Los Mediterráneos: miradas enfrentadas

Javier de Lucas

Institut de Drets Humans, Universidad de Valencia

La política migratoria actual de la zona mediterránea atraviesa desde hace años una situación insostenible, que ha convertido el Mar Mediterráneo en un mar de cadáveres de aquellos que huyen de sus países para tratar de alcanzar la otra orilla. Esta política migratoria contempla la inmigración en tiempos de crisis como una amenaza al orden público y la seguridad, y exige la institucionalización de instrumentos de excepción como campos de internamiento, utilización de fuerzas armadas, etc., y la criminalización de los inmigrantes. Esta política basada en el miedo tiene como finalidad que cedamos nuestros derechos y libertades, y viola el derecho más elemental del ser humano: el derecho al asilo.  


Un juego de miradas que descubre la nuestra

Recorrer esta exposición del IVAM, a mi juicio, es sobre todo pasear por un juego de miradas. No hace falta insistir con Anderson en ese proceso de construcción social de la realidad que llevamos a cabo desde nuestra mirada y que el maestro Antonio Machado sintetizara en los conocidos versos, «El ojo que ves no es/ojo porque tú lo veas; /es ojo porque te ve». El cine y la fotografía, incluso más que la pintura, tienen esa capacidad brutal de reconstrucción.

Ya sé que el arte no tiene por qué proponerse intención normativa alguna. Hablo de normativa en el sentido kantiano de la razón práctica, la que tiene que ver con el sentido, la valoración, la justificación de nuestras decisiones, de nuestras conductas, la que aspira a guiar nuestras decisiones en el orden moral, jurídico y político. Por eso, insisto, ha de reconocerse que en el arte no es necesaria, menos aún prioritaria, esa intención normativa. Y todavía menos esa perversión que Nietzche denunciara como moralina. Es nuestra mirada, la de quien recorre esta exposición, la que podrá y querrá, en su caso, extraer un juicio que irá a veces va más allá, otras más acá de lo que se propone el artista. Un juicio que, a mi juicio, permite desvelar lo brutal y cruel de nuestra (re)creación del Mediterráneo, de nuestros Mediterráneos. Porque no podemos ignorar, para empezar, el hecho de que el Mediterráneo es hoy la mayor frontera del planeta, en el sentido de la mayor falla demográfica: hay una proporción inversa y gigantesca entre el PIB y la tasa de crecimiento demográfico a una y otra orilla de nuestro mar. Eso no puede dejar de constituir un efecto de salida desde esos países (donde la población menor de 21 años constituye una proporción abrumadora, sumado al hecho de las escasas o muy mediocres expectativas de mejora de nivel de vida) hacia los países del norte, envejecidos, pero con un PIB y un índice de desarrollo humano que multiplica hasta cinco veces los de los países ribereños del sur. Lo que no podíamos sospechar es que esa frontera marina se convertiría, además, en la más peligrosa del mundo[1].

Es ese el Mediterráneo, los Mediterráneos que hemos creado a golpe de intereses y leyes. Los que sirven a esas que llamamos «políticas mediterráneas», como las de migración y asilo. Intereses, leyes, conflictos que a duras penas consiguen ocultar las razones por las que el Mediterráneo se convierte, o, peor, mediante las cuales hemos transformado el Mediterráneo en un lugar de espanto, de indiferencia ante la suerte del Otro: la suerte que le hemos deparado al construirle con nuestra mirada, que le depara explotación, desigualdad, humillación y muerte.

Digo muerte. Una muerte que no sólo es la física, la de esos casi cuatro mil cadáveres que han engrosado en 2015 la fosa común en que se ha convertido lo que nuestros ancestros calificaron con el posesivo, nuestro mar. No: hablo de desigualdad, explotación, humillación y expulsión, que son muerte civil, muerte de lo más humano, muerte de personas transformadas en números, anónimos, carne de estadística.

Y sin embargo, el Mediterráneo es también, o al menos lo fue, el mito en el que crecieron los mitos de los que aún nos alimentamos. El mito en que los mitos se hicieron razón, logos. En lo que sigue, trato de ofrecer al lector algunas pistas sobre ese extravío.

Mediterráneo: mito, razón, mercado, imperio

Desde que el eminente filólogo Wilhem Nestle publicara en 1940 su obra monumental Del Mito al Logos[2], en la que, en diálogo crítico con los físicos, los eleáticos y sofistas y Platón, pero también con Nietzsche, explica el nacimiento de la filosofía en Grecia como un esfuerzo de emancipación de la razón respecto al pensamiento mitológico, obra de esos primeros filósofos, no podemos separar esa trilogía ‒mito, razón, filosofía‒ de otro concepto clave, el de Mediterráneo.

En efecto, el Mediterráneo aparece como el espacio natural, el «caldo amniótico» de la civilización o, al menos, de la tradición cultural que se apropia en términos de identidad de la civilización occidental, nuestra civilización y llega a autodefinirse como «la» civilización. «Mar entre tierras», implica la relación dialéctica constitutiva entre tres tierras (Europa, África, Oriente) que históricamente se resuelve en la misma relación entre dos civilizaciones, dos visiones del mundo que en realidad se implican mutuamente al mismo tiempo que pugnan entre sí: Oriente y Occidente, que se alimentan uno al otro, como lo hacen el Sacro Romano Imperio y el imperio Otomano, el de la Sagrada Puerta, aunque acaben resolviendo su pugna multisecular ‒política, comercial, religiosa y cultural‒ con la hegemonía del segundo, que llega a imponer su propia versión de Oriente, ese Orientalismo tan sabiamente descrito por Edward Said[3].

Fue la tradición romana la que llevó a su culmen ese espacio originario de la cultura, aunando a ella las dimensiones de ámbito del comercio, del intercambio y, por ende, de la riqueza, clave de la prosperidad del imperio y aun de la noción misma de imperio. Ciertamente, no son los romanos los primeros en acumular esas dos dimensiones, la económica y la política, que encierra potencialmente el Mediterráneo. Los nombres de Cartago, Alejandría, Atenas, Sicilia, Creta, Tiros o Biblos, es decir, sobre todo de la civilización fenicio-púnica o del imperio de Alejandro III de Macedonia, Μέγας Αλέξανδρος, el discípulo de Aristóteles e hijo del rey Filipo, son antecedentes que permiten explicar el mito del Mediterráneo como el mar central, y aun el centro del mundo, siempre que no olvidemos la tendencia que hace que todo imperio, en cuanto tal, se defina como «imperio del centro»[4].

Lo curioso es la evolución de ese papel definitorio, central, que tiene el mito del Mediterráneo para la propia identidad europea, es decir, la relación entre el papel cultural, económico y político del Mediterráneo y la misión que, en cada momento, se atribuye Europa a sí misma. Sobre todo porque no sería arriesgado proponer que, históricamente, la autocomprensión de Europa no se puede entender sin la referencia a la diferente visión atribuida al Mediterráneo. Es imposible olvidar la aportación a ese respecto de la escuela de los Annales y, en particular, del gran Fernand Braudel[5].

Es cierto que la dimensión global que adquirirá Europa ‒las potencias europeas‒ a partir de finales del xv y que se extenderá hasta la primera mitad del xx está ligada al declive del Mediterráneo como mar vital (España, Italia y, en menor medida, Francia), en pugna con las potencias atlánticas (primero Portugal, pronto el Reino Unido y los Países Bajos), lo que supondrá la centralidad de ese Atlántico y de los pueblos del norte[6], que, con la excepción del Reino Unido, muy tempranamente presente como aspirante a la hegemonía, son sobre todo los de la MittelEuropa y sólo más tardíamente los pueblos del norte, los del mar del Norte y los escandinavos en torno al Báltico.

Ocioso es subrayar que el decaimiento del mito del Mediterráneo como centro de las tierras y centro de Europa y aun del mundo tiene mucho que ver con otros mitos, como el que contribuye a crear ya en el mismo siglo xvi el cartógrafo sueco Olaus Magnus, que establecerá la diferencia entre mediterráneos y nórdicos: los primeros blandos y degenerados por el clima cálido (pero también vitalistas), los nórdicos sanos y virtuosos por el rigor del entorno. Esta caracterización por las circunstancias geográficas (algo que se encuentra desde luego en Montesquieu), recibe un apoyo decisivo gracias a la vulgarización de la tesis de Weber sobre la ética protestante y el capitalismo, que dará cuenta de la superioridad del ethos de los pueblos de la Reforma frente a los pueblos mediterráneos (católicos o, lo que es peor, musulmanes, no europeos en sentido propio). Es lo que subyace a ese acrónimo, PIGS, con el que la jerga bruselense trata de estigmatizar a los socios mediterráneos de la UE. Y así, el sol, la luz, la sal del Mediterráneo, su paisaje, su agricultura y su ritmo de vida, pasan a ser espacio de ocio en la peor acepción del mismo, el turismo de masas que convierte a los países del Mediterráneo, al mar mismo, en zona de servicios, destino de vacaciones de los dueños de Europa.

Pero aún nos faltaba una vuelta de tuerca, un giro histórico que, a caballo del proceso tecno económico de globalización que impone la ideología fundamentalista de mercado (Stiglitz dixit), de la lógica de expulsión que, al decir de Saskia Sassen[7], es el emblema de esta fase del neocapitalismo global, un modelo económico que como el del inicio del propio capitalismo global, tiene sus consecuencias, sus costes. Aquellos fueron el colonialismo, el imperialismo, la esclavitud. Hoy se trata del incremento exponencial de la desigualdad, de la pauperización de los pueblos del Sur, de la destrucción de sus hábitats naturales (del planeta mismo) que los obliga a desplazarse, a huir, y que está en el origen de esos fenómenos de movilidad humana forzosa que llamamos migraciones, desplazamientos, y que caracterizan a esos nuevos parias que son inmigrantes y refugiados. Como explica Sassen, se trata de dislocaciones socioeconómicas que no pueden ser explicadas sólo con las categorías de «pobreza» e «injusticia». De acuerdo con la Premio príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, esas dislocaciones se comprenderían con mayor precisión si se conceptualizan como diferentes manifestaciones de lo que deberíamos entender como expulsiones. Por eso escribe: «En las últimas dos décadas, se ha presenciado un fuerte crecimiento de la cantidad de personas y empresas expulsadas de los órdenes sociales y económicos centrales de nuestro tiempo». Expulsiones que no son espontáneas, sino producidas con instrumentos que incluyen «desde políticas elementales hasta instituciones, técnicas y complejos sistemas que requieren mucho conocimiento especializado y formatos institucionales intrincados». El abordaje de la lógica de las expulsiones pone en evidencia un sistema cuyas consecuencias son devastadoras, incluso para quienes piensan que no son vulnerables. De las finanzas a la minería, las técnicas de expulsión depredadoras hacen presa en todos aquellos que la sociología contemporánea nos ha hecho entender como desechables, sustituibles, los nuevos parias cuyo arquetipo son los inmigrantes y, ahora, también los refugiados. Esos que hoy transitan por el Mediterráneo, arriesgando sus vidas por la esperanza de llegar a la otra orilla, la nuestra. Y es así como el Mediterráneo, que fue espacio de frontera,  se convierte en frontera de muerte, lugar de espanto.

El Mediterráneo y la polisemia de la frontera

Es cierto, el Mediterráneo ha sido también y sobre todo, la frontera entre tres continentes, entre diferentes tradiciones culturales y religiosas, entre imperios en pugna, como recordaba más arriba. Sin embargo, convendría atender con algo más de detalle a la noción de frontera, preñada de ambigüedad incluso si, como es el caso, parece traducir una barrera natural. Porque la noción dominante de frontera es una reducción que no hace justicia al papel histórico de ese mar.

Pero, ¿qué es hoy una frontera? ¿En qué sentido el Mediterráneo es una frontera?[8]

Creo que la notable politóloga y feminista norteamericana Wendy Brown ha explicado muy bien las contradicciones que nos depara el proceso de globalización que identificábamos ingenuamente con la progresiva desterritorialización del mundo[9]. Pensábamos que la lógica de ese proceso llevaría antes o después a la caída (a la abolición) de las fronteras, al menos entendidas como instrumento de afirmación de soberanía territorial respecto a quien se la disputa (es decir, otros estados o bien «hordas» invasoras). Una desaparición de las fronteras entendidas como limite geográfico fortificado frente al enemigo exterior, ese que criticara Buzzatti en su novela El desierto de los tártaros, como también lo hicieron Kavafis –en su poema Waiting for the barbarians‒ y Coetzee –en su novela homónima Waiting for the Barbarians‒. Pero la realidad inmediata nos demuestra que no sólo no desaparecen (aun cuando sea con una función simbólica que, en todo caso, mantiene la carga represiva, violenta, de la que hablaré enseguida) sino que se incrementan. Nos faltaba por ver el refuerzo de muros y vallas al que asistimos durante 2015 en buena parte de la UE, que parece redescubrir el mito de la Europa fortaleza, desde Polonia y Hungría a Francia y España[10].

En todo caso, conviene recordar que el contexto de globalización impone el reconocimiento de la porosidad de las fronteras y el fracaso de todo intento de cerrar las fronteras como fortaleza, un intento que la UE trata de resucitar de tanto en tanto, desde una miope visión económica (centrada en la obtención del ejército de reserva, ni más ni menos) que daña exigencias elementales del Estado de Derecho respecto a los inmigrantes y aún peor, obligaciones internacionales de los estados miembros en materia de derechos de los refugiados. En efecto, aunque algunos puedan pensar que esa situación resulta de utilidad para el mantenimiento de un abundante contingente laboral o, en los términos acuñados por Karl Marx en El Capital, de un copioso ejército industrial de reserva, siempre disponible para cubrir las demandas de la economía (ya sea formal o sumergida), incurre en el error de reducir un fenómeno social global (en el sentido de Mauss) a su dimensión económico laboral y aun así de forma dudosamente eficaz, por su conjugación (si no supeditación) a la dimensión de orden público, exigencia/coartada de la política de miedo que trata de paliar la pérdida de agregación de las clases convertidas en precariado y produce un efecto de estratificación social que propicia una situación estructural de violación de los derechos humanos muy poco acorde con los presupuestos normativos mínimos del Estado de Derecho.

En realidad, pese al mensaje continuado de la necesidad de control absoluto de las fronteras en términos de filtro que no deje pasar al no deseado, al que seguimos denominando «ilegal» (no tanto porque sea un delincuente peligroso sino porque se trata de un inmigrante «excedente»), es casi imposible ofrecer ejemplos de estados cuyo territorio esté completamente sellado, incluso pese al continuo perfeccionamiento de los sistemas de vigilancia de las fronteras. La porosidad de las mismas es una señal más de la progresiva erosión de la soberanía estatal, aún más escandalosamente visible en el caso de la UE, con una geometría variable de definición de su territorio y sus fronteras,que acaba impactando sobre la movilidad de sus propios ciudadanos, como estamos viendo ahora en los casos de Bélgica, Alemania o  Reino Unido: el nexo político y jurídico entre soberanía y territorio se ha visto cuestionado por la multiplicación de poderes y ordenamientos supranacionales, el rápido crecimiento e intensificación de los vínculos transnacionales, así como el afianzamiento de los nuevos circuitos globales de producción e intercambio de capitales.

Dicho todo lo anterior, es necesario insistir en que la noción de frontera no es equivalente a la de muro defensivo ni al confín de soberanía. Incluso en términos clásicos, la distinción entre los términos romanos de limes, confines, o vallum es muy compleja. Resumiendo casi al riesgo de la simplificación, diría que si bien ha quedado en nuestra concepción de frontera la idea de confín, de límite y barrera del Estado, esto es, de instrumento de delimitación de la soberanía territorial, no es menos cierto que en el origen mismo de este concepto, la frontera es sobre todo una zona de contacto, de tensión, pero de intercambio. Y es que, más allá de las delimitaciones artificiales que los Estados convienen (o imponen), es decir, construyen, a efectos de gesto ostensible de soberanía (y por tanto de lógica militar o de policía y defensa), hay pueblos, culturas, intereses y necesidades sociales y económicas que se relacionan a través de la frontera como zona o espacio de contacto. Frente a la noción de frontera como limes, esto es, una línea fortificada que sirve para separar civilización de barbarie, hemos de recuperar la dimensión de frontera como espacio de interacción económica y social que paulatinamente puede propiciar el intercambio, la negociación y el mestizaje: cultural, económica, social, política. Eso es el Mediterráneo como frontera, escenario de conflictos, pero inevitablemente de esos conflictos también nos constituimos. Es el cierre, el bloqueo, el alzamiento de continuas y enormes dificultades que reducen hasta casi eliminar ese espacio de contacto —insisto, no arcádico— lo que a mi juicio constituye el error más grave de nuestras políticas de inmigración y asilo. Un error que, por lo demás, constituye una gravísima contradicción con todos los intentos de optimizar los beneficios que ambas partes (la UE, desde luego) podrían obtener de la existencia de un espacio común.

Señalado todo lo anterior, es imposible negar que la frontera, el Mediterráneo como frontera, desde la playa del Tarajal a las islas de Kos y Lesbos, ha adquirido otra dimensión. La que hace de las fronteras el espacio de la violencia, de la violación de los derechos. Las aguas del Mediterráneo nos arrojan cadáveres, que son sólo la punta del iceberg respecto a los cadáveres que sepultan. Por cada Aylan, cuya foto conmueve a la opinión pública, son centenares los cuerpos de niños que yacen ocultos en el suelo marino. El Mediterráneo se convierte así en la frontera de muerte, la más peligrosa del planeta, un verdadero lugar de espanto.

El Mediterráneo, frontera de muerte, lugar de espanto

El impacto de los hechos de violencia en la frontera es innegable: siempre lo es cuando hay un daño, siempre que hay sufrimiento. Porque la violencia significa ante todo daño, en la medida en que la violencia busca imponer u obtener algo por la fuerza. Y el daño injustificado o desproporcionado es el mal que el Derecho no puede, no debe aceptar. Esta idea se refuerza aún más si aceptamos la tesis de algunos filósofos del Derecho, como Ballesteros, que sostienen que en el corazón de la utilidad del Derecho se encuentra su condición de barrera contra la violencia y la desigualdad: por eso el Derecho sería, idealmente, «no discriminación y no violencia».

Aún más, el núcleo de lo que el Derecho debe prohibir, según la conocida argumentación de J.S.Mill en su On Liberty, es el daño a tercero. Por eso, la primera reflexión sobre esa «violencia en las fronteras», como aquella a la que venimos asistiendo casi en directo en Lampedusa, Ceuta o Melilla,  es que muchos de esos actos parecen coincidir con lo que consideramos delito, en la medida en que revelan usos desproporcionados de fuerza, amenazas desproporcionadas a la vida, a la integridad física, a la libertad, en relación con aquello que pretenden evitar, la llegada irregular a nuestras fronteras. Hablamos de daños en necesidades básicas, en bienes jurídicos primarios, en derechos humanos universales: a la vista de esos daños podemos decir que las fronteras significan hoy riesgo de muerte, muerte.

Hay quien negará esta premisa al recordarnos de forma pragmática que, a fin de cuentas, el Derecho es solo otra forma de la violencia. Sus argumentos son conocidos: ¿No es en sí el Derecho violencia institucional? ¿No es ese el sentido real del weberiano «monopolio de la violencia», que significa monopolio del Derecho en cuanto instrumento de coacción y sanción? ¿No está ahí el vínculo entre Derecho, poder y miedo, el recurso al miedo como vínculo político instintivo (tanto al menos como el instinto gregario, de rebaño, la voluntad de ser siervo)? ¿No es eso lo que nos anticipaba el brocardo primus in orbe deos facit timor, una constante de la teoría política, desde Grecia a nuestros días, que enuncia la fuerza del miedo como factor de obediencia? ¿No nos impone esa conclusión un examen realista, como el propuesto por Ross en su polémica con Kelsen acerca de la nota distintiva del Derecho, que no sería la validez, sino su eficacia coactiva? Hasta en el arte se nos transmite esa visión. Por ejemplo, en la mirada sobre el Derecho como violencia expresiva, al menos en las sociedades originarias, que tan plásticamente refleja Eastwood en el diálogo de su premiada película Unforgiven (Sin Perdón), entre el pistolero/sheriff Little Bill Dagget (Gene Hackmann) y el pistolero English Bob (Richard Harris), mientras aquél le propina a este una terrible paliza:

  • Little Bill Daggett: Supongo que piensas que te estoy pegando, Bob. Pero no es así, Bob. Lo que estoy haciendo es hablar, ¿sabes? Le hablo a todos los villanos de Kansas, de Missouri, y de Cheyenne. Y lo que les digo es que no encontrarán ningún dinero de putas. Y aun si lo hubiera, que no deben venir a buscarlo de ninguna manera.
  • English Bob: Yo os maldigo. Os maldigo a ti y todos los que como tú sois gente sin moral y sin leyes. Y a vuestras putas sin moral y sin honor. No me extraña que todos vosotros emigrarais a América, porque nadie en Inglaterra os quería. Sois un montón de salvajes. Una piara de sangrientos salvajes. Os maldigo.

Claro que hay otra mirada, otra comprensión sobre la relación entre fuerza, violencia y Derecho. El mismo Eastwood nos la ofrece como contrapartida en otro film: Grand Torino. Para poder justificar esa otra visión, para deslindar el monopolio legítimo de la violencia, frente a la violencia ejercida por quien tiene suficiente poder para imponerla, resulta inevitable acudir a la idea de justicia. Pero a su vez,  para que esta no sea un recurso formal, maleable en manos del poderoso, es necesario remitir el uso de poder a la noción de derechos humanos, concreción histórica de esa idea de justicia. Sólo un Derecho entendido como lucha por el Derecho, Kampf um Recht (Ihering), que se resuelve en lucha por los derechos, Kampf um Rechten, puede pretender ser instrumento distinto del recurso a la violencia. Es decir, tal y como advierte Ferrajoli, un Derecho entendido como ley del más débil. Pero no en el sentido pre nietzscheano que nos mostró  Calicles, como recurso ingenioso y resentido de los débiles contra el fuerte, el verdadero señor natural, sino como reconocimiento del otro, como lucha por los derechos del otro y en particular del otro más vulnerable.

Pues bien, precisamente el más vulnerable es el que busca asilo, aquel que no tiene en su propio país el derecho a tener derechos, el primer derecho, el Urrecht. Y la lucha por el primer derecho obliga a defender eficazmente a quienes cruzan las fronteras en su búsqueda, para conseguir su reconocimiento. Un reconocimiento elemental que es el primer amparo jurídico: la viejísima institución del asilo como forma institucional de la hospitalidad, tal y como insistieron con acento diferente Arendt y Brecht. Si la fuerza coactiva propia del Derecho que se ejerce en las fronteras no respeta esos límites, deja de ser ejercicio del monopolio legítimo de la fuerza y se convierte en violencia. Volveremos enseguida sobre esta cuestión, probablemente la prueba más evidente de la deriva ilegítima de las políticas europeas de migración y asilo.

Pero más allá de lo directamente visible, la «violencia en las fronteras», se encuentra otra cuestión, la de «la violencia de las fronteras», es decir, la pregunta: ¿Son las fronteras un daño y, por tanto, violencia? ¿Aún más, son violencia estructural? Las fronteras significan hoy, para muchos seres humanos, vuelvo a constatarlo, un riesgo serio de muerte o de daños importantes en la integridad física. Son para muchos una restricción a la libertad de circulación que parece discriminatoria e inaceptable. ¿Debemos abolirlas porque son un daño? ¿O son simplemente una más de las reglas que hacen posible la libertad, aunque sea al precio de limitarla? Hablo de «violencia de las fronteras» en la medida en que la legalidad que hace y define hoy las fronteras rompe con el Derecho, con los derechos. Porque, en el caso de la UE hoy y sobre todo (como ha explicado Naïr) como consecuencia del proceso de renacionalización de las políticas migratorias y de asilo, las fronteras son un «instrumento de guerra contra inmigrantes y refugiados». Así viene denunciándolo desde hace años Migreurop: una guerra en la que el Derecho es instrumento básico, lo que supone la destrucción del Estado de Derecho y de aquello que da sentido al Derecho mismo, la lucha por los derechos.

Repetiré una obviedad: la guerra es, en cierto modo la negación del Derecho. No es la continuación de la política por otros medios. Es el mal.  Y por eso me parece justificado decir que la deriva de las políticas migratorias y de asilo de la UE suponen el resurgimiento de una tradición jurídica y política que desarrolla el negativo del Derecho. En efecto, esta «guerra contra los inmigrantes y refugiados» tiene su coartada (me niego a hablar de justificación) en esa inversión de la lógica del Derecho que es el principio de discriminación del otro. Sobre esa negación se edifica la arquitectura jurídica de su no reconocimiento, que se concreta a su vez en la negación de la igualdad (en la negación al otro de su reconocimiento como persona) y por tanto en la ausencia de un status jurídico de seguridad. Además, esta concepción tiene el refuerzo de su funcionalidad desde el punto de vista económico, esto es, sirve para alimentar el negocio de la explotación laboral, que muestra toda su cruel ambigüedad en los dos extremos de la política de sobreexplotación, propia de la «economía de burbuja», del capitalismo de casino y las políticas de cierre (que, a su vez, fomentan de otro modo las redes clandestinas de explotación). Todo ello muestra a las claras la extrema condición de precariedad –el epítome de la condición de «desechables», de su «liquidez»‒ que se atribuye a los inmigrantes.

En cierto modo, como se ha denunciado, esa utilización de los inmigrantes apunta al vínculo entre la nueva forma de esclavitud que afecta a los inmigrantes (como trabajadores) y las políticas migratorias (también de asilo). La tesis es bien conocida. Del mismo modo que hablamos de racismo y xenofobia institucionales, la otra cara del racismo y la xenofobia, las políticas migratorias (y de asilo) son el marco institucional que propicia nuevas formas de esclavitud que afectan a los inmigrantes (y asilados). El marco que hace posible políticas de anulación de derechos fundamentales de los inmigrantes por su condición de inmigrantes, como denuncian una y otra vez rigurosos informes de ONGs como CEAR, Cáritas, APDHA, SOS Racismo, Sanidad para todos, Red Acoge y tantas otras. Esas políticas forman parte de una concepción que muestra cómo los movimientos migratorios son piezas estructurales de un sistema, y no oleadas espontáneas, salvajes, incomprensibles: invasiones. No, las migraciones se integran en un sistema económico global, al que llamamos proceso de globalización, regido por la lógica neo fundamentalista del capitalismo de mercado global, que extiende la desigualdad y la explotación sobre la pretendida movilidad y libre curso del mercado. La negación de la igualdad (la negación al otro de su reconocimiento como persona) se concreta en la ausencia de un estatus jurídico de seguridad y en la quiebra de los principios de legalidad y de igualdad ante la ley, de la garantía de la igual libertad y la reducción de esos sujetos (infrasujetos si no propiamente no sujetos) a propiedad. Es decir, lo que se instrumentaliza mediante ese Derecho de excepción que es el Derecho migratorio (más que Derecho de extranjería) que, como advierte Lochak, opta por el «estado de sitio», en lugar del Estado de Derecho, y convierte en permanente la situación excepcional, provisional, extraordinaria que es un «estado de excepción».

En efecto, a esos infrasujetos se les niega incluso su condición misma de inmigrantes, el derecho a ser inmigrante, concretado en el derecho de libre circulación (un derecho complejo, como postulaba el añorado profesor Chueca), que conecta directamente con el principio de autonomía y con su corolario de elección del propio plan de vida, de moverse con arreglo a él. La construcción de la figura jurídica del inmigrante como infrasujeto o no sujeto tiene que ver, obviamente también con su utilización como problema-obstáculo a los efectos de consumo partidista interno. El inmigrante como chivo expiatorio, como agresor externo contra el que hay que proteger a los ciudadanos. De esa forma, el sistema se relegitima, por más que lo haga conforme al más antiguo de los modelos de legitimación, que, como hemos visto, en ese primus in orbe deos facit timor, es el miedo. Por eso creo que se puede decir que esas políticas migratorias y de asilo son políticas de guerra, que tratan de meternos miedo, de que tengamos miedo, cedamos la libertad y los derechos, empezando por la libertad de crítica, en aras de la protección que supuestamente se nos ofrece.

Me parece difícil negar que ese modelo de «política de las fronteras» viola la lógica propia del Estado de Derecho, sus principios y valores, sus reglas: la primacía de los  derechos, los bienes jurídicos e intereses que se establecen como prioritarios porque están al servicio de las necesidades básicas. Cuando todo el empeño de la política migratoria es conceptualizar la inmigración en tiempos de crisis como una amenaza de orden público y aun de seguridad, de defensa, se entiende que exija la institucionalización de instrumentos de excepción, como los campos de internamiento, la utilización de fuerzas armadas o análogas (el sistema FRONTEX) y la criminalización de inmigrantes. Sobre esa base se asienta una lógica jurídica que desgraciadamente ha calado en la opinión pública y que «justifica» limitar, reducir, eliminar derechos fundamentales a los inmigrantes y refugiados por su condición de tales. Lo que es peor, en ese proceso de estigmatización se niega a los refugiados incluso el derecho a serlo, el derecho elemental a pedir asilo.

Además, esta política de fronteras impone una vieja lógica territorial estatal,  al servicio de unas nociones de mercado y de poder, de soberanía, incluso, que son ya caducas: porque esa versión de las fronteras viola la lógica universalista de la globalización jurídica y política, que sigue la vía del cosmopolitismo jurídico, al menos en lo relativo al igual reconocimiento de los derechos humanos universales y sus garantías. Una vía en la que se muestra el oxímoron de una noción de soberanía estatal que aún hoy pretende ponerse por encima de las exigencias del Estado de Derecho, es decir, del sometimiento al Derecho, comenzando por los derechos humanos.

Insistiré. Lo más grave, a mi juicio, es que esta política de fronteras es violencia que viola, daña a los más vulnerables ante el Derecho, los que no son ciudadanos, los refugiados y, con ello, viola el derecho mas elemental, el derecho a tener derechos: el asilo. Por eso, como lo demuestra la existencia de los CIE y sobre todo de los campos externalizados, como lo acredita la voluntad de anulación del derecho de asilo en la que están empeñados buena parte de los gobiernos europeos, con el Gobierno español de Mariano Rajoy al frente,  la lucha por el Derecho, por los derechos, por el Estado de Derecho, hoy, es una lucha contra esa utilización de las fronteras como violencia, una utilización que, si se piensa bien,  supone una perversión de aquel fragmento 44 de Heráclito, que nos proponía: «Un pueblo debe luchar por sus leyes como por sus murallas» (753 (22 B 44) D. L., IX 2).

Notas

[1] Así lo prueba el informe publicado en septiembre de 2014 por la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), Fatal Journeys. Tracking Lives Lost during Migration Se puede descargar en el sitio web http://www.iom.int/files/live/sites/ iom/files/pbn/docs/Fatal-Journeys-Tracking-Lives-Lost-during-Migration-2014. Pdf.En junio de 2015, el Migration Policy Institute (MPI), con sede en Bruselas publicó su Rapport Before the Boat. Understanding the Migrant Journey Cfr.http://www.migrationpolicy.org/research/boat-understanding-migrant-journey. Este informe forma parte a su vez del proyecto de investigación EU Asylum: Towards 2020, desarrollado por el MPI y la Open Society Foundation, en el marco de la Europe and International Migration Initiative, un proyecto que trata de desarrollar los trabajos realizados en 2014 en el marco de la iniciativa European Asylum Beyond 2014 y que se orienta hacia el desarrollo del Sistema Europeo de Asilo Común(CEAS, por las siglas en inglés de Common European Asylum System).

[2] A. Kruner, Vom Mythos zum Logos, die Selbstentfaltung des griechischen Denkens von Homer bis auf die Sophistik und Sokrates, 1940.

[3] Me refiero a su obra magna de 1978, Orientalism, aunque conviene leer también Cultura e imperialismo (1993).

[4] Así como por ejemplo lo hará China, que se autodefine como tal zhong-guo, Estado o nación del centro.

[5]  La Méditerranée et le Monde Méditerranéen à l’époque de Philippe II, Armand Colin, 1949.

[6] Es imposible dejar de evocar aquí a Luis Racionero y su Mediterráneo y los bárbaros del Norte, Barcelona, Plaza y Janés, 1996.

[7] Saskia Sassen, Expulsiones, Katz, 2015.

[8] En lo que sigue, resumo algunas de las reflexiones que he tratado de exponer más detalladamente en el capítulo tercero del libro Mediterráneo: el naufragio de Europa, Valencia, Tirant lo Blanch, 2015.

[9] Así, entre otros, en su libro recientemente publicado en castellano, Estados amurallados, soberanía en declive, Herder, 2014, con un magnífico ensayo introductorio de Étienne Balibar.

[10] La UE no es la única en mantener esa noción de frontera que más que policial deviene en militar. Baste pensar en lo que sucede entre México y EEUU, en la política que practica Australia o en la que sufren los rohingyas (también conocidos como roinyás, o ruanigás), un grupo etno-religioso (musulmán) de aproximadamente un millón de personas, que habitan en el Estado de Rajine (o Rakain), en Myanmar, rechazados por todos los estados del sureste asiático.