El siglo XX, con sus ideologías esclavizantes, guerras mundiales y guerras civiles, dictaduras y totalitarismos, ha generado olas de exiliados, que en algunos casos cambiaron el mapa étnico de las grandes urbes europeas y americanas. Alemanes, rusos, españoles, judíos y, más recientemente, bosnios y kosovares… todos ellos en su momento huyeron de algún horror. El totalitarismo, la guerra, el holocausto, el exilio: he aquí cuatro fenómenos que definen el siglo XX.
Sin embargo, el exilio no es nada nuevo en la historia de la humanidad: Moisés y José eran exiliados, al igual que Lot y su mujer -ese símbolo de la fidelidad a sí mismo llevada al límite de la obstinación-; veinte años duró el exilio de Ulises; Edipo se autoexilió y, al arrancarse los ojos se condenó a ser, al mismo tiempo, un exiliado en el interior; Ovidio fue el primer poeta expulsado de su país, el primer caso de la violación de la libertad de creación poética y lo siguió, entre muchos otros, Dante; algo parecido sucedió a Goya por su pintura. El exilio del siglo XX se ha convertido en una de las manifestaciones fundamentales de la crisis de la civilización europea.
Los escritores de expresión inglesa generaron una importante ola de exilio voluntario (James Joyce decía que el exilio es una de las armas del escritor), aunque para muchos intelectuales y artistas no fue necesario emigrar porque se exiliaron en su interior (Kafka) o en el interior de su obra (Proust, Shostakovich, Giacometti). También las ciudades bilingües o multilingües (Praga, Trieste, Barcelona) crearon en sus escritores una sensación de identidad incierta y de desarraigo (Juan Goytisolo apunta: “catalanes en Madrid y castellanos en Barcelona, nuestra ubicación es ambigua y contradictoria, amenazada de ostracismo por ambos lados”).
Como Ulises, que conservó su personalidad resistiéndose a las tentaciones que durante su largo viaje le enviaron los dioses, los exiliados del siglo XX huyeron de las dictaduras y regímenes totalitarios para mantener su identidad y desarrollarla en la libertad. Y el exilio es largo; el exilio no tiene final: un exiliado sigue siéndolo aunque regrese a su patria, como fue el caso de muchos escritores, entre ellos el de Thomas Mann, rechazado a su regreso por sus compatriotas. Y me pregunto si la gran pléyade de escritores europeos exiliados hubiera llegado a ser lo que era sin la experiencia del exilio, emigración, desarraigo.
Para un refugiado uno de los problemas más graves es el de verse enfrentado a diario con una lengua que no es la suya; esa cuestión se agrava en el caso de un literato. La lengua ¿es o no una seña de identidad? Cada caso es distinto. Nabokov, al igual que Joseph Conrad, Tahar Ben Jalloun o Cioran son escritores que optaron por el difícil camino de cambiar de lengua de expresión. Tristan Tzara, Panaït Istrati, Samuel Beckett, Eugène Ionesco y, más recientemente Jonathan Littell han ennoblecido las letras francesas; Libuse Moníková y Emine Sevgi Özdamar, las alemanas; Nabokov y Conrad, las inglesas. Hay muchos escritores, de antes y de ahora, que han enriquecido las letras del país de su exilio y al mismo tiempo han hecho una gran aportación a la literatura de su origen.
La dificultad para un escritor en el exilio no es únicamente lingüística. El problema de la pérdida de toda una cultura que le resulta familiar, de los puntos de referencia, es algo inmensamente difícil de superar. Algunos escritores prefirieron soportar las persecuciones a las que les exponía la dictadura de su país antes de perder todo su universo, sin el cual su obra no tendría sentido, y antes de perder la inspiración que ese universo familiar les proporcionaba. Sin embargo, para otro creador esa pérdida de referentes puede resultar como un estímulo para crear universos nuevos, no basados en absoluto en el mundo familiar. De esta manera, en el extranjero y en una lengua que no era suya, Beckett inventó la estética que caracteriza su obra, esos no lugares en medio de la basura o tras una catástrofe nuclear.
El exilio es una experiencia tan sacudidora que no puede sino transformar al exiliado y, como toda vivencia trastornadora, determina la personalidad y la trayectoria posterior al cataclismo. Dostoievski, en su exilio en Siberia, descubrió su filosofía más profunda. Fue precisamente el exilio lo que le proporcionó el impulso definitivo en la formación de su personalidad, su pensamiento y su sistema de valores, y lo que determinó la temática y las ideas de su obra posterior.
Un exiliado en el país de adopción tiene dos opciones: integrarse y aflojar el lazo que lo une a su cultura de origen o no integrarse y privilegiar la conservación de ésta. Los que no se integran forman comunidades, a veces lo suficientemente grandes para poder considerarse enclaves: éste es el caso, por ejemplo, de los rusos en los Estados Unidos o los cubanos en Miami. Los que pertenecen a estas comunidades, lejos de aprender el idioma del país donde viven, organizan su existencia en torno a su lengua materna y su cultura propia, de una manera parecida a como harían si viviesen en su país de origen.
Los que optan por la integración eligen el camino difícil. Sí, difícil, porque un refugiado no acaba nunca de integrarse del todo, y por tanto no llega nunca a sentir la cultura del país de adopción como suya ni a comprender plenamente el carácter y las costumbres de los nativos de ese país. Además, los malentendidos –lingüísticos, culturales e históricos- suelen ser, para muchos exiliados, cotidianos. Las incomprensiones son tan frecuentes que el extranjero, más susceptible que uno que no lo es, acaba sintiéndose herido, menospreciado, patético, ridículo.
La experiencia más impactante de mi vida de inmigrante es la incomprensión. Durante mucho tiempo, en Occidente, costaba entender que una persona del Este emigrara en búsqueda de la libertad, porque existía la idea fija de que aquellos países gozaban de más justicia social que otros.
Lejos de las grandes ideologías, el exiliado suele topar a diario también con incomprensiones pequeñas, casi microscópicas, difíciles de detectar, identificar, describir, llamar por su nombre. En su libro Traité des courtes merveilles, Vaclav Jamek describe entre otras cosascómo su ironía, su irrisión y su negativismo, tan propios de los intelectuales checos y que él creía universales, ahuyentaban de él a los estudiantes parisinos que tenían proyectos académicos y profesionales y no querían exponerlos a un semejante olor a fracaso.
No hay retorno del exilio. Durante la ausencia del exiliado, la vida y las circunstancias han cambiado tanto en su país de origen, y su lengua materna ha sufrido una metamorfosis tan grande que el exiliado que regresa a su patria no la reconoce como su casa. Por otro lado, el exiliado también ha cambiado. Durante su estancia en el país de adopción ha adquirido nuevos puntos de referencia y un nuevo sistema de valores. Tras haber hecho grandes esfuerzos para comprender y adoptar una nueva cultura, un nuevo contexto y una nueva orientación, la escala de valores de su país de origen le resulta rara y obsoleta. Y a los ojos de los habitantes del país de origen el exiliado ya no es alguien como ellos, familiar, con el mismo código de comportamiento, sino alguien diferente de ellos, alguien distante y forastero. En el país de origen el exiliado resulta ser el otro: el desconocido, el extraño, el extranjero. Como también lo es en su país de acogida. El exiliado nunca más pertenece a ningún lugar concreto. Su identidad está en el desarraigo.