Históricamente, el Mediterráneo ha sido una zona de antagonismos y conflictos, una zona de creación y destrucción a un tiempo en la que desde siempre se han mezclado razas, religiones y culturas. En esta región se da el sorprendente fenómeno de que los vencidos son quienes civilizan a los vencedores, lo cual refuerza la idea de universalidad, que, aunque combinada con su contrario, es la más importante de la región. Por eso debemos fijarnos en la historia de los pueblos e intentar remitificar el Mediterráneo. Ello implica no sólo elegir los elementos positivos, sino también descubrir las raíces de las distintas civilizaciones para sacar a la luz unos potenciales reprimidos o rechazados a lo largo de la historia, y regenerarlos con el fin de hacer del Mediterráneo nuestra madre.
Si bien el Mediterráneo es muy antiguo –evidentemente lo es desde el punto de vista geográfico y geológico–, en realidad el nombre es muy reciente y agrupa un conjunto de diferentes mares rodeados de tierra. ¿Acaso no había ya en la Antigüedad una diversidad de mares desde Anatolia hasta Gibraltar? Por supuesto, se produjo una unificación cuando el Mediterráneo ocupó el centro del Imperio Romano y se convirtió en el Mare Nostrum, «nuestro» mar. Hasta el siglo XVIII no se le dio el nombre de Mediterráneo. Es una palabra que proviene de una civilización continental y que, sobre todo, tiene conexiones con los demás continentes, un mar que está entre tierras: África, Asia… Pero al mismo tiempo que se imponía esa palabra, el Mediterráneo también se impuso como realidad, evidentemente geográfica y estratégica, pero también como realidad política y pronto como realidad poética y mitológica, cuando menos para los europeos del sur e incluso para los del norte. ¿Por qué? Realidad poética gracias al sol, la luz, el azul del mar y el paisaje, ese paisaje que no se marchita en invierno. Todo eso daba pie al orgullo mediterráneo, por supuesto, pero también era fuente de deseo y nostalgia para los pueblos del norte, el mundo de los germanos, que, encerrados en sus frías tierras, soñaban con el Mediterráneo. Éste se convirtió en un concepto luminoso –«¿conoces el país donde florece el naranjo?», dicen en francés– y también en un mito, un mito que yo calificaría de eufórico y simplista, que se confundía con la imagen grecolatina que excluía todo lo que no era la porta eccolata, para conservar sólo la armonía, la comunicación, la fuente de la civilización, una civilización concebida fundamentalmente como griega y latina y como el lugar donde disfrutar de la alegría de vivir. Pero pensar en la armonía y la plenitud y en las puertas de Grecia y Roma nos obliga a excluir las guerras despiadadas. Y, no obstante, hubo guerras. En primer lugar, la conquista de Grecia por parte de Roma, que fue pavorosa; después, la conquista y destrucción de Cartago por los romanos, ¡pavorosas también! Se olvidaron de su sur, se olvidaron de su oriente.
Si hacemos caso a la historia, el Mediterráneo es una zona de antagonismos, una zona de conflictos, una zona de asombrosa creación, pero también de destrucción de civilizaciones. Una zona no sólo de rivalidad entre navegantes, sino también de conflictos entre ciudades comerciantes, de conflictos de ideas, de conflictos de religiones y yo diría que incluso de caracteres extraordinarios. El Mediterráneo es el lugar donde surgieron politeísmos muy fecundos: el politeísmo de la antigua civilización egipcia y el politeísmo de las civilizaciones griegas y romanas. Es, además, el lugar donde se impuso el monoteísmo; mejor dicho, los monoteísmos que constituyen las tres ramas del mismo monoteísmo, lo cual no ha propiciado el mutuo entendimiento y la colaboración, sino un conflicto cuya vitalidad aún podemos comprobar en la actualidad. No cabe duda de que el Mediterráneo, tras alejarse de la mitología, fue el sitio donde surgió, donde nació con toda claridad la razón, la racionalidad, aun cuando siguió siendo una región de locura y delirio. En efecto, es la región en la que se fundó y desarrolló el escepticismo.
Es también una región en la que se han desarrollado las creencias más extravagantes; en cierto modo, es un microcosmos de lo que puede llegar a salir del ser humano, que no es sólo homo sapiens sino homo sapiens y demens al mismo tiempo. Además, es una región de mezclas que dan la impresión de crear una extraordinaria confusión. Fernand Braudel afirmaba que era la mezcla más extraordinaria de razas, religiones, costumbres y civilizaciones jamás vista en la Tierra. Así pues, nos preguntamos: pero a ver, ¿dónde está esa armonía? ¿Dónde está esa cosa maravillosa, esa sabiduría, con esta sensación de caos que tenemos? En realidad, este caos es la imagen de una complejidad. La palabra «complejo» significa aquí conjunto, conjunto de elementos profundamente diversos y heterogéneos que están relacionados, porque incluso el antagonismo asocia dos elementos que están en conflicto. Y ese caos, que fue destructor, fue también constructor. Pienso en las palabras de Heráclito, filósofo presocrático, que decía: «Unid lo que discuerda y lo que concuerda.» En efecto, el Mediterráneo es una zona de concordia y discordia y, además, es como una matriz; es decir, es una región fecunda, productora y generadora, generadora de diversidad. Podemos afirmar incluso que el conflicto se ha podido integrar de una manera civilizada en la idea de democracia. Ya que, al fin y al cabo, una democracia sólo está viva cuando hay una confrontación entre ideas antagonistas que se oponen, evidentemente de manera pacífica, en función de unas determinadas reglas, las reglas democráticas, que impiden que el conflicto llegue a ser violento y brutal.
Pero es, asimismo, el lugar en que las ideas pueden enfrentarse sin que los interlocutores lleguen al exterminio físico mutuo. La filosofía y la democracia se instituyeron en Atenas más o menos al mismo tiempo. Pero, además, en el Mediterráneo hemos visto un fenómeno sorprendente: los vencidos son quienes civilizan a los vencedores. Como dice el famoso adagio, la Grecia vencida venció con ferocidad a los vencedores. El Imperio Romano, cuando destruyó Grecia y saqueó Corinto, se llevó en sus carros algunos pensadores y libros griegos, de tal modo que, siglos más tarde, todo el Imperio Romano hablaba griego, y todo el arte y el pensamiento romanos estaban influidos por Grecia. Claro está que los vencidos civilizaron a los vencedores cuando no fueron exterminados, ya que Cartago, la Cartago púnica, fue aniquilada. No debemos olvidar todas estas destrucciones, y por este motivo hay que abandonar, desechar, ese mito simplista y a un tiempo eufórico del Mediterráneo.
Pero, se me dirá, ¿por qué remitificar el Mediterráneo si parece que lo necesario es desmitificarlo? En primer lugar, ¿qué significa remitificar? Sin duda, es dar un gran valor, un gran valor afectivo, un valor casi sagrado a lo que será el Mediterráneo, a lo que entenderemos por Mediterráneo. Para ello hay que seleccionar lo mejor que éste ha producido. ¿Qué es lo mejor? Lo mejor es la universalidad. Las ideas universales. Y esas ideas universales las encontraremos en las regiones mediterráneas. Ya surgieron en la Antigüedad egipcia con el culto a Atón, de Ajenatón, que durante un tiempo expulsó a los dioses del Panteón egipcio. Ni que decir tiene que los sacerdotes a su vez echaron luego a Atón. Pero tenemos esa potencialidad universal que se encuentra en el mensaje de Abraham, muy explícita en los escritos de Pablo. Con Pablo ya no hay judíos ni gentiles, ya no hay griegos, todos son iguales; es decir, hay en Pablo un universalismo, de igual modo que hay un universalismo en la predicación islámica y en la de Mahoma. Pero, por supuesto, de todos es bien sabido que dicho universalismo no ha impedido que cada una de estas tres religiones haya sido muy particularista y se haya creído la propietaria de una verdad revelada, lo cual nos ha llevado a todas estas guerras que, dicho sea de paso, jamás se produjeron cuando reinaba el politeísmo, la pluralidad de dioses. Encontraremos el universalismo en la filosofía griega, evidentemente, y en el derecho romano tardío, y en el principio de la democracia. Y todo esto se regeneró en el humanismo que surgió en Italia tras el Quattrocento. Así pues, esta universalidad, muy arraigada en el Mediterráneo –si bien mezclada con su contrario–, es la idea más importante.
Mencionemos a continuación lo mejor: los encuentros, por supuesto, los intercambios, los mestizajes; yo diría incluso las ventajas de las migraciones, que aún hoy siguen siendo muy importantes y útiles, tal vez necesarias, tanto para el sur como para el norte mediterráneo. Pero creo que remitificar el Mediterráneo no significa sólo escoger los elementos positivos para hacer una selección, sino que significa también encontrar, intentar ver cuál es ese espíritu que ha sido la matriz de la que ha surgido una tal diversidad de civilizaciones, culturas e ideas.
Hay algo genérico en lo que se ha ido forjando en el Mediterráneo a través de todas estas convergencias de culturas. Para explicar la palabra «genérico» utilizaré una metáfora. No hace mucho que los biólogos han descubierto que nuestros organismos contienen, poseen, las denominadas células madre. ¿Qué son las células madre? Son las células del embrión de cualquier animal, del embrión humano, células llamadas «totipotentes», cuyas capacidades creadoras son totalmente múltiples ya que no están especializadas.
El estudio de las células madre es de una importancia capital y, en la actualidad, incluso nos planteamos la clonación embrionaria para poder utilizarlas con el fin de regenerar organismos, corazones enfermos o hígados que no funcionan… Tenemos células madre en el cerebro y la médula espinal, pero al parecer –dado que el descubrimiento es reciente– pueden estar inactivas o, cuando menos, necesitan ser estimuladas. Así, yo diría que en el humanismo mediterráneo existen células madre, unas células madre que han hecho posibles las distintas civilizaciones.
Pero, naturalmente, cuando una civilización se anquilosa o una creencia se dogmatiza, se vuelve estéril y queda paralizada. En el fondo, ¿qué significa encontrar, regenerar el Mediterráneo? Pues bien, significa encontrar lo que tiene de matriz que genera; encontrar las potencialidades reprimidas o rechazadas de las distintas civilizaciones; encontrar lo que Paul Valéry decía del Mediterráneo: «Una máquina de hacer civilización.»
Si nos tomamos en serio la idea de que es posible encontrar algo que sirva de matriz, algo regenerativo, llegamos, evidentemente, a la remitificación del Mediterráneo. Ahora bien, un mito es una idea fuerza dotada, si se quiere, de una gran potencia afectiva, casi mística. Esta mitificación se fundamenta precisamente en la idea de mar. Tal vez porque sabemos que el mar es una fuente de vida podemos suponer que la vida nació y se formó aquí, que los primeros seres vivos unicelulares se formaron en un medio acuático; si no en el mar, en un medio acuático. Además, nuestra sangre es aún muy salada. Conservamos algo de este origen. En nuestras mitologías está profundamente enraizada la relación entre la idea de mar y la de madre, de maternidad y madre. Atribuimos a este mar una sustancia de matriz y maternal. Tanto más cuanto que este mar es precisamente muy abierto y a la vez muy cerrado; el destino geológico lo ha cerrado, a diferencia del océano, que es infinito y no tiene límites.
Este mar que inunda pero está hecho a la medida del ser humano, este mar que nos permite ir al país del vecino, ya sea amigo o enemigo, debemos revivirlo en un sentido profundamente afectivo. Sin maternidad no hay fraternidad. Lo sabemos inconscientemente, ya que los oriundos de una nación tenemos un sentimiento muy fuerte de eso que podemos llamar patria. ¿Qué significa patria? «Patria»es una palabra que contiene una sustancia maternal y una sustancia paternal. Es una palabra hermafrodita, una palabra que empieza en masculino con pater, el padre, y que acaba en femenino con tria. Es más, decimos la «madre patria», maternizamos la patria por amor, del mismo modo que la paternizamos por la autoridad a la que debemos respeto y obediencia.
El principio del himno nacional francés, La marsellesa, que empieza por «Allons enfants de la patrie» [«Marchemos, hijos de la patria»], expresa esta idea, que crea una fraternidad entre nosotros. Por tanto, no hay duda de que a partir de esta sustancia maternal mediterránea eventualmente podremos ser capaces de fraternizar. También podremos descubrir una fuente de alegría, ya que en el fondo la luz y el azul están íntimamente relacionados con el mar Mediterráneo y, pese a todos nuestros dolores y miserias, estamos muy contentos de ser mediterráneos.
Si en nuestro interior está profundamente arraigado este concepto maternal del Mediterráneo, tendremos al mismo tiempo la idea de que hay que hacer todo lo necesario para preservarlo, para salvarlo. Lo cual nos lleva directamente a una ecología mediterránea, ya que este mar es víctima de numerosas contaminaciones, debidas a la industrialización y la urbanización moderna, hasta el punto de que su propia vida se ve amenazada. Maternizar el Mediterráneo equivale a hacer que las fronteras lleguen a ser secundarias, a impulsarnos al acuerdo y la concordia, y a dotarnos de una identidad común. Sin embargo, a diferencia de los mitos de los que surgen ideas intolerantes y dogmáticas, este mito mediterráneo nos une. Si, como ya he dicho antes, escogemos lo mejor de la idea mediterránea, el Mediterráneo nos permite sacralizar lo profano.