Mujeres en el arte, una relación políticamente desequilibrada

Rosa Martínez

Curadora-jefa del Museo de Arte Moderno de Estambul

El trabajo de numerosas artistas constituye hoy día un ejemplo de la voluntad de las mujeres de salir del ámbito doméstico y ocupar territorios históricamente vedados para ellas, como el arte y la política. Figuras como la egipcia Ghada Amer dan fe de que es posible vencer las dificultades que una mujer tiene para romper fronteras culturales y de género. Los avances conseguidos en el siglo XX muestran claramente que la diferencia sexual es una construcción social y no biológica. En este sentido, la obra de artistas como Louise Bourgeois, Mona Hatoum o Lygia Clark resultan fundamentales para entender la evolución del papel de las mujeres en el panorama artístico. Ya en la actualidad, es necesario rechazar la etiqueta de «arte femenino» y superar el formalismo de la modernidad para replantear nuevas dinámicas de género, raza y clase para vivir en un mundo más equilibrado y saludable.

La frase «Hoy el 70% de los pobres en el mundo son mujeres» fue utilizada por la artista egipcia Ghada Amer para realizar un jardín de arena en el verano de 2001 en Barcelona. Grandes contenedores de madera de color rojo configuraban cada una de las letras y la frase, de casi 70 metros de longitud, atravesó longitudinalmente el paseo central de la Rambla del Raval, una nueva arteria urbana abierta para higienizar una de las zonas socialmente más deprimidas de la ciudad. Las diferencias económicas entre el mundo industrializado y el «Tercer Mundo» se vuelven flagrantes cuando la distribución de la riqueza se cuantifica en función del sexo y las estadísticas evidencian que las mujeres son el colectivo más marginado incluso en los países desarrollados.

Educada en la cultura islámica y actualmente residente en Nueva York, Ghada Amer(El Cairo, 1963) ejemplifica la posibilidad de salir de la periferia y las dificultades que una mujer tiene para romper las fronteras culturales y de género. Ghada Amer  se considera fundamentalmente pintora, y en sus obras toma figuras de revistas pornográficas para hombres y las borda sobre otro campo tradicionalmente masculino: el de la pintura abstracta. Con esta doble apropiación cuestiona la posibilidad de escapar de los lenguajes dominantes al tiempo que reflexiona sobre las maneras en que se distribuyen los roles de poder en las relaciones sexuales, amorosas y creativas. Además de sus bellísimas pinturas, Ghada Amer ha realizado también significativas intervenciones en contextos urbanos que han tomado frecuentemente la forma de jardines. Parque del amor (Santa Fe de Nuevo México, EE UU, 1999), Cualidades de las mujeres (Pusan, Corea, 2000) o la frase anteriormente citada –Hoy el 70% de los pobres en el mundo son mujeres (Barcelona, 2001)– son algunos de sus más destacados ejemplos. Estas intervenciones en el espacio público reclaman el derecho de las mujeres a salir de la esfera de lo doméstico y a ocupar, artística y políticamente, territorios que les han sido negados históricamente. Suponen un enorme paso adelante desde que Virginia Woolf reivindicara el derecho a tener «una habitación propia». Sin embargo, el confinamiento en espacios físicos y sociales limitados (el harén, la casa, la familia) y la asignación de una posición subalterna dentro de la división económica del trabajo siguen formando parte de la política de sometimiento de las mujeres, tal como Ghada Amer y muchas otras artistas reflejan en su obra.

En 1908, Sigmund Freud escribió a su novia: «Creo que estamos de acuerdo tú y yo en que el arreglo de la casa, la educación de los niños y los cuidados que requieren acaparan enteramente a un ser humano y excluyen toda posibilidad de ganar dinero». Y cuando casi medio siglo más tarde Louise Bourgeois dibuja su mítica Mujer-Casa (1948) refleja cómo la casa sigue siendo una carga, cómo encierra al cuerpo femenino, cómo se confunde con él. Por eso, la obra de Tracey Emin Lo tengo todo (2000), en la que la artista se coloca entre las piernas abiertas un montón de dinero, es tan provocadora y liberadora. Su gesto está lleno de furia punk y se convierte en símbolo de una mujer autónoma que ya no necesita, como Dánae, ser fecundada por ningún dios, sino que con el dinero que gana con su trabajo articula su independencia como le da la gana.

La institución del harén o la obliteración del clítoris son signos extremos de la esclavización femenina. Pero el categórico Kant, entre la plétora de otros magnos filósofos occidentales, es comparable al peor fundamentalista al afirmar que las mujeres no están dotadas para el pensamiento analítico y deben seguir ocupándose de las tareas domésticas. En la Europa de las Luces, la prohibición de asistir a las academias de arte fue otro ejemplo de la voluntad de silenciar a las mujeres, de limitarles el campo de visión y, por lo tanto, de conocimiento y acción. Actualmente, Pierre Bourdieu dice que los códigos de belleza corporal ejercen una violencia tal sobre las mujeres que anulan su capacidad de luchar por el poder, y la socióloga marroquí Fatema Mernissi afirma que esa esclavitud física es la prisión que define las paredes  del «harén occidental».

Los movimientos sufragistas de finales del siglo xix, las contribuciones de ensayistas como Simone de Beauvoir en los años cincuenta, la expansión de la contestación feminista de los años setenta y los estudios culturales de los noventa configuran una línea de cuestionamiento y concienciación que ha demostrado claramente que la diferencia sexual es una construcción social y no biológica, que responde a los intereses ideológicos del patriarcado, y que es necesario deconstruirla críticamente para articular una auténtica igualdad entre los sexos. Sin embargo, a pesar de los significativos avances, la desigualdad económica, jurídica y social respecto a los hombres sigue manteniéndose. Salir de los espacios de silencio, hacerse visibles, cuestionar el legado cultural, reinterpretar la experiencia buscando nuevos códigos para representarla y reclamar la igualdad en todas las esferas –y muy especialmente en la económica– sigue siendo una tarea que puede ejercerse también desde las artes visuales. 

A pesar de la enorme influencia de los medios de comunicación de masas en la elaboración de mensajes y la transmisión de ideología, las artes plásticas son todavía un territorio de élite, un área de prestigio para la producción de sentido y para la articulación de los valores éticos y estéticos. Aunque durante el siglo xx  surgieron importantes pioneras al amparo de la vanguardia  ligada a la Revolución rusa y ha habido creadoras singulares como Meret Oppenheim o Frida Kahlo, las mujeres siguen siendo minoría, como demuestran las estadísticas de las Guerrilla Girls, el grupo de activistas que durante los ochenta y los noventa cuantificaron la escueta presencia de mujeres en galerías, museos, etc, del supuestamente igualitario mundo occidental. La actualización de los porcentajes de participación femenina en un evento tan relevante como la Bienal de Venecia es un indicador clarísimo de lo interesadamente falso que es el backlash, que afirma que hay que olvidarse de la igualdad porque ya se ha logrado. En 1895, año de fundación de La Biennale, hubo un 2% de mujeres seleccionadas. En 1995, es decir, cien años más tarde, este porcentaje sólo había crecido hasta el 8%. Y no es sólo curioso, sino también políticamente significativo que en 2005, después de 110 años de historia, únicamente dos mujeres –María de Corral y yo misma– hayamos sido por primera vez responsables de dirigir este evento internacional.

Para las artistas mujeres, los últimos treinta años han sido especialmente significativos. El uso de las nuevas tecnologías (como campo no totalmente dominado por la tradición masculina), la práctica del body art y las performances (como formas de disolver las categorías objeto-sujeto/arte-vida) o la validación de los elementos y actividades tradicionalmente asociados a la esfera femenina (vulvas, vaginas, ropa de hogar, maquillaje, costura) han corrido paralelos a la reivindicación del contenido frente al formalismo, y han puesto bajo sospecha la neutralidad y la universalidad del arte, demostrando que esa «neutralidad» y «universalidad» la ejercían mayoritariamente varones de raza blanca del Primer Mundo. Todo esto, junto a la deconstrucción de las jerarquías entre las disciplinas y el cuestionamiento de la autonomía del arte, ha abierto nuevos caminos a la creación. En los ochenta, el regreso de la pintura y la escultura monumentales hicieron que muchas mujeres artistas se concentraran en demostrar que ellas también podían realizar obras de gran formato y manejar materiales pesados, como el hierro. En los noventa se recuperaron poéticas más sutiles y se consolidaron artistas extraordinarias como Pipilotti Rist, que conecta su obra con el vídeo, la televisión y la música pop, o como Mona Hatoum o Janine Antoni, que reconocieron en el minimalismo un lenguaje que les interesaba como artistas aunque las excluía como mujeres. Se recuperaron también figuras fundamentales como la brasileña Lygia Clark, cuyas propuestas relacionales son una forma de catalización curativa frente a las disfunciones y el malestar de la cultura contemporánea. La cubana Ana Mendieta, con su búsqueda de la identidad perdida y sus intervenciones rituales de fusión con lo primigenio, es otro de los hitos en la configuración de nuevas formas de pensar, crear y resistir al margen del logocentrismo dominante. Sin embargo, la extensa trayectoria de Louise Bourgeois la sitúa como el paradigma de artista secreta que sólo logró el reconocimiento después de muchos años de trabajo silencioso. Su arte es confesional porque parte de sus experiencias y de los traumas de su infancia, pero su obra trasciende su propia biografía psíquica gracias a su potencial de innovación lingüística. En La destrucción del padre (1974) alude a un doble asesinato simbólico: el de la hija que quiere matar al padre (que la ha traicionado al engañar a su madre) y el del padre que, con su comportamiento obsceno, destruye el amor de la hija. Las enormes «arañas» son la metáfora primordial para definir a la madre, concebida como símbolo de la capacidad de tejer y curar. Sus «celdas» son estancias en las que reúne objetos cargados de recuerdos. Borran las fronteras entre las disciplinas ya que no son esculturas ni instalaciones, sino arquitecturas emocionales.

La conciencia de que lo personal es político y de que las formas de opresión en la vida cotidiana no son problemas individuales, sino estrategias de sometimiento social de las mujeres, recorre la obra de muchas artistas. Utilizando la sintaxis visual de la publicidad y las revistas de información, Barbara Kruger, con su obra Hemos recibido órdenes de no movernos (1982), ejemplifica el viejo mandato patriarcal que, hoy en día, la energía dinámica de las mujeres y la incursión en campos hasta ahora prohibidos hacen explotar por los aires. La japonesa Miwa Yanagiretrata la uniformidad de la sumisión femenina en sus series sobre las elevator girls, que reciben a los visitantes de los grandes almacenes y los invitan al consumo.

La globalización ha provocado la megacirculación de productos y personas a escala planetaria y ha creado enormes tensiones entre las tradiciones locales y las imposiciones del capitalismo transnacional.  Muchas de las artistas emergentes en el contexto poscolonial resultan atractivas por su «exotismo», porque al hablar primordialmente de su identidad se instalan en el lugar del «otro» en que Occidente las quiere ver. Pero al moverse en espacios intermedios van más allá de sus lugares de origen, y su versatilidad les permite una constante redefinición de sus posiciones. La coreana Soo Ja Kim es un buen ejemplo de ello. Extiende en bosques y museos sus bellísimas telas y puntúa esas brillantes  superficies con hatillos que aluden al cambio, al sufrimiento por tener que dejar atrás lo familiar, a la necesidad constante de empaquetar y desempaquetar nuestra geografía y nuestra mente.

La africana Fatimah Tuggar, nacida en Nigeria, usa el collage como yuxtaposición y como posibilidad de negociación. Las imágenes de mujeres nigerianas realizando tareas domésticas se mezclan con objetos de la tecnología occidental. Consciente del acceso al poder que permiten los avances técnicos, la artista trata de conciliar dos herencias: la de su propia tradición y la de la dominación colonial en vistas a un futuro globalizado. La pakistaní Shahzia Sikander reinterpreta el arte de la miniatura al hibridarlo con elementos de la cultura contemporánea y con sus propias fantasías de mujeres armadas, que cabalgan sobre veloces corceles y están dotadas de movimiento y, por tanto, de la posibilidad de escapar. Las series fotográficas de Shirin Neshat Las mujeres de Alá aluden al rol de las madres, esposas y hermanas como instrumentos de una revolución que no defiende sus derechos como mujeres y  muestran la necesidad de replantearse la división de los roles en la cultura islámica. La turca Aydan Murtezaoglu realiza melancólicos fotomontajes en los que una mujer, la propia artista, observa, siempre de espaldas y desde los tejados de Estambul o desde un banco situado frente al Bósforo, las incertidumbres del tiempo y los lugares en los que le ha tocado vivir. Lida Abdul ha emergido en el panorama internacional gracias a la bellísima obra Casa blanca (2005), presentada por primera vez en el pabellón de Afganistán de la última Bienal de Venecia. En este vídeo performance, la artista pinta pacientemente las paredes destruidas de dos edificios bombardeados en su país nativo. La brocha mojada con pintura blanca va acariciando los restos arquitectónicos en un gesto simbólico de renovación, curación y esperanza. Al final del vídeo, un hombre aparece en escena y sus ropas negras son también pintadas de blanco por la artista. Las ideas de destrucción y rehabilitación, de pérdida y recuperación, aparecen bellamente expresadas, y es el cuidado de una mujer lo que augura expectativas para un mundo mejor.

Hoy las artistas mujeres, móviles y dinámicas, erosionan el formalismo purista de la modernidad, rechazan etiquetar su arte como «femenino» y exigen que los valores de la vieja Revolución Francesa –igualdad, libertad, fraternidad– se replanteen desde las nuevas perspectivas de género, raza y clase. No son sólo las estadísticas las que muestran claramente que ésta es una revolución pendiente y necesaria para vivir en un mundo ética y políticamente más equilibrado y, por lo tanto, estética y moralmente más saludable.