«Y concibió y dio a luz» —así es como las mujeres engendraban y parían milagrosamente en los antiguos tiempos de la Biblia: Eva, la Madre de toda Vida, nuestras cuatro matriarcas, las esposas de los profetas y los jueces, las mujeres y concubinas de los reyes. El escriba bíblico se salta a la ligera los nueve meses de gestación, omite descripciones de copulaciones, vómitos matinales, tobillos hinchados, cambios de humor, barriga redondeada, la presión de una vejiga floja, la ansiedad, los miedos y la muerte del deseo en el marido. Fiel a su método, ahorra incluso a sus lectores las descripciones del parto, las contracciones, la sangre, el gran desgarro y el berrido de la criatura. El resultado es lo que cuenta: «Y concibió y dio a luz». «Si una mujer hubiera escrito nuestro Libro de los Libros —le dije a Nechama en la sala de espera del ginecólogo—, estoy segura de que habría encontrado más palabras para explicar eso de «y concibió y dio a luz». Joabi fue concebido el 13 de enero.
Aquel día, Nachum vino a casa con un permiso de un solo día, en un largo período de servicio de reserva en el ejército. Empecé a desvestirle a la misma entrada de la casa, pavimentando el vestíbulo con su uniforme y mi ropa. Desnudo y riéndose, entró a saltos tras de mí en la habitación, con los pantalones y los calzoncillos cayéndole por encima de sus gruesas botas de soldado y enredándose en sus tobillos, como si fueran unas riendas de tela que le impidieran el movimiento. Lo empujé sobre la cama y se tambaleó, cayéndose encima con pesadez, y dándose un golpe contra la cabecera del lecho.
Permaneció boca arriba, con sus angulosas piernas sobresaliendo del colchón y su miembro erecto y robusto. Torpemente, empecé a trajinar sus cordones, desatándolos con impaciencia, le quité las botas polvorientas, y tiré de sus grises calcetines de lana, que se habían endurecido aún más por el sudor y la suciedad. Conseguí sacarle los pantalones por los tobillos y, en calzoncillos, forcejeaba conmigo como si suplicara por su vida. No se había duchado en una semana y seguramente apestaba, pero lo iba manejando a mi voluntad. Desnuda, me senté encima de él y sus dedos se clavaron con fiereza en mis nalgas hasta que grité y aflojó sus garras, pero yo ya lo sentía disolverse en mi interior, dejando un charco que humedeció mi vello púbico. Me desplazó hacia un lado con rapidez, disculpándose: «Tenía tantas ganas de tenerte que todo ha ido demasiado deprisa».
Acto seguido, se fue a la ducha y se pasó un buen rato desprendiéndose de mi olor y el suyo, pero cuando regresó a mí a por más, bañado y perfumado, y con el miembro erecto, recordé alarmada que había olvidado insertarme el diafragma, y salí disparada hacia la ducha para tratar de deshacerme de su semen con un fuerte chorro de agua. Y di a luz. Llevaba dos días yaciendo en la sala de partos, con sustancias penetrando en mis venas gota a gota para provocar el parto. Estudiantes, médicos, enfermeras y todo el mundo que iba y venía forzaban sus puños en mis entrañas y, con las manos envueltas en guantes, me violaban una y otra vez. Notaba cabezas pegadas auscultando mi vientre mientras contaban mis dilataciones con los dedos. Quería huir, levantarme de aquella cama estrecha y abandonarlo todo y arrastrarme hasta una cueva donde, protegida por un manto de oscuridad y silencio, pudiese dar a luz a mi niño. Pero en lugar de eso, unos grilletes fríos me sujetaban los tobillos, la aguja del suero me perforaba la piel e iba vertiendo un veneno en mi cuerpo, mientras unas correas dispuestas alrededor de mi vientre conectaban con un monitor, que emitía un sonido de caballos al galope.
Exhausta y humillada, doliente y desamparada, me sentí como una mujer acosada. Y, después, ya vino la loca carrera hacia la sala de operaciones, el afeitado veloz, la epidural, mis pies y manos atados, la pantalla interponiéndose entre mí y mi vientre. Les oía hablar. Escuché las instrucciones del cirujano y las Cuatro Estaciones de Vivaldi sonando de fondo, y cuando llegó la «Primavera», me rajaron el estómago de arriba abajo, dejaron mi útero al descubierto, lo abrieron y sacaron a la criatura. Yo permanecía sobre las sábanas cubiertas de sangre, atontada por la medicación, escuchando al otro lado de la pantalla los gritos del niño que había declinado salir de donde estaba. Antes de que tuviera la oportunidad de recuperarme de la brusca transición entre el dolor y la alegría que se esperaba de mí, me mostraron el pequeño bulto responsable de mi sufrimiento, aún embadurnado con mi sangre y la placenta. La mirada de un extraño cayó sobre mí, unos ojos grises de acero me inspeccionaban, y unas diminutas manos rojas y arrugadas se agitaban en todas direcciones. Empecé a gritar descontroladamente, de una forma que Nachum siempre insiste en recordarme, y que me atormenta todos y cada uno de los días en que me encuentro frente al dulce rostro de Joabi por la mañana: «¡Lleváoslo, no lo quiero, no lo quiero!». Todos los presentes decían: «Felicidades mamá, tienes un niño», y yo lloraba porque pensaba que el destino de mi niño estaba sentenciado, y que moriría en un ataque terrorista o en la guerra.
Y entonces, en medio de todo aquel alboroto en torno a mí, Nachum, a quien había olvidado por completo, se inclinó de repente sobre mí y susurró: «Otro soldado para el estado de Israel». Quise saltar de la cama a pesar de todos los tubos y los cables que me sujetaban, y con la incisión aún sin coser, clavar las uñas en la cara del padre de mi hijo y decirle que lo odiaba, pero no hallé las fuerzas para hacerlo. A la mañana siguiente, apareció Nachum nuevamente con un gran ramo de marchitas rosas amarillas, de apariencia patética, se inclinó sobre la cuna transparente que estaba a mi lado e inspeccionó al niño que yacía con el aspecto de una momia egipcia, tan sólo su roja carita sobresaliendo entre las vendas. Los pétalos caían por el suelo y sobre la cuna. A través de los laterales transparentes, sobresalía la mirada de unos ojos tristes y pensativos, como los de un viejo. En aquellos momentos pensé que el mecanismo sensorial de los recién nacidos está más desarrollado que el nuestro.
Incluso este niño, que había nacido por error, se sabía no deseado, sabía que nunca sería amado y probablemente percibía también mis miedos, pues estaba condenado a morir en un ataque terrorista. Nachum me arrebató de mis pensamientos y me preguntó cómo debíamos llamarle, y yo le contesté que las flores que había traído habían conocido días mejores. Salió prácticamente corriendo de la habitación y creí que ya no volvería, pero al momento apareció por la puerta con una gran botella de Coca-Cola de plástico con la parte superior cortada, la llenó de agua, introdujo el patético ramo de flores dentro, lo puso en la mesita junto a mí y dijo que no había dormido en toda la noche, barruntando qué nombre le íbamos a dar al niño, y, de repente, espetó: «Joab». Joab, Joabi, Jo-Jo, el nombre me daba vueltas por la cabeza y no me acordaba de Joab, el capitán de las huestes de David, tan sólo recordé a un tal Joab, un tío bueno del Instituto que iba un año más adelantado que yo y que nunca llegó a reparar en mí.
Asentí con la cabeza débilmente para mostrar mi acuerdo. Pasó un año entero antes de que consiguiera complacerme con su dulce olor, sonreírle y asombrarme de su sensibilidad. Un día le pregunté a mi amiga Nechama si él se acordaría de esos terribles días en que lo rechacé y de mis miedos, y si me odiaría y trataría de vengarse por ello al hacerse mayor. «Los niños tienen una gran habilidad para combinar el bien y el mal que han experimentado a lo largo de su corta existencia, y están bendecidos con una capacidad natural para rectificar las malas experiencias», dijo, tratando de calmarme. Pero yo no me calmé. Hasta el día de hoy. Porque yo, además, habría preferido una niña. Ocho días después, con el cuerpo molido y exhausta aguantaba el tipo durante la ceremonia de circuncisión, sosteniéndome en Nechama, y antes de desviar la vista ante lo que estaba ocurriendo, vi a Luisa situada muy cerca del mohel,2 con su cabeza casi rozando el cuerpo expuesto del niño. Sabía que no se perdería ningún paso de todo el proceso. Al tiempo que los sollozos de la atormentada criatura inundaban el aire, el mohel anunció el nombre: «Joab, Joab, Joab», todo el mundo murmuraba como un eco, y el mohel proclamó ceremoniosamente: «Este pequeño será grande, como Joab, el capitán de las huestes de David».
Sus palabras me devolvieron la memoria. Quizá Nachum tenía razón, pensé, cuando dijo que tras el nacimiento yo había sido afectada por una especie de locura temporal. Era la única explicación que encontré al hecho de haber accedido a poner ese nombre al niño. La primera noche, tras la circuncisión, mientras el niño gritaba de dolor en su cuna, leí el Segundo Libro de Samuel y los primeros capítulos del Primer Libro de los Reyes. La imagen de Joab, el guerrero sediento de sangre que había traicionado hasta tres veces la confianza del Rey David, apareció ante mí con una claridad alarmante, mientras que la maldición de David retumbaba en mis oídos de forma severa y contundente: «Que nunca falten en la familia de Joab quienes padezcan de blenorragia, ni leprosos, ni quienes necesiten ayudarse de muletas, ni quienes caigan muertos a espada, ni quienes padezcan hambre». Y la ira de David no se apaciguó hasta que ordenó a su hijo Salomón: «Ya sabrás lo que hay que hacer para llevar sus cabellos blancos a la región de los muertos» y que la sangre por aquél derramada recayera «sobre la cabeza de Joab y sobre la de sus descendientes para siempre».
Le dije a Nachum que era impensable que mi hijo llevara el nombre de un asesino bíblico, y que debíamos cambiarle el nombre. «De los dos, la especialista en la Biblia ¿no eres tú? Debiste pensarlo antes»; me percaté del tono de desprecio en su voz y contesté lo que él quería escuchar: «Tuve un parto muy difícil. Estaba desequilibrada». Pero él replicó que ya era tarde, que era imposible cambiarle el nombre, y que si el propio Joab deseaba hacerlo, podría proceder así al cumplir los dieciocho. Después, añadió que esperaba que su hijo no siguiera mis tendencias izquierdistas, y me advirtió que no lo llevara a las manifestaciones del movimiento Paz Ahora y, especialmente, a las de «esas lesbianas lunáticas, tus Mujeres de Negro», me espetó con rencor.
Durante mis años de universidad creía que los dos pueblos, el de ellos y el nuestro, podríamos reprimir los duros recuerdos del pasado, olvidar las bajas respectivas, el odio, la destrucción y el ansia de venganza. Olvidar, pensaba, era una condición fundamental para solucionar el conflicto arabo-israelí ya que, si no éramos capaces de olvidar, las semillas del mal se transmitirían de padres a hijos y de madres a hijas de generación en generación. En mi primer año ya había salido en manifestación llevando la bandera roja y negra en una manifestación de Paz Ahora, frente a la oficina del primer ministro. Un sólido cordón policial nos protegía de la multitud que nos insultaba y trataba de romperlo con intención de desatar su venganza sobre nosotros. Más adelante, cuando conocí a Nechama, la acompañé a un encuentro de la Hijas de la Paz, cuyos eslóganes eran feminismo, paz, coexistencia e incorporación de la mujer palestina al discurso, pues sólo las mujeres podían poner punto final al sacrificio de sus hijos a Moloch.
Todo me indicaba que estábamos en el camino correcto para resolver el conflicto. Entre nuestro público, jóvenes palestinas se sentaban en un grupo aparte, bien vestidas, educadas y orgullosas. Como si estuviera viviendo una fantasía, sólo veía el aura que desprendían, pero no profundizaba más allá de eso, no me molestaba en descifrar sus expresiones faciales ni en interiorizar las entonaciones sutiles de su voz, ni en descodificar su lenguaje corporal. Experimentábamos una euforia de anticipación a la paz y no las escuchábamos cuando nos hablaban de que su situación en los Territorios Ocupados no era buena, de la inexistencia de horizontes políticos y de que, en realidad, no había paz. Tampoco las comprendíamos cuando explicaban que les era casi imposible hablar de la penuria, el dolor, la desesperación y la injusticia en que estaban sumidas.
En cada reunión, ellas se alzaban y atacaban a Israel y los asentamientos, y nosotras, a nuestra vez, nos alzábamos y atacábamos a Israel y los asentamientos, y después me marchaba a casa con la sensación de que ese día había roto una lanza en favor de la verdad, y me metía en la cama sintiendo que teníamos un socio para la paz. Más adelante, cuando estalló la Intifada de Al-Aksa, y nuestro grupo se disgregó en un suspiro, recordé cómo las mujeres judías habíamos conversado con ellas, suavemente, en tono de disculpa, tratando de aplacar su ánimo y de salvar a la vez nuestras conciencias, mientras ellas nos miraban con gran firmeza. Y recordé también cómo intenté en vano establecer un lenguaje íntimo con ellas, un lenguaje de mujeres, mientras les hablaba de mi embarazo y de mi deseo de tener una niña. «Si tengo un niño —les decía yo—, nunca le dejaré que luche con vuestros hijos». Pero ellas me devolvían una mirada fija, de desconfianza, como si me señalaran, como si nos señalaran a todas nosotras.
Sólo una vez, en aquel maldito viernes, cuando estaba encinta de cuatro meses, accedí a las presiones de Nechama para acompañarla y me uní a un grupo de unas diez mujeres ataviadas con lúgubres vestidos de luto. Estábamos de pie en la plaza de París, frente al Hotel Kings, tras la fuente que, después de secarse, se había convertido en un parterre. Vestida de negro, con decisión y en silencio, y portando una enseña con un cartón negro recortado en forma de mano con el lema «Stop a la Ocupación», pensaba en mi padre y en su mapa, mientras trataba de mantenerme al margen de todos los insultos y maldiciones que lanzaban contra nuestro grupo: «Lesbianas y enemigas de Israel. Prostitutas de los árabes», como si el propio hecho de estar allí en pie alentara a los hombres a soltar todo aquello que tuvieran en contra de las mujeres. Entre tanto, nosotras, orgullosas y en silencio, aguantábamos allí, sosteniendo valientemente la mirada de nuestros abusadores. Mis ojos seguían a una joven que se mantenía a corta distancia de nuestro grupo, su rostro se asemejaba a una estatua esculpida en mármol blanco, ojos azules, ligeramente achinados, con el cabello rubio, muy corto.
Me agradaba su cara y la forma en que vestía —un abrigo largo rojo en suave lana que abrazaba su delgada figura atractivamente. Yo había visto un abrigo idéntico en el escaparate de la Boutique Summit, pero no me había atrevido a entrar en la tienda debido al precio. La mujer se mantuvo a un lado, a corta distancia, observándonos con vivo interés pero no se unió a los injuriantes. Estaba segura de que se identificaba con nosotras y que esperaba que la invitáramos a unirse al grupo. Le sonreí y ella respondió con una tímida sonrisa. Parecía comprenderme sin necesidad de palabras: se acercó, y como un testigo en una rueda de identificación policial, pasó frente a nosotras, inspeccionándonos, con una mirada fija y penetrante. Cuando la tuve cerca, vi unos ojos muy pintados, unas arrugas de amargura que surcaban su rostro desde la comisura de la nariz hasta la barbilla, y una boca ligeramente entreabierta, como si tratase de gritar sin conseguirlo. Se mantuvo frente a mí un buen rato, y se quedó mirándome a los ojos con descaro.
Bajé la vista y pensé en iniciar una conversación con ella, pero se fue y continuó hacia Nechama, que estaba de pie, junto a mí, y prosiguió andando lentamente hasta el final de la fila de manifestantes. Después, fue retrocediendo despacio hasta que llegó de nuevo frente a mí, y sus ojos, como púas azules, me penetraban sin intención alguna de desviar la mirada hacia otro lado. Yo le sonreí apurada, pero esta vez no me devolvió la sonrisa. De repente, su rostro se desfiguró y empezó a revolver en su bolso apresuradamente, sacó una naranja y la lanzó contra mí. La sólida pieza me golpeó el estómago con dureza, y en medio de una pesadilla, vi su expresión, contorsionada por el odio, y un solo ojo parpadeando nerviosamente frente a mí. Se acercó aún más y alzando la mano, como si fuera a destrozarme con sus angulosos dedos, me susurró con voz ronca: «Tu hijo morirá en un ataque terrorista, igual que el mío». Me quedé horrorizada. No comprendía cómo pudo ver el bebé en mis entrañas, pues mi vientre aún se veía plano y estaba cubierto por un pesado abrigo. Tiré la enseña de cartón negro que portaba y salí corriendo, con Nechama pisándome los talones y pidiéndome que me detuviera.
Me alcanzó en la calle Ramban, junto a mi coche y me rodeó con sus brazos y yo me sumergí en aquel abrazo, sollozando: «Ha dicho que mi hijo moriría en un ataque terrorista, igual que el suyo». Nechama me tranquilizó: «Yo estaba junto a ti y no oí tal cosa. Te lo estás imaginando». Me dio rabia comprobar que no me creía y empecé a gritar en plena calle, mientras los transeúntes se quedaban mirándome con asombro: «¡Pero es exactamente lo que me dijo!». Nechama persistía: «Nu, y aunque te hubiera maldecido, ¿cómo puede una mujer ilustrada como tú creer en las maldiciones? Además, esa mujer no está bien de la cabeza». Entonces me contó que la mujer del abrigo rojo acudía casi cada viernes por la tarde en búsqueda de una víctima entre las manifestantes a la cual maldecir.
Sabía que mentía y le insistí: «Pero, ¿cómo sabía que estoy embarazada?, ¿y que voy a tener un niño?» Nechama se encogió de hombros y yo le dije que ya había tenido suficiente por ese día y cogí el coche en dirección a casa, horrorizada. A medida que subía las escaleras de mi edificio sentí, por primera vez, que el feto me daba patadas en el estómago. Desde entonces, la muerte se había instalado en nuestras vidas, a la espera, como una araña peluda que teje su red paciente y laboriosamente, cosiendo el rocío de la mañana en puntadas transparentes, en un collar de perlas, a la par que una omnipresente nube negra planeaba sobre mi cabeza, zumbando y murmurando a mi alrededor.
Los malos pensamientos me asaltaban cual carroñeras moscas verdes. «Piensa en positivo —me decía a mí misma—, sólo en positivo. Los pensamientos negativos tienen una forma de realimentarse». Después, por alguna razón, quise creer que el método más efectivo para prevenir lo peor era justamente reflexionar sobre ello. Nunca más volví a manifestarme en aquella plaza. Pero Nachum, a quien le gustaba revivir mis pecados, me recordaba mi falta constantemente, incluso cuando yo insistía en mantenerme lejos de aquella plaza, y no quería ni acercarme, ni siquiera cuando las Mujeres de Negro no estaban por allí.