A pesar de que la mediterraneidad, en tanto que construcción identitaria colectiva, no circunscrita a un estado de límites precisos, no existe, la fantasía de creernos mediterráneos resulta muy atractiva. Lo mediterráneo sí se puede detectar en pequeñas cosas, aparentemente simples pero que determinan nuestra manera de vivir, como, por ejemplo, un sofrito. Sin embargo, los inmigrantes de la orilla sur que intentar llegar a la orilla norte de este mar no tienen ninguna conciencia de esta construcción identitaria. Para ellos, el Mediterráneo es más bien una frontera, el límite que frena sus anhelos, las esperanzas de acceder a un futuro mejor. Así, las aguas de este mar se han convertido en un depósito de cadáveres a los que no deberíamos volver la espalda si queremos construir una sociedad digna.
El Mediterráneo no existe. Esta es la conclusión a la que llegamos enseguida si intentamos definir en qué consiste el hecho de ser mediterráneos. Pensar que el área geográfica que hay alrededor de esta vasta extensión de agua es algo más que la yuxtaposición de las distintas regiones que la componen es arriesgado. ¿Cómo se puede definir la mediterraneidad? ¿En qué consiste? No lo sabemos, como cualquier otra construcción identitaria colectiva no circunscrita a un estado de límites precisos, la mediterraneidad no existe. A pesar de ello, resulta tan atractiva la fantasía del ser mediterráneo, el amplio espejo donde podríamos vernos reflejados tantos y tantos habitantes de lugares tan diferentes… Es un anhelo legítimo y muy humano querer pertenecer a un conjunto que vaya más allá de nosotros mismos o de nuestro paisaje inmediato, algo que abarque mucho más que el mundo reducido que nos ha tocado vivir. Pero ¿cómo podemos atrevernos a definir lo que tenemos en común sin que ello acabe por convertirse en un panfleto para turistas o un reportaje del National Geographic y sin evitar los manidos lugares comunes? Como escritora que piensa en las identidades me pregunto: ¿Existe esa esencia común? Me digo a mí misma que debemos huir precisamente de los esencialismos, que son por definición perjudiciales y peligrosos y no suelen ser más que armas para perpetuar la subordinación. Sin embargo, la imagen del Mediterráneo es tan sugerente… Esa imagen sí existe, forma parte de nuestra imaginación, de un imaginario hecho de intangibles muy cotidianos. Los elementos que nos vienen a la cabeza cuando intentamos definir esta pertenencia tienen que ver con la luz, el paisaje, la gastronomía o el clima. Lo mediterráneo se detecta en las pequeñas cosas, en aquellos elementos aparentemente secundarios que determinan enormemente nuestra manera de vivir, nuestros caracteres y nuestro día a día, pero quizá solo detectamos estos hechos de la realidad porque así hemos aprendido a hacerlo. Quién sabe si la misma publicidad turística no condiciona nuestra manera de percibir el mar del que hablamos aquí. La identidad mediterránea, aunque no existe, cumpliría con todas las características de cualquier identidad colectiva sana: no es granítica ni hermética y no se sabe exactamente dónde comienza y dónde acaba, en qué punto podemos decir que algo ha dejado de ser mediterráneo o ha empezado a serlo. Asimismo, como cualquier otra construcción conjunta, se vive de manera distinta por cada uno de los individuos que viven en esta área geográfica.
Claro está que esta visión de la mediterraneidad es, evidentemente, la que tenemos desde la orilla norte; es una construcción creada, enseñada y difundida desde la orilla norte y para la orilla norte. Yo que vengo del sur os lo puedo asegurar: allá abajo nunca hemos oído hablar del Mediterráneo, nunca nos han preguntado si éramos mediterráneos o no. La primera vez que fuimos conscientes de que existía un mar común fue gracias a la compañía de ferris que nos iba a llevar de una orilla a otra en nuestro primer traslado, Transmediterránea, y también por el corredor con nombre del mar que nos ocupa y que nos serviría para hacer los largos trayectos hasta nuestro pueblo de acogida. Los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes que íbamos y veníamos bordeando la costa peninsular cada año apenas teníamos conciencia mediterránea. Para nosotros, tenían su significado el pequeño pueblo de donde veníamos y aquel donde pasábamos la mayor parte del año, pero el viaje entre esos dos pueblos lo hacíamos por unas tierras en las que no identificábamos nada que podamos definir como mediterráneo. En los carteles de las autopistas y en las áreas de servicio apenas hay aroma mediterráneo. En este trayecto había más elementos para sentirnos parte de la patria de los inmigrantes que para descubrirnos mediterráneos. Aun así, los hijos de la inmigración hemos buscado ese algo común que une todos los países que rodean este mar; la propuesta nos resulta conciliadora y nos entusiasmamos cuando visitamos el Ampurdán y reconocemos el yermo paisaje de nuestra infancia, o cuando vamos a Mallorca y nos emocionamos con los almendros, las higueras y los algarrobos. También cuando aprendemos otras gastronomías y recordamos a nuestras madres diciéndonos que nosotros, como rifeños, no cocinamos como los árabes, y comprendemos que se referían a un elemento tan particular y mediterráneo como el sofrito.
Sin embargo, a pesar de la tentación de esta propuesta de pertenencia, sabemos bien que hay un solo Mediterráneo. Hace ya décadas que otros inmigrantes menos afortunados que nosotros, diferentes por el simple hecho de no disponer de un trozo de papel, descubrieron que el Mediterráneo es una frontera, el límite que frena sus anhelos, las esperanzas de acceder a un mundo mejor. Hace ya tiempo que las aguas de este mar no dejan de verter cadáveres en sus pacíficas playas meridionales, los cadáveres devueltos del norte de todos aquellos que pagan con la vida el gran delito de ser pioneros sedientos de esperanza, de ser jóvenes que quieren trabajar. Las madres de ahí abajo han descubierto por fin qué es el mar del medio: ese espacio terrible que los hijos osan desafiar y del cual muchos no regresan. Mi generación y las que han venido después hemos crecido y nos hemos hecho adultos con las imágenes de cuerpos flotando en el agua, una sangría que, nos han dicho y repetido, no tenía remedio. También lo dicen ahora de los que huyen de la guerra y son recibidos con gases lacrimógenos. Eso sí, después viajaremos al sur y elogiaremos la hospitalidad característica del lugar. ¡Qué exotismo!
Yo me pregunto: ¿Es realmente así? ¿Es cierto que no hay remedio y que esa es la única manera que tenemos de ser? Por supuesto que no. Claro que el Mediterráneo podría ser mucho más que una fosa común de los desesperados y los esperanzados; si lo es para los habitantes de la zona norte, que solo tienen posibilidades de morir por accidente, también debería serlo para los del sur. El Mediterráneo podría ser otra cosa porque, de hecho, ya lo fue hace no mucho tiempo. Cuando yo era pequeña, durante la década de los ochenta, los convenios bilaterales entre España y Marruecos permitían que con un simple pasaporte se pudiera pasar la frontera. No había vallas en Melilla, ni tantas colas para entrar en Europa, ni tantos impedimentos burocráticos. Por supuesto que tampoco había gente ahogándose porque les impedían entrar. Ahora nos dicen que las cosas son más complicadas, que no se puede dejar entrar a todo el mundo, y anestesian nuestra empatía hacia los muertos con fantasmas de invasiones masivas. Desde aquí hemos sido en parte cómplices de esta desgracia, simplemente con nuestro silencio cómplice.
Pero ¿qué fue lo que cambió? ¿Por qué a partir de un momento dado se hizo imposible atravesar el Estrecho desde abajo sin una infinita retahíla de trámites? ¿Qué nos pasó a los del sur para que, de pronto, nos convirtiéramos en individuos tan sospechosos, tan potencialmente peligrosos? Muy sencillo: nos hicimos europeos, renunciamos a parte de nuestra mediterraneidad para convertirnos en ciudadanos del norte. Desde el momento en que volvimos nuestra mirada hacia los vecinos de más arriba de los Pirineos empezamos a vernos más como ellos que como los de abajo. Yo he crecido con esta visión de las cosas y, obediente, me la creí: nosotros, me dijeron, somos un país demócrata y tenemos separada la religión del Estado, no como vosotros. Nosotros hemos dejado atrás machismos que ya casi hemos erradicado, y que en vuestras sociedades continúan siendo evidentes. Hemos matado al patriarcado. No tenemos corrupción, no como en vuestros países, donde no se puede hacer nada si no es a base de sobornos. Para nosotros la libertad es sagrada, no como para vosotros, que aún sois sumisos y no la valoráis.
Por desgracia, la crisis de estos últimos años ha puesto todas nuestras vergüenzas, las de aquí, la orilla norte, sobre la mesa y ha destapado, como si de repente alguien hubiera encendido una luz en una habitación oscura, que todos esos elementos tan mediterráneos del sur también están en el norte. Aunque algunos se empeñen en decirnos que somos como Dinamarca.
De manera que la construcción política de una Europa unida incide directamente en esta idea del Mediterráneo y en cómo nos relacionamos con ella. ¿Quizá hemos decidido que, como europeos que somos, debemos alejarnos de esas raíces que nos harían más norteafricanos que escandinavos? No lo sé, pero sí sé que en lo que pasa hoy en día y lo que ha pasado en las últimas décadas en el Mediterráneo tiene mucho que ver esta construcción política. El conflicto no está, por supuesto, en la Unión en sí, sino en cómo se ha construido. Convertir Marruecos o Turquía en la frontera de Europa sin exigir a estos dos países las garantías democráticas y los tratados dignos que se supone que defienden los ideales europeos es una perversión y una fisura en los fundamentos mismos sobre los que descansa esta construcción. Los muertos de hoy y los de ayer no son casuales, no nacen de la nada. Y por supuesto que son más que evitables.
Los ideales humanitarios europeos se quedan en papel mojado si son a costa de los náufragos. Si volvemos la espalda a lo que pasa más allá de sus límites y en sus límites mismos, es imposible construir una sociedad digna.