La historia, y específicamente la disciplina arqueológica, permite posicionarnos con una perspectiva única: la de la larga duración de los procesos, recorriendo varios milenios en los que se han desarrollado dinámicas de cambios y continuidades culturales, advirtiéndonos de sucesivos episodios de contacto. Este aspecto es muy pertinente en el problema que nos ocupa por dos motivos: por un lado, porque los fenómenos actuales pueden leerse desde las experiencias de otros grupos humanos en el pasado; por otro, porque esos fenómenos pasados se interpretan, irremediablemente, a la luz de los fenómenos actuales. Así, los encuentros y desencuentros culturales, sociales, políticos o económicos, la violencia o las alianzas no son reducibles a un espacio ni un tiempo.
Introducción
En este trabajo defenderé dos cosas: en primer lugar, que la movilidad ha sido parte fundamental en la creación de aquello que conocemos como Mediterráneo desde hace unos diez mil años. En segundo lugar, que ni el mito ni el espanto son privativos de la realidad moderna o contemporánea de esta región. Mi postura no es esencialista, pues se fundamenta en la tesis que postula que el Mediterráneo no es algo dado, sino que se ha creado y constituido históricamente desde las experiencias protagonizadas por aquellos que han habitado sus riberas, con frecuencia conectándolas (Broodbank, 2013). Para ilustrarlo escogeré dos momentos cruciales en la construcción del Mediterráneo: el primero, hace unos 9000-7000 años, con la expansión neolítica que supuso el desarrollo de producción de alimentos y la agricultura. El segundo, durante el primer milenio a.C., cuando el mar se hizo más pequeño debido al notorio incremento de la intensidad de las interacciones humanas a partir de la instalación de grupos de origen levantino a lo largo de las costas mediterráneas. Ambos casos tienen en común que la movilidad marítima ha sido fundamental en su desarrollo.
Hacia una arqueología de las migraciones mediterráneas
La arqueología es la disciplina de los objetos. La naturaleza del registro arqueológico permite escribir historia si es debidamente procesado, desde la excavación en el campo hasta el tratamiento de los datos y su interpretación. El análisis comparativo de los restos del pasado ha demostrado ser una línea de aproximación histórica muy fructífera a escala mediterránea. La arqueología trabaja con cultura material, objetos y las prácticas y el modo de hacer las cosas con ellos. Un objeto puede ser una semilla, pero también una muralla. Todos están cargados de cultura e historia. La arqueología ofrece una mirada privilegiada a la vida cotidiana y permite combinar diversas escalas de análisis, desde el paisaje hasta las casas, pasando por las tumbas. Desde mi punto de vista, la arqueología del Mediterráneo tiene en el estudio del contacto cultural y de los fenómenos de movilidad y las migraciones un espacio privilegiado de estudio, por la abundancia de la documentación disponible, porque el mismo Mediterráneo se ha constituido a partir de estas experiencias y porque actualmente protagonizan la realidad social de sus países. Por ello, es importante definir qué sentido damos a las palabras cuando las experiencias contemporáneas sirven para entender e interpretar de otra manera los contactos y la movilidad en la Antigüedad, de modo que la terminología moderna se aplica al pasado a través de análisis comparativos que dejan muy claro qué se compara y por qué (Knapp y van Dommelen, 2014).
Los fenómenos de interacción cultural, migraciones y movilidad en el pasado son susceptibles de estudiarse desde la perspectiva material, independientemente de la fecha que nos ocupe. Lógicamente, los periodos más remotos, sin textos ni relatos escritos disponibles, solo se pueden abordar desde la arqueología. Para todos los periodos, además, la arqueología abre una mirada a aquella gente sin historia (Wolf, 1982), visiones desde abajo, y manifiesta la realidad cotidiana de las experiencias de interacción y migraciones. Con frecuencia, la arqueología contradice relatos asumidos de los grupos poderosos.
Así pues, podemos explorar materialmente la dinámica de los cambios que observamos en el registro arqueológico, especialmente la aparición de nuevos objetos, técnicas constructivas o saber hacer de otras regiones, o la adaptación a realidades locales de novedades e ideas. La labor interpretativa es caracterizar los procesos que han configurado situaciones que pueden ser muy diversas por la escala, distancia e intensidad de los contactos o el tipo de coexistencia, cuando se dio, y que abarcan acciones que van desde el comercio, o el movimiento de personas por motivos económicos a la colonización o la conquista violenta (Gosden, 2004; Stein, 2005; Van Dommelen y Rowlands, 2012). Por último, cabe reconocer que la movilidad de personas, cosas o ideas, a través de migraciones o diásporas, y de comercio e intercambios, han tenido siempre consecuencias para los grupos implicados (Dietler, 2010).
El neolítico: una historia de movilidad marítima
Inicio mi mirada a este Mediterráneo en construcción con los inicios de la pulsación climática cálida en la que nos encontramos ahora, el periodo que llamamos Holoceno, que se inicia hace unos 12000 años. De manera sintética, el inicio de este periodo coincide con cambios en los modos de vida de algunos grupos humanos que habitaban en el llamado Creciente Fértil –un término acuñado a principios del siglo xx para referirse a parte de los actuales países de Iraq, el sur de Turquía, Siria, Líbano, Palestina e Israel-, quienes empezaron a explorar las vías para producir recursos agrarios mediante la domesticación de especies vegetales y animales, y que conocemos como modo de vida neolítico. La trascendencia de estos cambios en la historia humana es enorme porque supuso el desarrollo de la agricultura y la ganadería, prácticas vinculadas además a la sedentarización de la población, a diferencia de otras estrategias económicas basadas en la caza y la recolección llevadas a cabo por grupos con altos grados de movilidad estacional en el territorio. Después vino la expansión de los modos de vida neolíticos hacia otras zonas mediterráneas; algo que está reconocido a partir de hace 9000 años en el Egeo y en torno a hace 7500 en la península Ibérica, y que se debió, en parte, a la progresiva migración de colonos por vía marítima. Volveré más adelante sobre la dimensión marítima de este hecho.
En el estado actual del conocimiento, el dosier documental para acercarnos al desarrollo del proceso de expansión neolítica por el Mediterráneo se fundamenta en una serie de yacimientos que jalonan las costas desde Grecia occidental hasta el Estrecho de Gibraltar, en los que se encuentra un conjunto material formado por recipientes cerámicos, hachas y azuelas de piedra pulida, hoces de sílex y restos vegetales y animales domesticados, objetos del todo desconocidos para las comunidades indígenas de cada lugar. Y es más, el llamado paquete neolítico se reconoce sistemáticamente en el registro arqueológico de cada región a lo largo de los aproximadamente 3500 km de longitud del mar Mediterráneo (Rojo, Garrido y García, 2012).
Me detendré en subrayar las conexiones materiales de los ajuares domésticos. Entre todo este repertorio, los recipientes de cerámica han sido objeto de atención secular entre especialistas. Son duraderos, prácticamente indestructibles, se hallan en todos los yacimientos y ofrecen información histórica muy relevante si se abordan con las herramientas metodológicas adecuadas: informan sobre usos y capacidades, se pueden advertir diferencias entre yacimientos, y además sus superficies fueron frecuentemente decoradas, lo que abre la puerta a explorar el mundo simbólico de sus usuarios y las relaciones culturales entre ellos. Particularmente interesantes son las diferentes técnicas decorativas impresas aplicadas a las cerámicas del neolítico más antiguo, y que van desde trazos continuos simples realizados con objetos punzantes hasta impresiones con cordones o digitaciones y, sobre todo, decoraciones ejecutadas con diferentes partes de la valva del berberecho (Cardium, de ahí el nombre de cerámica cardial para referirnos a estas últimas). Mediante la decoración se identificaron grupos familiares o gente con, al menos, relaciones entre sí. Además, que los tipos de decoraciones sobre cerámicas rara vez sean exclusivos de un yacimiento invita a pensar que hubo cierta movilidad de gente o que coexistían diferentes tradiciones decorativas en una misma comunidad. Con todo, el neolítico ibérico es distintivo del itálico o el del egeo en aspectos como la implantación en el paisaje, la selección de cultivos o el estilo decorativo de las cerámicas, aun manteniendo rasgos similares generales como son, principalmente, el hecho de ser comunidades productoras de alimento.
A escala prehistórica este fenómeno fue francamente rápido (Martí Oliver, 2007). La diseminación por el Mediterráneo se da en una horquilla temporal de unos 2000 años, aunque no de manera gradual, pues hay variaciones significativas en el avance según las microrregiones afectadas. Si examinamos en detalle los contextos locales, se observa la aparición repentina en las secuencias temporales mejor conocidas, entre ellas la costa oriental de la península Ibérica, de gente con otra cultura material (Martí y Juan Cabanilles, 2014). Así, se reconoce la aparición de un paquete neolítico –cerámica, cultivos, ganado, hachas de piedra pulida, hoces de sílex‒ que ilustra la llegada de campesinos y ganaderos. Y, por ejemplo, la industria lítica tallada de las comunidades neolíticas y mesolíticas es tan diferente entre sí que se concluye que estamos ante dos tradiciones culturales, con lo que ello significa en términos de ruptura poblacional.
El proceso de expansión del neolítico ha sido ampliamente estudiado y debatido. Hay consenso en que no se trata de invenciones simultáneas de la domesticación, ni de titubeantes procesos de adopción de la agricultura por grupos indígenas cazadores-recolectores domesticando progresivamente especies locales. La explicación más plausible para entender los mecanismos de la expansión neolítica es el de la migración progresiva de campesinos que ocuparían tierras de cazadores-recolectores o espacios con vacíos poblacionales. Simplemente, el éxito social ‒económico, reproductor‒ de los grupos neolíticos relegaría a la extinción los modos de vida indígena, o su absorción demográfica, procesos por otra parte quizás no exentos de episodios de violencia, física o simbólica. Los mundos de cazadores-recolectores y campesinos eran muy diferentes y, aunque compartieran un mismo espacio, verían el territorio de distinta manera. Actualmente se cuestiona si algunos cazadores-recolectores se neolitizaron, esto es, que adoptaran los modos de vida de comunidades neolíticas vecinas a partir del contacto y la interacción, aunque esta posibilidad es susceptible de ser matizada caso por caso a lo largo y ancho del Mediterráneo debido a un razonable margen de valoración de los incentivos sociales, simbólicos o económicos de pasar a ser campesinos.
Las consecuencias de los procesos de neolitización son obvias. Por un lado hubo cambios físicos evidentes porque los colonos transformaron los paisajes que encontraban. Por otro lado, la domesticación hizo que se alterara el modo de relacionarnos entre vegetales, animales y humanos. Además, se crearon nuevas relaciones sociales. Por ejemplo, entre las comunidades neolíticas las casas se identifican muy bien como las unidades básicas desde donde se organiza la producción y el consumo cotidianamente. En consecuencia, la familia o los co-residentes (household) formarían la unidad productiva y social fundamental, pues las evidencias materiales de almacenamiento, objetos para la producción de alimentos y otras necesidades básicas se asocian a cabañas familiares, a diferencia de lo que sucede entre grupos cazadores y recolectores, donde se comparte alimento y otros recursos entre todos los miembros de la comunidad. Así las cosas, entre un campesinado organizado por grupos de co-residencia o familias, el número de miembros, la organización del trabajo, la calidad de la tierra disponible, el azar de una buena o mala cosecha, o la capacidad de almacenar más allá del año en curso, abrieron la puerta a desigualdades entre las familias. Si, además, las ganancias o las pérdidas, así como el patrimonio familiar, eran heredados, las diferencias sociales a largo plazo sólo crecerían exponencialmente.
De hecho, se observa mucha diversidad dentro de los asentamientos a lo largo del Mediterráneo, debido, como se ha dicho, a cuestiones demográficas y de organización política y económica. En el Mediterráneo occidental la información más rica la ha proporcionado el asentamiento de La Draga (Girona) porque se ha conservado parcialmente bajo un medio acuático, el lago de Banyoles, y se han podido recuperar una gran cantidad de materiales de madera o textiles que en otras condiciones perecen. Hay asentamientos constituidos por unas pocas cabañas (Benàmer, Mas d’Is), con diferencias en sus expresiones materiales, pero también hay ocupaciones contemporáneas en cuevas (Cova de l’Or, La Sarsa o Cova de les Cendres), con objetos relacionados con fuertes cargas simbólicas, como las decoraciones figuradas sobre cerámica que encuentran paralelos en abrigos con pinturas rupestres (Martí y Juan Cabanilles, 2014). En Oriente la historia es bien diferente, con poblados mucho más extensos (Ain Ghazal) y compactos, con auténticas murallas de mampostería y tierra (Jericó) y donde se construyeron habitaciones rectangulares de, en ocasiones, hasta dos pisos (Çatalhöyük en Turquía, Beidha en Jordania).
Al margen de ello, dos preguntas han ocupado a los investigadores de este periodo: ¿por qué se produjo la migración de pequeños grupos humanos y cómo se llevó a cabo? Ambas estas interrelacionadas y la respuesta viene de la lógica misma de los movimientos. La evidencia arqueológica invita a pensar que se produjeron pequeños saltos (acuñados en la bibliografía anglosajona con el ilustrativo término de leapfrogging) de grupos poco numerosos que pasaban de un espacio ocupado a otro susceptible de ser colonizado, en muchos casos despoblado de grupos mesolíticos –el nombre que se da a las últimas comunidades de cazadores y recolectores. Desde nuevos enclaves se producía entonces una expansión démica y territorial y se sentaban las bases para otro salto hacia otros territorios. Así, no se trata de una ola de avance gradual sino de saltos puntuales y puntuados en el tiempo y el espacio, con momentos de avance rápido y otros más pausados, o una combinación de varios episodios paralelos. Por ejemplo, en base al estudio de las cerámicas de los primeros episodios neolíticos en el País Valenciano –yacimientos del Barranquet, Mas d’Is o Cova d’En Pardo, se ha sugerido relaciones con el sur de Francia o las costas ligures. A su vez, en el sur de Francia, el asentamiento de Pont de Roque-Haute muestra fuertes conexiones materiales con las costas tirrénicas y, en cambio, el vecino lugar de Peiro Signado tuvo relaciones con el ámbito ligur (Broodbank, 2013). En el sur de la península Itálica también se han documentado relaciones multidireccionales con Sicilia, Malta y las costas egeas (Robb, 2007).
Las razones para emigrar de un lugar favorable a otro debieron ser diversas, según el contexto, desde tensiones hasta presiones económicas. Con todo, frecuentemente se subraya el pionerismo que hay detrás de estas actitudes. Al margen de los específicos mecanismos de transmisión cultural o de las consecuencias de la migración de comunidades campesinas, me interesa ahora destacar que el proceso está marcado por una movilidad marítima muy intensa. Por supuesto, la expansión neolítica por tierra también existió –recordemos sus orígenes en el sur de Turquía y norte de Iraq, desde donde los neolíticos se expandieron por tierra; y además fue rápida, no menos que por mar, como demuestran las fechas de su llegada a las costas del mar del Norte, aunque también existen zonas donde se ralentizó el proceso. Pero el mar Mediterráneo iba a entrar en la historia: el Egeo, con sus cadenas de islas y costas recortadas, el Adriático, el mar Tirreno o la cuenca occidental, debieron de ser cruzados por estas comunidades campesinas para alcanzar las costas peninsulares griegas, itálicas o ibéricas respectivamente, sin olvidar las grandes islas, en movimientos cortos pero cruciales por sus consecuencias históricas a largo plazo.
Si bien la navegación ya parece haber sido tentativamente explorada en algunas costas del Mediterráneo oriental por los grupos mesolíticos, no dejaron de ser movimientos limitados a sus necesidades temporales, para la explotación de recursos del entorno. Ahora bien, vista en retrospectiva, la navegación transmediterránea debe su incipiente desarrollo a los campesinos neolíticos, quienes transformaron también el sentido de la geografía: unas zonas, como las grandes islas del Mediterráneo y el sur de Italia, pasaron de estar hasta entonces relegadas en las dinámicas históricas a ser espacios de innovación tecnológica y puntos de intercambio o de encuentro social.
La navegación que llevaron a cabo los grupos neolíticos fue realizada en canoas monoxilas, como la descubierta en La Marmotta, un yacimiento en el lago Bracciano, cerca de Roma, y fechada a mediados del quinto milenio antes de Cristo. No se conocen hallazgos más antiguos pero experimentaciones con réplicas de este tipo de embarcaciones y registros históricos de su uso por otras comunidades –por ejemplo las del Pacífico‒ confirman que la más antigua expansión neolítica por el Mediterráneo fue factible en este tipo de artefactos. La canoa de La Marmotta mide 10 m de longitud y pudo albergar de 10 a 15 personas, con su carga personal, y se pudo desplazar 20-25 km al día, etapas cortas de navegación de cabotaje, normalmente sin perder de vista puntos geográficos relevantes de la costa.
Este es, a grandes rasgos, el panorama de las pioneras comunidades neolíticas. En términos mediterráneos podemos pensar que el mar empezaba a constituirse como una entidad diferente de la precedente, no del todo integrada pero con esferas ya conectadas entre sí. La integración será mayor en los milenios que siguieron, hasta el punto que se incrementan exponencialmente los casos de intercambios de bienes cuyo origen está en lugares distantes sólo accesibles por mar –por ejemplo, piedras como la obsidiana, que sólo se encuentra en el Mediterráneo en islas volcánicas, o el cobre de ricos afloramientos de las islas de Cerdeña o Chipre. Con la integración del Mediterráneo en marcha, mi siguiente parada en este recorrido es en torno a los inicios del primer milenio antes de Cristo, cuando navegantes de origen levantino empequeñecieron el mar.
Comercio e interacción a escala mediterránea en el primer milenio a.C.
El siguiente caso histórico de contacto cultural y movilidad que nos ocupa se fecha, grosso modo, a inicios del primer milenio antes de Cristo, y a lo largo de los siglos siguientes antes del dominio romano sobre el mar Mediterráneo. Diversos grupos orientales, levantinos y griegos establecieron redes de contacto con tierras lejanas, que mantuvieron a largo plazo con la fundación de asentamientos permanentes a lo largo de las costas mediterráneas e, incluso, en el Atlántico. Es un fenómeno nuevo en la prehistoria de este mar, pues por primera vez se establecen conexiones distantes con esferas cada vez más integradas en una red de contacto local y mediterráneo que hizo que el mar fuera cada vez más pequeño. Por ello, aquellas comunidades situadas convenientemente cerca de rutas de navegación cambiaron el curso de su historia, pues tuvieron acceso a redes de comercio y contacto que les proporcionaron riqueza y poder. Además, la intensidad de los episodios de movilidad a partir de esta fecha actuará de mecanismo catalizador de la difusión de ciertas prácticas, desde el consumo hasta la tecnología, cuya simultánea aparición en lugares distantes indican el elevado grado de conexión existente. Ciertos cambios tecnológicos fueron imprescindibles para permitir esta conexión: la invención de la vela, en torno al tercer milenio antes de Cristo, en algún lugar del Mediterráneo oriental, es uno de ellos. Otro es el desarrollo de la navegación astronómica. Conjuntamente, estos cambios permitieron que las embarcaciones tuvieran la capacidad de realizar largas travesías e intensificar los contactos.
Durante los últimos años está siendo reconocida, cada vez con mayor fundamento material, la participación conjunta de navegantes orientales, centro mediterráneos y occidentales en los desarrollos culturales del final de la Edad del Bronce, esto es a finales del segundo milenio antes de Cristo y principios del siguiente (Guerrero, 2008). El metal era un vector de poder, y en los siglos que nos ocupan el mar jugó un papel fundamental en el control de la circulación del metal entre rutas interiores y costeras. Hacia el final de la Edad del Bronce aparece una serie de pequeños asentamientos en ensenadas y bahías naturales, esenciales en un sistema de movilidad de gente y objetos basado fundamentalmente en el cabotaje. Estos lugares tienen pequeños talleres y espacios destinados al reciclaje del cobre y el bronce, según se desprende del hallazgo de escorias de estos metales, de toberas y moldes para fundir pequeños objetos, como punzones y barras, como sucede en el Cap Prim, en el extremo sur de la bahía de Xàbia (Alicante), o más al norte en el promontorio de Sant Martí d’Empúries (Girona), en la bahía de Roses. Los habitantes de las islas Baleares también participaron de estos fenómenos, pues existió un complejo sistema de infraestructuras para el cabotaje, como invitan a pensar los asentamientos costeros o en islotes, con puntos de aguada y de avituallamiento vinculados a hitos visibles para la navegación (Calvo et alii, 2011). El trabajo del metal y su circulación se constata en pequeños lugares costeros como Na Galera (Mallorca) o en Cala Blanca (Menorca) a partir de moldes de fundición, lingotes y talleres, lo que sugiere un panorama similar al de la costa oriental peninsular y permite deducir un tráfico regular entre las islas y la península para el intercambio de lingotes y objetos de base cobre. En general, se reconocen contactos multidireccionales para comerciar con el metal –especialmente la plata y el cobre‒ en las cuencas mineras de Chipre, Cerdeña y el área atlántica (Celestino et alii, 2008).
En Huelva hay datos para entender el comercio mediterráneo a larga distancia desde finales de la Edad del Bronce. Los habitantes de los cabezos entraron en contacto, hacia el siglo ix a.C., con grupos de comerciantes orientales, como demuestra el hallazgo de balanzas de precisión para intercambios, objetos de artesanado especializado y restos de trabajo metalúrgico –cobre, plata, hierro‒ así como cerámicas de procedencia diversa –Cerdeña, sur de Italia, Grecia, Levante mediterráneo, etc.‒ ilustran claramente el carácter comercial e interétnico de este contacto. Se dibuja, por consiguiente, un panorama en que la circulación de metal, su transformación y posterior comercialización junto a otros bienes manufacturados, interesaron a las poblaciones locales.
En estos casos no hubo grandes establecimientos permanentes de gente foránea en estos territorios, sino que se trata de episodios de contacto limitado entre comerciantes y navegantes en territorios indígenas, a diferencia de lo que sucederá un poco más tarde, a partir del siglo viii a.C. cuando se produzca la llamada diáspora comercial fenicia: bajo este nombre se conoce el establecimiento de grupos –pequeños‒ de fenicios en asentamientos propios, con frecuencia en relación con el mar y con vías de navegación, en islas, promontorios junto a las desembocaduras de ríos y estuarios, tanto en el ámbito mediterráneo como en el atlántico. Esta diáspora estuvo motivada por motivos económicos derivados de causas internas y externas de mayor alcance en la geopolítica del Mediterráneo oriental (Aubet, 2009). Las navegaciones fenicias no hicieron más que seguir las rutas preexistentes, pero consolidaron las experiencias anteriormente vistas e incrementaron el comercio y la intensidad de los contactos (Ruiz-Gálvez, 2013). La diáspora empezó hacia los siglos x y ix a.C., liderada por la ciudad de Tiro principalmente, con la fundación de establecimientos comerciales en Eubea, Creta y Chipre, y poco después en el Mediterráneo central –Cartago‒ y hasta el atlántico –Cádiz, entre otras‒, incluyendo las costas de Portugal y Marruecos. Hacia el siglo vii a.C., una densa red de asentamientos fenicios existía en la cuenca occidental del Mediterráneo, asentamientos destinados a la explotación económica del entorno –metalurgia, agricultura‒ a través de la coparticipación con sectores indígenas. De nuevo en Huelva, se observa esta coparticipación indígena en asentamientos como Cabezo de San Pedro o Cabezo de la Esperanza junto a otros situados algo más al interior –Aznalcóllar, San Bartolomé de Almonte, Niebla‒ que formarían parte de una red para explotar las vetas mineras, sobre todo la plata.
Es evidente que la intensidad, la escala y las conexiones y corrientes de la movilidad serán distintas a partir de este momento, lo que afectará a la naturaleza de la interacción y a las consecuencias del contacto. Las palabras asentadas en una parte de la historiografía para entender estas situaciones han sido las fundaciones coloniales, el concepto de colonización y aculturación e intercambio desigual, frente a lo cual, en los últimos años, ha surgido un nuevo paradigma, surgido de las reflexiones postcoloniales, que acentúa la heterogeneidad del mundo construido a través del contacto y, sobre todo, otorga historicidad a todos los afectados porque las relaciones no son sólo en una dirección. Por otro lado, no siempre hablamos de conquista y dominio de tierras o de violencia abierta, ni de una permanente confrontación entre grupos foráneos y locales, aunque es frecuente que el contacto desencadene violencia interétnica, pero también alianzas. Las perspectivas postcoloniales aplicadas a la Antigüedad han reivindicado aspectos que es importante recordar porque tienen una marcada dimensión material y práctica cotidiana –a diferencia de otros estudios postcoloniales‒: por un lado, de la variable del lugar del contacto donde diversos grupos fueron protagonistas de la historia se deriva el concepto de hibridismo, hibridación y prácticas híbridas para reconocer categorías sociales que van más allá de una división foráneo-local. Por otro, las consecuencias de los contactos no son uniformes, pues conllevan nuevas prácticas, objetos e identidades porque aquellas protagonistas de los encuentros culturales son las personas, que son las que interactúan, rechazan o colaboran a través de las prácticas diarias, definidas por su tradición.
Al respecto, una línea de análisis que ha resultado fructífera en los últimos años para profundizar en los detalles de esta coexistencia es la identificación de fenómenos de hibridación o de prácticas híbridas, resultado de la convivencia cotidiana de grupos de diversos orígenes. Además de atestiguar contactos estrechos, la cultura material doméstica señala que, en estos casos, se crearon nuevas prácticas en el proceso de acomodación de tradiciones culturales ajenas, objetos nuevos y modos de hacer tradicionales, o viceversa, objetos existentes adaptados a nuevos usos. Por ejemplo, la cerámica de cocina y de mesa cambió entre muchas comunidades ibéricas en el curso de un par de generaciones, quizás porque cambiaron los hábitos culinarios a partir de la cohabitación. Otros ejemplos parten del potencial de estudiar la tecnología en tanto que mediadora entre personas y cosas, porque los sistemas técnicos están embebidos en relaciones sociales y las secuencias de las cadenas operativas son elecciones determinadas por la tradición. Así, la tecnología de producción cerámica muestra préstamos y convergencias de diferentes tradiciones –aquella modelada a mano, sin torno, y aquella torneada‒ que denotan multidireccionalidad en las cadenas operativas por la participación de personas con distintas bagajes culturales (Van Dommelen y Rowlands, 2012; Vives-Ferrándiz, 2014).
Ahora bien, reconocer que las agencias indígenas operan activamente en el marco de las relaciones con navegantes orientales, o que existen prácticas híbridas resultado del proceso de interacción entre diferentes esferas sociales, no implica en absoluto una simetría en las relaciones sociales ni la disolución de toda relación de poder. Al contrario, estas situaciones de contacto deben entenderse contextualmente, a largo plazo y teniendo en cuenta las relaciones de poder de los grupos y las desigualdades sociales. Eso no significa, sin embargo, que las diferencias estuvieran dictadas siempre por relaciones asimétricas entre indígenas y foráneos. En este caso de estudio, las motivaciones de la instalación fenicia fueron económicas y no pretendieron la ocupación de tierra o la conquista abierta, a juzgar por el pequeño número de fenicios desplazados, el tamaño de sus asentamientos y la extensión de sus necrópolis. La negociación debió ser necesaria pero también incluyó el conflicto, sin duda en relación con la intensificación del comercio, las relaciones económicas y las alianzas forjadas. Así lo dan a entender los repetidos episodios de inestabilidad que se suceden, por ejemplo, en el entorno del río Segura y Vinalopó. O las murallas que se erigieron desde el siglo viii a.C. y que apuntan diferentes tradiciones defensivas en el área gaditana o, de nuevo, en la desembocadura del río Segura. Otro ejemplo es el de la reestructuración territorial con motivo del contacto, como se observa en Huelva, donde se desarrolló una red jerarquizada con una organización del trabajo estructurado con objeto de extraer y canalizar el metal hacia los principales puertos costeros (Celestino et alii 2008; Vives-Ferrándiz, 2014).
La violencia es una consecuencia indudable de los efectos del contacto y es en sí misma otro factor de empoderamiento. El contacto no siempre implica coerción, pero es posible que canalice tensiones existentes, de modo que hay que tener en cuenta el grado de violencia de las comunidades locales cuando inician su complejidad social, antes de la llegada fenicia, algo que no ha sido tradicionalmente valorado por la investigación. En todo caso, a largo plazo se observa que el contacto reiterado implicó el surgimiento de nuevas identidades con una ideología basada en las armas y en la figura del guerrero. En las pequeñas necrópolis que surgen a partir del siglo vi a.C. hay algunas tumbas con armas de hierro y con frecuencia tienen ostentosas importaciones, lo que invita a pensar que están relacionadas con personajes o familias poderosas que identifican el estatus y la violencia guerrera. Paralelamente, a escala territorial asistimos al surgimiento de poderes locales asentados en poblados amurallados desde los que se controlan territorios políticos que organizan la producción y la provisión a una escala mayor que la familiar. Estos son algunos de los marcadores arqueológicos de un cambio social que convenimos en denominar cultura ibérica, cuyo desarrollo histórico está íntimamente relacionado con un Mediterráneo, ahora sí, intensamente conectado.
Una reflexión final
Mi aproximación al Mediterráneo ha sido la de valorar el interés de la larga duración de los procesos históricos examinando dos casos en los que la geografía marítima ha sido fundamental para el desarrollo histórico: la expansión neolítica y los contactos comerciales del primer milenio a.C. He defendido que el Mediterráneo no es un ente dado en el que las sociedades han actuado a modo de lienzo azul, donde ha sido natural el hecho de comunicarse por mar. Al contrario, el Mediterráneo se ha constituido al mismo tiempo que se ocupaban sus riberas e islas por grupos humanos, mientras se conectaban regiones y se hacía pequeño el mar debido al papel fundamental de la tecnología de navegación. Así, ha habido lugares más mediterráneos que otros, en el sentido de que ha habido espacios cuya posición geográfica los posicionaba en situación de privilegio en unos periodos, pero no en otros. Así se han constituido nodos de poder que engendraban más conexiones que otros.
Finalmente, conviene subrayar que el Mediterráneo no es tampoco un espacio marítimo que naturalmente ha facilitado el contacto o separado porque se relega la experiencia humana a un epifenómeno de la geografía. Desde una arqueología socialmente comprometida consideramos que la geografía también está en la historia. Prueba de ello es la distinta consideración de algunos de los espacios más calientes de la geopolítica actual, como por ejemplo el estrecho de Gibraltar: durante parte de la historia antigua esta zona fue un espacio integrado, social y económicamente, pero hoy en día su integración está lejos de ser una realidad cercana.