El vuelo es largo y quieto, el océano abajo es un desierto de piedra, la línea que dibujamos en el mapa calca la ruta de la seda. Todo viaje necesita un punto de partida. Esta vez echo a volar desde un verso leído a toda prisa, impreso en una hoja de papel justo antes de partir: «Adiós, amor. Amada, adiós. Huyen los vagones entre las cañas y…». El poema me recuerda el tono de los poetas del siglo xix: «El chillido del tren a través de la noche y adiós, amada tierra». También este otro verso lo puedo recitar de memoria sin ningún error, y sé quién es su autor. Había ido a las escuelas en que los exámenes se aprobaban recitando de memoria a los poetas nacionales. Pero ahora eso ya no importa. Despedirse de la patria como quien se despide de una muchacha amada. Sí, así es como se lloraba y se añoraba el hogar. Me he dejado llevar por las asociaciones y, mientras tanto, la señal de no moverse del asiento se ha apagado. La poesía, amable, me ha dado la mano para superar el trance de los primeros minutos del despegue.
La noche se desliza suavemente. Orión, que se veía por un ángulo de la ventana de delante, acaba por desaparecer en el rincón del pequeño recuadro transparente detrás de mi espalda. El silencio es profundo y debajo, sólo muy de vez en cuando, quizás una vez cada hora, aparece un grupo de luces sofocadas por la niebla; hacia las cuatro de la mañana, una cordillera, nada más. El mundo se ha anulado, desde esta perspectiva la tierra es un dibujo abstracto. Si hubiera recorrido este mismo camino a pie o a lomos de un caballo, me habría cambiado la vida. Toda una vida me habría dado el tiempo justo para hacer un solo viaje iniciático. Pero dentro de las cápsulas metálicas que ahora nos desplazan de un lugar a otro el tiempo no transcurre. Son los latidos de mi corazón los que miden el tiempo y el espacio, no la trayectoria del avión. Los ojos del viajero hablan de esta huida. Mientras el vehículo se mueve, nada lo toca. El viaje es el cuello del reloj de arena, el punto exacto en el que los granos del tiempo parecen detenerse durante unos instantes.
El Pacífico, visto por primera vez, tiene el color de la plata fundida y no se diferencia del cielo. Al caer de nuevo la noche, desde la ventana del hotel, tampoco puedo vislumbrar la línea del horizonte entre los rascacielos. La negrura engulle todo el aire casi hasta ras de tierra. Los pictogramas del cielo y la tierra, puestos uno al lado del otro, representan el mundo. Un constructor de Hong Kong ha remodelado todo un barrio de la antigua concesión francesa y lo ha llamado «El nuevo mundo». Gente joven, calma, muchos extranjeros, mesitas sobre el empedrado con velas encendidas, como en una tranquila ciudad nórdica. La sopa, ácida y picante, se sirve al final de la comida. ¿Son estos pequeños cambios de costumbres todo lo que podemos esperar de un viaje? ¿Vagamos por el mundo para encontrar estas sorpresas anecdóticas?
Como tantos otros, armada con un ordenador portátil y conectada a la red, en todas partes me encuentro en casa. «Es un animal al que meten la cola en un agujero de la pared y por eso se enfada y empieza a bufar aire caliente», así describe Svetlana Makarovič el secador de pelo en uno de sus ingeniosos libros infantiles. También la pantalla se enciende cuando le metemos la cola en el enchufe. Un cordón umbilical nos conecta a un cuerpo sin forma, inimaginable en su totalidad. Formamos parte de un fluido de informaciones. Pero no todos. Nadine Gordimer pronuncia una conferencia en Barcelona —75 años del PEN catalán— y concluye con fervor: No les dejéis que nos quiten los libros. La televisión hace entrar los acontecimientos en habitáculos que acaso tienen sólo paredes de cartón y techo de hojalata. Los códigos de la escritura han desaparecido en la épica de la pequeña pantalla, y con esta deserción una nueva oralidad ha instaurado el reino de la inmediatez. El pequeño caracol kafkiano que se arrastra con dificultad por la pared ya no deja ningún rastro brillante tras de sí. Las paredes de La metamorfosis son de papel. De hecho, aquella habitación no existe, y tampoco ningún hombre convertido en insecto; sólo hay un poco de tinta sobre la página abierta.
«Qué pincel de Oriente / obedecéis…», se pregunta Gabriel Ferrater ante dos cuerpos tan unidos que las rayas de uno y otro no se dejan separar. El hombre atrapado en un signo, ése es el tema de su tierno poema de amor. En este preciso instante estoy rodeada de ideogramas que no comprendo; quizás por eso me resulta casi opresivo querer descifrar el sentido del trazo. Traduzco, sentada ante el gran ventanal del hotel, los últimos poemas de Gabriel Ferrater que deben publicarse pocas semanas después: el asunto es urgente y no puede esperar el regreso a casa. ¿Cuántos no han querido atrapar el correlato objetivo de su calamar escondido en la nube de tinta? Las ramas del cerezo florido son en China un código repetitivo que se reproduce en los lugares más insospechados. En el museo, las pinceladas de Wang Mian, aquella densa red de ramitas que ha atrapado las flores tiernas, hacen estremecer. Pero los platillos de porcelana adornados con el mismo motivo y la retahíla de cuadros estrechos, construidos como un contraste entre los seres vivos y la materia inerte, carecen de emoción, son pinturas para ser leídas como si se descifrara un código de signos. El mundo traducido en la escritura, preparado para ser entendido de una forma muy determinada, sin desviaciones. Todo el ciclo de la vida —nacer, madurar, morir— atrapado en una sola rama hasta que la metáfora se agota y se convierte en un simple patrón para ser calcado. Ezra Pound, no obstante, fue capaz de hacer revivir el cerezo en los pasillos del metro, convertidos en largas ramas húmedas, iluminadas con el resplandor de los rostros de la gente. Dos líneas para dar vida a una imagen, ése es el reto.
Ferrater ha sido poco traducido, ni siquiera puede leerse en alemán; él, que vivió en Alemania y tradujo a Kafka «por primera vez en la Península», como rezaba la tira de promoción que llevaba la primera edición de El proceso, de la editorial Aymà, en 1981. Nada saben los alemanes de los protagonistas de sus poemas adormecidos en un tren, «pardos en su banco de madera parda / cuando hace treinta años de los años más pardos». Sólo unos versos más tarde llega la frase que justifica el haber situado la acción en un tren de alta velocidad: «dos cuerpos sin encaje, sólo deslizantes / vísceras, que las horas de ternura / han desclavado de la piel árida». El cuerpo envejece, es perecedero.
Después del largo viaje de su vida, Zoran Mušič realiza los retratos del hombre como pelegrinus viator, tal como describe a estas figuras altas y solitarias el estudioso de su obra Jean Claire. Este viajero desarraigado va alternando diversas lenguas, el esloveno y el croata, el alemán y el italiano, el francés… La adaptabilidad resultó ser la única medida de protección posible en una zona donde las fronteras han bailado una danza macabra durante todo un siglo.
Los pueblos pequeños caben en un tren, apunta Adam Zagajewski. Ésta es la lección de la historia. En aquellos pueblos que han visto alejarse los vagones entre las cañas, los poetas no se jactan de vivir en una torre de marfil. Peter Handke, en cambio, encerrado en la suya, dice tranquilamente: «Lo que se canta no existe, lo único que existe es la voz del cantante». Los eslovenos son indios mayas, destinados a desaparecer porque viven en un paisaje de piedra calcárea donde el agua se filtra bajo tierra. Entre Carintia, donde Handke nació, y Eslovenia se extiende un lienzo que capta todas las tensiones. La pared divisoria forma una sola línea elástica, siempre presente, imposible de atravesar. Ésta es su «verdad» poética que niega la realidad.
Los hombres de los últimos retratos de Mušič tienen los dedos largos, las manos desmesuradamente grandes, nudosas, como aquellos plataneros a los que cada primavera podan las ramas hasta el tronco. El paisaje para Mušič son terrenos deforestados, erosionados por el agua. Él mismo es el peregrino, que habla todas las lenguas que le resultan útiles, pero es muy parco en palabras. Dibuja con insistencia autorretratos en los que el rostro se acaba borrando.
El fondo común de la experiencia, la intuición de la belleza, el paso del tiempo, la muerte, hacen que el diálogo entre las culturas resulte, de hecho, inevitable. Es imposible no darse cuenta de que hay otras vivencias que coinciden con las nuestras propias. Pero el problema no es sólo comprender, sino saber conservar la impronta de la alteridad, evitar fusionar a todos los hombres en un solo hombre arquetípico. ¿Cómo evitar la identificación con que opera la ficción destinada a las masas? El diálogo no es más que parloteo si no buscamos los ojos en los rostros vacíos de Zoran Mušič, si no nos preguntamos por qué no están, si no comprendemos de dónde provienen los colores terrosos de sus paisajes vacíos y el contraste entre amarillo y azul en las paredes de sus interiores. Dane Zajc cierra su poema «Bola de ceniza» diciendo que, después de haber sentido el fuego que quema la garganta, el hombre aprende a hacer las palabras de tierra. No de arcilla, que es dúctil y fácil de trabajar, sino de tierra negra, de humus, que se quiebra entre los dedos.