Un mar de bulas: el Mediterráneo occidental y el mercado curial (1450-1750)
El Mediterráneo occidental fue, durante la Edad Moderna, el marco geográfico central de un espacio de negocios tan fascinante como desconocido hasta fechas recientes, un mercado internacional creado por la propia curia romana, fundamentado en el concepto de la gracia papal y sus posibilidades. Su trascendencia socioeconómica y aun cultural y política fue tal que, sin tener en cuenta este fenómeno, no es posible comprender del todo el funcionamiento real de ese mundo y esa época.
Las bases teóricas y legales que permitieron su creación comenzaron a desarrollarse ya durante el papado de Aviñón, aunque hasta los años finales del siglo XV y primeros del XVI no se dieron las condiciones socioeconómicas ni logísticas para su eclosión. Lo más novedoso era el tipo de productos ofertados: otros comerciaban a través del Mediterráneo con trigo, especias, productos textiles, esclavos, aceite… La curia romana había creado, en cambio, el primer mercado de bienes intangibles. En él, clientes, intermediarios y banqueros negociaban con esa gracia papal, que se materializaba en forma de bulas, breves y otras letras apostólicas que posibilitaban operaciones de otro modo canónicamente nulas o inválidas, ilegales, fraudulentas o pecaminosas.
La Edad Moderna trajo consigo el nacimiento de esta nueva dimensión, prácticamente desconocida hasta hace muy poco para nosotros, pero cotidiana para los franceses, genoveses, toscanos, catalanes o castellanos de entonces. Un amplio abanico de actividades de particulares, familias e instituciones quedó engullido por este mercado internacional, que influyó en la sociedad y la economía, proyectándose en las negociaciones diplomáticas. La monarquía de España, por ejemplo, se dotó a este efecto, y desde el reinado de Felipe II, de una red de agencias técnicas territoriales (la agencia general coordinadora, la agencia de negocios curiales de Aragón, la de Nápoles, la de Milán, la de Sicilia…), paralela a la embajada, con el objetivo de salvaguardar los intereses de la Corona en este mercado.
Los contemporáneos se referían a esta realidad como «los negocios de Roma» u otra expresión semejante, haciendo referencia a un lugar y a una institución, ese conjunto de tribunales y oficinas de la curia romana que lo centralizaba todo, tramitaciones y pagos. Creo que hoy resulta más adecuado referirnos a ello con el término que acuñé para mi libro de 2020: el «mercado curial». Lo creo así porque engloba mucho más que la sola negociación de bienes instrumentales como las letras apostólicas. También hubo inversión de capital en sociedades, pleitos, compra de oficios venales, venta de deuda pública de la Santa Sede, especulación financiera u operaciones al margen de la legalidad.
Un espacio de negocios transnacional como ese necesitaba de intermediarios para funcionar. Era impensable para la inmensa mayoría de la población afrontar los costes de tiempo y dinero y los peligros inherentes a un viaje hasta Roma, por no mencionar la extraordinaria complejidad que algunos trámites curiales implicaban, la práctica necesaria, etc. Resultaba mucho más cómodo y económico contratar los servicios de un tipo de gestor local: el curial. Muy pronto, comenzó a estructurarse una red de intermediarios profesionales al servicio de cualquier particular, integrados por lo común en compañías con corresponsales con oficina abierta en diferentes puntos del mundo católico. A poco que se siga el rastro del dinero, aparecen tras ellos tupidas redes de hombres de negocios, prelados, banqueros de la curia o agentes políticos.
La oferta del mercado curial se fue tornando amplia y diversa a lo largo del primer tercio del siglo XVI, en especial en lo que a materia beneficial se refiere. Esta era uno de los tres grandes campos de actividad, sin duda el que mayor cantidad de dinero movía en operaciones que iban desde la fundación de capellanías a la provisión de beneficios eclesiásticos vacantes en su enorme variedad de formas (prestameras, beneficios simples sinecuras, parroquiales curados, raciones y otro tipo de porciones de prebendas, canonjías, abadías, arcedianatos y arciprestazgos, deanatos u otras dignidades), su patrimonialización por medio de coadjutorías con derecho a futura sucesión inalienable, traspasos venales entre particulares vía bulas de resigna, el gravamen sobre estas rentas en forma de pensiones eclesiásticas, herramienta que permitía todo un abanico de posibilidades, entre ellas la instrumentalización por la Corona con fines políticos o en el marco de la economía de la merced entre reyes y vasallos. Se podían conseguir opciones de derechos futuros sobre un beneficio, hipotecarlo con una pensión o una reserva de frutos, entregar beneficios mayores en encomienda a otra persona para que pudiera cobrar sus rentas aun siéndole incompatible. Un solicitante podía pagar por la reserva de ingresos de un beneficio eclesiástico para después de su muerte, por el derecho de regreso eventual a uno renunciado, o por el ingreso futuro en otro traspasado a un tercero antes siquiera de tomar posesión… Todo ello era legal, aunque también hubo un mercado de operaciones ilegales, protagonizado por testaferros de diversas naciones, oficiales de la Curia y los llamados compradores o corredores de beneficios, meros especuladores, cuando no falsificadores de letras, estafadores o chantajistas, estos últimos conocidos como «tramposos de Roma».
La materia dispensacional era otro gran campo de actividades. Este tipo de operaciones solía mover, individualmente, bastante menos dinero que las de beneficios eclesiásticos, pero en conjunto tendía a compensarse por generar un mayor número de contrataciones anuales. Se demandaban mayoritariamente dispensas matrimoniales, que permitían contraer matrimonio válido eximiendo a los contrayentes de las prohibiciones canónicas que llegaron a vedar hasta el octavo grado de parentesco de nuestro derecho civil actual (en derecho canónico solo se contabilizaba la distancia hasta el tronco común), ya fuera carnal o por relación de consanguinidad, por afinidad o por lazo espiritual, es decir, que también se consideraban incestuosos los casamientos con personas emparentadas por algún casamiento (cuñados, concuñados, consuegros…) o por vínculos de padrinazgo sacramental en el bautismo o la confirmación. Conservamos guías de práctica curial para estos asuntos, con tablas de precios en función de múltiples factores como el grado y tipo de parentesco, la existencia o no de relaciones sexuales previas, la estrechez del lugar, la falta de dote o el estatus de los contrayentes, cuestiones todas ellas que se explicaban al curial para redactar una súplica exitosa, como nos revela alguna que otra recreación judicial de la actividad en este tipo de despachos. Por supuesto, esta materia iba mucho más allá de lo matrimonial. El papa podía dispensar votos, la ilegitimidad o la inhabilitación inquisitorial –puesto que los hijos bastardos o los descendientes de condenados no podían acceder al clero ni a las rentas eclesiásticas–, la falta de edad necesaria para ciertos cargos, la carencia de determinadas órdenes sagradas de forma temporal, o poder tomarlas fuera de la diócesis y los tiempos señalados, permitir el uso de peluca a clérigos en el siglo XVIII…
El tercer campo de negociación curial era, por así decirlo, un cajón de sastre en que entraba todo lo demás, cientos de operaciones dependientes de la gracia pontificia. Baste señalar, por ser quizá más sonadas, las indulgencias y los privilegios apostólicos. Estos últimos eran asimismo variados: indultos, paulinas y subsanaciones, privilegios a cofradías, a particulares para poder gozar por su estatus de oratorios domésticos en que consagrar y dar misa, etc. Incluimos aquí también negocios de fuero de conciencia, relativos a monasterios, al reconocimiento de universidades y estudios generales, o a la fundación de obras pías, hospitales, conventos o colegiatas.
Pensemos en lo que pudo suponer el mercado curial como factor condicionante en la articulación de los circuitos de información y de crédito desde y hacia Italia, en la modificación de las dinámicas de acceso y reproducción del estamento eclesiástico, en las posibilidades de inversión de capital para particulares de las élites, pero también de las medianías sociales, o en las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Qué decir de instrumentos fundamentales para la movilidad social como las estrategias matrimoniales, la espiritualización de bienes, la proyección social de la piedad, la patrimonialización de cargos y rentas, llegando a conformarse verdaderas dinastías eclesiásticas en catedrales y colegiatas… O del papel del mercado curial como una de las vías de integración del problemático elemento judeoconverso en el ámbito ibérico. Son ejemplos de todo lo que nos queda por analizar en profundidad, precisamente lo más interesante: las consecuencias socioeconómicas y culturales que la existencia de este espacio de negociación tuvo, hasta su desaparición entre mediados del siglo XVIII y principios del XIX, allá donde más se hizo presente: los estados católicos de una cuenca mediterránea que acabó siendo también un mar de bulas.
Este artícule surge a partir de una conferencia en el ciclo Aula Mediterània 2024-2025 en Barcelona.
Puede ver de nuevo la conferencia de Antonio Díaz