Una pregunta para una reflexión. Echamos la vista atrás y no nos sentimos satisfechos con lo conseguido. 20 años son suficientes para hacer una serie de constataciones, suficientes para ver que en nuestra sociedad no hay nuevos retos y nuevas necesidades: son exactamente los mismos que antes. Pero al errar, no en el diagnóstico sino en las políticas de aplicación, la sensación actual es que con la pérdida de oportunidades para hacerlo bien, la sociedad se ha resentido y ha dado marcha atrás. Las buenas intenciones (¿las hubo realmente?) reivindicaban igualdad, desarrollo, colaboración e intercambio. ¿Fue una broma? ¿Fue una maniobra de distracción? Evidentemente sí, sin ninguna duda. Ha habido mucha palabra y poca acción. Y en este contexto de desencanto y un cierto hartazgo, ¿qué cuota de protagonismo vamos a darle en el futuro a la creación? No soy optimista, pero sí que creo firmemente en el poder del arte.
¿Qué arte frente a qué sociedad?
En estos últimos 20 años hemos asistido a virajes significativos en la forma en que la sociedad encaraba y se posicionaba (o más bien dejaba de encarar y posicionarse) frente a diversas situaciones derivadas de la movilidad de personas y colectivos, de fluctuación individual y grupal forzada por las realidades económicas que, lejos de seguir un patrón lineal, rompían los esquemas previstos y nos situaban en panoramas totalmente inesperados. La migración desesperada ha sido uno de los factores determinantes para nuestro entorno en los últimos lustros, y las lecturas que se han hecho de ella desde el ámbito del arte podían haber contribuido a paliar las problemáticas, contradicciones y titubeos que iban apareciendo en la actuación política; pero no lo han hecho, básicamente porque no se han tenido en cuenta.
No deberíamos menospreciar la fuerza de la creación plástica. El arte contemporáneo nos ha dado (y lo sigue haciendo) muchas pruebas de esa voluntad dinamizadora de conciencias como agente de transformación y desarrollo. Comentábamos en números anteriores de la revista[1] que el arte contemporáneo se ha erigido no sólo en espejo sino también en vía alternativa (heterodoxa, iconoclasta, sin reglas formales ni límites teóricos) para el análisis de los distintos factores que entran en juego en la realidad cotidiana de individuos y comunidades, «invadiendo» sin complejos espacios disciplinares como la sociología, la política y la economía, abandonando el esteticismo y reivindicando de nuevo la responsabilidad social del arte. La voluntad era diáfana, pero había un peligro más que evidente: que el activismo artístico acabara convirtiéndose en pura mercancía[2].
El arte, de nuevo combativo
El mundo del arte, y especialmente el de los artistas, es uno de los colectivos que puede detectar y hacer visible con mayor claridad los problemas a los que se enfrenta la sociedad, abordándolos de cara, midiendo sus temperaturas… Del mismo modo que se ha hecho eco de las problemáticas que se asocian a ella tanto individual como colectivamente, la creación artística se ha autoerigido en representante privilegiado y combativo que visibiliza para el resto de la sociedad (que hasta hace poco, justo antes de la irrupción de los movimientos indignados en el sur de Europa, era una sociedad demasiado adormecida, demasiado acomodaticia, demasiado observante) todos esos movimientos de ubicación y desubicación constantes cuya gestión causaba inacabables quebraderos de cabeza a las autoridades locales. El arte no ha asistido pasivamente a esos torbellinos sociales entrecruzados a que nos hemos visto abocados y en los que nos hemos visto sumergidos, sino que se ha colocado a la vanguardia de movimientos de reivindicación y protesta, ha realizado una reflexión en mayúsculas, cual abanderado desinhibido, señalando caminos que los propios agentes sociales concernidos no osaban o no sabían (y siguen sin saber o, cuando menos, sin querer) encarar. En este contexto también la figura del curador de arte se hacía cómplice de esa dialéctica; como dijo Hou Hanru, comisario de la 10ª Bienal de Lyon, en 2009: «Ser curador no es solo inventar la mejor exposición del mundo […]; una exposición no es un fin, es el principio de un largo proceso para proponer ideas para el futuro, para la sociedad».
Mirando en perspectiva, consciente de la desestructuración social que nos amenazaba, el papel que ha jugado el arte a la vanguardia de la lectura de los acontecimientos ha sido notoria. Se ha hecho casi ostentosamente presente en las más importantes citas internacionales (bienales, principalmente), abofeteando en plena cara a quienes tenían el poder y la obligación de tomar partido y actuar en consecuencia. Un toque de atención, a veces brutal, que (¡Oh! ¿sorpresa?) ha sido hábil y rápidamente fagocitado, banalizado y esnobizado por los entornos del poder hasta casi extraerle todo su potencial de denuncia. Al arte no se le permite ser social. Sólo se le toleran ciertos grados de protesta: los justos para convertirse en espectáculo, para cumplir como grafitti que ha pagado el peaje (más o menos caro, según los países) de la sumisión.
Una educada protesta
Siguiendo con el acuciante problema de la movilidad social en el que estamos (y continuamos) sumergidos, decíamos hace un par de años[3]: «Decidir cómo se gestiona la visibilidad de la emigración y cómo la cultura canaliza esa visibilidad son temas que están, o deberían estar, en las agendas de quienes gestionan la vida ciudadana. Porque si la cultura es un elemento clave para alcanzar la cohesión social, las políticas que contemplan el desarrollo cultural deberían ser prioritarias. […] El papel del Estado y las instituciones locales es fundamental en el proceso de construcción de las diferentes identidades colectivas urbanas que entran en diálogo, puesto que mediante las leyes y las disposiciones normativas, éstos crean el marco de referencia de la diversidad, suavizando el impacto negativo de ciertos estereotipos, actitudes y situaciones». Otras voces, como la de Salah Jamal[4], hacían también sus recomendaciones lapidarias: «Más soluciones políticas y económicas y menos teorías de interculturalidades y multiculturalidades», evidenciando así el cansancio intelectual que empezaba a provocar tanta palabra inútil.
Mediterráneo: cartografiando sociedades y espacios. Libertad y represión
Si nos posicionamos geográficamente, no podemos hablar del Mediterráneo como un todo, debemos hablar más bien de mediterráneos. La pluralidad es demasiado diversa y distante mentalmente. La forma en que se organiza la sociedad y, por consiguiente, la creación y la forma en que se organiza la contestación ciudadana frente a injusticias o retos sociales deben hacer frente a distintas formas de represión más o menos velada, hasta el punto de que la mayoría de las veces no nos percatamos de ella o no la consideramos lo suficientemente perniciosa como para tener que actuar. La represión de las ideas, ciertas ideas, se hace mediante la sugestión; la manipulación es sutil, incluso atractiva.
Durante muchos años hemos errado al hablar de período poscolonial, dejando vía libre a los desmanes de unas fuerzas colonizadoras que nunca dejaron de serlo, aferrándose a la presa (léase África, por ejemplo) a dolorosas dentelladas. En general somos todos culpables de no habernos opuesto a estos desmanes con más ahínco para evitar la opacidad de esas «fuerzas invisibles que practican la política del saqueo y que originan, en consecuencia, más pobreza y dependencia que independencia»[5].
Distancia mental, pero no tan distintos
La crisis en la Europa desarrollada nos ha mostrado que las reivindicaciones de sus habitantes no están tan alejadas de aquellas de los de los países a los que hasta hace poco se miraba, disimuladamente, por encima del hombro.
El arte, esa creación tolerada o considerada inútil, ha sido quien ha llevado este último decenio de forma notoria las riendas de la conciencia de nuestra ya no tan autocomplacida sociedad (si nos referimos a Europa) o de esas sociedades que han intentado liberaciones (si nos referimos al norte de África) o incluso de esas cuyos artistas son pioneros de conciencias y de revoluciones soterradas (llevadas discretamente en medio de sociedades pasmadas o aparentemente petrificadas), como en muchos países del área subsahariana.
Estos acontecimientos políticos, revueltas sociales o reivindicaciones de colectivos desfavorecidos son realidades que han sido tomadas como inspiración para la creación plástica, evidentemente empujada por la ineptitud de las actuaciones políticas, hasta el punto de convertir al arte en uno más de los agentes de dinamización y renovación social… lamentablemente minimizado y reducido en un 90% a su mero componente estético.
Y las palabras dichas…
Muchos de los artículos que ha publicado la revista Quaderns de la Mediterrània a lo largo de los últimos años podrían escribirse hoy y serían plenamente vigentes. ¡Cuántas palabras perdidas, cuántas reflexiones fosilizadas! Dijo Tahar ben Jelloun en uno de estos artículos[6]: «A pesar de encontrarnos en la era de los medios de comunicación de masas, la imagen proyectada del otro no contribuye en absoluto al acercamiento». Si esto es así (y es así) ¿qué camino nos queda?, ¿Dónde está ese diálogo y esa interculturalidad de la que se hablaba en el número editado con motivo del 700 aniversario de la estancia de Ramon Llull en Bugia (1307)? ¿Dónde queda su pretendida razón? Reconozcamos el fracaso de los planteamientos y pongámosle remedio de una vez.
Hemos llenado los medios de grandes titulares a propósito del diálogo intercultural entre los países mediterráneos, entre Oriente y Occidente, entre el norte y el sur, pero aquí (escribo desde Barcelona), en ese maravilloso microcosmos que es la península Ibérica, se nos olvida completamente la noción de diálogo intercultural. ¿Cuál es la razón por la que no se promueve un Erasmus peninsular? Sencillo: no interesa (respondan ustedes a quién), amén de que, por el contrario, se promueve el atávico recelo frente al vecino. No hay razón pacífica que lo justifique, del mismo modo que no hay razón pacífica que justifique la exacerbación beligerante de los ánimos. Pero esto es fácil de solucionar: solo hay que quererlo. Basta con perder el miedo a enfrentarnos a la democracia, a la justicia justa y a la igualdad (que no uniformidad) equitativa. Si hablamos de lenguaje político, hacer hincapié en lo que nos une (usado como mantra reduccionista) no significa tener que obviar u olvidar las particularidades de las minorías y respetarlas, y mucho menos menospreciarlas desde una supuesta y falsa superioridad cultural. Queda, nuevamente, dicho.
Arte y educación
El arte y la cultura son nuestra mejor baza, de eso no hay duda, en favor de la paz y el progreso. Los retos más acuciantes se focalizan en la educación y en la cultura a nivel de calle, a nivel de epidermis, a nivel divulgativo… Y mientras tanto, el arte intenta, cual David, paliar ese despropósito del que hablábamos, pero son demasiados los flancos que le son vetados, demasiadas las restricciones que le son impuestas. El arte, al igual que la cultura humanística, es una tabla de salvación para la sociedad, pero parece que precisamente por eso se le ponen todas las trabas posibles justificándolas con todo lujo de razones mercantilistas. La conclusión a la que se nos quiere hacer llegar es que el pensamiento no es productivo. Lo cual, por otra parte, es rotundamente falso. Hagamos la pregunta en negativo: ¿de verdad no se quiere una sociedad pacífica? Sobre eso deberíamos reflexionar.
Los retos de hoy pasan por reconocer no solo en teoría, sino sobre todo en la práctica, el papel determinante que juega la creación y, por consiguiente, el arte en el desarrollo de una sociedad mentalmente sana, equilibrada, creativa, libre para encontrar nuevas soluciones y nuevas prácticas, y con coraje para aplicarlas.
Incentivar la generación reiterativa de nuevos discursos, propiciar encuentros y más encuentros no parece ser solución de nada. Las recomendaciones están hechas. Las vías de actuación están marcadas. Sólo queda querer seguirlas.
Notas
[1] Mª Elena Morató, «Arte y crítica: otras realidades, otros objetivos. Nuevos espacios para la reflexión social», Quaderns de la Mediterrània 15, 2011.
[2] Tonia Raquejo, «Una reflexión sobre arte y resistencia hoy», Revista Acto, Universidad de La Laguna, 2002.
[3] Mª Elena Morató, «La interculturalidad: una apuesta social de futuro. Gestión de identidades y cohesión comunitaria» Quaderns de la Mediterrània 17, 2012.
[4] Salah Jamal, «Más soluciones políticas y económicas…», Quaderns de la Mediterrània 10, 2008.
[5] Salah Jamal, ibid.
[6] Tahar Ben Jelloun, «Oriente y Occidente, el eterno malentendido» Quaderns de la Mediterrània 14, 2010.