Félix Guattari (1930-1992) fue un psicoanalista y filósofo francés que se interesó también por el arte y la estética. Su obra, en este sentido, es fragmentaria, ya que el arte constituía para él un material vivo más que una categoría de pensamiento. Los conceptos que maneja Guattari al hablar de arte son susceptibles de traducirse en múltiples sistemas. Con ello, podemos abarcar una estética potencial, que adquiere consistencia real a condición de librarse de una decodificación permanente. Y es que Guattari consagró su vida a desarmar y a reconstruir los mecanismos y las redes sinuosas de la subjetividad, a explorar los componentes y los modos de salida, llegando a plantearla incluso como piedra angular del edificio social. El autor intenta renovar nuestro enfoque del arte contemporáneo manteniéndose lo más cerca posible del trabajo de los artistas y exponiendo los principios que estructuran su pensamiento: una estética de lo interhumano, del encuentro, de la proximidad, de la resistencia al formateo social.
El concepto situacionista de la «situación construida» pretende sustituir la representación artística por la realización experimental de la energía artística en los ambientes de lo cotidiano. Si el diagnóstico de Guy Debord en cuanto al proceso de producción espectacular nos parece implacable, la teoría situacionista en cambio ignora el hecho de que el espectáculo, que arremete en primer lugar contra las formas de las relaciones humanas ‒es «una relación social entre personas, mediatizada por imágenes»‒ solo podrá ser pensado y combatido a través de la producción de nuevos modos de relaciones entre la gente.
Ahora bien, la noción de situación no implica necesariamente una coexistencia con los demás: se pueden imaginar «situaciones construidas» que excluyen, incluso deliberadamente a los demás. La noción de «situación» repite la unidad de tiempo, de lugar y de acción, en un teatro que no implica necesariamente una relación con el Otro. Pero la práctica artística está siempre en relación con el Otro, al mismo tiempo que constituye una relación con el mundo. La situación construida no corresponde necesariamente a un mundo relacional, que se elabora a partir de una figura de intercambio. ¿Es azaroso que Debord divida el tiempo espectacular en dos, el «tiempo intercambiable» del trabajo («acumulación infinita de intervalos equivalentes») y el «tiempo consumible» de las vacaciones, que imita los ciclos de la naturaleza mientras es un espectáculo «en un grado más intenso»? La noción de tiempo intercambiable se revela aquí solamente negativa: el elemento negativo no es el intercambio en sí, que sería factor de vida y de sociabilidad; son las formas capaces de intercambio las que Debord identifica, quizás sin razón, como el intercambio humano. Estas formas de intercambio nacen del encuentro entre la acumulación del capital (el empleador) y la fuerza de trabajo disponible (el empleado-obrero), bajo la forma de un contrato. No representan el intercambio en abstracto, sino una forma histórica de producción (el capitalismo): el tiempo de trabajo es un tiempo «comprable» bajo la forma de un sueldo más que un «tiempo intercambiable» en el sentido pleno. La obra que forma un «mundo relacional», un intersticio social, actualiza el situacionismo y lo reconcilia, en lo posible, con el mundo del arte.
El paradigma estético (Félix Guattari y el arte)
La obra prematuramente truncada de Félix Guattari no constituye un conjunto de fragmentos nítidos, del cual un subconjunto se refiere específicamente a la cuestión estética. El arte constituía para él un material vivo más que una categoría del pensamiento, y esta distinción es inherente a la naturaleza misma de su proyecto filosófico: más allá de los géneros y de las categorías, dice Guattari, «lo importante es saber si una obra concurre efectivamente a una producción cambiante de enunciación»; no se trata de delimitar los contornos específicos de tal o cual enunciado. La psyché de un lado, lo socius del otro, se construyen a partir de dispositivos productivos. Aunque parezca privilegiado, el arte es solo uno de ellos. Los conceptos de Guattari son ambivalentes, flexibles, susceptibles de traducirse en múltiples sistemas: se trata entonces de abarcar una estética potencial, que adquiere consistencia real a condición de librarse de una decodificación permanente. Porque aunque siempre, en el desarrollo de su reflexión, le asignara un lugar preponderante al paradigma estético, el practicante de la clínica psiquiátrica de La Borde escribió muy poco sobre el arte propiamente dicho, con la excepción del texto de una conferencia sobre Balthus y de algunos fragmentos de sus principales obras, en el marco de un discurso más general.
El paradigma estético se encuentra ya en el nivel de la escritura misma. El estilo, o mejor aún el flujo de la escritura de Guattari rodea cada uno de los conceptos de una infinidad de imágenes: los procesos del pensamiento son descritos a menudo como fenómenos físicos, dotados de una constancia específica: «placas» que se desvían y «planos» que encajan unos en otros, «maquinarias», etc. Un materialismo sereno en el que los conceptos deben revestirse de los adornos de la realidad concreta para encontrar su eficacia, territorializarse en imágenes. La escritura de Guattari está trabajada con una evidente preocupación plástica, incluso escultural, pero no muy preocupada por la claridad sintáctica. La lengua de Guattari puede parecer oscura porque no duda en formar neologismos («nacionalitario», «estribillar», «ritornelizar») y palabras-baúles, o palabras inglesas o alemanas cuando le surgen, o proposiciones, sin preocuparse por el lector, jugando con las significaciones menores de una palabra común. Su fraseado es completamente oral, caótico, delirante, espontáneo y plagado de atajos engañosos, lo opuesto del orden conceptual que reina en los textos de su compadre Gilles Deleuze. Guattari parece todavía ampliamente subestimado, reducido muchas veces al mero papel de acompañante de Deleuze, aunque parece más fácil hoy reconocer su aporte específico en los textos a dos manos, de El Anti-Edipo a ¿Qué es la filosofía?
Desde el concepto de ritornello hasta los fragmentos magistrales que hablan de los modos de subjetivación, la estampa de Guattari se distingue claramente, su voz resuena cada vez más fuerte en el debate filosófico contemporáneo. Por su singularidad extrema, por la atención que le merece la «producción de la subjetividad» y sus vectores privilegiados, las obras, el pensamiento de Félix Guattari se conecta con las maquinarias productivas que aparecen en el arte actual. En la penuria de la actual reflexión sobre la estética, nos parece también cada vez más útil, sea cual fuera el grado de arbitrariedad que marca esta operación, proceder a una suerte de trasplante del pensamiento de Guattari al campo del arte actual, creando así un «enlace polifónico» lleno de posibilidades. Se trata ahora de pensar el arte con Guattari, con la caja de herramientas que nos deja.
La subjetividad conducida y producida
Desnaturalizar la subjetividad
La noción de subjetividad constituye verdaderamente el principal hilo conductor de las investigaciones de Guattari. Consagró su vida a desarmar y a reconstruir los mecanismos y las redes sinuosas de la subjetividad, a explorar los componentes y los modos de salida, llegando a plantearla incluso como piedra angular del edificio social. ¿El psicoanálisis y el arte?
Dos modalidades de producción de subjetividad conectadas entre sí, dos regímenes de funcionamiento, dos sistemas de herramientas privilegiadas que se encuentran en la posible resolución del «malestar en la civilización». La posición central que asigna Guattari a la subjetividad determina su concepción y su valoración del arte. La subjetividad como producción tiene el papel de eje alrededor del cual los modos de conocimiento y de acción pueden engancharse libremente, lanzarse detrás de las leyes del socius. Lo que, por otra parte, determina el campo del léxico empleado para definir la actividad artística: nada subsiste de lo habitualmente fetichista de este registro del discurso. El arte está definido como un proceso semiótico no verbal, y no como una categoría separada de la producción global. Se trata de desarraigar el fetichismo para afirmar el arte como modo de pensamiento e «invención de posibilidades de vida» (Nietzsche): la finalidad última de la subjetividad no es más que una individuación a conquistar.
La práctica artística forma un territorio privilegiado de esta individuación, aportando potenciales modelizaciones para la existencia humana en general. El pensamiento de Guattari puede definirse como una gran empresa de desnaturalización de la subjetividad, que se despliega en el campo de la producción y teoriza sobre su inserción en el marco de la economía general de intercambios. Nada menos natural que la subjetividad. Nada más construido, elaborado, trabajado: «Se crean nuevas modalidades de subjetivación de la misma manera en que un artista plástico crea nuevas formas a partir de la paleta de la que dispone».
Lo que importa es nuestra capacidad de crear nuevos dispositivos en el seno del sistema de equipamientos colectivosque forman las ideologías y las categorías del pensamiento, creación que presenta numerosas similitudes con la actividad artística. El aporte de Guattari a la estética permanecería incomprensible si no destacáramos su esfuerzo para desnaturalizar y desterritorializar la subjetividad, expulsarla de su ámbito reservado, sacrosanto tema, para abordar las orillas inquietantes donde proliferan los dispositivos mecánicos y los territorios existenciales en formación. Inquietantes porque lo no humano es parte integrante, en contra de los esquemas fenomenológicos que acribillan el pensamiento humanista. Proliferación, porque es posible decodificar la totalidad del sistema capitalista en términos de subjetividad: la subjetividad reina, poderosa, entretejida en las redes del sistema, secuestrada en beneficio de sus intereses inmediatos. Porque «al igual que las máquinas sociales que se pueden catalogar en el rubro general de los equipamientos colectivos, las máquinas tecnológicas de información y de comunicación actúan en el corazón de la subjetividad humana».
Habrá que aprender a «captar, enriquecer y volver a inventar» la subjetividad, so pena de verla transformarse en un equipamiento colectivo rígido, al servicio exclusivo del poder.
Estatuto y funcionamiento de la subjetividad
Esta denuncia de la naturalización de hecho de la subjetividad humana es un aporte capital: la fenomenología la esgrimía como emblema insuperable de la realidad, más allá de la cual nada podría existir, mientras que el estructuralismo veía en ella algunas veces una superstición y otras, el efecto de una ideología. Guattari ofrece una lectura compleja y dinámica ‒puesta a la divinización del sujeto que aparece en la vulgata fenomenológica, pero refractaria a la petrificación de los estructuralistas‒ situada en la intersección de los juegos de los significantes.
Podríamos decir que el método de Guattari consiste en llevar a ebullición las estructuras anquilosadas por Lacan, Althusser o Lévi-Strauss: sustituyendo el orden inmóvil por análisis estructurales y los «movimientos lentos» de la historia braudeliana por las uniones inéditas, dinámicas, ondulatorias que el calor provoca en la materia. La subjetividad de Guattari está determinada por un orden caótico y ya no, como era el caso para los estructuralistas, por la búsqueda de cosmos escondidos bajo las instituciones cotidianas «para no caer en el abandonismo social posmoderno falta encontrar cierto equilibrio entre los descubrimientos estructuralistas, nada despreciables, y su gestión pragmática».
El equilibrio solo se alcanzará a condición de observar al socius a temperatura real, al calor de las relaciones humanas y no artificialmente «enfriado», para liberar mejor las estructuras.
Esa urgencia caótica induce cierta cantidad de operaciones. La primera consiste en despegar la subjetividad del sujeto, en disolver los lazos que son su atributo natural. Es necesario trazar una cartografía que desborde ampliamente los límites del individuo: pero es ampliando el territorio de lo subjetivo hacia las maquinarias impersonales reguladoras de la sociabilidad que Guattari puede convocar a la «re-singularización», superadora de la noción tradicional de ideología. Solo el dominio de los «dispositivos colectivos» de la subjetividad permite inventar dispositivos singulares; la verdadera individuación pasa por la invención de dispositivos de reciclaje eco-mental, de la misma manera que la alienación económica permitió el trabajo de Marx acerca de la emancipación del Hombre en el seno del mundo del trabajo: Guattari solo señala hasta qué punto la subjetividad está alienada, dependiente de una superestructura mental, e indica posibilidades de liberación.
Este segundo plano marxista es visible incluso en los términos con los que Guattari define la subjetividad: «el conjunto de las condiciones que hacen posible que instancias individuales y/o colectivas estén en posición de emerger como territorio existen sui-referencial, que delimita, o es adyacente a una alteridad también subjetiva». En otras palabras, la subjetividad podría ser definida solo por la presencia de una segunda subjetividad: constituye un territorio a partir de los territorios que encuentra; formación evolutiva, se moldea sobre la diferencia que la constituye a sí misma como principio de alteridad. Es entonces en esta definición plural, polifónica, de la subjetividad, donde aparece el temblor perspectivo que Guattari impone a la economía filosófica. La subjetividad, dice, no podría existir de manera autónoma, y no podría de ninguna manera fundar la existencia del sujeto. Solo existe bajo el modo del acoplamiento: la asociación «de los grupos humanos, de las máquinas socio económicas, de las máquinas informativas». Intuición fulgurante, decisiva: si la jugada de Marx en sus Tesis sobre Feuerbach consistió en definir la esencia del hombre como «el conjunto de las relaciones sociales», Guattari, por su parte, define la subjetividad como el conjunto de las relaciones que se crean entre el individuo y los vectores de subjetivación con los que se encuentra, individuales o colectivos, humanos o inhumanos. Brecha decisiva: se buscaba la esencia de la subjetividad en el sujeto y se la encuentra descentrada, encerrada en «regímenes semióticos a-significantes». Guattari aparece como tributario del universo de referencias estructuralistas. Como en el bosque de Lévi-Strauss, el significante domina «el inconsciente maquinista» de Guattari: la «producción de subjetividad colectiva», que se nos ofrece en cantidad, servirá para construir «territorios mínimos» en los que el individuo podrá identificarse. ¿Cuáles son los significantes fluidos que componen la producción de subjetividad? Primero, el entorno cultural (la familia, la educación, el ambiente, la religión, el arte, el deporte); luego, el consumo cultural (los elementos fabricados por la industria de los medios, del cine, etc.), artilugios ideológicos, piezas sueltas de la maquinaria subjetiva. Y finalmente, el conjunto de la maquinaria informativa que forma el registro a-semiológico, a-lingüístico de la subjetividad contemporánea, que «funcionando en paralelo o independientemente del hecho producen significados». El proceso de singularización/individuación consiste precisamente en integrar esos significantes en «territorios existenciales» personales, como herramientas que sirvan para inventar nuevas relaciones «con el cuerpo, el fantasma, el tiempo que pasa, los “misterios” de la vida y de la muerte», y que sirvan también para resistir a la uniformación de los pensamientos y los comportamientos. Es en esta perspectiva que las producciones sociales deben pasar por el tamiz de una «ecosofía mental». La subjetividad individual se forma entonces a partir del tratamiento de los productos de esas maquinarias: fruto del disensus, de las separaciones, de acciones de distanciamiento, la subjetividad es inseparable del conjunto de las relaciones sociales, así como los problemas del medio ambiente lo son del conjunto de las relaciones de producción. La decisión de considerar la existencia como una red de interdependencias, en el marco de una ecología unitaria, determina las relaciones de Guattari con la cuestión artística: constituye una placa de sensibilidad entre otras, ligada a un sistema global. Su reflexión sobre la ecología conduce a Guattari a tomar conciencia, antes que la mayoría de los «profesionales» de la estética, de la ineficacia de los modelos románticos todavía en vigencia para describir el arte moderno.
La subjetividad de Guattari aporta de esta manera a la estética un paradigma operacional legitimado por la práctica de los artistas de los últimos treinta años.
Las unidades de subjetivación
Kant admitía los paisajes y el conjunto de las formas naturales en el campo de la estética. Para Hegel, el arte es una forma particular bajo la cual el espíritu se manifiesta. La estética romántica, de la que probablemente no hayamos salido todavía, postula que la obra de arte, producto de la subjetividad humana, expresa el universo mental de un sujeto. Durante el siglo xx, numerosas teorías discutieron esta versión romántica de la creación, sin llegar, sin embargo, a revertir completamente los fundamentos. Citemos la obra de Marcel Duchamp, cuyos ready-made redujeron la intervención del autor a la elección de un objeto en serie y su inserción en un sistema lingüístico personal, redefiniendo así el papel del artista en términos de responsabilidad en relación con lo real. O también la estética generalizada de Roger Caillois, que ponía en un pie de igualdad las formas nacidas por accidente, por crecimiento, por molde, y aquellas surgidas de un proyecto. Las tesis de Guattari, aunque vayan en la misma dirección ‒rechazando la noción romántica de genio y comprendiendo al artista como un operador de sentido, más que como un «creador» puro, dependiente de una hermética inspiración divina‒ no se corresponden, sin embargo, con los himnos estructuralistas sobre la «muerte del autor». Para Guattari se trata de un falso problema: son los procesos de producción de subjetividad los que deben ser redefinidos desde la perspectiva de su colectivización. El individuo no tiene el monopolio de la subjetividad, de modo que poco importa el modelo del Autor y su supuesta desaparición: «los dispositivos de producción de subjetividad pueden existir a escala de las megápolis o de los juegos de lenguaje de un individuo». La oposición romántica entre el individuo y la sociedad, que estructura el juego de roles del arte y su sistema mercantil, está definitivamente caduca. Solo una concepción «transversalista» de las operaciones creativas, que resigna de la figura del autor en beneficio del artista-operador, puede dar cuenta del cambio en curso: Duchamp, Rauschenberg, Beuys, Warhol, construyeron su obra a partir de un sistema de intercambio con los flujos sociales, desarticulando el mito de la «torre de marfil» mental que la ideología romántica asigna al artista. No es un azar que la progresiva desmaterialización de la obra de arte, en el transcurso del siglo xx, fuera acompañada de una irrupción de la obra en la esfera del trabajo. La firma, que sella en la economía artística los mecanismos de intercambio de la subjetividad (forma exclusiva de su difusión, que la transforma en mercadería), implica la pérdida de la polifonía, de esta forma bruta de la subjetividad que es la multiplicidad de voces, en beneficio de una fragmentación estéril, estática. Guattari nos recuerda en Chaosmose, lamentando su pérdida, una práctica corriente en las sociedades arcaicas que consistía en dar un gran número de nombres propios al mismo individuo.
La polifonía se vuelve a componer sin embargo a otro nivel, en esos complejos de la subjetivación que unen campos heterogéneos: esos bloques individuo-grupo-máquina-intercambios múltiples que «ofrecen a la persona la posibilidad de volver a componer una corporeidad existencial, […] de volver a singularizarse» en el marco de una terapia psicoanalítica. Basta con aceptar el hecho de que la subjetividad no se relaciona con la homogeneidad: por el contrario, evoluciona de manera fragmentaria, segmentando y desarticulando las unidades ilusorias de la vida psíquica. «Esta no conoce ninguna instancia de decisión dominante, que dirija a las otras instancias según una causalidad unívoca». Si esto se aplicara a las prácticas artísticas, desaparecería por completo la noción de estilo. El artista, provisto de la autoridad de su firma, se presenta a menudo como el director de una orquesta de facultades mentales y manuales reunidas en torno a un principio único, su estilo. El artista occidental moderno se define ante todo como un sujeto cuya firma sirve como «unificador de los estados de conciencia», manteniendo una confusión calculada entre subjetividad y estilo. Pero ¿podemos seguir evocando al sujeto creador, al autor y su dominio de sí, cuando los componentes de la subjetivación ‒que «en mayor o menor medida, trabajan por cuenta propia»‒, solo aparecen unificados por el efecto de una ilusión consensual custodiada por la firma y el estilo, los garantes de la mercancía?
El sujeto de Guattari está formado por placas independientes, relacionadas por apareamientos diversos, derivando hacia el encuentro de campos de subjetivación heterogéneos: al capitalismo mundial integrado (CMI), comentado por Guattari, no le importan los «territorios existenciales» que el arte debe producir.
Por la valorización exclusiva de la firma, factor de homogeneización y de solidificación de los comportamientos, el capitalismo puede continuar haciendo su oficio, es decir transformando esos territorios en productos. Dicho de otra manera, ahí donde el arte propone «posibilidades de vida», el CMI nos envía la factura. ¿Y si el verdadero estilo, como dicen Deleuze y Guattari, fuera ya no la repetición de un «hacer» petrificado sino «el movimiento del pensamiento»? Guattari opone a la homogeneización y a la estandarización de los modos de subjetividad, la necesidad de comprometer el ser en «procesos de heterogénesis». Tal es el principio primero de la ecosofía mental: articular universos singulares, formas de vida raras; cultivar en sí la diferencia, antes de hacerla pasar en lo social. Esta argumentación es producto de la modelización previa, interna, de las relaciones sociales ‒nada es posible sin la toma de conciencia de las interdependencias fundadoras de subjetividad‒ y es cercana a la mayoría de las vanguardias de este siglo, que llamaban a una transformación conjunta de las mentalidades y estructuras sociales. El dadaísmo, el surrealismo, los situacionistas, trataron de promover una revolución total, postulando que nada podría cambiar en la infraestructura (los dispositivos de producción) si la superestructura (la ideología) no se remodelaba también profundamente.
El alegato de Guattari para las tres ecologías (ambiental, social y mental) bajo la égida de un paradigma estético apto para federar las diferentes reivindicaciones humanas, se sitúa de hecho en la corriente de las utopías artísticas modernas.