Patriarcado e islam

Gema Martín Muñoz

Profesora de sociología del mundo árabe e islámico,
Universidad Autónoma de Madrid

El Mediterráneo, además de cruce de civilizaciones y cuna de múltiples avatares, ha sido generoso espacio de acogida de sociedades patriarcales y lugar elegido por el Dios único para manifestarse en sus tres versiones consecutivas: judaísmo, cristianismo e islam. Unido a esto, y como ya observó precozmente el protosociólogo norteafricano del siglo XIV Ibn Jaldún, la cuenca mediterránea ha sido igualmente escenario de la dialéctica entre la tribu y la ciudad, identificadas respectivamente con dos diferentes formas de vida rivales entre sí: la nómada-rural (umran al-badawa) y la urbana-sedentaria (umran el-hadara).

Todos estos elementos (religión, patriarcado, tribu, ciudad) y su interacción han contribuido a determinar el orden familiar dominante en el Mediterráneo, célula básica de socialización de la estructura patriarcal entre hombres y mujeres desde muy temprana edad. Ello debe ayudarnos a entender que son básicamente factores sociales, económicos y políticos los que han influido y determinado las relaciones familiares patriarcales, y que, además, dicho marco no es patrimonio exclusivo de las sociedades musulmanas. Antes bien, la evidencia antropológica muestra que ésta ha sido la forma social predominante durante milenios en toda el área mediterránea De hecho, el orden patriarcal imperante en la región precedió al nacimiento del islam, e incluso éste, de acuerdo con lo establecido en el Corán, introdujo elementos de debilitación del patriarcado, así como un modelo social urbano destinado a destruir la tribu que, sin embargo, las sociedades islamizadas eludieron de múltiples maneras.

El Corán presta mucha atención a las relaciones individuales y familiares que deben regir a todos los miembros de la umma (comunidad extraterritorial que forman todos los musulmanes) y establece un estrecho vínculo entre religión, familia y comunidad como pilares básicos de la cohesión social. La existencia de un texto que, a la vez que crea un nuevo credo religioso, legisla y reglamenta a la sociedad que lo adopta ha ofrecido a los rigoristas de todas las épocas el fundamento en el que basarse para rechazar las transformaciones sociales y sacralizar el inmovilismo del estatuto personal de la mujer, y de ahí deriva que la controversia sobre el verdadero papel que el texto sagrado concede a la mujer sea objeto de una viva polémica en el mundo musulmán, particularmente vigente en la actualidad. Para unos, aquellas suras coránicas en las que se manifiesta la voluntad por corregir los abusos a los que eran sometidas las mujeres en la sociedad preislámica muestran el carácter rupturista del islam con respecto a la férrea estructura patriarcal preislámica, siendo ello razón suficiente para interpretar y legitimar la comprensión moderna de la igualdad entre los sexos.

Dicha voluntad se expresa en el texto coránico al establecer el consentimiento de la mujer para el matrimonio, en su manifiesta voluntad de desalentar la práctica de la poligamia y el repudio, al declarar su derecho a la propiedad, a la educación, e incluso, en opinión de algunos, al trabajo de acuerdo con el hadiz: «Los hombres tienen una parte de lo que han adquirido; las mujeres tienen una parte de lo que han adquirido». A ello se añadiría el comportamiento «feminista» del Profeta y sus mujeres, hasta el punto de que una de ellas participó incluso activamente en política.

Para otros, la relación de superioridad e inferioridad que el Corán establece con respecto al hombre y la mujer («los hombres están un grado por encima de las mujeres» II, 228), les ha sobrado para consagrar la situación de discriminación, reclusión y segregación a la que se ha condenado y se quiere seguir condenando a la mujer musulmana. Lo cierto es que en el Corán, revelado a lo largo de 20 años (612-632), se observan dos etapas muy diferenciadas: la de la Meca —ciudad del Profeta— y la de Medina —donde éste tuvo que refugiarse y ganar partidarios para expandir el nuevo mensaje. Y ocurre que es en las primeras suras mequíes donde se condensan las disposiciones más innovadoras con respecto a la mujer, que se corresponden con el período más «revolucionario» y militante en la predicación del islam, mientras que las posteriores y más conservadoras, las mediníes, se corresponden con el segundo período de asentamiento y de gobierno.

De acuerdo con la secuencia cronológica, los jurisconsultos musulmanes resolvieron esta aparente contradicción mediante el concepto de nasj (abrogación) al considerar que los segundos revocan los primeros. Hoy día, los sectores musulmanes conservadores se obstinan en esta interpretación tradicional, mientras los reformistas reclaman la inversión de las prioridades. En realidad, la sociedad tribal árabe se islamizó a la vez que trató de preservar la estructura profundamente patriarcal predominante en la región desde hacía milenios, dando prioridad a aquellas prescripciones coránicas que mejor se acoplaban al modelo social y familiar imperante. Este modelo se perpetuó secularmente en nombre de una tradición que logró su estatuto de inmutable por su definición de «islámica».

Más tarde, ya en época moderna, se institucionalizará en múltiples niveles de la sociedad (legal, educativo, político, económico…) en el marco de unos estados-nación de concepción neopatriarcal, donde el patriarcado se extiende por toda la estructura social de manera que el poder del padre en el seno de la familia se traslada a la sociedad, convirtiéndose en el poder de los gobernantes, y a la religión, donde el poder es de Dios. Así, Dios, el padre y el gobernante comparten muchas características en las sociedades patriarcales. Como afirma Hisham Sharabi: «Tanto entre el gobernante y el gobernado como entre el padre y el hijo sólo existen relaciones verticales: en ambos escenarios la decisión paternal es una decisión absoluta, transmitida, tanto en la sociedad como en la familia, por un consenso forzado que se basa en el ritual y la coerción».

Del campo a la ciudad

Sin duda, la sociedad tradicional y los comportamientos familiares están siendo transformados en muchos aspectos como consecuencia de los procesos de modernización experimentados a lo largo de este siglo. No obstante, dada la perpetuación de la cultura patriarcal en el Estado árabe moderno, dichos cambios se han realizado fuera de todo marco conceptual y de toda reforma jurídica, y han sido básicamente el producto inevitable de lo que podríamos llamar «imperativos socioeconómicos»: el éxodo rural, la emigración, el consumo, la urbanización, la mundialización…

Por consiguiente, tanto la profundidad de los cambios sociales como su alcance espacial recubren un panorama muy diferenciado y con grandes disparidades según se trate de un ámbito urbano o rural, de unas clases sociales u otras, de unos países u otros. Quizás la mayor diferencia la constituya la enorme distancia que existe entre el campo y la ciudad. Es en la ciudad donde está teniendo lugar el paso de la gran familia a la familia nuclear, de la familia numerosa a la reducida, y es donde se está modificando el estatuto tradicional de la mujer y se están erosionando las jerarquías patriarcales porque allí se desarrollan los tres factores principales del cambio social: la educación, el acceso al trabajo asalariado y el control de la natalidad. Fruto de la industrialización y de la modernización de la actividad económica, desde los años setenta la ciudad árabe ha favorecido el declive de la antigua «gran familia» para sustituirla por agrupaciones más reducidas en las que la pareja y sus hijos son la célula de referencia.

Así, ya en el censo de 1976 las familias nucleares egipcias representaban el 77,5%, en Siria el 52% y en Jordania entre el 60% y el 70%. La participación de la mujer en la escala laboral remunerada es otro factor sin duda muy importante pero no está siendo tan determinante como el de la urbanización y el de la escolarización, dado que los índices son aún bajos, sobre todo cuando se trata de mujeres casadas y porque es el trabajo profesional, para el cual se requiere un título universitario o un diploma, el que tiene efectos emancipadores en la mujer. Siendo, como hemos visto, la familia urbana la más expuesta al cambio, es también la que, en consecuencia, se está diversificando más, resultado de los distintos niveles de ruptura con el modelo tradicional.

La familia neopatriarcal extendida, la familia paraconyugal, la familia conyugal y la familia monoparental (formada por viudas y sus hijos) son los cuatro grandes tipos de familia que existen hoy día en la ciudad. En las tres primeras, los factores económico y cultural tienen un gran peso para diferenciarse entre sí a la hora de gestionar su fecundidad y su relación de pareja. Resalta, sin duda, la importancia de los factores económico y cultural en cuanto que marcan las distancias que separan a los distintos tipos de familia. De hecho, esta realidad no hace sino profundizar en la distancia que separa a unas clases sociales de otras, añadiéndose a las ya existentes entre el mundo urbano y el rural.

Según se pertenezca a la población urbana moderna, a la tradicional o a la urbana-rural (siendo estas dos últimas categorías mayoritarias frente a la primera), los comportamientos familiares patriarcales estarán más o menos alterados. El problema radica en la gran desconexión, si no enfrentamiento, que se da entre estas diferentes franjas sociales que abriga la ciudad, consecuencia de una explosión urbana acelerada y descontrolada (en sus tres cuartas partes rurales hace cincuenta años, las poblaciones árabes son hoy día en su mayoría urbanas y representan el 52% de la población total).

Así, el fenómeno de la urbanización ha ido unido a la constitución de grandes metrópolis (normalmente, la capital) donde se concentra el grueso de la población urbana, sin que se hayan creado las condiciones de planificación necesarias y donde el crecimiento no ha ido unido a avances en la agricultura, la industrialización ni el desarrollo económico. Por lo tanto, la urbanización ha sido causa de la ruptura de las relaciones sociales en la ciudad, donde se viven modelos muy diferenciados entre sí. La ciudad, pues, no consigue convertirse en un polo de integración del espacio nacional.

El harén y el velo

La reclusión de la mujer se remonta al gineceo griego, continuó en el período bizantino y fue imitada por los califas abasíes como signo aristocrático para diferenciar a las mujeres de la corte, cuyo espacio era el palacio, de las plebeyas, que se desenvolvían en las calles para realizar tareas impropias de la nobleza, como comprar, acudir al mercado, etc. Fue posteriormente cuando el harén se interpretó como un medio para proteger la castidad femenina. La palabra «harén» (harim) viene de una raíz árabe que significa «sagrado», «inviolable», «prohibido». Si se entiende por harén la concepción clásica de institución que, formando parte del serrallo, designa los aposentos reservados donde residen las mujeres, y podríamos decir que su existencia ha sido, y es, casi anecdótica.

El desarrollo de una enorme literatura en torno al influyente y poderoso serrallo del Gran Sultán turco-otomano, en la corte de Estambul, y la desproporcionada representación del harén por parte del orientalismo europeo (viajeros, pintores…) han sobredimensionado una institución que responde más al Oriente exotista recreado desde Occidente que a la realidad de unas sociedades árabes y musulmanas donde los harenes han sido siempre infrecuentes. Otra cuestión es si la noción de harim se interpreta como una cualidad propia de la mujer, que la convierte en algo prohibido para todos aquellos hombres ajenos a la familia tradicional. Entonces sí podemos decir que tiene vigencia. Ese concepto que define a la esposa como hurmat al-rayul (la cosa sagrada del hombre) se relaciona directamente con la cuestión de la salvaguarda del honor familiar.

El honor provee de legitimidad al hombre, lo que convierte la virginidad de la hija, hermana o esposa en su mejor garantía: de ahí surgen su sacralidad y su ubicación en el espacio privado frente al público. En una concepción familiar en la que el grupo o la comunidad predominan sobre la individualidad, la virtud queda inexorablemente al servicio del honor del grupo. Por ello, en la sociedad tradicional la mujer adquiere sólo identidad mediante la intermediación masculina (pertenencia a un clan o linaje en el que ella es «la hija de», «la esposa de» o «la madre de»). En el medio rural, las familias y el parentesco respectivo son conocidos por todos los habitantes de la comunidad y funcionan como protectores y salvaguardas, por lo que en estos reducidos espacios urbanos el velo no ha constituido nunca una prenda de vestir frecuente entre las mujeres.

De hecho, el velo ha sido tradicionalmente una prenda propia de la ciudad. La gran urbanización debilita los controles sociales patriarcales de protección del honor de la mujer porque el anonimato urbano no le permite ser automáticamente identificada como «hija de» o «esposa de», tal y como ocurre en poblaciones pequeñas; y como se trata de un modelo social donde no se reconoce legitimidad a la persona desvinculada del grupo, la feminidad exhibida en el anonimato urbano se reduce a objeto sexual. Por tanto, el velo surgió en la ciudad como símbolo de negociación de fronteras entre el espacio privado y el público, y como regulador social que da a la mujer acceso al segundo. Sin embargo, lejos de la superflua interpretación que asocia a la mujer velada con la sumisión y a la desvelada con la liberación, el mundo de la vestimenta traduce hoy día un mundo diverso lleno de símbolos que hay que descodificar correctamente y que, normalmente, tienen sobre todo que ver con los diferentes espacios y con las diferentes generaciones. De esa manera, entre el velo haïk o niqab (tradicional) y el hiyab (versión islámica moderna) hay todo un lenguaje sociológico que expresa la diferencia entre la nueva generación y la precedente, entre la que estudia y sale y la recluida, entre la que se autoafirma y la que se somete.

Por ejemplo, la joven que hoy en día se pone voluntariamente el hiyab rechaza el velo tradicional de su madre porque para ella es símbolo de la ignorancia, la superstición, la reclusión, es decir, de todo aquello de lo que se ha desprendido gracias a los estudios, a la educación: el hiyab le permite hacer visible también su ruptura con los mayores, y afirmar a través de él que su sumisión a Dios prima sobre su sumisión al hombre. En este sentido, hay que tener en cuenta que desde la sociedad civil musulmana no son sólo las corrientes feministas, según el modelo occidental, las que están llevando a cabo un proceso de ruptura con respecto a la sociedad tradicional, sino que, desde la autoafirmación cultural islámica, una nueva generación de mujeres está transformando su propio papel en la sociedad y en su espacio de actuación.

El perfil social que caracteriza a estas mujeres, algunas de ellas integradas en la militancia o sensibilidad islamista, es que son principalmente jóvenes, urbanas (la ciudad y su proceso acelerado de urbanización ha desestructurado el orden comunitario en el que se insertan las relaciones tradicionales entre hombres y mujeres, y ha abierto el espacio social a la iniciativa de nuevos grupos donde los jóvenes desempeñan un papel clave que debilita la autoridad de los grupos patriarcales y mayores de la sociedad) y educadas (se han apropiado del saber y han logrado autonomía intelectual para reinterpretar su papel de acuerdo con el «islam verdadero»). Por tanto, el proceso de reislamización que se vive hoy día en las sociedades árabes no se debe prestar a interpretaciones fáciles ya que, lejos de significar una simple «vuelta atrás» tradicional o una «manipulación de las mujeres por los hombres», estamos ante un fenómeno en el que las mujeres, haciendo uso de los logros de la modernización, invierten en sus dos principales espacios públicos: los urbanos y los universitarios, y desde ahí marcan su diferencia con respecto a la generación precedente.

Su acceso al espacio público va unido al uso voluntario del hiyab, lo cual tiene sobre todo una gran carga de autoafirmación cultural que las hace sentir que están contribuyendo a una misión de reconstrucción de su propia cultura, y les permite desempeñar un papel social que difícilmente tendrían en su reducido entorno tradicional. En consecuencia, su adopción del hiyab no se realiza como símbolo de la transmisión tradicional de la religión, sino más bien como signo de su reapropiación del islam como identidad cultural. El velo reaparece con fuerza, pues, como un fenómeno característico de las grandes ciudades y de las mujeres con formación y estudios.

De las encuestas y entrevistas realizadas a estas nuevas veladas del islam, se desprende que entre la variedad de argumentaciones que aducen a favor del uso del hiyab (profesionales, feministas, nacionalistas o antiimperialistas) la religiosa stricto sensu no viene casi nunca sola ni ocupa el primer lugar en el discurso de estas mujeres. De hecho, es sobre todo su voluntad de «estar presentes en la sociedad» la que, en la práctica, se conjuga con el uso del hiyab. 8 Otro factor importante es que esta «salida» y «visibilidad» pública se efectúa sin conflicto, físico ni moral, a pesar de que sus madres normalmente sean mujeres tradicionales dedicadas al espacio doméstico y las labores maternales. La oposición de la autoridad familiar es difícil de ejercer cuando dicha ruptura con la tradición se hace en nombre y a favor del islam. Ello les da a estas mujeres una legitimidad difícil de confrontar en un medio familiar donde los valores musulmanes nutren y legitiman el modelo social.

De esta manera, el cambio social, en sí mismo objeto de resistencia y escándalo, se filtra en las costumbres más fácilmente porque se realiza en función de una práctica considerada legítima. Todo ello nos lleva a tener en cuenta que a medida que estas mujeres acceden al espacio público se opera una transformación que fuerza las fronteras del espacio privado; y cuanto más desarrollen las mujeres estrategias de vida individual, más pondrán en duda las prohibiciones para acceder al espacio público y más forjarán su propia identidad para redefinir las relaciones entre los hombres y las mujeres.

Lo cierto es que, dada la débil adhesión que han suscitado en los países árabes los movimientos feministas reivindicativos de los derechos de la mujer según el modelo occidental, cabe preguntarse si la andadura desde la militancia islámica, por ser más pragmática, no acabará siendo más eficaz. En cualquier caso, todo ello no viene sino a demostrar la complejidad de las dinámicas sociales actualmente en curso en las sociedades árabes y musulmanas y lo incorrecto de la tan extendida visión del mundo musulmán como un universo inmóvil donde parece que todo ocurra por un determinismo islámico proclive al fanatismo y a la regresión.