La plaza pública hoy, espacio de representación (uso y abuso)
Una plaza pública es un espacio abierto. En tanto que público, no pertenece a nadie en particular ni a ningún colectivo, sino a la colectividad. Se trata de un lugar de tránsito donde se acude a intercambiar bienes e ideas. El mismo vacío de una plaza pública ya simboliza que nadie ha podido plantar ningún signo de pertenencia.
La ocupación de una plaza siempre está regulada: dura un tiempo limitado. Mercados, mercadillos, ferias, actividades «lúdicas», conciertos y actuaciones diversas pueden tener cabida, habitualmente o de manera ocasional en este espacio, siempre que los poderes públicos, de acuerdo con todos los ciudadanos, a quienes representan tanto a los que han votado a los representantes políticos como a los que les han dado la espalda, lo hayan estipulado de manera clara, sin que el edicto dé lugar a interpretaciones conflictivas.
En todos los casos, quienes se instalan en el espacio público saben que deberán dejarlo al cabo del tiempo fijado. A diferencia de un espacio privado, nadie puede echar raíces en un espacio público. Solo se puede pasar, pasear; la interrupción del tránsito es momentánea. Un espacio público siempre está vacío; es decir, disponible para cualquiera que quiere exponer una opinión o una mercancía, que quiera incluso exponerse (en el foro romano, los juegos y el teatro estaban autorizados, no así en el ágora griega en época clásica, aunque sí antes del siglo v a.C). La gran aportación a la convivencia que el ágora introdujo en la vida urbana es precisamente la definición o delimitación de un espacio, bien acotado, al que nadie, ciudadanos y representantes, podían echarle el guante. Todas las voces, todas las decisiones tenían cabida, siempre y cuando ninguna se impusiera. Uno de los grandes conflictos de la historia, la renuncia de Aquiles a guerrear junto a sus compañeros de armas en la toma de Troya, fue debido a que Agamenón tomó, por unos momentos, el mando en el ágora (en este caso, un espacio vacío en la playa donde habían atracado las naves aqueas frente a la muralla de la ciudad de Troya), o mejor dicho, impuso su voz cuando no debía. Ya que en el ágora, todo el mundo intervenía o actuaba, por orden, de manera ordenada.
Bien es cierto que las plazas públicas son tomadas por manifestantes, en ocasiones durante un tiempo casi indefinido. Recordemos la ocupación de la plaza de Tiananmen en Pekín (Beijing). En la mayoría de esos casos, lo que se pretende es la abolición no solo de un gobierno sino de todo un sistema político, casi siempre dictatorial, en favor de otro democrático. El cambio es sustancial. El orden, la ley ya no es aceptada. La ocupación, entonces, no es ilegal, ya que la legalidad no es reconocida.
En el caso de las manifestaciones españolas del 15-M, empero, no se buscaba denunciar un sistema político, sino exaltarlo, depurándolo de imperfecciones, deformaciones, corrupciones. Todos asumían el sistema democrático, tanto que cualquier decisión no se tomaba en consideración si no era votada (a mano o manos alzadas, sin embargo –un sistema inaceptable para la democracia ateniense). El corazón del sistema se quería preservar. Por tanto, no se trataba de anular o abolir la ley, ni enfrentarse a ella, sino de afinarla. Pero esta misma ley que se ensalzaba, devolviéndole su pureza, era, al mismo tiempo, cuestionada, cuando se ocupaba un espacio que no se puede ocupar sino compartir.
La presencia de manifestantes en las plazas públicas españolas, en 2011, cuando la crisis económica y las medidas tomadas por gobiernos de derechas, catalán y español, dio lugar a interesantes casos jurídicos. Instalados de manera indefinida, constituyeron lo que algunos manifestantes llamaron una «ciudad». «Ciudad» que respondía a unas reglas; dividida por barrios o actividades, con zonas de comida, descanso, debates, comercio, ocio (conciertos, sobre todo). Quizá no era, en verdad, una ciudad sino un campamento, pero se trataba, desde luego, de un área regulada. Regulada, empero, por unas reglas que no eran las de la ciudad, ya que por ley, el espacio público no puede ser ocupado de manera permanente. En caso de conflicto –de ocupación del espacio público por parte de un grupo de ciudadanos no representativos por ley‒, entonces, ¿qué ley se debe aplicar? ¿La ley aprobada por la ciudad, o la ley que los manifestantes habían dictado para un espacio que pertenece a todos pero en el que todos no tienen cabida, al menos físicamente? Esto no hubiera tenido que ser un problema. Los que ocupaban la plaza podrían haber sido los representantes de todos los ciudadanos o colectivos. Mas ¿lo eran? ¿Qué derecho les amparaba? ¿Quiénes los habían nombrado? Es posible que hubieran sido elegidos, pero la elección no se había hecho visible. Por otra parte, quienes circulaban en la plaza pero no eran manifestantes o quienes asistían a lo que acontecía sin ser agentes, ¿a qué ley tenían que acogerse?: ¿la ley pública, o la ley que imperaba en la plaza?
Los debates eran públicos. Tenían lugar a la vista de quién quería asistir o mirar. Eran, por tanto, espectáculos (no es casual que algunas asambleas ciudadanas, en la Atenas clásica, tenían lugar en un teatro). Lo que importaba era lo que se decía o se debatía, pero también era importante que el debate tuviera lugar a la vista de todos, no para ser oído o discutido por todos, sino para ser visto, simbolizando un «estado» de protesta. Contaba tanto lo que se decía como el hecho que se escenificara que se hablaba; que se discutiera y que la imagen del acto se publicara en primera página de medios y medias.
Estamos en el mundo de la imagen, en medio de un acto representativo. La plaza es un gran escenario donde se discute siempre ante el público. Los manifestantes eran (son) representantes o actuaban como representantes. Asumían un papel. Se les conocía como representantes. Mas, posiblemente, se representaban a sí mismos, se representaban en tanto que ciudadanos que debatían. Mientras que, habitualmente, quienes debaten en los foros lo hacen porque son representantes (elegidos), en este caso, al debatir se convertían en representantes. La acción les daba sentido. Por eso, las manifestaciones hubieran tenido que durar siempre; su fin no estaba anunciado. La finalidad de la acción era la de durar para siempre.
La protesta era justa o no; ésta no es la cuestión, ya que la cuestión radica en el «espacio» que se ocupaba. El debate, entonces, acontecía a modo de espectáculo. Quienes intervenían asumían un papel. Los verdaderos debates siempre son públicos. Tienen lugar en espacios dispuestos como en un teatro, como ya hemos visto (tal es la forma de muchos modernos parlamentos: los parlamentarios son actores y espectadores al mismo tiempo, espectadores de sí mismos actuando). Las salas de debate, los congresos, las asambleas presentan gradas y un escenario. Los oradores «suben» a la tarima. Lo que acontece tiene la verdad que el arte encierra: imita o representa la vida. Mas, para que eso ocurra, quienes intervienen deben haber sido elegidos. Deben estar reconocidos por todos los espectadores, es decir, por los ciudadanos. En un debate que tiene lugar a la vista de todos, la ciudad, por medio de sus representantes, se ofrece en espectáculo; y la obra es la ciudad que debate. ¿Aconteció exactamente así en el caso de las manifestaciones del 15-M en espacios públicos o tomados por los asistentes? Un ocupante se apropia de un espacio. Lo hace suyo. Lo «roba» o escamotea, entonces, del disfrute de los demás. Esta acción es legítima si el ocupante ha sido designado para el papel o la función que asume. ¿Lo era en aquellos casos?
Desde luego, las manifestaciones simbolizaban una quiebra del derecho público. La crisis no solo era económica, sino moral. Las leyes quedaban en entredicho. No se aplicaban. No podían aplicarse. Eran sustituidas por otras. La culpa, quizá, incumbía a quienes nos representaban; es decir, nos incumbía a todos cuando elegimos representantes que temían aplicar la ley ‒temían el conflicto, es decir, el debate‒, pero tampoco osaban cambiarla. Dejando hacer, la ciudad se disolvía; y disuelta ésta, ya no cabían imágenes de algo que ya no existía. La «ciudad» en la plaza pública solo tiene sentido si la ciudad existe. Negando su existencia, se niega a sí misma; aunque, paradójicamente, el hecho de que la plaza estuviera ocupada por una pequeña «ciudad» era una prueba de la bondad de la vida urbana, bondad ante la cual la ocupación de la plaza no debería haber tenido sentido.
La plaza mesopotámica: entre la calle mayor y la encrucijada en la Mesopotamia del sur
Las grandes misiones arqueológicas del periodo de entreguerras del siglo xx, en Iraq, desbrozaron y excavaron, gracias a centenares o miles de trabajadores, grandes superficies e ingentes volúmenes de tierra. Una célebre foto tomada en la ciudad (o el yacimiento) de Ur, durante el descubrimiento de las tumbas reales de mediados del tercer milenio a.C, en un lugar del que hoy nada se sabe, a finales de los años 20, da cuenta de la descomunal tarea. En unos pocos años se puso al descubierto en centro político y religioso de esta extensísima y muy poblada urbe.
Las excavaciones, sin embargo, operaban a marchas forzadas. Los hallazgos de objetos valiosos y de tablillas inscritas eran indispensables para que los patronos que financiaban privadamente las misiones no cerraran los fondos. Las estructuras arquitectónicas presentaban un menor interés. Si bien templos, palacios y tumbas, visibles a menudo pues se hallaban ‒o se suponía se hallaban‒ en las partes más altas de la ciudad, que destacaban sobremanera en un entorno yermo y plano, no eran desdeñables, la trama urbana, los barrios residenciales, comerciales y artesanos despertaban un entusiasmo mucho menor.
Por este motivo, y dadas las condiciones de los yacimientos mesopotámicos hoy que dificultan o impiden nuevos estudios o la revisión de los planos trazados hace cien años, apenas se conoce el urbanismo mesopotámico. Solo unas pocas y escuetas tramas urbanas en algunas ciudades, como en Ur, Uruk, Kish, Mari, y colonias sumerias en el norte de Mesopotamia, han sido exploradas y estudiadas.
El arqueólogo e historiador francés Jean-Claude Margueron creyó haber descubierto un espacio singular -único- en la ciudad de Mari: un espacio abierto en la trama urbana de Mari, de forma triangular, que interpretó como una plaza de mercadeo. Creo que es difícil o imposible saber a fe cierta cuál era la función de este espacio que, ciertamente, no se ha encontrado en ninguna otra ciudad.
Los escasos barrios explorados muestran una densa trama de viviendas unidas por patios interiores, apenas abiertas hacia estrechas callejuelas cuya disposición sería caprichosa si no pareciera seguir las leves pendientes del terreno por donde se evacuaban naturalmente las aguas durante las grandes lluvias anuales ‒que se infiltraban con dificultad en el suelo arcilloso. Los barrios parecerían el preludio de las muy posteriores medinas y casbahs árabes, y de las ciudades de la Alta Edad Media.
Si los restos arqueológicos apenas permiten evocar el urbanismo mesopotámico, es posible, sin embargo, que el vocabulario nos ofrezca una imagen más clara de cómo los mesopotámicos concebían la trama urbana.
Aunque varias son las palabras sumerias y acadias que se traducen siempre por calle, esir y tilla son quizá las palabras sumerias más comunes. Revelan en parte cómo debía ser la ciudad y cómo debían imaginarla. Esir es una palabra compuesta. E es un término conocido y muy común que significa casa (también se aplica para designar al templo, ya que este es la simple casa de la divinidad). Sir tiene, entre otros significados, el de unir, enlazar. Así, una calle es un nexo de unión entre casas. La calle no parece tener entidad propia. La casa es la unidad que constituye la ciudad y la calle, el medio que logra pasar de la casa a la ciudad, manteniendo unidas esas unidades básicas. La ciudad es un reagrupamiento de casas, y la vida urbana tiene lugar en el interior de las casas, si bien estas no están enteramente vueltas sobre sí mismas, sino que mantienen una ligazón con otras unidades espaciales.
Plaza se solía designar por las palabras sumerias, ya empleadas en los textos más antiguos, de la primera mitad del tercer milenio a.C, salidagal y tilla. Esta última ya la conocemos: significa también calle. Desde la Grecia antigua, la diferencia que establecemos entre la calle y la plaza parece no existir. Ambos espacios se designan por el mismo término, lo cual implica que no existían plazas, solo pasos longitudinales entre viviendas. Estas bien podrían estar unidas por plazas, ciertamente, pero no se han encontrado en las excavaciones.
La cuestión acerca de la existencia diferenciada de la plaza, como un elemento urbanístico con características formales, funcionales y simbólicas propias, podría aclararse si comentamos brevemente la palabra siladagal, antes mencionada. Se trata de una palabra compuesta. El primer elemento también lo conocemos: sila se traduce por calle. En cuanto a dagal, significa ancho. Se trata de un término emparentado con la palabra damgal, que comprende el adjetivo gal (grande).
La plaza, así, sería una calle ancha, hoy diríamos que una avenida, la calle mayor (el cardo y el decumano romanos que se cruzaban, o hubieran tenido que cruzarse, en el foro). Las plazas serían elementos urbanos insólitos, ya que las calles, al menos en los yacimientos del tercer milenio a.C estudiados, eran muy estrechas. La estrechez percibida no debe ser fruto de nuestra manera de juzgar, sino que debía ser una cualidad buscada.
La plaza no se distinguiría apenas de la calle. Cumpliría la misma función. No sería un espacio de intercambio, de negociación y debate, como lo fueron posteriormente el ágora griega y el foro romano, sino que se trazaban, se construían y se imaginaban como vías de comunicación, quizá más rápidas, o trazadas para carros ‒a partir de mediados del segundo milenio‒, entre el elemento fundacional de la ciudad, de cualquier agrupamiento humano: la casa.
De todos modos, tilla ‒calle o plaza‒ tiene también otra acepción que puede ayudar a que entendamos que podía ser una plaza en Mesopotamia, o a qué equivaldría hoy. Tilla también significaba encrucijada: un encuentro de dos calles. El espacio no es físicamente más amplio que el de una calle, aunque sí visualmente. Las funciones que el ágora y el foro acogieron quizá tuvieran lugar en los cruces de calle, puntos donde los desplazamientos se interrumpían temporalmente para negociar; no eran lugares acotados, con sus propios valores, donde uno se dirigía, sino que eran espacios que uno se encontraba. Desde luego, en Roma, las encrucijadas se diferenciaban de las vías de comunicación (y de las plazas), estando bajo la protección de divinidades o espíritus propios que solo actuaban y solo eran efectivos en estos puntos.
Una encrucijada permite, al mismo tiempo, un cambio de dirección, una reordenación. El mundo puede cambiar a partir de una encrucijada. Necesariamente, como el mito de Hércules sugiere, un cruce de caminos conlleva detenerse, reflexionar y optar por una vía en detrimento de otras; exige una decisión, que puede condicionar el camino. La senda trazada se interrumpe, y obliga a pensar a dónde se va y de dónde se viene. Una encrucijada es un espacio físico con valores o cualidades no solo espaciales sino morales. Una plaza sería, así, en Mesopotamia, un alto en el camino. No se apartaría de la vía, como la plaza, pero sí exigiría una toma de conciencia del lugar donde uno se encuentra, del lugar que uno ocupa en el mundo.
La plaza mesopotámica: entre la plaza y el jardín en la Mesopotamia del norte
Pese a todos los esfuerzos de los arqueólogos y los epigrafistas, ni los textos ni los restos arqueológicos de ciudades mesopotámicas de los cuarto y tercer milenios muestran la existencia de espacios públicos urbanos (plazas, mercados, jardines, campos de marte o plazas de armas, etc.). Las ciudades presentan calles y áreas sin construir dentro del perímetro de la muralla ‒probablemente campos de pastoreo de cultivo útiles en casos de asedio‒, y los templos poseen amplios y numerosos patios, pero el acceso a estos estaba vetado a los habitantes, al igual que las dependencias y los espacios sagrados, separados del resto de la urbe por murallas, pese a que toda la ciudad pertenecía a la divinidad. No existía la separación del espacio urbano en áreas sagradas y zonas profanas como en Grecia.
Algunos autores griegos antiguos ya sostuvieron que el espacio público, en concreto el ágora, constituía un rasgo propio de la ciudad griega que la distinguía de la mesopotámica. Sin embargo, dicha afirmación se ha matizado hoy. La búsqueda de espacios públicos orientales no debe llevarse a cabo en el sur, sino en el norte de Mesopotamia. Las capitales asirias y neoasirias, desde la segunda mitad del segundo milenio hasta la caída de Asiria hacia mediados del primer milenio, se fundaron y construyeron siguiendo parámetros pertenecientes a las ciudades sureñas anteriores. Murallas, palacios y templos dotados de un zigurat caracterizaban las ciudades asirias. Sin embargo, estas poseían un espacio inexistente hasta entonces: espacios públicos ajardinados, distintos de los jardines (¿colgantes?, es decir, situados en promontorios) palaciegos. Ambos jardines debían ser parecidos, profusamente dotados de una gran variedad de árboles, incluso frutales. Los jardines imperiales solo podían ser disfrutados por el emperador, no así los públicos: áreas dentro de la trama urbana, en encrucijadas de calles, como plazas centrales actuales, que liberaban espacios ante algunos templos. Ninguna construcción los afeaba o constreñía. Tampoco eran espacios residuales, sino bien planificados dentro de una trama a menudo ortogonal en las ciudades fundadas neoasirias. El acceso a estos espacios colectivos era libre.
Pero dichas «áreas verdes públicas» se distinguían del ágora griega, pese a que fueron casi contemporáneas (la ciudad neoasiria gozó de esplendor en los siglos viii y vii a.C, mientras que la ciudad griega despunta poderosamente apenas un siglo más tarde). El ágora no tenía un dueño. Pertenecía a la colectividad, a todos los ciudadanos (que no constituían la totalidad de la población, es cierto, por lo que mujeres y esclavos no podían disponer de este espacio central). Era el «gobierno municipal» el que se encargaba de la urbanización y el mantenimiento del ágora. Mientras, el jardín o el parque urbano asirio era un regalo del emperador, que cedía el usufructo a la colectividad.
Por otra parte, así como el ágora, pese a los templos dedicados a dioses que velaban por el comercio y el trabajo, y a monumentos a héroes de la ciudad, era un espacio profano ‒por el que cualquier ciudadano podía pasear‒, el espacio de toda la ciudad mesopotámica pertenecía a los dioses quien delegaban en el emperador el cuidado de dicho espacio. Así, el emperador neoasirio ofrecía un espacio a sus súbditos que no le pertenecía en propiedad, sino que le había sido confiado por el cielo, lo que seguramente debe reflejar una creencia cierta. De este modo, todos los ciudadanos podían beneficiarse de la generosidad divina y dar gracias al cielo honrándolo ritualmente.
El ágora griega
Los especialistas están de acuerdo: el ágora es la gran aportación de la ciudad griega. Se trata de un nuevo tipo de espacio, o una nueva concepción del espacio, que ya no pertenece a los dioses o a su representante real en la tierra, sino que consiste en un espacio comunitario. La comunidad ‒que solo incluye a los hombres libres nacidos en la ciudad‒ es la que dirige y se muestra en este lugar. Los dioses poseen un lugar propio (la acrópolis), pero se halla en las alturas, separado de la vida cotidiana que acontece en el centro de la urbe. La ubicación central del ágora es un símbolo de que no pertenece a nadie en particular, de que no se inclina o se halla más cerca de un grupo que de otro. Nadie, por otra parte, puede apropiarse, siquiera temporalmente, para su beneficio o su exhibición, del ágora.
El ágora está rodeada de edificios públicos. También acoge espacios sagrados pertenecientes a divinidades que velan por los intercambios verbales y comerciales que acontecen en el ágora.
Asimismo, numerosos monumentos y grupos escultóricos se disponen en el centro y los límites del ágora. Aquéllos representan dioses y héroes del pasado ligados a la historia mítica de la ciudad, como el Altar de los Doce Dioses, el Altar de Zeus Agoraios (Zeus del ágora) o el Monumento a los héroes Epónimos. También se exhiben personificaciones de los valores ciudadanos, tales como la Justicia o la Salud.
Lo que quizá no se ha destacado suficientemente es la exposición tan pertinente de monumentos (estatuas divinas y heroicas) en el ágora. Estas solo adquieren sentido en este lugar.
El ágora es un lugar de intercambio y de encuentro que no solo acoge a los seres vivos. Una ciudad no comprende solo a ciudadanos vivos; también incluye a los muertos y a los dioses, cada uno asentado en su propio espacio: la acrópolis y la necrópolis, a los que los ciudadanos acuden para reunirse con los seres invisibles. Pero el encuentro más directo e íntimo acontece en el ágora. Se simboliza, se manifiesta en el ágora. Las estatuas que lo pueblan son efigies de seres de otro tiempo, de un tiempo anterior a los humanos, cuando la tierra solo estaba poblada de dioses y héroes. Pero estos seres siguen vivos, siguen estando en la ciudad a modo de espíritus. Las estatuas les conceden un cuerpo gracias al cual los espíritus o las almas, y los seres desencarnados y, por tanto, invisibles, se personifican: se muestran de cuerpo entero entre los humanos, los ciudadanos. Los encuentros entre ciudadanos en el ágora repiten aquellos que se establecen entre los vivos y los muertos o, mejor dicho, entre los mortales y los inmortales.
Esos encuentros solo pueden tener lugar en el ágora. Los mortales pueden dialogar con los inmortales; estos aleccionan con su ejemplo a los mortales; los inspiran, los aconsejan, les proporcionan pautas de comportamiento, modelos de acción ética, que luego deben regir las relaciones interpersonales. El ágora, así, es un espacio de encuentro «a todos los niveles». Y son los encuentros «al más alto nivel», entre hombres y héroes, los que dan sentido, pautan y determinan los posteriores encuentros entre los hombres.
El ágora se erige así en un espacio formativo que convierte al hombre en un ciudadano porque, tras haber dialogado con los héroes, tras haber observado cómo se comportaban, cómo se hallaban en la tierra, como «eran», puede entonces ser de un modo parecido y crear comunidades de seres vivos.
El ágora de Atenas
Tras el fin del mundo micénico, a finales del segundo milenio, cuando los reyes, que eran jueces y sacerdotes, moraban en lo alto del acrópolis, y tras un periodo de decadencia ‒a menos que corresponda a un tiempo poco conocido, en parte por la desaparición aparente de textos escritos‒, la capital de la ciudad-estado de Atenas se organizó de nuevo de un modo muy distinto a partir de mediados del siglo vii. Los tres poderes, civil o político, judicial y religioso se ubicaron en lugares distintos (aunque el culto siguió marcando los actos en apariencia más civiles).
Así, la acrópolis se dedicó enteramente a los dioses, principalmente de la ciudad (Atenea y Poseidón, quienes, en el inicio de los tiempos, compitieron por la posesión del Ática, obteniendo Atenea la palma porque su presente, un olivo, fue preferido al del dios de los mares, una fuente de agua salobre, por desgracia). El monte vecino del Aerópago fue ocupado por la asamblea de la justicia. Fue allí donde el dios de la guerra, Ares, fue perdonado por la muerte de una hija del dios de los mares, y allí también Orestes, hijo de Agamenón, responsable del ejército griego en la guerra de Troya y de Clitemnestra, fue juzgado por haber asesinado a su madre después de que esta, previamente, se hubiera vengado de Agamenón, pues el rey había sacrificado a su hija a fin de obtener la benevolencia de los vientos para bogar hasta Troya. Por fin, el valle donde se ubicó el ágora, a los pies de ambos montes, Acrópolis y Aerópago, acogió al mercado y las instituciones políticas donde se debatían las leyes de la ciudad-estado.
El ágora no era, sin embargo, un espacio profano, al cuidado de los hombres exclusivamente. Lo que ocurría es que mientras los montes estaban al cuidado de dioses celestiales (los dioses olímpicos), el valle del ágora estaba bajo la protección de dioses infernales y, en particular, de diosas madre. Así, la Asamblea Legislativa (llamada la Boulé) operaba en un espacio que acogía un santuario dedicada a una diosa madre, o a la madre de los dioses. Se hallaba, en tanto que divinidad engendradora del cosmos, en las entrañas de la tierra. Desde el subsuelo, velaba por la bondad de las transacciones y de las leyes que las regulaban. Así, los bienes comerciados provenían de la tierra, y la tierra era la divinidad que regulaba la producción y el intercambio de aquellos. El ágora también acogía el altar de los doce héroes, míticas figuras inmemoriales que protegían la vida de la ciudad y los ciudadanos.
Finalmente, a un lado, destacaba el templo de Hefesto. Este fue un hijo del dios padre Zeus, mas nunca moró en lo alto del Olimpo. No se trataba de un dios celestial sino, en tanto que dios de la forja, educado por divinidades infernales como los Cabiros en el manejo del fuego, proveniente del interior de la tierra, de un dios con lazos estrechos con el inframundo. Su misma figura coja y deforme, debido al duro manejo de útiles de la forja cerca del fuego que requemaba a piel y otorgaba un aspecto endemoniado, lo asociaba más con fuerzas subterráneas que aéreas. Al mismo tiempo, en tanto que dios herrero, protegía a los artesanos que comerciaban en el ágora.
Gracias al comercio bien regulado, los humanos estaban en armonía con la tierra, y eran las potencias de lo hondo del valle quienes cuidaban de que a los humanos no les faltara nada, bienes y el bien, alimentos y leyes justas.
El sentido de la plaza
¿Es la plaza consustancial con la ciudad? Esta, ¿la requiere? Roma ‒y la ciudad medieval europea- recuperó, curiosamente, la forma urbana oriental. Se ha dicho a menudo que Roma (al menos antes de la reforma urbana de Nerón tras el gran incendio) era más parecida a una casbah árabe que a una ciudad bien planificada con una trama ortogonal alrededor de un espacio central vacío. La ciudad romana poseía un foro ‒o varios‒; pero estos se situaban en los márgenes de la ciudad, allí donde, en la Edad Media, se ubicarán los mercados, en las puertas de la ciudad, o fuera incluso de la muralla. Los foros imperiales se hallaban en el centro de Roma, mas no se trataba de espacios públicos, sino sagrados. Cumplían la misma función que los patios de los santuarios orientales: daban acceso a los templos, privilegios que muy pocos tenían. Roma no tuvo ágora ni plazas. Poseyó mercados, campos de Marte ‒donde se celebraban paradas militares‒ , espacios para juegos sangrientos (de carácter religioso), siempre en lugares periféricos, mientras que el centro de la ciudad estaba constituido por ínsulas o manzanas agrupadas las unas contra las otras. Este modelo perduró, salvo excepciones, hasta los primeros planes de crecimiento urbano y las ciudades de nueva planta coloniales españolas, en el Renacimiento.
La plaza no era necesaria. La calle era el lugar de encuentro, así como el mercado, los baños, las termas ‒que perduraron hasta la Alta Edad Media, cuando la Iglesia dejó de tolerar estos lugares «promiscuos», y de abierta discusión o contestación. Las fiestas, las procesiones, los saturnales tenían lugar en las calles, de día o de noche. De hecho, la trama urbana, incluso en Grecia, se había constituido a partir de los caminos procesiones que unían los santuarios intramuros y extraurbanos, a menudo construidos o delimitados antes que la propia ciudad. Las danzas, los pasos procesionales, el deambular de los coros determinaron la organización de la ciudad. Esta se construyó a partir de los cantos y los desfiles.
La calle era el elemento principal y articulador. En ella se producían las explosiones festivas que podían poder en jaque el orden social, ciertamente, pero también acogía desfiles en los que la ciudad se reconocía, confirmando los lazos que unían a los ciudadanos con su ciudad.
La plaza es un espacio vacío, muerto. Nadie sabe cómo planificarlo. La plaza tenía sentido en gobiernos absolutistas, pues estos se mostraban en amplios espacios vacíos, necesarios para semejantes manifestaciones de ostentación. Pero el comercio y los debates, que en Grecia acontecían al aire libre o a la vista de todos, se celebran hoy a puerta cerrada. La plaza, entonces, ¿es necesaria?
En Nueva York, por ejemplo, los espacios más vitales no son plazas, sino calles: Times Square no es una plaza, sino un espacio alargado que resulta de la confluencia temporal de unas calles que vuelven a separarse tras unos centenares de metros. Uno de los nuevos espacios públicos más vitales consiste en un parque abierto en una vía elevada (High Line).
La calle mide el pulso. Una ciudad puede vivir sin plazas, no sin calles: la ciudad árabe carece de plazas. Las plazas a menudo se vallan, como si fueran solares vacíos: lugares ante cuyos límites la ciudad se detiene. La ciudad se paraliza cuando la calle es tomada. Cuando las manifestaciones del 15-M en España, las ciudades no se detuvieron: las acampadas ocupaban las plazas, espacios casi siempre ajenos a la vida urbana. En Barcelona, la Plaza Cataluña es un vacío considerable; por el contrario, la plaza del Ayuntamiento de Madrid tiene vida porque es el origen de todas las vías y arterias que recorren la ciudad y la conectan con otras urbes.
La plaza tenía sentido en la Grecia clásica. ¿Lo tiene hoy? ¿No es una muestra de desidia o de incapacidad por tramar la ciudad?