El patrimonio de la plaza Jemaa el Fna de Marrakech: entre lo material y lo inmaterial

Ouidad Tebbaa

Universidad Cadi Ayyad, Marrakech

En 2001, la Unesco declaró la plaza Jemaa el Fna patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Símbolo de la ciudad de Marrakech, este lugar constituye un testimonio único de numerosas tradiciones y culturas que allí se encuentran para mezclarse y convivir. Sin embargo, la declaración de la Unesco no ha logrado evitar la amenaza de desaparición de muchas de estas tradiciones milenarias. Antes bien, la afluencia turística resultante de la proclamación, así como la propia evolución de la sociedad civil marroquí, han provocado serios cambios en la dinámica de la plaza. Así, mientras las actividades comerciales han adquirido una gran importancia, el arte de los contadores de historias, encantadores de serpientes o acróbatas ha pasado a un segundo plano, con lo cual sus condiciones de trabajo resultan cada vez más precarias.


Nacido en 1997 a partir de una iniciativa de la Unesco, el programa de Obras Maestras propició tres proclamaciones entre 2001 y 2003. Y aunque hoy se halla abandonado, fue la ocasión para poner en marcha conceptos que sirven de base a la aplicación del convenio sobre el patrimonio cultural inmaterial. En el marco de este programa, las obras maestras podían ser tanto «formas de expresión popular y tradicional» como «espacios culturales» en los que tienen lugar las prácticas culturales. El principal objetivo era salvaguardar las prácticas culturales tradicionales y protegerlas contra el turismo de masas, la estandarización cultural, la industrialización y los conflictos armados. Así pues, la Unesco propuso medidas para su salvaguardia, entre las que cabe citar la posibilidad, para los practicantes de dichas actividades, de transmitir sus conocimientos y habilidades a las futuras generaciones.

Para que las manifestaciones puedan inscribirse en el patrimonio cultural inmaterial, en primer lugar deben obedecer a ciertos criterios: tener un «valor excepcional» (criterio inspirado por la Convención sobre el patrimonio mundial de la Unesco); estar arraigadas en la tradición cultural de la comunidad implicada; desempeñar un papel en la afirmación de la identidad cultural de los pueblos y las comunidades; constituir un testimonio único de una tradición cultural viva, y estar en peligro de desaparición.

Marrakech fue uno de los crisoles de la reflexión impulsada por la Unesco para el reconocimiento del patrimonio oral e inmaterial. En 1997, y por iniciativa del escritor español Juan Goytisolo, así como de intelectuales marroquíes, la División del patrimonio cultural de la Unesco y la Comisión nacional marroquí para la Unesco organizaron una consulta internacional de expertos sobre esta cuestión. En respuesta a esta consulta, se crearía una asociación para la inscripción de la plaza Jemaa el Fna en el patrimonio oral e inmaterial de la humanidad. La preparación del expediente no fue fácil porque, además del hecho de responder a múltiples criterios, en su mayoría numéricos, había que justificar que las actividades de la plaza no sólo procedían de una tradición ancestral, sino también que se encontraban en perpetua renovación, que estaban vinculadas a la ciudad, e incluso que constituían el testimonio único de una tradición viva aunque amenazada.

La proclamación de Jemaa el Fna se efectuó el 18 de mayo de 2001, lo que convierte a esta plaza, que fue uno de los primeros espacios culturales que presentó su candidatura, en una de las diecinueve «obras maestras del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad» proclamadas en 2001. Pero ¿cuáles son las características de este espacio y qué es lo que lo convierte en el corazón de la medina de Marrakech? De hecho, la plaza Jemaa el Fna se remonta probablemente a los orígenes de la ciudad de Marrakech, fundada en 1070-1071 por los almorávides. A lo largo de los siglos pasados, la plaza fue uno de los símbolos de la ciudad, una encrucijada cultural hacia la cual convergían poblaciones de todos los orígenes. Así se convirtió en el receptáculo de diversas prácticas culturales que pudieron arraigar en ella e irse renovando.

Pero hay una extraña paradoja: mientras que la ciudad reúne y concentra todas sus energías para preservarse del caos, la plaza Jemaa el Fna no se detiene nunca y derrocha a toda velocidad, respondiendo a la obsesión por el orden con un soplo de libertad que despierta los sentidos, aguza el espíritu y estimula la imaginación. Y es que esta plaza es, antes que nada, un punto de unión de lenguas, culturas y tradiciones. Jemaa el Fna responde a una vocación esencial, que siempre ha sabido preservar, intacta, más allá de todas las vicisitudes y tribulaciones de la historia: la mezcla. Mezcla de etnias, clases sociales y distintas generaciones. En efecto, tras la disonancia ambiente y el batiburrillo de imágenes, ricos y pobres, gentes de campo y ciudad, activos y ociosos, jóvenes o viejos, sin importar su origen, condición social, edad, color político o religión, inmersos en el irreprimible flujo de su movimiento, pasan a convertirse, sin saberlo, en miembros de una comunidad fraternal. Una humanidad nómada libre de reglas y límites, completamente penetrada por la irradiante experiencia de la alteridad.

Por otro lado, y ello no deja de ser un raro privilegio, dicha humanidad consigue reconciliar la esfera de lo profano con la de lo sagrado. Desde hace siglos, la plaza despliega sus encantos y camelos a la sombra del minarete de laKoutoubia. Con la mayor naturalidad, siempre ha sabido conjugar el espectáculo más impúdico y la insolencia más iconoclasta con el impulso místico y los arrebatos extáticos. Su público pasa sin pestañear de los espectáculos más desenfrenados a los más recogidos, sucumbe a las seducciones de un verbo libre de todo conformismo social, y a continuación se dispone a escuchar con fervor los versos extáticos de un poeta místico.

Desde los narradores a los diferentes espectáculos de música y trance, pasando por los encantadores de serpientes, domadores de monos, herboristas, predicadores, videntes, acróbatas, magos y cartománticas, la plaza presenta un variado repertorio de patrimonio oral e inmaterial. Estas prácticas son la expresión de un arte que se desarrolla a través de la palabra, el gesto, la vestimenta, el sonido, etc. La riqueza de este patrimonio oral e inmaterial tiene como corolario una gran diversidad de orígenes geográficos, sociales y culturales. De hecho, Marrakech, en tanto ciudad imperial, ha constituido un polo de atracción para numerosas poblaciones. Para ellas, la plaza Jemaa el Fna ha sido un lugar de integración que, al mismo tiempo, ha permitido que las especificidades culturales pudieran mantenerse. Así, en la plaza, entre otras cosas, la literatura oral se expresa en diferentes lenguas, como el bereber, el árabe dialectal y el árabe clásico, en un fecundo intercambio con diferentes lenguas extranjeras.

En consecuencia, la plaza es un auténtico laboratorio donde continuamente se está construyendo el habla de Marrakech. A los diferentes préstamos lingüísticos hay que añadir una creación léxica muy vivaz, que debe mucho al ingenio de los contadores de historias. Éstos, a su vez, cuentan con el relevo de un público entusiasta y aficionado a las palabras ingeniosas, que luego repite esas incorporaciones lingüísticas por toda la ciudad. Una de las formas de expresión más destacadas en este proceso de creatividad lingüística es el ighouss, un habla subterránea, secreta, propia de los usuarios de la plaza, y que da fe de la primacía que posee el lenguaje en la identidad de Jemaa el Fna.

En mayo de 2001, la plaza fue declarada obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad, pasando a formar parte de las primeras listas de obras maestras del patrimonio inmaterial que fueron proclamadas en todo el mundo. Algunos años después de la consagración internacional de este patrimonio oral inmaterial, ¿qué queda hoy en día de esa cultura oral y popular, en una sociedad como la nuestra y, sobre todo, cómo se efectúa la transmisión de ese saber? En la plaza se llevan a cabo simultáneamente actividades de todas las categorías, una peculiaridad de la que todos sus miembros se enorgullecen: esta característica concierne a la relación con el público y trasciende las especificidades de los espectáculos porque es común a todos ellos. Así, un encantador de serpientes, un narrador, un herborista o un acróbata tienen que dominar necesariamente el arte del entretenimiento; es decir, el arte de seducir al público, de atraerlo, de llamar su atención y de apartarlo de la competencia.

El escritor Juan Goytisolo ha descrito de manera muy sugerente el buen hacer del animador de la plaza Jemaa el Fna: «La obligación de levantar la voz, de argumentar, de encontrar el tono justo, de perfeccionar la expresión y de forzar la mímica que captarán la atención del paseante o desencadenarán las risas de un modo irresistible: volteretas de clowns, ágiles saltimbanquis, tambores y bailes gnaoua, monos chillones, reclamos de los médicos y herboristas, brusca irrupción de las flautas y los tamboriles en el momento de pasar el platillo; inmovilizar, distraer, seducir a una masa eternamente disponible, atraerla poco a poco hacia un territorio preciso, distraerla del canto de las sirenas rivales, y arrancarle, por fin, el dirham resplandeciente que recompensa el virtuosismo, el vigor, la obstinación y el talento». Pero, a pesar de esta diversidad de talentos y del reconocimiento internacional, en el imaginario de muchos la plaza sigue siendo, sin ningún género de dudas, un lugar de subversión e incluso de perdición. La excesiva solicitud de que hoy en día son objeto los actores no es más que una tentativa sesgada de controlar lo que todavía puede ser la esencia de su palabra, considerada por muchos una palabra poco ortodoxa y, por tanto, potencialmente perniciosa.

Además, la plaza se ve enfrentada actualmente a una contradicción muy importante: por una parte, el patrimonio oral está adquiriendo un estatuto oficial y una credibilidad internacional pero, por otra, no goza de demasiada estima, ya que la cadena entre maestro y discípulo que conectaba a la generación anterior con la nueva parece haberse roto. La reticencia, e incluso la aversión, con que ciertos actores de la plaza Jemaa el Fna contemplan la idea de que sus hijos puedan sucederlos muestra bien a las claras el valor que otorgan a su arte y, sobre todo, el valor que les da la sociedad. Por tanto, al reproducir el desprecio con que la sociedad los trata, algunos llegan a frustrar la naciente vocación de sus hijos e incluso les prohíben acudir a la plaza, dado que la consideran un lugar de perdición.

El caso es que estos actores de la plaza Jemaa el Fna viven en unas condiciones muy precarias. Esto sucede, especialmente, con los contadores de historias. Además de la indigencia material, el desprecio y la sospecha de que son objeto, se sienten extranjeros en su propio universo, desposeídos de esta plaza cuyo emblema, en otros tiempos, eran ellos mismos. Esta es la razón por la que, desde hace unos años, hayan renunciado incluso a aquello que sustenta su supervivencia y la perpetuación de su arte: la transmisión de su saber. Jemaa el Fna belia,[1] afirman, y cuando el círculo de la halqa se quiebra, las frustraciones se agudizan y la vida vuelve a atrapar a aquel que, mientras dura el espectáculo, ha sabido detenerla al hilo de sus palabras. Ciertamente, la actitud del público actual ha tenido un gran peso en este rechazo a la transmisión que muestran hoy los contadores de historias. En efecto, durante mucho tiempo se ha dicho que el público de Jemaa el Fna era especial, ya que, cuanto más de acuerdo estaba, más exigía, siempre dispuesto a vibrar al unísono en cuanto percibía la manifestación del talento. Ahora bien, es evidente que hoy el público parece estar más atareado, y también es más versátil. Ahíto de imágenes televisivas y ebrio de distracciones, no es raro, en efecto, verlo ir de aquí para allá echando una ojeada a algún que otro fragmento de espectáculo, pero sin tomarse jamás el tiempo necesario para asistir a uno completo, algo que en otros tiempos hubiera sido inconcebible.

Considerando el papel preponderante que desempeñaron en la plaza Jemaa el Fna, no cabe duda de que los contadores de historias son la categoría de actores que más peligro corre. Oriundos de Marrakech, no son más que una decena, y apenas llegan a siete los que ejercen su oficio de manera intermitente. Su media de edad (entre cincuenta y ochenta años) da cuenta de su dificultad para encontrar una forma que garantice la transmisión de su saber, contrariamente a lo que sucede con otras categorías de actores, como los encantadores de serpientes o los acróbatas.

Los encantadores de serpientes son, ciertamente, más numerosos en la plaza. Oriundos de Marrakech y de su región, tanto su número como su edad atestiguan su vitalidad y su capacidad de renovarse según un modo de transmisión casi siempre familiar y con una  fuerte connotación de cofradía. En cuanto a los cantantes, bailarines y músicos, puede decirse que están constituidos por grupos muy heterogéneos de orígenes geográficos muy distintos. Esa variedad refleja la diversidad de formas de expresión de un patrimonio oral, arabófono y bereberófono a la vez, procedente tanto de las montañas como del llano, y que para algunos, como los gnaoua, tiene no sólo unas raíces muy lejanas que se hunden en el corazón del África negra, sino también una probada filiación de hermandad.

Pero el número de ciertas troupes disminuye día tras día, y la media de edad de sus componentes supera a menudo los cincuenta años. Además, puede constatarse que el repertorio de música y cantos tradicionales está dejando paso a otro repertorio más moderno. Este fenómeno tiene que ver con la evolución de los gustos del público, que actualmente se siente más atraído por las músicas y los bailes «modernos» que por los repertorios tradicionales. Los acróbatas, ayer figuras ineludibles de la plaza Jemaa el Fna, ya sólo aparecen raras veces. A pesar de superar un proceso de aprendizaje físico especialmente agotador y de su filiación de probado origen cofrádico, como demuestra el nombre que los designa (Oulad Sidi Hmad Ou Moussa, descendientes de Sidi Hmad Ou Moussa),[2] sólo se dejan ver raras veces en la plaza, porque reservan sus actuaciones para los establecimientos turísticos y los acontecimientos culturales nacionales o internacionales.

Pero aunque los contadores de historias ya no son tan importantes, y a pesar de que los encantadores de serpientes presentan un espectáculo cada vez menos anclado en su tradición espiritual y de cofradía, otras actividades están ganando terreno, más orientadas a las necesidades y los deseos del público —constituido en gran medida por turistas— que acude hoy día a Jemaa el Fna. Eso es lo que pasa especialmente con los naqachat, que practican el arte ancestral del tatuaje a la alheña (henna) y con los herboristas, cuyas actividades florecen día a día (como atestiguan su número y la superficie que ocupan en la plaza).

Así, aunque aparentemente la plaza Jemaa el Fna siga siendo el lugar por excelencia de la diversión, ésta reviste hoy una forma mucho menos recogida, menos contemplativa e incompatible con la austeridad del cuento. De hecho, el pacto entre público y narrador parece haberse quebrado. Incluso la tradicional competencia entre los diversos actores de la plaza, en otro tiempo sabiamente orquestada y reglamentada por un código sutil de usos y vetos que todo el mundo estaba obligado a respetar, se ha transformado en una verdadera batalla campal en la que se lucha ferozmente. La plaza se ha mercantilizado en gran manera debido a la embestida de una modernización galopante y una presión turística que no cesa de aumentar. La creciente expansión de los comercios poco a poco está invadiendo el espacio destinado al espectáculo. Los contadores de historias han sido los que más han sufrido a causa de esta evolución. Ayer eran las figuras dominantes de la plaza Jemaa el Fna, y hoy se ven confinados a la periferia, ejerciendo su oficio en condiciones cada vez más difíciles. Su carisma no les resulta de demasiada ayuda, porque ya no se trata de perfeccionar la expresión para convencer al público, sino de alzar la voz por encima del jaleo reinante para que se les pueda oír.

Bien es verdad que la situación de los acróbatas o los encantadores de serpientes es menos dramática que la de los contadores de historias. Por esta razón, el hilo de la transmisión se mantiene vivo, a pesar de la evolución actual que trastorna en gran medida los esquemas de transmisión tradicionales. Así, los encantadores de serpientes de Jemaa el Fna, todavía numerosos, unidos por lazos de sangre que mantienen al mismo tiempo la coherencia y la solidaridad de los grupos, tienen hoy que enfrentarse a un gran obstáculo que afecta a su proceso de transmisión: los más jóvenes ya no son capaces —o por lo menos ya no se sienten capaces— de practicar el arte de cazar serpientes porque opinan que esta práctica es demasiado peligrosa. Sólo un pequeño grupo de los hijos mayores se encargan de hacerlo hoy. Esta situación no deja de influir de manera decisiva en su actividad, ya que la escasez de serpientes a que da lugar acaba con cualquier veleidad de vivir el ritual de los encantadores de serpientes en su integridad —un ritual en cuyo transcurso pueden matar a la serpiente en estado de trance—. En este caso, los obstáculos en el proceso de transmisión modifican en profundidad las modalidades del rito y, en un momento dado, incluso pueden llegar a empobrecerlo, según confiesan los propios encantadores, que temen que sus prácticas se acaben folclorizando y transformando en un mero espectáculo de diversión para el turista de paso.

A partir de estos pocos ejemplos comprobamos que, a pesar de la permanencia de algunos actores en la plaza Jemaa el Fna, nada garantiza la conservación del proceso de transmisión y, aunque ello no fuera así, nada nos asegura que se trate de una transmisión íntegra. Hay muchos olvidos, escollos y rupturas provocados por la evolución natural de la sociedad; los más jóvenes ponen mala cara ante las facetas más arduas del proceso de aprendizaje y se niegan a ejercitarse en ellas, como sucede no sólo entre los encantadores de serpientes, sino también entre los acróbatas.

¿Cuál puede ser el futuro de los actores de la plaza Jemaa el Fna en un contexto como el descrito? ¿No son más que vestigios de un mundo condenado a desaparecer, unos «fósiles culturales» cuyas manifestaciones hay que archivar y conservar, y cuyo anacronismo se ve agudizado por el paso del tiempo? O, al contrario ¿son capaces de seguir el ritmo de la evolución y de regenerar la tradición no sólo perpetuándola, sino también vivificándola permanentemente por medio de sus prácticas diarias en la plaza? Nos abstendremos de aportar una respuesta definitiva a esta cuestión y nos limitaremos a incluir algunas reflexiones concernientes, por una parte, a lo que contribuye a la actual vitalidad de este patrimonio y, por otra, a todo aquello que lo amenaza a corto plazo, relegándolo cada vez más a una segunda fila.

A pesar de aquello que más parece amenazarlo, es decir, de sus rivales naturales, la cultura escrita y todos medios audiovisuales, el patrimonio oral de Jemaa el Fna da muestras de una vitalidad incomparable. Como es lógico, los actores actuales tienen que hacer frente a un desafío cuya naturaleza no es igual que la de sus predecesores. Tal como destaca Juan Goytisolo, la batalla de la cultura oral primaria está, evidentemente, perdida de antemano. En cambio, resulta decisiva la que los contadores de historias llevan a cabo en favor de una cultura oral híbrida, en condiciones cada vez más difíciles. Dicha batalla consiste en integrar en su combate incluso aquello que parece ser una amenaza: los libros. En efecto, el incentivo de la lectura es actualmente esencial para la renovación de la práctica del narrador de historias, ya que abre unas perspectivas ilimitadas sobre unos textos que el público desconoce. Además, les permite dar una nueva vitalidad a sus narraciones, acometiendo historias que a veces resultan demasiado conocidas, embrollándolas, mezclando datos, modificando nombres, etc. Un saludable trabajo de intertextualidad en vistas a renovar el interés de un público que gusta de novedades y al que la práctica de la halqa (el círculo alrededor del narrador) sirve para disfrutar aún más debido a la infinita capacidad de improvisación que permite. Así es como, partiendo de tal o cual gesta épica o de las Mil y una noches, los narradores crean nuevos cuentos en los que personajes prestados de ese universo cambian de nombre y atributo para aliarse, guerrear y unirse a otros personajes muy alejados de ellos en época u origen.

Pero como ellos mismos reconocen, el recurso a la cultura escrita sólo es un rodeo, un medio para afirmar mejor la supremacía de la tradición oral. Desde este punto de vista, hoy en día los actores de la plaza Jemaa el Fna se ven obligados a ser más creativos que nunca, precisamente porque su público, ahíto de imágenes y ebrio de distracciones, es menos receptivo. De hecho, la perennidad de Jemaa el Fna depende de dos condiciones previas esenciales e imperiosas: la recuperación  de la sensibilidad del público respecto a esta cultura tan desacreditada y cada vez más desconocida, y la regeneración de muchas prácticas que para los más jóvenes están hoy en desuso y resultan arcaicas. Sólo así se podrá suscitar el nacimiento de nuevas vocaciones, ya que la llegada de nuevas generaciones de contadores de historias, malabaristas, acróbatas, músicos y cantantes deseosos no sólo de seguir conservando las habilidades y maneras del pasado, sino también de abrirse al presente y el futuro, puede garantizar verdaderamente la continuidad del patrimonio. A falta de una transmisión directa e inmediata, toda esta cultura aún viva se vería reducida, como destaca Juan Goytisolo, «a ser un fósil que tan sólo interesará a los conservadores de los museos, a los antropólogos o a los historiadores».

Notas

[1] En árabe este término significa la tentación del vicio.

[2] El santo Sidi Ahmed Ou Moussa nació hacia 1460 en Ida Ou Semlal, en el Anti-Atlas occidental. Estudió durante algunos años en Marrakech. Obedeciendo las órdenes de sus maestros, emprendió largos viajes, llegando, probablemente, hasta Oriente. Volvió a Marrakech en 1521 y pasó siete días sobre la tumba de su maestro Sidi Abdelaziz Tebbaa, tal como le había prometido. Después volvió a Souss y se instaló en Tazeroualt, donde moriría y sería enterrado, después de haber superado los cien años de edad. Desde entonces su santuario ha sido objeto de una gran veneración fomentada por un moussem anual que tiene lugar a finales de agosto (véase Dj. Jacques-Meunié, Histoire du sud marocain des origines à 1670, tomo 1, París, Librairie Klincksieck, 1982, pp. 466-475).