Si partimos de la premisa de que nadie puede entablar un diálogo sin asumir serios riesgos, podemos llegar a comprender por qué merece la pena correrlos. El riesgo de malentendidos, por ejemplo, es inherente a todo diálogo, así como la situación opuesta: el riesgo a que se nos entienda demasiado claramente. Para ello es necesaria la prudencia, así como un consenso limitado. Otro riesgo asociado al diálogo es la relación de este con las diferencias internas de las partes que dialogan. Una conclusión que podemos extraer del análisis detenido de estos riesgos es que debemos alejarnos de la tendencia a hablar en términos totalizadores de sociedades, tradiciones o civilizaciones enteras como si estas no tuvieran «conceptos esencialmente discutibles». En Europa, todos esos riesgos son reales, pero no podemos evitarlos, sino gestionarlos de manera productiva.
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