Transculturalismo e identidad de relación

Yolanda Onghena

Programa de dinámicas interculturales, Fundación Centro de Investigaciones de Relaciones Internacionales y Desarrollo (CIDOB)

A pesar de que no es fácil vivir la diversidad cultural, ya es hora de empezar a asumirla como una realidad que nos pertenece. Nuestra experiencia está formada por elementos muy diversos y nuestra cultura, como cualquier otra, necesita cuestionar y reinterpretar estos elementos propios y ajenos como un proyecto continuo. Es hora de dejar de plantear la diversidad únicamente a partir de un inquietante ‘otro’, un intruso que podría desestabilizar nuestra seguridad. Cuando hacemos zapping paseando por programas televisivos de todo el mundo, encontramos que esta diversidad forma parte de un nuevo estilo de vivir cosmopolita que nos gusta, pero al mismo tiempo tememos que haya niños extranjeros en algunas escuelas de nuestra ciudad. La diversidad nos da miedo. No sabemos cómo tratar las tensiones sociales y morales que trae consigo y, por ello, casi todos los esfuerzos de una sociedad se concentran en organizar aquello que es diferente para controlarlo; demostrando y acentuando diferencias, más que asumiéndolas.  

Necesitamos categorizar lo desconocido para poder estar seguros de que lo extraño no nos inquieta, ni nos amenaza. La manera más sencilla de comprender el desorden, que no lo es tanto por su contenido sino por el ritmo vertiginoso con que se presenta, es clasificarlo en categorías: ‘nosotros’ y ‘ellos’, los ‘buenos’ y los ‘malos’. Utilizamos la identificación cuando hablamos de todos aquellos que están dentro y categorización, cuando nos referimos a los de fuera.

Cuanto más dudamos de nuestra identidad, cuanto más débil ésta nos parece, mayor es la necesidad de reforzarla o reinventarla. Identificarnos contra algo o alguien refuerza nuestra identidad -no somos como ellos son- y por eso hemos ido elaborando una larga lista de oposiciones, culturalizando y tachando de diferente todo lo que no nos interesa incluir. Categorizar lo diferente es ubicarlo allá donde nos interesa para poder seguir viviendo tranquilos.

En la actualidad asistimos a un intento desesperado de categorización, en parte porque hace falta ordenar el afán de diferenciación innato en cualquier persona, que antes quedaba clasificado en clases sociales, nacionalidades, etc. La fuerza requerida para esta dinámica de identificación o categorización no surge por sí misma, sino que debe crearse. Necesita elementos culturales a partir de los cuales se puedan combinar los conceptos de identidad y diferencia según la exigencia del momento o el contexto. Sin embargo, las culturas no son sistemas cerrados, puesto que sólo existen a través de acciones y experiencias de personas portadoras de elementos culturales. Y las personas que se encuentran en contextos de diversidad cultural provocan relaciones de cooperación o conflicto, crean expectativas y estrategias con el fin de canalizar defensas, miedos y esperanzas. Por esta razón, podemos decir que las culturas siempre están en proyecto y debemos pensar en ellas a partir de una dinámica. Cuando pasamos del carácter descriptivo al explicativo, vemos en qué casos las mezclas pueden ser productivas y en cuáles, y por qué razones, engendran conflictos que las hacen irreconciliables o incompatibles en la práctica.

El problema es que el concepto de ‘cultura’, principalmente descriptivo, carece de una dimensión normativa, por lo cual es incapaz de constituir un proyecto político. El multiculturalismo ha sido un intento de organizar la incipiente mezcla de personas con sus elementos culturales y sus valores. Bajo el lema ‘derecho a la diferencia’ se ha dado visibilidad a lo diferente, luchado contra el racismo, sensibilizado políticas y reformado programas educativos. Sin embargo, los mismos que inventaron el multiculturalismo, ahora lo critican: hablan del lenguaje de la diversidad a partir de códigos y normas etnocéntricos, hablan de tolerancia de culturas diferentes en privado y de conformidad hacia una cultura unitaria en público.

Lo transcultural como proyecto

En los últimos tiempos, primero de manera tímida pero cada vez más insistentemente, vemos (re)aparecer la palabra ‘transcultural’, que intenta situar lo intercultural como una dinámica que reconoce el proceso inherente a cualquier interacción o intercambio cultural. El mundo anglosajón ha relanzado especialmente este concepto a modo de reconocimiento del fracaso multicultural.

Sin embargo, la historia nos muestra que el término fue acuñado en 1940 en Cuba por Fernando Ortiz, historiador y criminólogo, su libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Para el autor, lo transcultural, más que un resultado, es un proyecto, una posibilidad: “el producto de un encuentro entre una cultura o subcultura existente y una cultura migrante, recién llegada, que transforma las dos y crea en este proceso una neocultura, también sujeto de transculturación…”. [1].

Si el pensador cubano proponía fijar este neologismo de alguna manera para  probar la africanidad de Cuba, era porque “expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, ya que éstas no consisten únicamente en el hecho de adquirir una cultura nueva y distinta, como indica la palabra inglesa ‘acculturation’, sino que el proceso implica necesariamente la pérdida o el ‘déracinement’ de una cultura precedente (deculturación parcial) y, además, significa la creación resultante de nuevos fenómenos culturales (neoculturación).”

La idea de transculturación ha sido apoyada por Bronislaw Malinowski[2]. No entraremos en la discusión entre antropólogos y etnólogos de épocas pasadas sobre la dimensión exacta de etnocentrismo que conlleva el concepto ‘acculturation’, al que Malinowski se refiere como “un vocablo etnocéntrico con una significación moral: el inmigrante tiene que aculturarse (to acculturate), así como los indígenas, los paganos y los infieles, bárbaros o salvajes son sometidos a Nuestra Gran Cultura Occidental (…). El inculto tiene que recibir los beneficios de ‘nuestra cultura’; es él quien tiene que cambiar y convertirse en uno de los ‘nuestros’.

La transculturación es, pues, un proceso cuyas partes resultan modificadas y del que emerge una nueva realidad, compuesta y compleja; una realidad que no es una aglomeración mecánica de caracteres, ni un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente. Dice el autor que “para describir este proceso, el vocablo de raíz latina transcultural nos proporciona un término que no contiene la noción de una cierta cultura hacia la cual debe tender la otra, sino una transición entre dos culturas, las dos activas y participantes, con sus aportaciones propias, cooperantes en el advenimiento de una nueva realidad de civilización” [3].

No cabe duda de que la reaparición del término ‘transcultural’ surge de la conectividad compleja entre realidades locales diferentes a un ritmo marcado por procesos globales. Esta interacción local/global ha conocido en un momento dado el auge de las multinacionales, hecho que en el plano cultural se ha traducido en multiculturalidad. Como estos procesos globales son dinámicos, vemos en la actualidad cómo las relaciones son cada vez más transnacionales, lo que ha introducido el término “transcultural”, que ha sido en general bien comprendido y aceptado. En cambio, el adjetivo “intercultural” no ha conseguido una claridad equivalente. Todavía se habla de “interculturalidad” como un momento puntual de armonía idílica entre dos culturas, sin tener en cuenta la dimensión de tensión a partir de la relación antagonista entre “ellos” y “nosotros”, presente en las relaciones sociales. Ignorar esta dimensión sólo nos lleva a la incapacidad de reconocerla; negarla, a la incapacidad de tratar con sus manifestaciones y efectos.

Tenemos todos estos términos: multinacional, multicultural, transnacional, transcultural, pero ¿qué hemos hecho en los últimos setenta años? ¿Hemos avanzado realmente en el debate sobre la diversidad cultural? ¿Por qué no hemos continuado la  línea de pensamiento que todos ellos implican en vez de limitarnos a pensar o justificar lo que se incluye y se excluye, únicamente  para reforzar este ‘nuestro’ que según algunos se ha vuelto vulnerable frente al ‘otro’ invasor?

En primer lugar, tenemos que reconocer las relaciones de poder asimétricas que caracterizan las zonas de contacto entre culturas. La transculturación apunta a la necesidad de la auto-organización de los grupos alternos según sus identidades e intereses. Sin embargo, la combinatoria de prácticas diversas no se lleva a cabo libremente, porque no todos tienen la misma libertad a la hora de combinar o interpretar elementos culturales.

Intercambio a partir de la relación

Cada vez se habla más de las relaciones interculturales en términos de proceso o dinámica. Para algunos, este proceso se centra en la interpretación o traducción de elementos culturales de una cultura a otra. En un contexto de diversidad cultural no somos los únicos que interpretamos, sino que existen “otras interpretaciones”. Aunque una interpretación se presente en un momento dado como neutra, nunca lo es. En algunos casos se permite a los “otros” entrar en el juego del pluralismo, pero no cuestionar las reglas del juego. En este espacio de cambio, tensión y silencio, vemos aparecer términos nuevos que intentan precisamente definir, o al menos incluir y explicitar lo intraducible. Es el caso de los términos “hibridación”, con sus defensores y detractores, in-between, cosmopolitizacion, etc. El filósofo y poeta de Martinica Edouard Glissant propone situar las dinámicas interculturales en un marco de criollización, que define como “un mestizaje con un valor añadido, que le atribuye imprevisibilidad”. A partir de la lengua y la interacción lingüística, Glissant analiza los micro y macroclimas de interpenetración cultural para entrar en lo que él llama “una identidad de relación”, es decir, una identidad que incluye la apertura hacia el otro, sin peligro de disolución, y se opone a una identidad única y exclusiva, que él considera un concepto “sublime y letal. (…) Hay que hacerse cargo del cambio que viene determinado por el intercambio a partir de la identidad de relación, del rizoma. La raíz única es la que causa la muerte de todo lo que se encuentra alrededor, mientras que el rizoma es la raíz que se extiende en busca de otras raíces.” [4]

Transculturación y criollización son términos que surgieron en su momento con una clara voluntad de organizar las relaciones entre centro y periferia. Esta relación, para muchos equivalente a la que existe entre local y global, puede constituir un marco para repensar los procesos. En este momento actual de tantos procesos globales, centro y periferia se confunden. Cada centro tiene sus periferias, como pasa en las megaciudades, y cada periferia tiene su parte de centro a través de los procesos globales.

Para que la reflexión sobre la diversidad cultural no quede en una mera intención idílica debe ir acompañada de un proyecto político. Sin embargo, los políticos tienen tendencia a hablar en términos de crisis cuando se refieren a esta sutil relación entre los elementos fijos y móviles de las culturas, sin explorar otros medios para superar la situación crítica. Necesitamos un nuevo imaginario social que cuestione quién participa en qué, de qué manera y por qué razón, ya que las soluciones insatisfactorias a menudo están provocadas por formulaciones insatisfactorias. Es necesario, más que nunca, repensar los procesos y efectos de la diversidad cultural en un nuevo marco y con un nuevo lenguaje que intente comprender la experiencia y sea capaz de organizar el deseo, y evitar así que éste se convierta en frustración.

Notas

[1] Ortiz, Fernando. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Madrid: Cátedra, 2002.

[2] Etnólogo y psicoanalista polaco (1888-1942).

[3] Citado en Ortiz, Fernando. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Madrid: Cátedra, 2002

[4] Edouard Glissant, Introduction à une poétique du divers. (1995) Paris: Gallimard, 1996.