Para comprender las relaciones culturales y de género

Traugott Schoefthaler

Director ejecutivo de la Fundación Euromediterránea Anna Lindh
para el Diálogo entre Culturas, Alejandría

¿Son las mujeres mejores que los hombres? ¿Es la cultura francesa superior a la marroquí? Son éstas preguntas ridículas, pero pertinentes. Reflejan elementos mayoritariamente subconscientes de las mentalidades humanas que interactúan con los sedimentos de las experiencias económicas y políticas. En la variopinta economía de mercado, todo tiene una etiqueta con su precio y se anuncia como «mejor que» otras mercancías. En el ámbito político, difícilmente hay algún partido que se refiera a los otros como una «opción alternativa» a elegir. En consecuencia, se pasa casi automáticamente a atribuir un valor a las diferencias percibidas. Nuestras mentalidades apenas dejan lugar para disfrutar de la diversidad como un elemento clave de la calidad de vida. La comunidad internacional necesitó veinte años para ponerse de acuerdo sobre la necesidad de preservar la biodiversidad como factor esencial para la supervivencia de nuestro planeta; y la opinión pública le siguió rápidamente.

Los recientes acuerdos sobre diversidad cultural, en cambio, están muy lejos de hallar el mismo eco entre la opinión pública. Las declaraciones de las Naciones Unidas o de la Unesco, o incluso las convenciones sobre «el derecho a la diferencia» o sobre la «diversidad cultural», establecen el derecho a la autodeterminación cultural sin ninguna otra discriminación que la necesidad de respetar los derechos de los demás. Casi todo el mundo está de acuerdo en que el pluralismo, la libertad de opinión y la no discriminación por las diferencias de origen étnico o social, color, sexo, lengua, religión o cualquier otra creencia, constituyen elementos clave de la democracia. Esta amplia aceptación de los derechos humanos, sin embargo, todavía no ha penetrado profundamente en nuestras mentalidades ni interactúa lo bastante con la percepción de las diferencias.

Sesenta años después de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a la que han seguido más de cien declaraciones, cartas y convenciones sobre el tema, los derechos humanos todavía no han pasado a integrar el núcleo de nuestro discurso académico y político. El valor universal de la no discriminación, elemento fundamental de todos los documentos sobre derechos humanos, parece haber quedado archivado en nuestras mentes utilizando un software distinto a la percepción de las diferencias y de la diversidad. La interacción entre estas dos actitudes mentales parece que resulta extremadamente difícil.

Percepción precientífica y predemocrática de las diferencias

Un reciente estudio sobre el papel de las mujeres y los hombres en el diálogo intercultural e interreligioso realizado por el Consejo de Europa (2005) identifica la presencia de un resentimiento profundamente arraigado en las sociedades europeas, que también prevalece entre quienes organizan encuentros de diálogo: la asociación de las mujeres a la paz y la tolerancia, y de los hombres a la guerra y la violencia. Las mujeres son mejores que los hombres, en virtud de una pequeña diferencia biológica, según la mentalidad de la mayoría de los activistas en favor del diálogo. ¿Cómo podemos esperar, pues, que las pequeñas diferencias culturales como la creencia religiosa o la lengua vernácula se traten como elementos de diversidad, en lugar de someterlos a juicios de valor apriorísticos?

La comunicación cotidiana en nuestras sociedades se resiste en gran medida a los patrones académicos de la estadística y la matemática: la reflexión sobre múltiples causas y consecuencias, sobre variables «independientes» y «dependientes», apenas tiene lugar en la comunicación pública. Existe, en cambio, una fuerte demanda de interpretaciones de bajo nivel: casi cualquier estudio que señale diferencias entre hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, europeos y árabes, pasa a ser noticia, sin considerar apenas —o en absoluto— la cuestión de si una diferencia de opinión o de comportamiento, por ejemplo, del 52% y el 48% respectivamente de mujeres y hombres tiene alguna relevancia, o de si puede haber otros factores implicados. Nuestra percepción de las diferencias sigue siendo precientífica y está lastrada por juicios de valor automáticos. Nuestra percepción de las diferencias sigue siendo precientífica y está lastrada por juicios de valor automáticos.

En los últimos años nos hemos acostumbrado a utilizar el término «género» para reconocer las diferencias sociales y culturales asociadas a los hombres y las mujeres en la sociedad; el término se creó para afinar nuestra visión ante la discriminación. Asimismo, nos estamos acostumbrando cada vez más a emplear la expresión «diversidad cultural» con el fin de reconocer la creatividad de los seres humanos; este vocablo se creó para permitirnos percibir y aceptar la riqueza de la expresión cultural. Parece evidente que las relaciones culturales y de género tienen muchos elementos en común. En muchas sociedades, las mujeres han de ser mejores que los hombres para poder tener las mismas oportunidades. Lo mismo puede decirse de los seres humanos con tonos de piel distintos del blanco y de entornos culturales distintos del denominado «occidental». Esta discriminación cotidiana es, por buenas razones, objeto de constantes campañas y celebraciones de años nacionales e internacionales contra el racismo o en favor de la igualdad de oportunidades. Dichas campañas habrán de repetirse, por poco impacto que tengan, hasta que en nuestras mentalidades haya un espacio para la diversidad.

Diversidad y calidad de vida

Necesitamos una comprensión más equilibrada de la cultura, a la que se subestima como factor de cambio. La cultura, en el más amplio sentido de la palabra, resulta de la interacción humana con la naturaleza y las formas generalizadas de interacción social, incluyendo el conocimiento, la lengua y el sistema de creencias que comparten un determinado número de personas. La percepción dominante de la cultura alude, en cambio, a una herencia, tangible e intangible, configuradora de un entorno cultural que conforma actitudes y comportamientos, además de proporcionar identidades. Lo que se subestima es el proceso de creación cultural.

Al igual que el conocimiento evoluciona, también lo hacen las lenguas y los sistemas de creencias. Todo ser humano contribuye a los cambios culturales en la misma medida en que se ve conformado por la herencia cultural. Así, la diversidad es inherente a la cultura, y ninguna cultura es una isla. Las relaciones culturales y de género también tienen en común una serie de opciones de cambio. Es posible transferir la buena práctica del diálogo intercultural a las relaciones de género, y viceversa. Requisitos clave para el diálogo intercultural como la empatía, la capacidad de ver las cosas desde perspectivas distintas y la apreciación del pluralismo y la diversidad pueden aprenderse, desarrollarse mediante la creación cultural y comunicarse a través de medios de calidad.

También se pueden extraer lecciones de las relaciones de género que resultan necesarias en el diálogo intercultural. El desarrollo de un lenguaje no sexista en los últimos veinte años, promovido y realizado por las instituciones públicas, los medios de comunicación y las organizaciones profesionales, es un éxito para las organizaciones de mujeres. Cuando no son meras imposiciones, sino el resultado del debate público, los cambios terminológicos hacen pensar a la gente y pueden inducir cambios en actitudes y comportamientos. Necesitamos claramente un lenguaje más culturalmente sensible.

De la paridad a las identidades complejas

En su trabajo cotidiano, los educadores, periodistas y otros actores culturales no necesitan ser visionarios para saber cómo marcar la diferencia en las relaciones de género. El principio de igualdad de hombres y mujeres no resulta difícil de entender si se clarifican los objetivos. Muchas buenas prácticas oscilan entre un enfoque «genéricamente neutro» o uno «exclusivamente femenino». Una acción «sensible al género» basada en la comprensión de los derechos humanos significaría adoptar como directriz el principio de no discriminación subyacente en el enfoque genéricamente neutro. No obstante, existe también cierta necesidad de una acción guiada por el enfoque «exclusivamente femenino». En la medida en que la mayoría de los hombres no dedican todos los esfuerzos que serían necesarios a equilibrar la carga específica que deben soportar las mujeres, una política genéricamente neutra incluye necesariamente un serie de elementos de apoyo de orientación específicamente femenina.

Los problemas, sin embargo, quedarían bastante oscurecidos de utilizarse la expresión «discriminación positiva» cuando se trata de reflejar medidas de paridad de géneros o un apoyo específico a las necesidades de las mujeres en la vida pública. Resulta esencial asegurar la paridad de géneros en todos los niveles de la sociedad. Dicha paridad adquiere especial importancia cuando se abordan cuestiones de relaciones de género o se adoptan medidas para favorecer la igualdad de oportunidades. Mientras la cuestión de las relaciones de género se deje mayoritariamente para las organizaciones de mujeres, y se debata en reuniones con una mayoría de participantes femeninos, las estructuras profundas de nuestras mentalidades permanecerán inalterables. La reunión preparatoria, celebrada en Rabat el pasado mes de junio, para la Conferencia Ministerial Euromediterránea de 2006, titulada «Reforzar el papel de la mujer en la sociedad», proporcionó buenas pistas sobre la persistencia de diversos problemas. ¿Qué interpretación habría que dar al rechazo casi unánime de la propuesta de cooperación con el movimiento feminista islámico y las organizaciones de mujeres islamistas? ¿Tienen que apartarse las mujeres de las organizaciones basadas en referencias al islam, y dejar ese ámbito a los hombres, que, entonces, tendrán el monopolio de hablar en nombre de los grupos islamistas? ¿Tienen las mujeres, en virtud de una pequeña diferencia biológica, que comportarse de manera distinta a los hombres?

Tales conclusiones están muy cerca de las raíces mentales de la discriminación: imponer actitudes o comportamientos a los seres humanos en base a una determinada característica concreta ha sido siempre el mecanismo de discriminación clave. Los derechos de la mujer son derechos humanos. Las relaciones culturales y de género constituyen el núcleo de la democracia. El derecho a ser distinto debe ser eso, un derecho, y no una obligación De manera parecida, no hace falta una gran visión para organizar el diálogo intercultural o interreligioso de modo que cree un espacio para la diversidad en nuestras mentalidades. Debemos abandonar las formas de diálogo «representativas». La paridad de grupos lingüísticos, religiosos o culturales es esencial para abordar y mejorar las relaciones culturales.

Pero hemos de evitar invitar a los cristianos a hablar «como cristianos», a los musulmanes «como musulmanes», a los europeos «como europeos» o a los árabes «como árabes». Si queremos crear un espacio para la diversidad en nuestras mentalidades, tenemos que dar a todos los participantes en los encuentros de diálogo intercultural o interreligioso la oportunidad de expresar sus múltiples, imbricadas y dinámicas identidades. Bajo ningún concepto deben sentirse reducidos a uno solo de los elementos de su identidad, que en ese caso se les impondría como una actitud o un comportamiento colectivo que habrían de seguir. Nuestra percepción de las diferencias no es sólo precientífica, sino también predemocrática. Las relaciones culturales y de género constituyen el núcleo de la democracia. El derecho a ser distinto debe ser eso, un derecho, y no una obligación. Actuar y pensar de manera distinta, y considerarse distinto, constituye un derecho humano básico. En el momento en que se impone entra en juego la lógica cotidiana del rechazo y la discriminación. El Informe anual sobre desarrollo humano publicado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas da, por razones obvias, puntuaciones elevadas, en el baremo de desarrollo humano, a los países que proporcionan un mayor nivel de igualdad de oportunidades a mujeres y hombres.

La definición de «calidad de vida» vigente en las Naciones Unidas alude a la «libertad de tomar decisiones». Dicha libertad es vital para todos los seres humanos, cualquiera que sea la orientación que hayan adoptado a la hora de tratar con su herencia cultural, religiosa o de otra índole. Un mejor entendimiento entre hombres y mujeres representa un buen primer paso para el entendimiento intercultural. La apreciación de la diversidad cultural es un buen primer paso para proporcionar igualdad de oportunidades a hombres y mujeres. Hay toda una serie de buenas razones para respaldar la propuesta realizada por el Parlamento Europeo de crear el mayor número posible de sinergias entre el Año Europeo de la Igualdad de Oportunidades (2007) y el Año Europeo del Diálogo entre Culturas (2008), así como de implicar plenamente en ello a todos los miembros del Partenariado Euromediterráneo.