Visiones románticas del Mediterráneo

José Enrique Ruiz-Domènec

Catedrático de historia medieval, Universidad Autónoma de Barcelona

El Romanticismo europeo, movimiento artístico de capital importancia en el siglo XIX, se caracteriza por su gran interés por lo pintoresco y lo exótico como motivo de inspiración creadora. Así, los artistas idealizan y recrean un Oriente que en realidad apenas conocen, adoptando así una serie de estereotipos impuestos por la visión colonialista que expuso Edward Said en su Orientalismo. Algunos escritores como Chateaubriand, Lord Byron o Flaubert realizaron un ansiado viaje por el Mediterráneo y participaron de una especie de «escapismo», estado de ánimo que ansía ver el mundo de una forma esperanzada, como un anhelo vital que fue, en realidad, el principio de la popularización del turismo.


El corazón tiene razones que la razón no conoce

Blaise Pascal

I

Durante algo menos de setenta años, en el transcurso de cuatro generaciones, relevantes personajes calificados hoy de románticos dirigieron su mirada, y en ocasiones sus pasos, al Mediterráneo, abriendo las puertas a un poético retorno a la tierra de los orígenes.[1] Al comienzo, la riada de emociones que llevaron a Goethe a escribir sus poemas Orientales para reubicar el Oriente Próximo conforme a la nueva estética; al final, la dégringolade del espíritu burgués que situó objetos de Egipto en los muebles del Segundo Imperio. En el centro, grandes nombres de la creación literaria, musical y artística, los hermanos Schlegel, Novalis, Chateaubriand, Byron, Shelley, Lamartine, Irving, Hugo, Berlioz, Turner, Delacroix y tanti altri. Al fondo, un movimiento cultural convertido en una Zeitgeist entre 1805-1870: neologismo alemán referido al «espíritu de los tiempos» que se abrió paso entre la gente culta, al igual que las expresiones francesas romantique o libérale o las inglesas (desde Edmund Burke) colonial, financial, representation, diplomacy o (desde Jeremy Bentham) international, y la americana cocktail. En todos los rincones de Occidente surge el revolucionario deseo de la perfectibilidad como causa y motivo de un viaje por el Mediterráneo. [2]

Poco antes de la creación de esta Zeitgeist, los 167 savants embarcados en Toulon el 2 de julio de 1798 formando parte de la Expedición a Egipto organizada por el Directorio y que se puso al mando del general Bonaparte participaron de ese mismo deseo de perfectibilidad. Muchas voces han narrado las peripecias de ese famoso viaje, casi nunca la del propio comandante en jefe, tan perezoso para escribir lo que no fueran cartas a sus amigos de los círculos de poder de París. Jean-Baptiste Fourier primero y más tarde Vivant Denon destacan a la hora de ofrecer el estado de ánimo de los sabios que por fin vieron un mundo que conocían tan solo por las descripciones en libros de dudoso rigor.[3] Pero Denon, revenu de tout antes incluso de emprender el viaje (no en vano en 1777 había publicado su elegante Point de Lendemain), en una cosa mantuvo siempre una robusta confianza: el efecto de ese viaje en las generaciones futuras. Esa confianza atravesó la conciencia y el corazón de sus contemporáneos a pesar que eso significaba en parte aceptar los elogios sobre el general Bonaparte que salió de aquellas tierras «après les avoir examinés attentivement tous» para hacerse con el poder el 18 de Brumario de 1799.[4]

No se trataba de que los hombres o las mujeres (pensemos por ejemplo en Madame de Staël) fuesen menos racionales de lo que habían sido en la década de 1780, pues el sentido práctico surgido de la deducción científica llevó al poder a Napoleón; se trataba de instar determinados aspectos del comportamiento subjetivo.[5] En pocas palabras, durante la década de 1780, el impulso provenía de la razón; hacia 1800, sin embargo, procedía del sentimiento. Fue la oportunidad que estaba esperando el vizconde bretón François-René de Chateaubriand.

Como otros grandes aristócratas franceses a comienzos del siglo xix, Chateaubriand buscaba una salida a lo que quedaba de su mundo vital, que no fuera más páginas de su conocido virtuosismo presente en Le Génie du Christianisme. Aún no era el tiempo de las memorias de ultratumba, sino de la acción, aunque eso significara una vez más «hablar indefinidamente de sí mismo» que era, según propia confesión, lo único que le interesaba.[6] Napoleón era una solución, quizás no la mejor ni la más deseable, pero tampoco la peor tras la deriva de la Revolución primero al sanguinario Terror, luego al confuso Directorio. Compartía la inquietud de Charles Maurice de Talleyrand, convertido en el maestro de ceremonias de la implacable reacción termidoriana, pero discrepaba con él en sus efectos, que no podían ser otros que el carácter fundamental de lo irracional. Surgía así la voz de un anhelo mantenido oculto durante un periodo bastante prolongado: el anhelo por entender la vida a través de intensos sentimientos sobre lo bello y lo sublime.

El viaje por el Mediterráneo le permitió descubrir todos los rasgos que caracterizan una vida bajo el signo de lo romantique, creando una guía para el tourist (otro neologismo de la época). Ese viaje no fue el primero pero sí el más decisivo de los muchos que se dieron en esos años para entender el mundo del Mediterráneo, y sin duda el más persistente caudal de inspiración para los partidarios de la transformación de la subjetividad que se extendió en Europa desde el febril 1805 al desolado 1870.

En efecto, mientras Napoleón saboreaba las mieles del triunfo en Austerlitz, Chateaubriand ultimaba el viaje por el Mediterráneo, del que dejó constancia en Itinéraire de Paris a Jérusalem. Devoto de su decisión, cuidó los más mínimos detalles, incluido su aspecto. Le gustaba ir con el cuello abierto, los cabellos en desorden, «agitados por el viento», como lo representó Anne-Louis Girodet en un célebre retrato. Se sentía el centro de todas las miradas, y no quería dejar al azar ningún petit fait vrai. En ese año de 1805, la sociedad francesa andaba sumergida en refinados bailes de salón que pulían el estilo imperio y en fatigosas querellas para hacerse un lugar en el nuevo orden político. Legitimidad era una palabra delicada por el deseo de agradar a Napoleón, ya emperador, y algunos como Talleyrand dudaban que la tuviese. Pero detrás de la trama de los acontecimientos a los que prestaba tanta atención el pintor Girodet y su maestro David, se notaba la acuciante necesidad de saber de qué modo el pensamiento y el corazón podían actuar como una única fuerza. La atención a la vida interior explica la «subjetividad romántica» que impulsa el deseo de viajar al Mediterráneo.

Hasta entonces, el viaje había formado parte del Grand Tour, utilizado por los ilustrados para disfrutar una geografía donde, escribió Friedrich Schlegel, «la memoria y la historia se presentan con trazos nítidos», [7]  mientras que desde 1805 se trató de hallar lo sublime en las impenetrables tinieblas de la belleza de una región del mundo a la que era preciso regresar. Viajando al Mediterráneo se alcanzaba el propio yo en contacto con la fluidez del agua, el calor del sol y el indescifrable misterio de la tierra.

Chateaubriand embarcó en Trieste el 18 de julio de 1806. Visitó primero Grecia, luego las islas del Dodecaneso, Palestina y Egipto; finalmente llegó a Estambul, desde donde navegó hasta Algeciras, ciudad en la que recala el 30 de enero de 1807. El objetivo sin embargo era Granada: allí se había citado con Nathalie de Laborde, duquesa de Noailles, escapada milagrosamente del Terror, aunque por entonces estaba al tanto de que su marido la engañaba dejándole el espacio para desarrollar su pasión por el galanteo amoroso.[8] Lo hizo con Chateaubriand mientras ambos subían a la Alhambra por la cuesta de los Muertos desde el Paseo de los Tristes; en ese mágico escenario comentaron los dibujos que ella había hecho para su hermano Alexandre, Lord Lansadowne, que luego formarían parte sustancial de un lujoso libro en seis volúmenes.[9]

El espíritu romántico se revela aquí en la categoría estética de lo pintoresco, que años atrás unos cuantos acuarelistas ingleses, los Cozens, William Pars o Samuel Prout, habían convertido en una norma figurativa sobre el paisaje captado en los viajes alrededor del Mediterráneo.[10] Los numerosos road books y los no menos abundantes scenery corresponden a un estado de ánimo tendente a recuperar los alicaídos objetivos del Grand Tour por medio de la sensibilidad estética promovida por el Romanticismo. La emoción provocada por lo pintoresco corresponde a un momento singular del contacto vital con un mundo percibido como exótico. Se siente emoción al viajar porque se siente próxima el alma de un mundo fascinante a punto de fenecer. Lo pintoresco es precisamente la expresión de una Stimmung que hace que sea posible la vivencia de una civilización diferente. [11]

Chateaubriand evoca el cambio de sensibilidad: el viaje es un rito de paso. Incluso tiene efectos en su postura política. Así, nada más regresar a París, a comienzos del verano de 1807, publicó una reseña en el Mercure de France, fechada el 7 de julio, en la que daba cuenta de la publicación del primer volumen de la obra de Alexander de Laborde, deslizando una nota crítica contra el amo del mundo entonces, no otro que Napoleón, «cuando en el silencio de la abyección no se oye más que la cadena del esclavo y la voz del delator, cuando todo tiembla ante el tirano, y cuando resulta tan peligroso ganarse el favor como hacerse merecedor de su castigo, aparece el historiador, encargado de vengar a los pueblos. En vano Nerón prospera, pues ya Tácito ha nacido en el Imperio.»[12]

Chateaubriand llegó a esta conclusión por algo más que una necesidad política. Con la reseña de un libro que profundizaba en lo pintoresco del Mediterráneo (en concreto España), invocaba la Stimmung romántica que por sí misma expresaba lo ilimitado, lo incontrolable, el entusiasmo lejos del imperio y de su aparente douceur social. Ese estado de ánimo fue relatado por el propio Chateaubriand en su poema en prosa Les aventures du dernier Abencérage.[13] Recrea ahí su estancia en Granada por medio de dos personajes de ficción, Blanca y Aben Hamet, en los que se reconoce un eco de Nathalie y de él mismo. En un momento dado, ambos personajes entran en una sala de la Alhambra en cuyo centro hay un fuente donde «les eaux retombant en rosée». Él le explica a ella que el color rojo en medio del mármol blanco de la fuente es la sangre de los valientes caballeros Abencerrajes que allí fueron degollados por orden del sultán. La leyenda sostiene el hecho y confiere al lugar un alto valor pintoresco. Que la historia demuestra lo contrario poco importa. Emilio García Gómez escribió que la interpretación de la mancha de sangre «est l’un des plus brillants défis qu’ont ait jamais lancés de par le monde à l’exactitude historique». [14]

El romanticismo crea una explicación acorde con el escenario recreado, pero no atiende al peso de los hechos históricos.[15] ¿Qué es el mundo sino una proyección de lo sublime? La mancha de sangre en la fuente es uno de los muchos tópicos creados por la literatura: Víctor Hugo en una de Les Orientales dedicada a Granada (1828), Martínez de la Rosa en Morayma (1829), Washington Irving en Tales of the Alhambra (1832), Théophile Gautier en Voyage en Espagne o Alexandre Dumas cargan de espíritu romántico a la Alhambra y la convierten en un paisaje pintoresco. [16] La pintura, la literatura y la música se unen, en libre autonomía, para convertir lo sublime en la expresión de un goce estético capaz de enlazar, para decirlo con Hegel, «los intereses más profundos del hombre y las verdades más inabarcables del espíritu». [17]

II

Comparado con Chateubriand, Lord Byron es el otro camino del Romanticismo, la otra manera de hacer productivo el efecto de un viaje por el Mediterráneo en la conciencia de una generación renuente a la vulgarité; otro neologismo de la época, introducido por Madame de Staël en su influyente libro De l’Allemagne para definir a los incultos en oposición a los dotados de conocimientos literarios. Byron lo escuchó de los propios labios de tan distinguida dama en la recepción que se hizo en su honor en la residencia que Lord Landasdowne tenía en Londres y lo convirtió en el eje de su modo de entender la acción. Incluso esbozó una sonrisa cuando ella contestó al duque de Wellington (al menos eso dijo Harriet Arbuthnot) cuando este comentó que detestaba la discusión política: «Et moi discuter sur la politique, c’est vivre!».[18] Si Byron sonrió en ese momento fue porque en la década de 1810 era impensable que un escritor no se comprometiese con el cambio de su época, y eso era hacer política. Pero, ¿comprometerse con qué? Madame de Stäel lo dejó bien claro aquella tarde en casa de Lord Landsdowne: «Con la libertad».

Byron no tenía dudas al respecto. La lucha contra Napoleón era una guerra patriótica de liberación para ingleses, rusos, españoles, italianos, austriacos o alemanes; más aún, lo romántico buscaba restablecer la dignidad y la independencia nacional. Por eso se dispuso a guiar a sus lectores en la aceptación de ese sentimiento mientras se preparaban ante la invasión de las tropas de Napoleón. Elaboró un modelo de conducta, el byronismo, consistente en la adhesión a un sistema de valores regidos por la rebeldía y el plaisir de vivre. Jane Austen trasladó ese modelo de conducta a Anne Elliot, la protagonista de Persuasión. Sin embargo, la obra que lo insertó en la historia fue el poema Childe Harold Pilgrimage publicado por Byron en 1812, el mismo año que Napoleón comenzó la campaña de Rusia.

El público londinense, y el del resto de Europa que podía leer inglés, se encontró delante de unos versos en los que se relataba el viaje de un muchacho (childe en inglés antiguo significa «joven de noble cuna») por el Mediterráneo. Su evocación de unos parajes sublimes va unida a las andanzas capaces de activar las emociones de los lectores. El Romanticismo se inventa una forma de vida (en tanto que reino de la voluntad, debe poder inventarse todo, incluso la razón del color, como hizo Novalis). La sociedad inglesa, con su aristocracia decidida a hacer frente a Napoleón, consigue por un momento evadirse de la asfixiante atmósfera del bloqueo. Viajar al Mediterráneo bajo el signo de lo romántico, como hace Harold, pero también Corinne, la heroína de Madame de Staël en la novela homónima, es participar de un estado de ánimo proclive al escapismo, esa forma de ver el mundo «menos desdeñosa y más esperanzada».[19] Así lo entendió Héctor Berlioz en la sinfonía Harold en Italia (1834), una vibrante invitación a perderse en la naturaleza de una tierra mágica, a germinar con ella, a entender las tonalidades de sus monumentos y la obstinación de sus habitantes.

El viaje del joven Harold es la máxima expresión poética de un anhelo que se hará realidad con el turismo. Lo confirmaron dos celebridades de la época, Stendhal con Mémoires d’un touriste (1838) y Dickens con Pictures fom Italy (1846). El paso definitivo, sin embargo, se produjo con la difusión desde 1846 de las guías Murray que nutrieron sus descripciones con citas de Byron, Stendhal o Dickens, y otros autores convirtiendo el viaje al Mediterráneo en un gesto cotidiano de la clase media británica y norteamericana. Con ello se ponía fin a la figura del viajero refinado, aristocráticamente solitario, con un sólido bagaje cultural. La apreciación de lo sublime del paisaje mediterráneo se puso al alcance de todos los lectores de las guías turistas o para aquellos que contrataban su viaje con agencias como la de Thomas Cook, creador de los modernos viajes organizados, que como una cruel ironía sobre el Grand Tour de los aristócratas del siglo xviii los organizaba a través de una empresa que llamó Cook’s Tour. Ese tipo de viaje triunfó entre la gente, que llevaba siempre consigo una guía sin que le afectara los comentarios de Charles-Agustine de Sainte-Beuve, que en 1839 desde Nápoles censuró las guías porque «eran incompletas y falsas» y «no decían ni una palabra de las desilusiones, engaños o tribulaciones». [20]

III

La historia de la representación romántica del Mediterráneo está compuesta en buena parte por un reclamo a lo pintoresco como una forma de vida alejada de la moderna civilización. Turner o Ruskin participan de la misma percepción ética de la realidad mediterránea, llena de coincidencias sin explicación racional, de lugares significativos donde se esconden reliquias de un tiempo donde regía el poder de lo sagrado, de objetos que mantienen el aura poética como memoria de otro tiempo. Esa percepción ética fue famosamente calificada de Orientalism por Edward W. Said, es decir, como expresión cultural del imperialismo colonial europeo. [21]

Conviene matizar un poco esta definición que en parte afecta al neologismo Zeitgeist muy utilizado durante los años que siguieron a 1805. Eso me lleva a profundizar en el esfuerzo de los románticos por recuperar el tono poético de un modelo de civilización que se había perdido. Porque el espíritu de esos tiempos era un poderoso deseo de liberación en la línea avanzada por Byron para Grecia y luego ratificada por Shelley. Los carbonari italianos y los liberales españoles se apoyaron en esa forma de entender el mundo para promover el cambio en sus países, aunque se encontraron con dificultades, pues el legitimismo surgido en el Congreso de Viena redefinió lo romántico como una recuperación de la Edad Media, que contó con el apoyo de Chateaubriand, Novalis y Scott. Se libró entonces una auténtica guerra de culturas en torno a los dibujos, pinturas o descripciones que se interesaban por la textura de una muralla, las grietas, las fisuras, los grafito o los matices de color, que fijaban «el extremo misticismo de la naturaleza y el extremo esteticismo antinaturalista, al ser energía, fuerza, vida, voluntad, étalage du moi; y también autoaniquilaciòn, tortura de sí mismo, suicidio». [22]

The Stones of Venice de John Ruskin es el libro que mejor nos enseña, al margen de las implicaciones morales de su autor, que la romántica rêverie consiste en rodear el viaje por el Mediterráneo del anhelo por situar la levedad por encima del peso, a Perseo venciendo a la Gorgona: el nimbo protector de una visión de la historia que no debía ser borrada por el titubeo burgués hacia el pasado. Ese aura rodeó, como las nubes de polvo del desierto, a Flaubert en su viaje de seis meses, entre 1849-50 (con veintiocho años), en compañía del fotógrafo Maxime du Camp: viaje que llamó «Viaje a Oriente», aunque en realidad es al Mediterráneo: Egipto, Rodas, Palestina, Líbano, Estambul, Grecia e Italia. El sentido estético para hacerlo lo encontró leyendo Une Nuit de Cléopâtre de Gautier, publicada en el periódico parisino La Presse en noviembre y diciembre de 1838. En esta extraña ficción gótica emerge una poderosa narrativa del aura romántica que asume el valor pintoresco de Cleopatra, reina de Egipto, y su mundo donde triunfa lo oscuro, lo sentimental, es decir, los elementos propios de lo sublime. Flaubert, por su parte, quiso evidenciar con su viaje el riesgo que se corría al considerar de bon ton el triunfo de la industrialización sobre la tradición. Así señala (con la mirada puesta en Salambó) que el orientalista es un «homme qui a beaucoup voyagé». [23]

El debate sobre cómo leer el Mediterráneo siguió durante todo el siglo xix, y ni siquiera cesó cuando el Realismo y el Naturalismo exigieron precisión fotográfica en las descripciones de las costumbres o los gestos sociales. El juego del flâneur que simula hacer arte de su modo de viajar es la victoria del espíritu romántico sobre la burguesía ascendente, el paso definitivo que permitió explicar el mundo mediterráneo sin recurrir al tópico de que era el fruto del mundo subdesarrollado. Cabe señalar aquí las veces que Henry James analiza la situación límite de ver una sociedad donde es habitual escuchar el crujido de las vigas por la noche o el movimiento de los roedores sin que ello te invite a juzgar precipitadamente ese mundo lleno de admirables monumentos. [24] Último efecto del valor de lo sublime sobre lo cotidiano, de lo exótico sobre lo burgués.

En suma, existe una especie de continuidad de las visiones románticas en la cultura modernista de comienzos del siglo xx que explica el comentario de Hugo von Hofmmansthal respecto a la necesidad de «descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los Anciens y por los que siente un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores».[25]  A lo que habría que añadir a los poetas; baste pensar el modo como Rilke invitaba a lo mismo que Hofmannsthal cuando escribió en una carta fechada el 13 de noviembre de 1925: «Las cosas animadas, vividas, las cosas que nos saben, declinan y no pueden ser sustituidas. Nosotros somos los últimos que hemos conocido aún tales cosas. Sobre nosotros pesa la responsabilidad de mantener en pie su recuerdo». [26]

Notas

[1] Edición en latín con traducción al alemán d[1] E. Behler, German Romantic literary theory, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, pp. 5-6. F. Hartog, Mémoire d’Ulysse, París, Gallimard, 1966.

[2] E. Bewhler, Unendliche Perfektibilität. Europäische Romantik und Französische Revolution. Paderborn, Schöningh, 1989.

[3] J-B. Fourier, Description de l’Égypte ou recueil des observations et des recherches qui ont été faites pendant l’expédition de l’armée française, París, 1809-1822. V. Denon, Voyage dans le Basse et la Haute Égypte, París, 1802. 

[4] V. Denon, op.cit. p. 220. 

[5] K.H. Bohrer, Der romantische Brief. Die Entstehung ästhetischer Subjetivität, Munich, Hanser, 1987.

[6] Isaiah Berlin, Las raíces del Romanticismo, Madrid, Taurus, 2000, p. 38.

[7] F. Schlegel, Ansichten und Ideen von der christlichen Kunst, Munich, 1959, vol. I, p. 159.

[8] Marcel Duchemin, «Un roman d’amour en 1807. Chateaubriuand à Grenade», en Revue des Deux Mondes, 1833, pp. 158-178. L. Stinglhamber, «Chateaubriand à Grenade», en Bulletin Guillaume Budé, 1952, pp. 93-114.

[9]Alexandre Lansadowne, Itinéraire descriptif de l’Espagne et tableau élémentaire des différentes branches de l’administration et de l’industrie de ce royaume, Paris, Nicolle, 1808.

[10] W. Gilpin, Three Essays on the Picturesque Londres, 1808. U. Price, Essay on the Picturesque, Londres, 1815.

[11] Ver W. Dilthey, Das Erlebnis und die Dichtung, Leipzig, Teubner, 1910, pp. 330 ss. en un comentario sobre Novalis. 

[12] Mercure de France, julio 1807,  comentado por J.-Cl. Berchet, «Et in Arcadia ego», en Romanticism, 51, 1986, pp. 90 ss.

[13] F.-R. Chateaubriand, Les aventures du dernier Abencérage, Ed. P. Hazar & M. Durry, París, Champion, 1926. La obra se escribió en 1814 aunque no se publicó hasta 1826.

[14] Emilio García Gómez, Une Française à l’Alhambra. Grenade romantique, París, 1953, p. 102.

[15] M. A. Chaplyn, Le roman mauresque en France de Zayde au Dernier Abencérage, Nemours, 1928.

[16] M. Fernández Almagro, Granada en la literatura romántica española, Madrid, Rueda, 1995, pp. 48 ss.

[17] Hegel, Vorlesungen über die Ästhetik, Ed. W.Glockner, I, p. 26.

[18] The Journal of Mrs. Arbuthnot 1820-1832, ed. Francis Bamford & the Duke of Werllington, Londres, Macmillan and Co. 1950, p. 135.

[19] Yi-Fu Tuan, Escapismo. Formas de evasión en el mundo actual, Barcelona, Península/Atalaya, 1998, p. 17.

[20] Charles-Agustin Sainte-Beuve, Voyage en Italie (1839), París, Georges Crès, 1922, p. 18.

[21] E. W. Said, Orientalism, Londres, Penguin, 1977.

[22] I. Berlin, Las raíces del Romanticismo, op. cit.,p. 38.

[23] G. Flaubert, Dictionaire des idées reçues, París, Éditions du Boucher, 2012, p. 70.

[24] H. James, Italian Hours, Boston, 1909, pp. 298 ss.

[25] H. Hofmannsthal, Carta de lord Chandos, Barcelona, Alba, 2001, p. 36.

[26] R.M. Rilke, Briefe, Ed. Rilke-Archiv. Wiesbaden, 1950, t. II, p. 483.