Pautas de rebelión: sobre alzamientos globales e imágenes revolucionarias

Begum Özden Firat

Profesora adjunta del Departamento de Sociología de la Universidad de Bellas Artes Mimar Sinan, y teórica de la imagen

Las masas se enfrentan cara a cara a las fuerzas de seguridad, tratando de cruzar la línea que no hay que cruzar. Se acerca un cañón de agua; la multitud se dispersa, algunos se quedan. David contra Goliat. En las confrontaciones urbanas, al cañón de agua siempre le siguen los gases lacrimógenos. Algunos manifestantes devuelven los botes de gas lanzándolos contra la primera línea policial; otros tratan de inutilizarlos. Una mujer se acerca a la policía con calma, de forma a la vez valerosa y ridícula. Un policía aborda a una mujer de manera violenta y cobarde. Un hombre se alza desnudo: «Así de frágiles somos». Aparece un superhéroe: «Tenemos poderes secretos». Una estruendosa multitud que, vista desde arriba, cubre todo el paisaje urbano como si fueran hormigas. Una plaza. ¿Dónde estamos? ¿Es la plaza Síntagma de Atenas?, ¿la Puerta del Sol de Madrid?, ¿la plaza Tahrir de El Cairo?, ¿la plaza Taksim de Estambul? Todas estas imágenes se fusionan entre sí y configuran el panorama caleidoscópico de un malestar social y político global, de un nuevo ciclo de rebelión iniciado a finales de 2010.

«Al carecer de una lengua común, la esfera pública global tendrá una enorme necesidad de basarse en imágenes», escribe Susan Buck-Morss (2001). ¿Qué transmiten estas imágenes revolucionarias? ¿Han hablado ya? ¿Y qué dicen? ¿Cómo recordamos aquellos momentos de contestación política desde la perspectiva del presente? ¿Nos ayudarían las imágenes a repensar los potenciales emancipadores de la oleada revolucionaria que recorrió el mundo entero?

La oleada de protestas desencadenadas primero en Túnez y luego por el denominado «momento Tahrir», en 2011, hoy parece hallase en una situación cuando menos de impasse. Dicha oleada, conocida mayoritariamente como «movimiento de ocupación», conmocionó todo el sistema global, desde Estados Unidos hasta Yemen pasando por Hong Kong, Brasil, Armenia, Israel, Turquía, España, Grecia, Siria, Ucrania, Canadá y Venezuela, por nombrar solo unos pocos países. Immanuel Wallerstein (2001) declaró que se acercaba el fin del moderno sistema capitalista mundial, y que el nuevo sistema que se establecería dependería de la fortaleza de los actuales movimientos políticos y sociales: sería o la barbarie o un mundo distinto. Hoy, junto con el sistema mundial, hay toda una familia global de movimientos en crisis. Dondequiera que surgieron, estos sacudieron los sistemas políticos existentes, y a veces los derribaron; pero resultaron no ser lo bastante poderosos como para cambiar el sistema en su conjunto. En la actualidad parece que dichos movimientos sufren una crisis generalizada. Son incapaces de utilizar formas políticas familiares como los modos de organización, el lenguaje de la protesta y los repertorios de acción; y lo son asimismo de expresar con una nueva voz los crecientes agravios contra los regímenes autoritarios neoliberales.

Es evidente que las revueltas de Egipto y Turquía y las ocupaciones de plazas en Grecia y España no son equiparables. Difieren de formas complejas, aunque también se hallan vinculadas en los procesos globales de un orden neoliberal. Pero al mismo tiempo se hallan vinculadas asimismo por una serie de imágenes comunes, o un lenguaje visual, cuando no una ideología. Como expresó poéticamente el denominado Comité Invisible, «Los movimientos revolucionarios no se difunden por contaminación, sino por resonancia. Lo que se constituye aquí resuena con la onda de choque emitida por lo que se ha constituido allí. Pero un cuerpo que resuena lo hace a su propia manera. Una insurrección no es como una plaga o un incendio forestal, un proceso lineal que se extiende de un lugar a otro a raíz de una chispa inicial; más bien adopta la forma de una pieza musical, cuyos puntos focales, aunque dispersos en el tiempo y el espacio, logran imponer el ritmo de sus propias vibraciones, adquiriendo cada vez mayor densidad» (2009, pp. 12-13).

Así pues, lo que configura la oleada de rebelión global es, en cierto sentido, una resonancia de imágenes, y concretamente la resonancia entre imágenes de rebelión. Es a través de dicha resonancia como llegamos a captar la universalidad de cada una de las revueltas concretas que tienen lugar en sus propios contextos históricos, sociales y económicos concretos. Sin embargo, hay algo en este ciclo de rebelión que lo hace específicamente mediterráneo. Estalló en Túnez, y luego resonó en Egipto, Libia, Grecia, España, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Israel, Siria, y en algunos acontecimientos de menor envergadura ocurridos en Portugal e Italia. Durante un tiempo pareció que el Mediterráneo se había convertido en una zona que albergaba la promesa del fin del capitalismo neoliberal. Las plazas urbanas de las «economías del ajo» y las multitudes que desbordaban la «calle oriental» se contemplaban unas a otras a través del Mare Nostrum. El Mediterráneo, cuyas fronteras geográficas se expanden a lo largo de una red de carreteras, pasos, rutas marítimas, puertos, flujos de bienes y de personas, se extendía esta vez a través de una red de plazas en rebeldía. A lo largo de dicha red se intercambiaban imágenes y saludos revolucionarios. Los españoles saludaban a la plaza Tahrir susurrando suavemente «para no despertar a los griegos», aunque estos últimos oyeron el susurro. En Israel se acuñó un nuevo eslogan: «Tel Aviv y El Cairo son una misma revolución», mientras los manifestantes de Estambul declaraban que Taksim era ahora Tahrir, y los sirios aspiraban a derrocar al régimen. Surgía una geografía común con un nuevo sentido de la contemporaneidad. La región a la que se había llegado a ver como el «otro» histórico, cultural y político de Europa compartía en ese momento un «tiempo del ahora», y las imágenes determinaban su ritmo.

Sin duda, estas revueltas han transformado la configuración sociopolítica del Mediterráneo; pero las formas en las que se concibe la región no han cambiado en consonancia. En el apogeo del proceso revolucionario acaecido en Egipto, Slavoj Žižek escribió que «no se puede por menos que señalar la naturaleza “milagrosa” de los acontecimientos de Egipto», que para él producían la impresión de que «un agente misterioso [hubiera]… intervenido para proclamar la eterna idea de la libertad, la justicia y la dignidad». «La revuelta —señalaba— era universal; era inmediatamente posible para todos nosotros, en todo el mundo, identificarse con ella, reconocer de qué iba» (2011). De manera similar, Hamid Dabashi (2012) argumentaba que el «momento Tahrir» declaraba el final del poscolonialismo, y que se hallaba en construcción una nueva geografía de la esperanza universal. Sin embargo, parece que el «resultado» último de la oleada revolucionaria ha venido a confirmar la «regla» del conflicto político del Mediterráneo: la junta militar en Egipto, la rendición de Grecia ante la Troika europea, el establecimiento de un régimen dictatorial en Turquía, la intervención de la OTAN en Libia, la guerra civil y la intervención imperialista en Siria, y, por último, el terror del Dáesh .

El conflicto de las revueltas en imágenes

Todos recordamos la foto de una manifestante brutalmente golpeada por las fuerzas de seguridad en la plaza Tahrir, en diciembre de 2011. Hoy se la conoce como «la mujer del sujetador azul» o, a veces —no sin un cierto matiz peyorativo y libidinoso‒, «la chica del sujetador azul». La imagen es un fotograma de un vídeo, grabado por un testigo anónimo durante una manifestación contra las normas impuestas por los generales en las elecciones celebradas después de la dimisión de Mubarak. Tras ser divulgada porRussia Today, la imagen se hizo viral. No solo documentaba la violencia perpetrada por las fuerzas de seguridad, sino que, para muchos egipcios, también simbolizaba el fracaso de la revolución (Peters, 2017). La mujer, que llevauna abaya, ha caído al suelo al intentar escapar y ha sido alcanzada por los militares. Yace en medio de la calle como si estuviera muerta, rodeada de soldados que la golpean con sus bastones mientras pisotean su pecho desnudo. Al abrírsele la abaya queda al descubierto el sujetador azul que lleva. Pronto se imprimirían versiones ampliadas y recortadas de la imagen en forma de carteles que luego se llevarían en las manifestaciones. En la plaza Tahrir apareció un grafiti con el sujetador azul como parte de la indumentaria de una Superwoman, y las paredes de El Cairo se cubrieron de innumerables reproducciones del sujetador azul. Para entonces, este había cristalizado en un símbolo capaz de condensar la situación entera.

En 2013, en el que más tarde sería el segundo día de la revuelta de Gezi, un periódico publicó la foto de una mujer negándose a retroceder mientras es rociada con gas lacrimógeno en el parque Gezi. La mujer lleva un vestido de verano de algodón rojo, un collar y un bolso blanco colgado al hombro. De ahí que la imagen acabara conociéndose como «la mujer de rojo». Muy probablemente se eligió esta foto porque se consideró que representaba el perfil de clase media de los manifestantes, una nueva generación de activistas, la dignidad femenina y la violencia de las fuerzas de seguridad, todo ello en una sola imagen. Pronto se convirtió en el símbolo de la revuelta. Los manifestantes la hicieron suya y se reprodujo de numerosas formas distintas, desde las pintadas a base de estarcido hasta las portadas de los diarios.

Luego, en 2015, aparecieron en las redes sociales varias imágenes de mujeres llegando en camiones a la región siria de Rojava procedentes de una zona ocupada por el Dáesh. Las imágenes, extraídas de un vídeo, fueron tuiteadas por un periodista y luego publicadas por MailOnline. Una de ellas destacaba especialmente: en ella se veía a una mujer arrancándose su túnica negra y revelando debajo de esta un reluciente vestido de llamativos colores. A su lado, un hombre alza un brazo, probablemente en un signo de victoria, mientras con el otro sujeta a un niño pequeño junto a sí. ¿Un retrato de familia? No. El periodista añadió un pie a la foto publicada en su tuit, denominándola «el retrato de la libertad». Se habían liberado del terror del Dáesh, y no importaba nada más. Así era la libertad. De ahí que la imagen mereciera hacerse icónica como símbolo universal de la libertad.

Argumentaba Eric Hobsbawm que en los siglos xviii y xix «el concepto revolucionario de república o libertad… tendía a ser una mujer desnuda, o más probablemente con los pechos desnudos». Para él, el papel de la figura femenina «disminuye abruptamente con la transición de las revoluciones democráticas del siglo xix a los movimientos proletarios y socialistas del xx», cuando el símbolo que lideraba la revolución pasó a ser el torso masculino (1978, p. 124). Como sugiere también Agata Lisiak (2014), el inicio del siglo xxi marca el final de esa masculinización de las imágenes revolucionarias de la que hablaba Hobsbawm. Y sin embargo, en lo que respecta a las mujeres de esta época, lo que llevan parece convertirse en lo que representan. Se observa aquí una pauta: unas determinadas prendas de vestir, un manojo de colores y una serie de diseños repetitivos pasan a representar metonímicamente el conflicto de la situación revolucionaria. Cada una de estas imágenes contiene ciertas dicotomías en sí misma: resistencia violenta/no violenta, opresor/víctima, velar/desvelar y, por último, el hombre en acción frente a la mujer limitándose simplemente a ser lo que es… Pero cuando se leen diacrónicamente, estas imágenes representan las distintas etapas de la oleada de rebelión: el principio, la parte intermedia y el final. Una mujer de rojo defiende sus derechos como ciudadana, es golpeada mientras su sujetador azul queda al descubierto, y finalmente es rescatada por una intervención militar imperialista de la funesta situación que ha provocado. Las imágenes parecían apuntar al conflicto de las revueltas populares en el Mediterráneo.

Nuevos comienzos y melancolía

Y sin embargo, en la época en la que todo era nuevo y estaba ocurriendo, la consigna icónica de la revuelta de Gezi proclamaba: «Esto es solo el principio; la lucha continúa». Aunque nadie sabía qué era exactamente lo que había empezado, aquella consigna implicaba un nuevo comienzo cuandoquiera y dondequiera que se coreara. Una conocida pintada que apareció en los primeros días de la revuelta proclamaba: «¡Nada volverá a ser nunca igual! Enjúgate las lágrimas». Costa Douzinas se refiere a este tipo de expresión como el «extraño que hay en mí» y cuenta que, tras pasar un tiempo en la plaza Tahrir, una egipcia llamada Sarah le dijo a su madre: «Yo ya no soy yo; soy alguien nuevo que ha nacido hoy». También repite las palabras de un joven que participó en la insurrección ateniense de diciembre de 2008: «Ya había estado en manifestaciones antes, pero nunca había participado en un motín. Para mí fue como una especie de iniciación, y tengo que admitir que me sentí liberado. Me hizo sentir que había recuperado el control de mí mismo» (2014, p. 79). Estas expresiones —sostiene Douzinas— aluden a «una extraordinaria metamorfosis compartida por gentes de diversas partes del mundo, que las ha transformado de súbditos obedientes de la ley en subjetividades resistentes».

Pese a ello, el presente es el tiempo de la contrarrevolución. Es un auténtico Thermidor. Y como afirma Daniel Bensaïd (2001), todas las «repeticiones de Thermidor han dado siempre un cerrojazo a la puerta de la posibilidad cada vez que esta se había abierto apenas un poco». Al cerrarse esa puerta de la posibilidad se extiende una sensación de derrota. Algo se ha perdido, falta algo, algo se ha convertido en «el pasado». Se desarrolla una «estructura se sentimientos» emergente pero a la vez familiar: melancolía y depresión política, sensación de callejón sin salida, incapacidad de comenzar algo nuevo… Walter Benjamin asoció esta situación a lo que él denominaba «la melancolía de la izquierda» (1994): la actitud del «izquierdista» que está más apegado a un determinado análisis político concreto que atento a las posibilidades de cambiar el presente. Hoy, la melancolía de quienes se rebelaron emana no solo de la sensación de derrota, sino también del hecho de carecer de un ideal que fracasara ya de entrada.

En La melancolía de la izquierda, Enzo Traverso declara que «antes que un régimen o una ideología, el objeto perdido puede ser la lucha por la emancipación como experiencia histórica. Y esa experiencia merece el recuerdo pese a su frágil, precaria y efímera duración» (2017, p. 146). Desde esta perspectiva, melancolía significa memoria y atención a las potencialidades del pasado. Tenemos que ser fieles a las promesas emancipadoras de la revolución —sostiene Traverso—, no a sus consecuencias imprevistas.

¿Pueden ayudarnos las imágenes a recordar ese objeto perdido del que habla Traverso? ¿Condensan las imágenes la frágil, precaria y efímera experiencia del proceso de emancipación? Cuando las actuales consecuencias de la oleada de rebelión contemporánea parecen culminar en una contrarrevolución, ¿la galería global de imágenes icónicas puede ayudarnos a recordar la momentánea experiencia de la emancipación?

Revueltas en imágenes

La oleada de protestas se inició con un solo acto: Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante tunecino agredido por las fuerzas de seguridad, se prendió fuego. ¿O acaso se inició cuando la grabación de un videoaficionado en la que aparecía una multitud airada reunida ante el Ministerio de Gobernación se difundió en la red? El acto había finalizado; pero la ira quedó grabada. Imágenes de diversa calidad, amateur y profesional, emitidas en directo o subidas a las redes sociales, fijas o en movimiento, fueron cruciales para que las revueltas «se hicieran globalmente virales». La ocupación de la plaza Tahrir se retransmitió en directo las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, y lo mismo ocurrió con la del parque Gezi. Los manifestantes grabaron cada segundo de la situación revolucionaria con sus teléfonos móviles, hasta el punto de que en Siria a veces incluso grabaron su propia muerte, tal como explica Rabih Mroué (2013). La gente se observaba manifestándose, y se observaba siendo observada. Cualquier grabación era archivada de inmediato sobre la marcha por bases de datos colectivas como Moisreen en Tahriro Video Ocuppy en Gezi. La enorme cantidad de material visual personal y público vino a crear una especie de spam de imágenes procedente de diversas fuentes, individuos o agencias de noticias, y elaboró conceptualmente los acontecimientos insurreccionales como fenómenos visuales.

Las revueltas se desarrollaron en imágenes. Un exceso de imágenes revolucionarias difundidas a escala mundial; aunque no fue una revolución de la imagen.El documental de Alisa Lebow Filming Revolution, un proyecto que inicialmente trataba de averiguar si la revolución había creado una ruptura estética en la cinematografía, testimonia este argumento. Lebow afirma que, puesto que en Egipto la revolución no ha terminado, ni tampoco puede afirmarse que haya tenido éxito a la hora de reorganizar de manera radical el régimen de gobierno, no ha habido oportunidad de elaborar un nuevo planteamiento del cine en consonancia con la nueva ideología reinante (2016, p. 279). En ausencia de tal ruptura estética a la hora de narrar la lucha revolucionaria, nos quedamos con las de las imágenes icónicas, que implican una pauta de rebelión, formulando una cierta experiencia estética.

Ariella Azoulay argumenta que el discurso universal de la revolución elaborado en el siglo xviii entiende «la revolución como un acontecimiento limitado, un asunto temporal, una fase intermedia, una transición en el camino al establecimiento de un nuevo régimen» (2011, p. 2). Frente a esta interpretación, ella propone contemplar la revolución como un lenguaje civil, diferente y separado del poder soberano y contrario a este. Como todo lenguaje, este consiste en un conjunto de signos, algunos de los cuales son portadores de su propio significado, mientras que el de otros se deriva de la sintaxis de las frases en las que se articulan. El lenguaje de la revolución, pues, está formado por un vocabulario de gestos, una gramática, y una serie de reglas y posibilidades de improvisación. Azoulay sostiene que, puesto que se trata de un lenguaje gestual, las fotografías constituyen el papel sobre el que se escribe; y enumera «varias declaraciones que, utilizadas repetidamente, han creado un nuevo idioma local: contenedores de basura volcados en las calles… las manos alzadas haciendo el signo de la victoria, cantar con extraños, tirar piedras, dibujar grafitis en las banderas, arrancar los símbolos de poder existentes, subirse a edificios altos o encima de los coches… el uso civil de estrategias militares, provocar incendios, destrozar retratos de los gobernantes, dar testimonio de los actos del poder dominante, etc.» (2011, p. 2). Para Azoulay, estos gestos, combinados con otros, se articulan en una sintaxis civil. Buscaremos los restos de dicha sintaxis civil en las revueltas contemporáneas.

W.J.T. Mitchell sostiene que los movimientos de ocupación de 2011 reprodujeron un «repertorio de imágenes anti-icónico y no soberano» dada la acefalia y la organización horizontal de los movimientos (2012, p. 9). Y está en lo cierto. De hecho, estos movimientos carecían de un «rostro», salvo, quizá, la máscara de Guy Fawkes. El anonimato era inherente a su propio fundamento. Aun así, fueron capaces de crear dos perspectivas icónicas y soberanas de una visión que representaba la masa anónima. La primera es la omnipotente perspectiva del dron, que representa a los manifestantes como una entidad política; esto es, «el pueblo» como creador de la historia universal. La segunda, la perspectiva del nivel de la calle, captaba a la gente en acción, configurando al «pueblo» como relación social; es decir, como creador de una nueva vida social. Personalmente considero que es entre estas dos perspectivas complementarias y contradictorias donde cabe reconstruir el lenguaje de la revolución; es ahí donde podemos encontrar las promesas emancipadoras de ese lenguaje revolucionario en construcción.

Miles de personas congregadas en un una plaza, ya sea Taksim, la Puerta del Sol, Síntagma o Tahrir… Una toma grabada desde la perspectiva de un Dios omnipotente que muestra todo lo que hay que ver. La mayoría son imágenes de drones. El uso de imágenes de drones, inicialmente una técnica de vigilancia militar, migró luego a la grabación y la información sobre protestas contemporáneas, empleada por los dos bandos: el de los manifestantes y el del estado. Esta filmación a vista de pájaro impide cualquier clase de identificación de las figuras que hay abajo. Las cámaras de los drones parecen presentar la escena de la revuelta como un hecho objetivo; muestra lo que el ojo podría ver a la máxima distancia de la que es capaz.

Sin embargo, se trata de una imagen afectiva. Observas a una vociferante multitud, un mar de gente. Te parece que ya has visto antes esa imagen muchas veces, sabes qué es. Te conmueve, quisieras ser esa imagen, de hecho ya estás en esa imagen. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es lo que muestra la imagen? Es «el Pueblo»: «el único… creador de la historia universal», como sugiere Alain Badiou (2011). Mientras se desarrollaba la revolución en Egipto, Badiou escribía apasionadamente que, «una vez se ha traspasado un determinado umbral de determinación y coraje, un pueblo puede concentrar de hecho su existencia en una plaza, una avenida, unas cuantas fábricas, una universidad… El mundo entero será testigo de ese coraje, y sobre todo de las asombrosas creaciones que lo acompañan. Esas creaciones se alzarán como prueba de que allí se halla representado un pueblo» (2011).

Las imágenes de drones y el «pueblo monumental»

Solo se puede diferenciar entre este tipo de imágenes de Tahrir y de Taksim por la geografía de la plaza (y a veces por la presencia de una gigantesca bandera): una formación circular con un remolino de gente en Tahrir; una alfombra rectangular de miles de personas en Taksim. ¿Y qué hace un pueblo? Uno puede imaginarse oyendo la consignaAl-shaab yurid isqat Al-nizam («El pueblo quiere el derrocamiento del régimen») coreada regularmente en la plaza Tahrir. O quizá podría escuchar a la gente gritarBu daha başlangıç, mücadeleye devam! («¡Esto es solo el principio; la lucha continúa!»), una consigna que se convirtió en el mantra de las protestas de Taksim. Aparte de eso, uno no se imagina a la multitud haciendo otra cosa. Desde ese punto de vista, el pueblo no hace nada más que estar presente. Solo ocupa el espacio. Lo que aquí se capta es pura presencia. La representación del pueblo concentrado en la plaza, visto desde una perspectiva tan omnipotente, probablemente no testimonia tanto su número como su comparecencia. Es la materialización del pueblo, o su aparición si se quiere, captada en la concreción de una imagen. Jeffrey Charles Alexander argumenta que «lo icónico tiene que ver con la experiencia, no con la comunicación. [Por lo tanto] ser icónicamente consciente es entender sin saber. Es entender por la sensación, por el contacto, por la “evidencia de los sentidos” antes que por la mente» (2008, p. 782). Estas imágenes icónicas te ayudan a experimentar una sensación de participación en algo fundamental cuyo significado más pleno elude nuestra comprensión: ¡Pueblo! ¡Historia! ¡Revolución! ¡Igualdad! ¡Libertad!

En cada plaza local, con su historia única y en su lenguaje concreto, el pueblo actuaba basándose en las nociones de libertad, justicia e igualdad como actos de universalidad. Y al hacerlo se convertía en sujeto político, o en sujeto de la política. El acto de ocupación de los espacios históricos más monumentales de «la nación», como Tahrir y Taksim, constituye un acontecimiento performativo. Judith Butler nos recuerda que «esta performatividad no es solo discurso, sino demandas de acción corporal, gesto, movimiento, persistencia» (2012). Este acontecimiento performativo de «la concentración de personas» tiene un carácter contra-monumental. Es un acto que postula cierta estesis a través de prácticas sociales y movimientos oposicionistas. Y dichas prácticas comportan nuevas «experiencias heterogéneas de percepción sensual incardinadas en el tejido de la vida» que de lo contrario se ven reprimidas por la estesis política de la transmisión monumental, tal como sugiere Meltem Ahıska (2013).

Por otra parte, las imágenes icónicas de la aparición «del pueblo» como sujeto político tienen un carácter monumental. La perspectiva aérea del dron, similar a una perspectiva divina, transforma al pueblo en un monumento de la historia universal. Constituye una oda al pueblo en «inacción», como una presencia incorpórea. Esta imagen se ha agregado recientemente a la galería cuasi-universal de las imágenes revolucionarias constituida por los momentos icónicos de acontecimientos pasados. Las imágenes de la gente desde drones resultan tan monumentales e imponentes que nos hacen pensar que ya las hemos visto antes. John Berger sostiene que «un instante fotografiado solo puede adquirir significado en la medida en que el observador pueda leer en él una duración que se extiende más allá de este». Y afirma: «cuando encontramos una fotografía significativa, le prestamos un pasado y un futuro» (2016, p. 122). La imagen monumental del «pueblo» ejerce ese mismo efecto de reorganizar el significado de la galería de imágenes de la revolución. Nos hace reimaginar 1789, 1848, 1917 o 1968 por más que en ninguna de estas revoluciones existiera tal evento ni tal punto de observación privilegiado. Nunca antes se había observado al pueblo en una imagen tomada desde esta perspectiva; y quizá jamás se le vuelva a observar. Pese a ello, la perspectiva del dron contaminará las imágenes de los futuros episodios revolucionarios: de ahora en adelante bastará nada menos que esta materialización para que se dé una situación revolucionaria. La iconografía global de la revolución ha cambiado, y no ha cambiado poco.

A la vez que la omnipotente perspectiva del dron reconfigura la galería de imágenes revolucionarias, también requiere una nueva materialización del «pueblo». Desde el 30 de junio de 2013 hasta que fueron desalojadas por las fuerzas de seguridad el 14 de agosto, las plazas Rabaa y Mahda acogieron sentadas en apoyo de la presidencia de Morsi y el gobierno de los Hermanos Musulmanes. Los manifestantes argumentaban que aquellas dos plazas eran ahora el lugar donde se materializaba el pueblo. Pero aquel pueblo fue masacrado por las fuerzas de seguridad en nombre de otro «pueblo». Como explica Hanan Sabea (2014, p. 67), más o menos por entonces Alí al-Haggar, un famoso cantante egipcio, sacó una canción titulada«Nosotros somos un pueblo y vosotros otro». La letra empezaba diciendo: «Nosotros somos un pueblo y vosotros otro / Lo que ha conmovido a nuestros corazones jamás ha conmovido a los vuestros / Dios es uno; pero nosotros tenemos a nuestro Dios y vosotros al vuestro».

Durante la revuelta de Gezi, el primer ministro Erdoğan hizo un llamamiento a sus partidarios —el 50 %— y pidió una concentración para demostrar a todo el mundo quién era el verdadero pueblo. Ese «pueblo» se materializó plenamente en 2016, en Yenikapı. Como masa autóctona y nacional, representaba la unidad de la nación en su protesta por el golpe de Estado contra el gobierno.

La imagen monumental del pueblo revolucionario exigiendo valores universales se vio contrarrestada por otra imagen monumental del pueblo exigiendo los derechos de la nación. Ello implicaba una guerra de imágenes compitiendo por la auténtica representación del pueblo como sujeto político.

La perspectiva desde la calle

Si la perspectiva de las imágenes de los drones nos permite ver al pueblo como sujeto político monumental, las imágenes tomadas desde la perspectiva de la calle nos dan una idea de lo que hace ese sujeto; es decir, del pueblo en acción. En esas imágenes encontramos «una interacción híbrida entre elementos icónicos y efímeros» (Westmoreland, 2016, p. 250). Las imágenes tomadas desde la perspectiva de la calle poseen una gramática específica, y pueden ordenarse en secuencias del siguiente modo.

Primero se reúnen pequeños grupos de personas; luego se les unen muchas más, lo que lleva a una confrontación masiva con las fuerzas de seguridad (el hombre que planta cara a un cañón de agua en Tahrir; la batalla del puente del Nilo; la gente cruzando el puente del Bósforo en Estambul; personas rodeadas por nubes de gas lacrimógeno o lanzando botes de gas., etc.). La segunda ronda de imágenes está integrada por una serie de imágenes festivas que representan la celebración y la unión (como las de gente tocando el piano en la plaza Taksim o las de proyecciones de películas en Tahrir). A continuación vienen imágenes que representan la resolución de las diferencias políticas y dicotomías establecidas (como, por ejemplo, las de los republicanos de la mano de los kurdos y nacionalistas en Gezi; la unión del Corán y la cruz en Tahrir; una hilera de cristianos de pie velando para que los musulmanes pudieran inclinarse a rezar en Tahrir, o esa misma escena repetida en Gezi).

Aunque estas imágenes nos permitan echar un vistazo a lo que hace la gente en una situación revolucionaria, pasan por alto una dimensión crucial de los actos revolucionarios: el rutinario, agotador, duradero y cíclico trabajo colectivo que respalda y sustenta el acontecimiento revolucionario. Podemos calificarlo como la vida cotidiana de una situación revolucionaria. Alain Badiou nos da una pista de en qué podría consistir esa vida cotidiana en las siguientes palabras: «En medio de un acontecimiento, el pueblo está integrado por quienes saben cómo resolver los problemas que dicho acontecimiento les impone. Lo mismo vale para la ocupación de una plaza: la comida, los sitios donde dormir, la protección, las banderolas, los rezos, la lucha por defenderse… todo para que el lugar donde todo acontece, el lugar que se ha convertido en símbolo, pueda quedarse con su gente a toda costa… Resolver problemas insolubles sin la ayuda del Estado: ese es el destino de un acontecimiento» (2011).

Resolver los problemas cotidianos en la plaza para que la gente pueda quedarse allí a toda costa es algo que no guarda tanta relación con las imágenes de la revolución. Actividades como cocinar, limpiar, preparar el té, dormir, hablar, escuchar, discutir, cuidar de los heridos o cuidar simplemente de quien tienes al lado, organizar la logística, haber turnos de vigilancia y cosas similares fueron los actos cotidianos que generaron los ritmos de la ocupación tanto en Tahrir como en Taksim. En última instancia banal, rutinaria y a veces tediosa, esta forma de trabajo relativa a la reproducción social se halla históricamente vinculada a un régimen de género y relacionada con los quehaceres domésticos y el trabajo femenino. Se la ha considerado inferior a otras formas de interacción humana como la producción y la acción política. Pero tanto en Tahrir como en Taksim, la organización de la vida cotidiana —desde la comida hasta la dispensación de cuidados—, intrínsecamente relacionada con la esfera privada, se llevó a cabo de una manera pública (Butler, 2012). Aquellos actos no solo respaldaban y sustentaban la revolución, sino que eran en sí mismos revolucionarios en la medida en que se organizaban fuera de los marcos del Estado y del mercado. Este tipo de imágenes son abundantes, pero se han revelado efímeras y fáciles de olvidar.

La única excepción son las imágenes de gente limpiando las plazas. Tras la dimisión de Mubarak, la gente se congregó en la plaza Tahrir, pero esta vez para limpiarla, recoger las tiendas y mantas, y llevarse la basura. Como explica Jessica Winegar (2016), con grandes bolsas de plástico de color negro traídas de casa, recogieron los envases de comida y bebida, periódicos viejos, paquetes de tabaco vacíos y otros restos del campamento. Fue una «limpieza seria y vigorosa» con un obvio significado simbólico que representaba, de manera tan prematura como desacertada, la caída del régimen y el final de la ocupación. Las imágenes de personas de todas las edades limpiando la plaza se hicieron virales. Un mero acto generó teatralidad. Se llevó a cabo de tal modo que la limpieza no se articuló como una práctica social más, sino como la representación de una declaración política. Fue aquella teatralidad la que otorgó a las imágenes su estatus icónico.

Por otra parte, limpiar y recoger la basura constituía una rutina diaria en Gezi. Cada día, a primera hora de la mañana, los voluntarios reunían toda la basura, recogiendo obsesivamente hasta la última colilla. Las bolsas de basura se alineaban unas junto a otras y luego se sacaban fuera mediante una cadena humana. Era este un acontecimiento íntimo a la par que obsesivo, realizado y representado de una forma que mostraba no solo la solidaridad, sino también la pureza de los manifestantes. También representaba el acto de convertirse en un ciudadano responsable reivindicando la esfera pública, y recordaba a los manifestantes lo que eran, un ser social comprometido: el pueblo.

Butler subraya las necesidades corporales (el hambre, la necesidad de abrigo, la atención médica, la protección frente a la violencia, etc.) como un elemento crucial de la política. Y sostiene que «no solo tenemos que llevar las urgencias materiales del cuerpo a la plaza, sino también darles un papel central en las demandas de políticas» (2012). Sin duda, las imágenes icónicas de personas «sacando la basura» hicieron que otros actos ordinarios de la gente se volvieran invisibles. Pero al mismo tiempo, al hacerse icónicas, insertaban los gestos comunes del pueblo —que de otro modo habrían permanecido imperceptibles— en la iconografía histórica de la revolución. Era un cambio sutil, aunque significativo, en la galería de imágenes.

Deseo volver aquí a mi pregunta inicial: si la galería global de imágenes icónicas nos ayuda o no a recordar la experiencia momentánea de la emancipación. He esbozado las dos perspectivas de visión que están cambiando el lenguaje y las imágenes de la revolución. La imagen monumental del pueblo como sujeto político, como el verdadero creador de la historia, y su imagen como una relación social que realiza actos ordinarios que respaldan y sustentan el momento revolucionario. Creo que la experiencia momentánea de la emancipación reside en un punto intermedio entre estas dos perspectivas contradictorias y complementarias. En la teoría cinematográfica de Dziga Vértov, este «punto intermedio» entre las dos perspectivas» recibiría el nombre de «intervalo». Un intervalo es un paso entre dos imágenes consecutivas, lo cual hace referencia no a su distancia, sino a una correlación entre imágenes que son distantes. Es el lugar donde brillan el pensamiento y el significado fílmicos. El acto del montaje muestra la relevancia existente entre dos imágenes distintas no basándose en su similitud y uniformidad, sino en su complejidad y diferencia. Lo que necesitamos es un acto de montaje que capte el «movimiento»: la efímera, precaria y frágil experiencia de la emancipación no puede representarse con una imagen, sino más bien como una resonancia entre imágenes. El ángulo existente entre las dos perspectivas mencionadas resuena en las palabras de Chantal Mouffe: «La frontera entre lo social y lo político es esencialmente inestable, y requiere desplazamientos y renegociaciones constantes entre agentes sociales. Las cosas siempre podrían ser de otro modo, y, por lo tanto, todo orden se basa en la exclusión de otras posibilidades». Tenemos que descubrir un acto de montaje que nos haga reflexionar sobre lo otro, sobre otras posibilidades que pudieran chispear de significado en estos tiempos oscuros.

Bibliografía


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