráulicas (presas y trasvases) soñados por la ingeniería civil en España desde principios del siglo XX. En él se proyectaban más de 200 grandes embalses, que en muchos casos inundaban pueblos, así como una serie de grandes trasvases desde el Duero y el Ebro hacia el litoral mediterráneo, que preveían trasvasar un total de 2.800 hm3 de agua anualmente. El núcleo central de la planificación propuesta se conocía como Sistema Integrado de Explotación Hidrológica Nacional, y preveía un «peinado hidráulico Norte-Sur y Oeste-Este», desde las cuencas caracterizadas como «excedentarias» hacia las llamadas «cuencas deficitarias». En una primera fase se preveía trasvasar 1.075 hm3 desde el Ebro y 400 hm3 desde el Duero y Norte, mientras que en una segunda se preveía un trasvase del Duero de 980 hm3, y otro de 380 hm3 del Ebro. Tan descomunales proyectos en ningún momento estuvieron avalados por estudios de impacto ambiental, ni precedidos por análisis que garantizaran siquiera su racionalidad económica. Pronto surgió un movimiento de oposición, en un principio incipiente, aunque muy significativo, desde comarcas, en su mayoría de montaña, que verían inundados pueblos habitados. Asimismo, nacería un movimiento de oposición importante a los trasvases desde el Delta del Ebro, ante el temor de que la degradación en curso de su territorio se acelerara con tales proyectos. Nacería así la Coordinadora de Afectados por Grandes Embalses y Trasvases (COAGRET).

El Anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional se atascaría en el último tramo de la legislatura del último gobierno de Felipe González. Con la victoria electoral del Partido Popular en 1996 se abriría un paréntesis de dudas y debates en el seno del propio Gobierno que propició la elaboración y edición del llamado Libro Blanco del Agua. Fue un esfuerzo interesante de elaboración de estudios y recogida de datos, acompañado por consultas a múltiples expertos, tan diversas como enriquecedoras. Sin embargo, antes de que el Libro Blanco fuera publicado, las dudas se disiparon en el Gobierno, y se impuso la postura de Benigno Blanco, por entonces Secretario de Estado de Aguas, y anteriormente jefe del gabinete jurídico de la compañía eléctrica Iberdrola. La ministra Isabel Tocino, y el Gobierno en su conjunto, asumieron en lo fundamental el diagnóstico del APHN de José Borrell y su estrategia trasvasista como eje central de la planificación hidrológica.

En resumen, el Libro Blanco generó un espacio positivo de reflexión y elaboración propio de tiempos de transición. Supuso un esfuerzo, sin precedentes, de recopilación y publicación de datos y estudios que ofrecían información suficiente para elaborar un diagnóstico relevante en el complejo escenario hidrológico español. Sin embargo, por encima de esa riqueza argumental y de datos, el diagnóstico final acabó siendo una cuestión política, de forma que el capítulo de conclusiones no fue sino la antesala de un Plan Hidrológico Nacional cuyas líneas esenciales, por entonces, estaban ya más que decididas. Este Plan, aprobado finalmente en 2000, volvía a vertebrarse sobre una estrategia trasvasista centrada en esta ocasión sobre el Ebro. El Duero quedaría fuera, ante las amenazas de Portugal de bloquear en Bruselas los fondos europeos con los que esperaba contar el Gobierno. Por otro lado, el Plan preveía más de 100 nuevas grandes presas, asumiendo la transformación de las 1.200.000 hectáreas de regadío previstas en los planes de cuenca aprobados previamente.

El movimiento de oposición a esta oleada de nuevos grandes embalses y trasvases se vería pronto reforzado en sus planteamientos por una alianza inesperada y sin precedentes: la de un amplio movimiento de investigadores y académicos que organizaría en 1998, con el apoyo de 50 rectorados, el Primer Congreso Ibérico sobre Planificación y Gestión de Aguas. Este exitoso congreso, el primero en materia de aguas de carácter interdisciplinar en España, se consolidaría en convocatorias bianuales para acabar creando la Fundación Nueva Cultura del Agua. Así, bajo el lema «Nueva cultura del agua», los sucesivos Congresos Ibéricos, celebrados alternativamente en España y Portugal, forjaron un cuerpo de argumentos críticos y alternativas sumamente consistente que se vería reforzado y ratificado por la Directiva Marco de Aguas.

En efecto, la aprobación en Bruselas de la Directiva Marco de Aguas en 2000 ratificó la necesidad de esa inflexión en materia de gestión de aguas que el movimiento por la nueva cultura del agua venía proponiendo desde la calle y las universidades, basándose en un triple reto:

  • Pasar de los tradicionales enfoques de gestión de recurso a nuevos enfoques de gestión ecosistémica, asumiendo como objetivo central la recuperación del buen estado de ríos, lagos, humedales y acuíferos.
  • Pasar de los modelos «de oferta» a priorizar estrategias de «gestión de la demanda» basadas en criterios de racionalidad económica presididos por los principios de «recuperación de costes» y de «quien contamina paga».
  • Pasar de los tradicionales enfoques tecnocráticos a nuevos enfoques basados en el principio de participación ciudadana proactiva que establece la Convención de Aarhus.

Desde el movimiento de la Nueva cultura del agua se viene a cuestionar, más allá de los tradicionales modelos de oferta heredados del Costismo, el paradigma renacentista de «dominación de la naturaleza» sobre el que tales modelos se inspiraban. Un paradigma que, más allá del campo específico de la gestión de aguas, al entrar en crisis ya desde finales del siglo XX, abre paso al nuevo paradigma de sostenibilidad. La ineficiencia, tanto técnica como económica, inducida por las estrategias tradicionales de oferta, y la mitificación productivista de las grandes obras hidráulicas, al margen de los más elementales criterios de racionalidad económica, bajo el lema implícito de «paga el rey», alimentaron de forma eficaz las críticas más sustantivas del arsenal argumental contra las políticas hidráulicas del Gobierno. Por otro lado, la contundencia de la Directiva Marco a la hora de situar como objetivo central de la nueva Ley la recuperación del buen estado ecológico de los ecosistemas acuáticos, que incluso hizo emerger el principio ambiental de «No Deterioro», acabaría de reforzar al eje ambientalista de la nueva cultura del agua.

Por último, la masiva movilización conseguida por la Coordinadora de Afectados por Grandes Embalses y Trasvases, gracias a su inteligente estrategia de alianzas sociales y políticas, particularmente frente a los proyectos de trasvase del Ebro, acabaría quebrando la aceptabilidad social vigente a lo largo de todo el siglo XX en torno a la estrategia de grandes obras hidráulicas.

Poco antes de las elecciones generales que darían el triunfo al Partido Socialista en 2004, la Comisión Europea, tras complejos y largos debates con el Gobierno Español, publicaría tres informes: el primero, de carácter ambiental; el segundo, centrado en cuestiones económico-financieras y el tercero, sobre cuestiones sociales, que recomendaban no financiar el Plan Hidrológico Nacional Español con fondos europeos. En dichos informes, los equipos técnicos de la Comisión Europea recogieron prácticamente todos los argumentos y críticas que se habían ido elaborando desde la Fundación Nueva Cultura del Agua, sobre la base de las conclusiones y ponencias de los sucesivos Congresos Ibéricos de Planificación y Gestión de Aguas.

El reto de desarrollar la Directiva Marco de Aguas

Con el cambio de Gobierno tras las elecciones generales del 2004, el Ministerio de Medio Ambiente pasó a ser dirigido por Cristina Narbona. Superando las indecisiones en el seno de su propio partido, llevó al Gobierno no sólo a promover en las Cortes la derogación del Trasvase del Ebro, sino a plantear a lo largo de la legislatura un giro en la política de aguas para asumir la nueva coherencia de la Directiva Marco de Aguas. A pesar de todo ello, no se llegó a cuestionar el llamado Anexo II, que preveía, aparte de otros trasvases menores como el Júcar-Vinalopó, la construcción de unas 120 grandes presas, algunas de ellas, como el Recrecimiento de Yesa, claramente vinculadas al propio trasvase. El hecho de que muchas de esas obras estuvieran vinculadas a nivel regional a la expectativa de nuevos regadíos y otros desarrollos productivos, sin duda dificultó el ir más allá. Aún así, Cristina Narbona impuso dos directrices claras respecto a los proyectos más polémicos del citado Anexo II:

  • Debían abrirse debates técnicos y procesos de diálogo social con los movimientos opositores antes de tomar decisiones definitivas.
  • Nunca más se debían inundar pueblos y cascos urbanos.

Por otro lado, se activaron diligentemente las capacidades técnicas de las confederaciones hidrográficas para cumplir los plazos previstos en la propia Directiva Marco para elaborar los nuevos planes de cuenca bajo nuevos principios y criterios de gestión. El Programa Actuaciones para la Gestión y la Utilización del Agua (AGUA), aprobado como alternativa a los grandes trasvases, impulsó nuevas políticas integradas de aguas superficiales y subterráneas, la modernización de redes urbanas y sistemas de riego y la desalación de aguas de mar en los puntos más sensibles y vulnerables del litoral mediterráneo. El bloqueo de fondos europeos se desactivó en Bruselas y pudo demostrarse que, en efecto, había alternativas más razonables que los grandes trasvases previstos.

          La prueba de fuego se vivió con la crisis de sequía en torno al 2005. A pesar de ser la sequía más dura del siglo, y a diferencia de lo que ocurrió en la anterior de 1992, no se produjeron cortes de agua en ninguna ciudad. Es de notar al respecto que el Plan Hidrológico Nacional heredado había dejado en segundo plano la elaboración de planes de prevención y gestión de sequías, que ni siquiera se habían esbozado. Desde la Comisión de expertos en sequía que promovió Cristina Narbona, la recomendación enfática fue situar los planes de sequía en el núcleo duro de la nueva planificación, asumiendo las perspectivas de cambio climático en curso.

Aunque el primer Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, con Cristina Narbona al frente del Ministerio de Medio Ambiente, se distinguió, tal y como se ha explicado, por un cambio histórico en las políticas ambientales y particularmente en las de agua, con la salida de Narbona en el segundo mandato socialista las cosas cambiaron drásticamente. La sombra de la crisis económica y las presiones de los grupos que, fuera y dentro de su propio partido, se enfrentaron a Cristina Narbona, motivaron un lamentable giro en materia ambiental y de política de aguas. Podría decirse que el Ministerio de Medioambiente acabó abducido por el Ministerio de Agricultura. Así, la diligencia con la que lealmente se venía impulsando el desarrollo y aplicación de la Directiva Marco se fue diluyendo y bloqueando. De ser un país ejemplar, dentro del marco europeo, en lo que se refería al cumplimiento de plazos previstos en el desarrollo de la citada directiva, España pasó a incumplir sistemáticamente plazos, principios y criterios previstos y exigidos por ésta. Con la excepción de la Agencia Catalana del Agua, que cumplió rigurosamente los plazos de elaboración de la planificación de aguas bajo su competencia, en cuencas internas de Cataluña, el resto de Agencias Autonómicas y Confederaciones Hidrográficas han incumplido y siguen incumpliendo clamorosamente los plazos previstos. Los temas clave de la planificación parecen guardadas en los cajones por conveniencia político-electoral. Tal parece ser el caso de los regímenes de caudales ecológicos o la transparencia en materia de costes, en particular de las ingentes demandas vinculadas a nuevos regadíos. De hecho, las expectativas de crecimiento del regadío, heredadas de la planificación hidrológica anterior, siguen vigentes. Ello ampara políticas autonómicas insensatas de crecimiento insostenible del regadío guiadas por estrategias clientelares de corte populista, en flagrante contradicción con la Directiva Marco y con la prudencia que debería inspirar el cambio climático en curso.

En todo caso, la Directiva Marco no será interpretada  a medio plazo de forma caprichosa por gobiernos de uno u otro color. Se trata de una ley básica de la UE que Bruselas se encargará de hacer cumplir y, de hecho, hace pocos meses el Gobierno Español recibió una seria advertencia al respecto. Por otro lado, el cambio climático, que por desgracia no es una fantasía, pondrá sobre la mesa la necesidad de los cambios que la ley exige.

Notas

[1] Movimiento intelectual de los siglos XIX y XX en España cuyo principal representante fue Joaquín Costa.