El Mediterráneo y Europa

Predrag Matvejević

Filósofo y escritor

La imagen que ofrece el Mediterráneo no es nada tranquilizadora. Su orilla norte presenta un retraso respecto al norte de Europa, y lo mismo sucede con la orilla al compararla con la europea. Tanto en el norte como en el sur, el conjunto de la cuenca se mantiene unido con dificultad al continente. No se puede considerar verdaderamente este mar como un «conjunto» sin tener en cuenta las fracturas que lo dividen y los conflictos que lo desgarran; hoy en Palestina y ayer en el Líbano, en Chipre, en el Magreb, en los Balcanes o en la antigua Yugoslavia. Estas fracturas son reflejos de otras guerras más lejanas, como la de Afganistán, y de otra aún más cercana, la de Iraq. El Mediterráneo conoce bien otros conflictos entre la costa y el interior.

Hasta hace no demasiado tiempo, la Unión Europea se ha ido forjando sin tener en cuenta todo esto; es decir, ha nacido una Europa separada de la «cuna» de Europa. Como si una persona se pudiera formar después de haberse visto privada de su infancia y de su adolescencia. Las explicaciones que se daban, banales o repetitivas, no consiguieron convencer a aquellos a quienes iban dirigidas. Y los que las proponen tampoco se las creen. Los parámetros con los que en el Norte se observan el presente y el futuro del Mediterráneo no concuerdan con los del Sur. Las pautas de lectura son diferentes. La costa norte del mar interior tiene una percepción y una conciencia diferentes de las de la costa que se halla enfrente. En nuestros días, las dos orillas del Mediterráneo sólo tienen en común su descontento. El propio mar cada vez se parece más a una frontera que se extiende de levante a poniente, separando a Europa de África y Asia Menor.

Pero las decisiones relativas a la suerte del Mediterráneo se toman sin tener en cuenta todo eso e incluso prescindiendo de ello, lo cual engendra frustraciones y fantasmas. Las manifestaciones de alegría ante el espectáculo del Mediterráneo son contenidas y fugaces. Los sentimientos de nostalgia se expresan a través de las artes y las letras. Las fragmentaciones prevalecen sobre las convergencias. Desde hace algún tiempo, en el horizonte se perfila un pesimismo histórico, un «crepuscularismo» literario.

 Las conciencias mediterráneas se alarman y de vez en cuando se organizan. En el curso de las últimas décadas, sus exigencias han suscitado numerosos planes y programas: las Cartas de Atenas, Marsella y Génova; el Plan de Acción para el Mediterráneo y el Plan Azul de Sofía-Antípolis, que proyecta el futuro del Mediterráneo en «el horizonte de 2025»; las Declaraciones de Nápoles, Malta, Túnez, Split y Palma de Mallorca, entre otras muchas; las Conferencias euromediterráneas de Barcelona, Malta y Palermo, y los Foros de la sociedad civil celebrados en Barcelona, Malta y por último en Nápoles (con la asistencia de 1.200 personas de todos los países mediterráneos). No obstante, los resultados de otros esfuerzos similares, loables y generosos en sus intenciones, y estimulados o apoyados por parte de las comisiones gubernativas o las instituciones internacionales, han sido bastante limitados.

  ¿De qué sirve seguir insistiendo, con resignación o exasperación, sobre las agresiones que sigue padeciendo nuestro mar? Nada nos autoriza, sin embargo, a dejarlas pasar en silencio: deterioro medioambiental, contaminación inmunda, iniciativas salvajes, movimientos demográficos mal controlados, corrupción en sentido literal o figurado, falta de orden y escasez de disciplina, localismos, regionalismos y un sinfín de «ismos» más. Pero lo cierto es que el Mediterráneo no es el único responsable de este estado de cosas. Sus mejores tradiciones (las que asocian el arte y el arte de vivir) se han opuesto en vano a todo ello. Las nociones de intercambio y solidaridad, cohesión y «partenariado» tienen que ser sometidas a un examen crítico. Por sí solo, el miedo a la inmigración procedente de la costa sur no basta para determinar una política racional.

El Mediterráneo se presenta como un estado de cosas y sigue sin conseguir convertirse en un proyecto. La costa sur mantiene sus reservas, tras la experiencia del colonialismo. Por otro lado, las dos orillas fueron mucho más importantes en los mapas que utilizaron los estrategas que en los que despliegan los economistas.

Sobre este «mar primario» convertido en un estrecho marítimo, así como acerca de su unidad y división, y su homogeneidad y disparidad, se ha dicho de todo; hace ya tiempo que sabemos que no es ni «una realidad independiente» ni tampoco «una constante», sino que el conjunto mediterráneo está compuesto por muchos subconjuntos que desafían o rechazan las ideas unificadoras. Las concepciones históricas o políticas ocupan el lugar de las concepciones sociales o culturales, sin conseguir coincidir o armonizarse con estas últimas. Ni en el Norte ni en el Sur es posible reducir a denominadores comunes las categorías de civilización o las matrices de evolución. Las propuestas de la franja costera y las del interior se excluyen o se contraponen.

El Mediterráneo ha afrontado la modernidad con retraso. No ha conocido la laicidad a lo largo de sus costas. Para proceder a un examen crítico de estos hechos, ante todo es necesario librarse de un lastre sumamente embarazoso. Cada una de las costas mediterráneas tiene sus propias contradicciones, que se reflejan continuamente tanto en el resto de la cuenca como en otros espacios, a veces lejanos. Hemos sido testigos del cruel fracaso de la puesta en práctica de la convivencia en territorios multiétnicos o plurinacionales, en los que se cruzan y mezclan diversas culturas y distintas religiones.

No existe una única cultura mediterránea, sino que hay un Mediterráneo con muchas culturas. Culturas que se caracterizan por algunos rasgos bastante parecidos y por otros muy diferentes. Las semejanzas están motivadas por la proximidad de un mar común y el encuentro en sus orillas de naciones y formas de expresión muy próximas entre sí. Las diferencias están marcadas por razones de origen e historia, así como de creencias y costumbres. No obstante, ni las semejanzas ni las diferencias se dan de un modo absoluto o constante, sino que unas veces prevalecen las primeras, y otras, las segundas. El resto es mera mitología.

«Elaborar una cultura intermediterránea alternativa.» Poner en práctica un proyecto de este tipo no parece algo inminente, sino que quizá sea menos ambicioso «compartir una visión diferenciada», aunque esto último no siempre sea fácil de realizar.

Tanto en los puertos como mar adentro «las viejas sogas sumergidas», que la poesía se propone recuperar y volver a anudar, a menudo se han visto rotas o arrancadas a causa de la intolerancia o la ignorancia. Durante mucho tiempo, en el escenario de este vasto anfiteatro se ha representado el mismo repertorio, hasta el punto de que muchas veces los gestos de sus actores resultan conocidos y previsibles. Pero por otra parte, su genio ha sabido reafirmar en cada época su creatividad como nadie. Por lo tanto, es necesario repensar las nociones superadas de periferia y centro, las antiguas relaciones de distancia y proximidad, los significados de las escisiones y anexiones, y las relaciones de las simetrías respecto a las asimetrías. Ya no basta con limitarse a observar estas cosas en una escala de proporciones o bajo un aspecto dimensional, sino que también pueden ser consideradas en términos de valores. Algunas concepciones euclidianas de la geometría necesitan ser superadas. Las formas de retórica, narración, política y dialéctica, invenciones propias del genio mediterráneo, se han utilizado durante demasiado tiempo y algunas veces se antojan raídas.

La pregunta de si «¿existe el Mediterráneo más allá de nuestro imaginario?» se plantea tanto en el Sur como en el Norte, y tanto en Poniente como en Levante. Sin embargo, a pesar de las escisiones y los conflictos que tienen lugar o se padecen en esta parte del mundo, existen modos de ser y maneras de vivir comunes o accesibles.

Percibir el Mediterráneo partiendo sólo de su pasado sigue siendo una costumbre tenaz, tanto en lo que se refiere al litoral como al interior. La «patria de los mitos» se ha visto obligada a sufrir por causas de las mitologías que ella misma ha engendrado o que otros han contribuido a alimentar. Este espacio rico en historia ha sido víctima de los historicismos. Sigue existiendo una tendencia a confundir la representación de la realidad con la propia realidad; la imagen del Mediterráneo y el Mediterráneo real no se identifican en absoluto. Al amplificarse, una identidad del ser eclipsa o rechaza una identidad del hacer mal definida. La retrospectiva sigue imponiéndose sobre la perspectiva. Y en consecuencia, el propio pensamiento sigue siendo prisionero de los estereotipos.

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En Europa, el hecho de confundir la civilización europea con la civilización universal es una tentación bastante notoria. Otorgar un sentido casi absoluto a una realidad concreta y contingente es un error común. En estas ocasiones sería más útil discutir sobre las expectativas y las esperanzas que una parte de Europa tiene puestas en la otra. Aunque para ello quizás haga falta en primer lugar definir o aclarar algunos conceptos y términos.

El término de «Europa del Este» ha sido una designación más política e ideológica que geográfica y cultural, impuesta a partir de la segunda guerra mundial y de la guerra fría. Al caer en desuso, esta denominación se ha visto reemplazada por otra, igualmente imprecisa; a saber, la de «Europa central y oriental», ya que Europa central también comprende algunos países que, como Austria o Suiza, nunca han estado sometidos por los regímenes «comunistas» del Este.

Por su parte, el término de la «otra Europa» hace referencia a una noción que también está mal definida, quizás a propósito. ¿Qué es el otro en esta parte de Europa y qué es ser europeo en esta alteridad? No existe nadie que haya contestado a esta pregunta, y aún más, ni tan siquiera sé si alguna vez ha llegado a formularse. En su conjunto, Europa ya no es lo que fue una vez. También lo que conocemos como Tercer Mundo ha cambiado, y algunos ya hablan de un Cuarto Mundo.

Una parte de la «otra Europa» de nuestros días pertenece, aparentemente, al Tercer Mundo; restos del imperio soviético, vestigios de la antigua Rusia, de Bielorrusia o Ucrania, gran parte de la antigua Yugoslavia disgregada, los confines de los Balcanes, de Bulgaria, Albania o Rumania, y quizás también de Grecia o Turquía. Después de un cambio tan violento como inesperado, las nociones de Europa occidental y oriental finalmente parecen concordar con los puntos cardinales. Y no podríamos menos que alegrarnos ante este buen uso de las palabras si las cosas se presentaran de otra manera.

Si la denominación de «otra Europa» es ambigua, la realidad a la que se refiere no lo es menos. Hoy en día podemos contemplar esta realidad tal como es o como debería ser. La retórica sabe adaptarse a estas ambivalencias. La política saca ventaja de ello, y la retórica política abusa.

Se trata de pensar Europa tomando en consideración los valores de la cultura y la civilización que la caracterizan. Se debe evitar adoptar tan sólo los proyectos particulares, que a veces esconden simplemente intereses económico-políticos. Este punto parece ser de suma urgencia en un momento en que la propia Europa está creando su definición y preparando, no sin dificultad, la Constitución de la Unión Europea. La ampliación de la Unión otorga a esta tarea una extraordinaria relevancia.

Cada nuevo intento suele empezar o concluir con una pregunta banal e imprescindible al mismo tiempo: «¿Qué Europa?». Muchas veces, y en diversos contextos, hemos oído hablar de la Europa del carbón y el acero, hasta llegar a la de Maastricht, Amsterdam, Niza y el euro. Quizás sea útil volver a evocar algunos términos en los que se formuló dicha pregunta y rescatar del olvido algunas ideas de nuestros predecesores. Por otro lado, algunas han conservado toda su actualidad: «Europa será seria o no será… Será más científica que literaria y más intelectual que artística. Para muchos de nosotros esta lección será cruel». Con estas palabras nos prevenía Julien Benda en su Discurso a la nación europea, escrito en la víspera de una guerra que habría sido europea si no se hubiera convertido en mundial. Podríamos modificar algunos aspectos de las advertencias de dicho autor o incluso añadir algo en su misma línea.

Sería deseable que la Europa actual fuera menos eurocéntrica que la del pasado, más abierta al llamado Tercer Mundo de la Europa colonialista, menos egoísta que la «Europa de las naciones», más Europa de los ciudadanos, y menos Europa de los estados que han librado muchas guerras entre sí. Una Europa más consciente de sí misma y menos sometida a la americanización. Sería utópico esperar que, en un futuro previsible, fuera más cultural que comercial, más cosmopolita que comunitaria, más comprensiva que arrogante, más acogedora que orgullosa y, a fin de cuentas, por qué no, más socialista con rostro humano (en el sentido que los disidentes de la antigua Europa del Este —por ejemplo, Sájarov— daban a este término) y menos capitalista sin rostro.

Y parece legítimo preguntar cuál sería la «otra Europa» que se halla frente a estas alternativas. En la mayor parte de lo que se ha dado en llamar «países del Este», el poscomunismo todavía no ha conseguido «alcanzar» a los regímenes autodenominados comunistas (en tanto nivel de vida y producción, intercambios económicos, seguridad social, régimen de pensiones, etc.). Por citar tan sólo un ejemplo, Eslovenia, uno de los nuevos estados mejor situados, ha tardado casi ocho años en ponerse a su propio nivel; es decir, en alcanzar la misma productividad que tenía a comienzos de la década de 1990. Esta consideración no tiene como objetivo rehabilitar las bien conocidas prácticas de un socialismo que se ha autoproclamado «real». Las transiciones de estos países duran mucho más de lo previsto. Sólo en contadas excepciones consiguen transformarse verdaderamente -hay que distinguir mejor estas dos nociones: la transición se basa en hipótesis; la transformación es un resultado.

El mal olor del Antiguo Régimen todavía se deja sentir en muchas zonas de nuestro continente y fuera de él. Se trata de una realidad que ya parece finiquitada, aunque no haya concluido del todo o alcanzado una forma aceptable. Es una situación difícil de soportar y cuesta mucho liberarse de ella. Muchos sepultureros lo han intentado en vano, sin lograr deshacerse de sus despojos. Se trata de un papel que es cualquier cosa menos agradable.

Más de un régimen proclama ostentosamente su democracia a pesar de que su apariencia democrática apenas resulta creíble; entre el pasado y el presente hay una interrupción, y entre el presente y el futuro se desarrolla un híbrido encuentro entre el deseo de emancipación y un resto de sometimiento. Desde hace ya más de ocho años, a este no lugar ambiguo lo denomino «democratura».

Se siguen efectuando repartos aunque no quede demasiado por repartir. Se cree que se ha conquistado el presente y ni siquiera se ha logrado entender el pasado. Nacen ciertas libertades pero no siempre se sabe qué hacer con ellas, y así se corre el riesgo de que se produzcan abusos. En estos países ha habido la necesidad de defender un patrimonio nacional y, en muchos casos, hoy día es preciso defenderse de ese mismo patrimonio. Lo mismo sucede con la memoria: había que salvaguardarla y ahora es como si se quisiera castigar a aquellos que la salvaron.

Sé bien que estas constataciones un tanto forzadas no se pueden generalizar, ya que lo que es válido para Albania, o para ciertos miembros de la antigua Yugoslavia, no puede aplicarse exactamente a Bulgaria, Rumania o Rusia. A su vez la situación búlgara, rumana o rusa no puede compararse con la de Hungría, Polonia y, sobre todo, con la de la República Checa o Eslovenia. Croacia se encuentra entre los dos grupos; es decir, detrás de Eslovenia y antes de Serbia-Montenegro, de una Macedonia agotada o de una Bosnia exangüe. Yo le deseo el futuro que se merece.

El regreso al pasado no es más que una quimera, pero el regreso del pasado es una verdadera tragedia. Retomar las formas más primitivas del capitalismo salvaje —que el propio capitalismo contemporáneo ha abandonado— no puede sustentar ningún tipo de reconstrucción, ni alentar ninguna clase de renovación. ¡La idolatría de la «economía de mercado» produce escasos resultados en aquellos lugares donde el propio mercado es el que falta y, en los que, fatalmente, algunas veces hasta se carece de mercancía! Por su parte, los resultados de la democracia burguesa —de los que las ya citadas «democraturas» han intentado apropiarse— tampoco poseen valores universales. Los reformadores se olvidan de ello, debido a que sus conocimientos en esta materia son limitados. Por tanto, ¿Puede asombrar a alguien el hecho de que a veces nuestros discursos sean tan desesperados? Probablemente tienen más de desengaño que de desesperación.

La Mitteleuropa es ciertamente un espacio mucho más sereno; sin embargo, en ella aún subsisten las huellas y cicatrices de la historia moderna: las secuelas de la guerra fría, la incertidumbre del poscomunismo, las identidades incompletas y la irritabilidad de las conciencias nacionales, el temor hacia una nueva hegemonía ejercida por los vecinos junto con un sentimiento de impotencia, la naturaleza de los estados recién formados y las ideologías que éstos proclaman, los conflictos nacionales o étnicos que han abrasado los Balcanes y que amenazan con extenderse; todos este factores se hallan doblemente relacionados con el pasado y el presente. No hay por qué asombrarse si a veces Europa central se deja llevar por los recuerdos melancólicos, luchando con dificultad contra el provincialismo que la amenaza, y mal preparada para dotar de un nuevo esplendor a las tradiciones de un tiempo ya pasado.

Por un lado, Europa central no se deja circunscribir en una representación de sí misma. Por otro, no se puede llegar a tomar conciencia de su particularidad si no es dentro de sus confines. Algunos de sus componentes se perciben más dentro de la categoría de «escorias de la historia» que de la de «sujetos históricos». La autoidentificación centroeuropea pertenece, en gran parte, a la esfera de la memoria, y resulta difícil llevar a cabo una revisión del pasado.

Las viejas utopías que todavía siguen encantando a algunos nuevos partidarios tendrían que confrontarse con otros juicios más realistas, formulados por espíritus críticos pertenecientes a la propia Europa central. El pensador político húngaro István Bibó —el cual, al desaparecer demasiado pronto, no pudo ser testigo del verdadero deshielo de su país—, elaboró un extraordinario inventario de «las miserias de los pequeños estados de la Europa central y oriental», observado en el curso del siglo pasado. Sus diagnósticos (que yo mismo intento completar en parte), conservan toda su actualidad incluso después de la desintegración del comunismo. «El carácter mezquino y agresivo del nacionalismo» reaparece bajo varias formas, como «el odio que estas nacionalidades se manifiestan entre sí», o bien «las histerias comunitarias que empequeñecen sus horizontes intelectuales», acompañadas de disputas lingüísticas «insensatas e incomprensibles», o de «expedientes arcaicos» tan descabellados como infantiles. A todo esto cabe añadir una sempiterna «tendencia a la irrealidad» y una prisa por «formular reivindicaciones e invocar prerrogativas», distintas clases de quejas y acusaciones recíprocas, manifestaciones públicas «subordinadas exclusivamente a fines nacionales», florecimiento de confusas teorías y filosofías «que sumergen la vida de estas comunidades», «una elocuencia y un pensamiento caóticos, basados en falsas categorías», «irresponsabilidad en las grandes cuestiones europeas», «simulaciones aristocráticas con un especial gusto por la representación» y, como corolario, «una apropiación del país por parte del sentimiento nacional desvinculada de la liberación del individuo».

Por violenta que sea, esta requisitoria sigue viéndose confirmada en algunos países que gravitan alrededor del centro de Europa (cuando hablaba de «estas convulsiones que en ocasiones golpean a casi toda la comunidad» y cuyo tratamiento debería constituir una de las tareas más urgentes, más de una vez me preguntaron si István Bibó era judío). Las características que enumeró en su momento no han sido tomadas en consideración por aquellos que, no hace demasiado tiempo, acometieron la tarea de defender Europa central invocando argumentos circunstanciales.

Enfrascada en sus propios problemas organizativos y su ampliación hacia la «otra Europa», la Unión Europea no debería olvidar que el Mediterráneo es la cuna de nuestra civilización. Es posible que en las relaciones con los países europeos más desarrollados predomine un interés económico, pero existen razones profundas, históricas, culturales y de muchas otras clases para no abandonar al Mediterráneo a una suerte que no merece.

El destino del Este europeo ya no depende, como antes, de la antigua Unión Soviética. Sin embargo, son muchos los que no dejan de interrogarse sobre el futuro del nuevo estado ruso y la influencia que éste podrá ejercer.

¿Cómo será, en realidad, la Rusia de mañana? ¿Tradicional y conservadora como antes, o bien moderna y liberal? ¿«Santa» o profana, ortodoxa o cismática? ¿Más «blanca» que «roja», o viceversa? ¿Menos «eslavófila» que «occidentalista»? ¿Europea o asiática? ¿Más «colectivista» que «populista»? ¿Mística y mesiánica a su modo, o bien laica y secularizada? ¿Una Rusia que «no se puede comprender con el intelecto» y en la que «sólo es posible creer» (como decía el poeta Tjutcev en el siglo xix), o la Rusia «robusta» y «con un gran culo» (tolstozadaja) cantada por Aleksandr Blok? ¿Con Cristo o «sin la cruz»? ¿Una verdadera democracia o una simple «democratura»? ¿Sólo rusa (russkaia) o bien «de todas las Rusias» (rossiskaia)? Pero sea cual sea, en cualquier caso deberá tener en cuenta tanto lo que permanece después de la unión Soviética como lo que en ésta quizás se ha perdido irremediablemente. Sería presuntuoso, y quizás hasta arrogante, responder aquí a estas cuestiones. Esa es una tarea que corresponde a la Historia.