Para saber si el patrimonio cultural inmaterial puede servir de lenguaje común en la cuenca mediterránea, en primer lugar tenemos que buscar elementos de unión y rasgos comunes en los pueblos milenarios que, durante siglos, han habitado la región. Así pues, es necesario remontarse al transcurso de la historia para rememorar las alianzas, las guerras, las influencias y los contactos que han marcado la vida de las civilizaciones mediterráneas. Ésa es la única manera de dotar de sentido a la noción de patrimonio cultural inmaterial, y convertirlo en un lenguaje común que vaya más allá de las identidades y los límites territoriales nacionales. Una vez reconocido su carácter unificador, habrá que identificar la autenticidad y la especificidad de dicho patrimonio, así como las razones de su patrimonialidad.
Algunas breves advertencias a tener en cuenta
En su libro On History, publicado en Nueva York en 1997, Eric Hobsbawm nos recuerda algunas verdades que encajan bien con nuestro tema. En primer lugar, nos recuerda la gran importancia de decir la verdad sobre la historia: el punto de partida de todo estudio de la misma debe ser la distinción fundamental entre los hechos y la ficción, entre las evidencias históricas basadas en los hechos y las que no lo están, y entre los hechos objetivamente catalogados y probados, y sus posibles interpretaciones subjetivas o, peor aún, los hechos inventados. En toda la historia, y en toda historia, hay una contemporaneidad que debemos tener en cuenta. En otro libro, este mismo autor nos habla de la fabricación de tradiciones, lo que él denomina «The Making of Tradition», y nos muestra que muchas de las tradiciones que nosotros creíamos que procedían de la historia y de nuestro pasado son, de hecho, creaciones modernas o recientes dotadas de elementos que copian el pasado. Eso es algo que podemos encontrar a menudo en las puestas en escena del poder político (basta con recordar las del régimen hitleriano), pero que también se utiliza en las campañas comerciales, especialmente en aquéllas enfocadas a los productos alimenticios: la fabricación de la antigüedad de tal o cual producto, de su origen o valor como típico de la tierra, ha inventado a menudo una tradición que sólo existe en la mente de los publicistas. En este ámbito son frecuentes los préstamos, así como los «corta y pega». Resulta interesante recordar todas estas cosas e insistir en la necesidad de inscribir los patrimonios en la verdad histórica antes de comenzar nuestro artículo; más adelante volveremos a hablar sobre este tema.
¿Qué es el Mediterráneo?
Hablar del Mediterráneo y del patrimonio intangible mediterráneo equivale casi a hablar de un gran pueblo anclado desde siempre en la historia y en una geografía propia, que ha desarrollado sus propias tradiciones, creencias y costumbres. Esta geografía, que forja a este gran pueblo, lo contiene y lo protege al tiempo que lo abre a los intercambios –a menudo forzados– con quienes están a su alrededor. No insistamos demasiado en lo que Braudel, Camus y, en una época más reciente, Lord Norwich, han escrito sobre este mar, su historia y sus mitos. Limitémonos tan sólo a recordar que, según Fernand Braudel: «El Mediterráneo, es […] mil cosas a la vez. No es un solo paisaje, sino innumerables paisajes. No es un mar, sino una sucesión de mares. No es una civilización, sino varias civilizaciones superpuestas… El Mediterráneo es una antigua encrucijada. Desde hace milenios, todo confluye hacia este mar, perturbando y enriqueciendo su historia».
El Mediterráneo es como uno de esos pueblos grandes que están como colgados en la ladera de una montaña que lo domina; con un pie en las zonas altas y en unas tierras agrícolas difíciles, y el otro anclado en el mar. Sus orillas están densamente pobladas y sus habitantes se hallan divididos en grandes familias que comparten costumbres y tradiciones comunes, gestionando un espacio y una infraestructura comunes: la del mar Mediterráneo, esa gran red de comunicaciones que constituyen los caminos y las calles del pueblo. Podríamos seguir hablando durante mucho tiempo de estos espacios y medios compartidos, pero hay algo más importante. Lo que nos importa hoy es la configuración del Mediterráneo y todo aquello que comparten sus habitantes.
La continua impronta que el Mediterráneo ha ido dejando en los hombres está constituida por una profunda superposición de capas culturales, comportamientos, filosofías y religiones compartidas que, aunque a menudo se hayan opuesto entre sí, siempre han acabado reencontrándose y mezclándose en ese magma común formado por el mar Mediterráneo y las tierras que se incluyen en los límites de su espacio geográfico. ¿Hasta dónde se extiende el Mediterráneo? Si seguimos las recientes tentativas de unión y cooperación, el Mediterráneo acabaría por cubrir toda Europa continental y englobaría también una buena parte de Oriente Próximo, el golfo Pérsico y África. Eso es algo que se corresponde con el aspecto político de una voluntad, la voluntad de cooperar en y con el Mediterráneo, y no deja de ser algo bueno. Pero la realidad geográfica y cultural es otra.
Muchos definen sus límites geográficos basándose en el área del cultivo del olivo: las tierras en las que puede crecer el olivo están situadas en el Mediterráneo, un argumento que le da una cierta unidad climática y geográfica. Sin embargo, eso ya no es así, ya que hay otros lugares –Estados Unidos, México, Australia y algunos países de América Latina– que se han dedicado a cultivar el olivo y son productores de aceitunas y aceite. Aunque eso sea algo muy positivo y excelente para la salud de los habitantes de dichos países, y también una clara señal del éxito conseguido por nuestro modo de alimentarnos, no deja de crear una pequeña confusión que convendrá aclarar bien y, para hacerlo, contaremos con la ayuda de la historia objetiva y los hechos.
Así pues, ¿por qué tesis debemos optar? ¿Por la del área definida por la geografía? Dicha área nos sirve para hablar del clima y la agricultura, y para definir las tradiciones culinarias propias de esta región. Pero si optamos por esto último, nos estaremos alejando del objeto de nuestra exposición; es decir, la búsqueda de una comunidad patrimonial en un espacio que ha traspasado –por causa de la economía y la política– sus propios límites geográficos. De antemano creemos que lo más adecuado es ampliar naturalmente el marco que define al Mediterráneo, y utilizaremos los límites territoriales nacionales. En este marco tendremos que buscar los patrimonios y medios de apropiación que lo convierten en objeto de encuentros y unión.
La historia del Mediterráneo y su patrimonio
Pero la historia de esta zona tan plural, cuyos límites se redefinen continuamente, está llena de descubrimientos, de genialidad humana y también de imperios y conquistas. El Mediterráneo vio nacer en sus orillas las tres religiones monoteístas, un alfabeto universal, las leyes y los códigos, la moneda y los mercados, la democracia y las primeras ciudades. Las principales lenguas occidentales vieron la luz en él, así como la filosofía, los mitos y los imperios. Estos últimos han unificado, federado y organizado espacios y pueblos, dotando al Mediterráneo de rasgos comunes y civilizaciones compartidas: usos y costumbres, creencias, leyes, lenguas, mitos, palabras y literatura, arte culinario y esteticismo.
Los grandes conjuntos y los imperios que existieron en torno al Mediterráneo –los fenicios, el antiguo Egipto, Grecia, Roma, Bizancio y el Imperio Otomano– dieron forma a este espacio y le legaron factores unificadores –el alfabeto, la economía, las leyes, las vías de comunicación y, a veces, la religión–. En especial, cabe destacar dos períodos: el del Imperio Normando de Sicilia y el de Toledo. Ambos vieron cómo se creaba un sincretismo cultural y religioso que todavía estamos estudiando. La utilización del mar como principal medio de viaje e intercambios, y también de guerra, provocó una gran similitud de comportamientos y términos, técnicas y creencias, tradiciones y costumbres, así como de juramentos. Por ejemplo, en toda la zona del Mediterráneo, los juramentos se diferencian de los del continente y a menudo expresan, con la ayuda del verbo copulativo, ciertos actos lúbricos con dioses, santos o parientes cercanos. Lo cual denota bien a las claras el carácter apasionado de los mediterráneos.
Existen otras muchas similitudes y costumbres fuertemente arraigadas en todo el perímetro de este espacio. Y, por supuesto, está la dieta mediterránea, uno de los elementos constitutivos de esta parte de cultura que comparten todos los pueblos que viven en el Mediterráneo. Como no nos consideramos especialistas en la materia –salvo para degustarla y alabarla–, no entraremos ni en los detalles de dicha dieta, ni en cómo protegerla, aunque, según nuestro parecer, su mayor protección reside en su calidad. Al ser tan apreciada y deseada, se protege por sí misma.
En cuanto al patrimonio común, tenemos razones para creer que el Mediterráneo lo ha generado abundantemente.No obstante, a partir del momento en que intentamos utilizar un patrimonio –material o inmaterial– como medio de unificación y diálogo, las cosas se complican. Debemos avanzar en el reconocimiento del patrimonio común y su apropiación. Para que un patrimonio cultural inmaterial de la región mediterránea sirva de lenguaje común y nos acerque, se necesitan algunas condiciones previas. El patrimonio debe ser, en primer lugar, reconocido y aceptado; en segundo lugar, valorado y al mismo tiempo valorativo. Además, debe ser percibido, disponible y accesible. Por último, los valores que este patrimonio inmaterial vehicula deben compartirse, por lo menos en parte.
Sin embargo, más allá de estas condiciones previas e intrínsecas del patrimonio cultural, y para que éste se convierta en un lenguaje común y sirva de puente, hace falta sobre todo que los actores que un día podrían utilizar esas funciones del patrimonio se muestren deseosos de apropiarse de él, y de aceptarlo como un patrimonio compartido y no rigurosamente identitario. Sólo entonces dicho patrimonio podrá contribuir a que sean posibles la aproximación y la cooperación. Si no hay un deseo de encontrarse, cooperar, comerciar e intercambiar, ningún patrimonio cultural inmaterial desempeñará el papel de aglutinador, de lenguaje común o de puente, por muy mediterráneo que sea.
En el caso del patrimonio inmaterial, nos enfrentamos a unas dificultades más importantes que las que tendríamos si se tratara de negociar un patrimonio mobiliario. Destacaremos tres de ellas, ya que me parecen muy importantes para nuestro tema:
• En primer lugar, debemos identificar claramente al propietario de dicho patrimonio. ¿Es el Estado, una ciudad, una región, un pueblo, una comunidad religiosa, un gremio, etc.? ¿Quién será su guardián y preservará su memoria y los saberes que le son propios, quién lo transmitirá y se encargará de que perdure? Sin propietario no hay patrimonio pero, contrariamente a lo que sucede con un patrimonio mobiliario, cuyo propietario se puede identificar claramente, aquí nos encontramos frente a un patrimonio inmaterial e intelectual cuyo origen suele ser difuso y perderse en el tiempo.
• En segundo lugar, hay razones para cuestionar la autenticidad y especificidad de dicho patrimonio. ¿Qué es lo que lo hace único, representativo o específico? ¿Cómo mantener su calidad y garantizar su perennidad en términos de especificidad y calidad? Al hablar de patrimonialidad, hablamos también de crecimiento del valor comercial, de riesgo de monopolio (el patrimonio es único) y, en consecuencia, de riesgo de merma de calidad a largo plazo.
• Por último, ¿para quién y por qué tomamos decisiones sobre la patrimonialidad? ¿Para asegurar y confirmar la creatividad? ¿Para los actores? ¿Para la economía, o para disfrutar de más reconocimiento y ver más colmado nuestro orgullo? Esta cuestión es tan importante como la del propietario porque, en el caso del patrimonio inmaterial, son los valores populares los que suelen vehicularse, y dichos valores pueden muy bien verse transformados si la propiedad del patrimonio pasa a manos de una entidad distinta o superior. Si esto ocurre, los objetivos y las funciones del patrimonio ya no seguirán siendo los mismos, con lo que un día u otro éste se contaminará y, como es lógico, se perderá.
Todas estas cuestiones son complejas en tanto en cuanto estamos hablando de un patrimonio «compartido» que aglutina a diversos pueblos.
A modo de conclusión
Para conseguir que se acepte este patrimonio compartido y común, y para que los mediterráneos lo sientan como propio, hay que impulsar un trabajo de memoria y sobre las memorias, así como sobre las mentes y la comprensión. Debemos crear puentes y espacios comunes en el espíritu de los pueblos. Sólo entonces el patrimonio inmaterial nos pertenecerá a todos y se convertirá en un lenguaje común. En este sentido nos iría bien hacer lo que preconizaba Voltaire en las últimas páginas de Cándido: ser pacientes y «cultivar nuestro jardín». Debemos adquirir el ritmo y la paciencia del agricultor, y seguir cultivando sin descanso nuestro jardín.