¿Qué es el ecofeminismo?

Alicia H. Puleo

Filósofa

El modelo moderno de desarrollo capitalista, basado en la tecnología y la economía, impele de forma insaciable hacia la competitividad y la búsqueda del enriquecimiento sin mesura, lo cual deriva del antiguo deseo de poder patriarcal. Ello desemboca en un modelo que no solo castiga a diversos colectivos en la actualidad, como las mujeres, sino que además lo hace insostenible a largo plazo. La teoría ecofeminista crítica supone un contrapunto a este modelo capitalista y patriarcal. En ella se defiende que, a partir de la lógica feminista, elementos como el «principio de precaución» de la UE, la libertad de elección respecto a la maternidad, la soberanía alimentaria o la educación ambiental en la infancia sean los principios que guíen las acciones de la sociedad hacia un desarrollo sostenible.

Una manera sencilla de explicar qué es el ecofeminismo consiste en definirlo como un encuentro del feminismo y la ecología. Hoy, el ecofeminismo está en auge, sobre todo entre las más jóvenes. Va saliendo, así, de una larga época en que fue poco y mal conocido. Se pensaba que todas las formas del pensamiento ecofeminista identificaban a las mujeres con la naturaleza y que eran una forma de biologicismo.

La observación de la realidad nos muestra que hay lo que se ha dado en llamar «ecoguerreras», mujeres como Berta Cáceres, asesinada en 2016, que arriesgan sus vidas por defender el medio ambiente y otras que ignoran o detestan el ecologismo. Pero los términos «mujeres»y«ecología» no son sinónimos. Ser ecofeminista no implica afirmar que las mujeres estén de manera innata más ligadas a la naturaleza y a la vida que los hombres. Hay varones que se dedican a defender el medio ambiente y/o los animales y mujeres indiferentes u hostiles a estas nuevas formas de conciencia. Sin embargo, es cierto que, estadísticamente, a nivel internacional, las mujeres son mayoría en los movimientos ambientalistas y en la defensa de los animales. Desde una perspectiva constructivista de la subjetividad de género, podemos considerar que el interés que demuestran las mujeres por el cuidado de la naturaleza no es un mecanismo automático relacionado con el sexo. La realidad nos presenta gran  variedad de individuos, pero también tendencias vinculadas con la socialización en ciertas tareas y actitudes. Por lo común, históricamente, el colectivo femenino no ha tenido acceso a las armas y ha sido tradicionalmente responsable de las tareas del cuidado de la vida más frágil (niños/as, mayores y enfermos) y del mantenimiento de la infraestructura material doméstica (cocina, ropa, etc.), desarrollando, en términos estadísticos, una subjetividad «relacional», atenta a los demás y con mayor expresión de la afectividad. Cuando estas características se unen a una adecuada información y una mirada crítica hacia los discursos hegemónicos, se dan las condiciones para que se despierte su interés por la defensa de la naturaleza y de los demás seres vivos. 

Las condiciones ambientales y sociales del siglo xxi requieren que el  feminismo y el ecologismo desempeñen un papel fundamental. Por un lado, el colectivo de las mujeres ha alcanzado la autoconciencia y se ha propuesto superar las barreras que durante siglos se han levantado contra su plena inclusión en el ámbito del trabajo asalariado, la cultura y la política. Se podrá retrasar su llegada a las metas emancipatorias a través de diversas estrategias pero no se logrará impedirla a largo plazo. Por otro, se hace cada vez más evidente la insostenibilidad del modelo de desarrollo tecno-económico, ya que posee un carácter destructivo que compromete el futuro de la humanidad. 

Debido al cambio climático, las catástrofes mal llamadas «naturales» no afectan ya solamente a zonas geográficas tradicionalmente conocidas por sus fenómenos climáticos extremos, azotadas por huracanes, inundaciones o sequías. Ahora hay tormentas tropicales en Nueva York. Hoy, las cuatro estaciones de los climas templados se ven alteradas en todo el mundo. Países desarrollados y núcleos del poder económico y político mundial están experimentando también ‒esperemos que sirva para despertar conciencias‒ la cara perversa de su enriquecimiento insostenible. 

Estamos asistiendo a la crónica de una muerte anunciada: la de la naturaleza. Los medios de comunicación siguen maquillando la gravedad del deterioro ambiental, tratando de acompañar siempre la noticia de fenómenos climáticos inusuales con alguna referencia a algo similar ocurridos en un pasado remoto. Se dificulta, así, la percepción de que ya estamos ante un peligroso cambio climático global generado por un modelo tecno-económico irresponsable. No cabe duda de que vivimos lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck llamó, hace ya bastante tiempo, «la sociedad del riesgo». Contaminación, pesticidas, herbicidas, transgénicos, conservantes… la lista es muy larga. Hoy en día, solo los intereses económicos, la ignorancia o la adopción de una actitud tecno-entusiasta ciega pueden conducir a no ver las claras manifestaciones de la crisis ecológica. Para mucha gente, demasiada todavía, el ecologismo sigue siendo el convidado de piedra, un aguafiestas, un enemigo… Existe un deseo inconsciente y generalizado de no querer saber fomentado por el inmenso montaje escenográfico de la sociedad de consumo. Sin embargo, la realidad que llama cada vez más contundentemente a nuestras puertas demuestra ya que eran verdaderas las advertencias que el ecologismo viene dando desde hace décadas.

Como han señalado diversas conferencias mundiales de la ONU e informes de numerosas ONGs, las mujeres se cuentan entre las primeras víctimas del deterioro medioambiental pero también participan como  protagonistas de primer orden en la defensa de la Naturaleza.  El ecofeminismo es el pensamiento y la praxis que aborda esta cuestión en esta doble vertiente. 

En cuanto a la mutua impregnación entre feminismo y ecologismo, algunas experiencias de mujeres activistas de partidos y organizaciones ecologistas en diversos países muestran que en ellos subsisten, a menudo, como en el resto de la sociedad, fuertes inercias patriarcales. El ecologismo no siempre es feminista (Puleo, 2015). A su vez, por lo general, el feminismo no muestra gran sensibilidad ecologista. Feminismo y ecologismo son todavía, en gran medida, dos mundos que viven de espaldas. El ecofeminismo es la teoría y la praxis que ha apostado por su encuentro en el convencimiento de que el diálogo enriquecerá a ambos.

¿Qué ecofeminismo?

Tras años de lectura y reflexión sobre teoría feminista y ecológica, he perfilado una propuesta a la que he llamado ecofeminismo crítico (Puleo, 2011). Se trata del resultado de mi búsqueda de una teoría ecofeminista que sea capaz de eludir los peligros que encierra para las mujeres la renuncia al legado de la Modernidad. Es evidente que todos los ecofeminismos son «críticos» en la medida en que critican el sistema actual, pero he elegido este adjetivo como una referencia a la apuesta por el cumplimiento de las promesas de libertad, igualdad y solidaridad de la Ilustración y a su puesta en relación con los nuevos retos del milenio.

El proceso de desarrollo de la Modernidad presenta ambigüedades y múltiples caras y no todas ellas son deseables. Los principios y convicciones de libertad e igualdad han estado acompañados de nuevas formas de opresión y explotación. Sin embargo, puede decirse que la crítica al prejuicio y la idea de la igualdad de todos los hombres han sido decisivas para el surgimiento imparable numerosos movimientos emancipatorios y, como no podía dejar de ocurrir, para la emergencia de las reivindicaciones de las mujeres. Hoy podemos hablar de más de dos siglos de teoría y praxis feministas. En las cuatro últimas décadas, el neofeminismo ha manifestado una extraordinaria multiplicidad de intereses y de marcos teóricos y ha sabido responder a los retos de distintos debates emergentes con propuestas innovadoras y fecundos análisis que no habrían podido ser elaborados desde una perspectiva ciega a la desigualdad de género. Los enfoques  de clase, raza y diversidad sexual, las teorías sobre el sujeto, la ética y la filosofía política se han visto notablemente enriquecidos por un pensamiento que da la voz a las mujeres en un impulso emancipatorio inédito.

En su vertiente tecnocientífica, la racionalidad moderna nos ha aportado grandes cotas de bienestar pero, en la actualidad, descubrimos que ha traído también una destrucción nunca vista del tejido de la vida que nos sustenta, así como amenazas al ecosistema global insospechadas hasta hace poco tiempo (Riechmann, 2016). De ahí el desarrollo de la ética ambiental como gabinete de crisis ante lo que, en el ámbito del pensamiento, ha podido definirse como la muerte de la naturaleza, The Death of Nature, según el elocuente título del libro de Carolyn Merchant (1981). Asimismo, como racionalidad reducida del homo oeconomicus, ha instalado nuevas formas de explotación y desigualdad.  

En lo que se refiere a la tematización de los problemas medioambientales, el pensamiento feminista tiene ya una larga andadura. Hace ya más de tres décadas que ha aceptado el desafío de reflexionar sobre la crisis ecológica  desde sus claves propias. El resultado ha sido la aparición en escena del ecofeminismo: un intento de esbozar un nuevo horizonte utópico, abordando la cuestión medioambiental desde las categorías de patriarcado, androcentrismo, cuidado, sexismo y género. En sus pensadoras, he encontrado reflexiones originales y muy sugerentes sobre la civilización tecnológica que nos ha tocado vivir. Todas ellas aportan luz a distintos aspectos de lo que podemos llamar, en alusión a un clásico de la hermenéutica de la sospecha, el malestar en la cultura y en la naturaleza. Desde mis propias coordenadas vitales e intelectuales en diálogo y polémica con las suyas, he elaborado un planteamiento ecofeminista que evita apelar a las definiciones esencialistas de la diferencia sexual propias de las llamadas «clásicas». Tampoco es un ecofeminismo espiritualista, cristiano o neopagano para el que sea necesario el componente de la fe, algo que se posee o no, independientemente de la voluntad. Mi propuesta conserva el legado ilustrado de igualdad y autonomía al tiempo que reivindica el sentido fuerte de «eco», es decir, que no se limita a un simple ambientalismo feminista antropocéntrico en el que las relaciones con la naturaleza se ciñan a proponer una buena gestión de los «recursos». Se trata de pensar y pensarnos con otra mirada en la urgencia de los tiempos del cambio climático sin desandar el camino recorrido por el feminismo ni abandonar los fundamentos que nos han permitido avanzar en él.

El énfasis en la identidad de la mujer como madre conectada con la Tierra que encontramos en algunas formas de ecofeminismo puede significar un retroceso con respecto al principio feminista de la maternidad como opción libre y personal. Reivindicar la igualdad y la autonomía implica promover los derechos  sexuales y reproductivos. Frente a una difusa exaltación de la vida que esconde la tradicional negativa a dar autonomía sexual a las mujeres, el ecofeminismo crítico que propongo defiende la libre determinación sobre el propio cuerpo. Es importante recordar que el texto en el que por primera vez se utilizó el término ecofeminismo era un artículo de Françoise d’Eaubonne publicado en 1974 que sostenía que la sobrepoblación del planeta, tema que preocupaba a los ecologistas, era el resultado de la negación patriarcal del derecho a decidir de las mujeres sobre sus propios cuerpos. Esta idea se ha debilitado en los desarrollos ecofeministas posteriores. Teóricas como María Mies (1998) incluso rechazan todo recurso tecnológico por considerarlo elemento de dominación del patriarcado capitalista. Vuelven, así, a la imagen de la mujer definida por su rol de madre. Por otro lado, algunas formas del ecologismo están actualmente impulsando un discurso esencialista y antifeminista que reactivará probablemente el justificado temor de las mujeres al ecologismo. En nombre de una supuesta naturaleza femenina, llaman a las mujeres a abandonar los estudios y el trabajo asalariado y volver a consagrarse exclusivamente al cuidado de los hijos (The Ecologist para España y Latinoamérica nº 48). Esto es muy negativo tanto para las mujeres como para el ecologismo. Sostengo que, entre el hedonismo nihilista irresponsable y carente de objetivos solidarios y el retorno a la sacralización de los procesos biológicos, existe una alternativa: la consciencia ecológica que preserva su plena autonomía. El futuro del ecofeminismo pasa por un posicionamiento claro a favor del acceso de las mujeres a la libre decisión en materia reproductiva. Las mujeres deben ser reconocidas como sujetos con poder de decisión en cuestiones demográficas,  es decir, sujetos de su propia vida que eligen si van o no a tener hijos y, en el caso de que los deseen, cuándo y cuántos dar a luz en el marco de una cultura ecológica de la igualdad. Esto requiere, en ocasiones, el concurso del conocimiento científico y de la tecnología.

No es mi pretensión proponer una vuelta a un pasado natural idealizado, tampoco plantear una confianza ciega en la ciencia y la tecnología. El ecofeminismo  crítico no es ni tecnofóbico ni tecnólatra. Exigirá el cumplimiento efectivo del principio de precaución asumido por la Unión Europea en el año 2002 y actualmente amenazado por la firma de tratados internacionales de libre comercio como el CETA. Según el principio de precaución, cuando haya incertidumbre científica con respecto al riesgo de un daño irreversible que pueda entrañar para el medio ambiente o la salud una nueva actividad o producto, se impondrá la prudencia. Gracias al principio de precaución, no es necesario que se haya demostrado de manera concluyente su carácter nocivo para que se tomen medidas de control y prevención. La carga de la prueba recae en quien pretende introducir el nuevo producto o actividad, no en los eventuales afectados. Frente a las pretensiones de quienes priorizan las ganancias sobre los riesgos, el principio de precaución plantea la transparencia y la participación democrática en el debate.

Para un ecofeminismo de fundamentos materialistas, el problema de las modificaciones tecnocientíficas de la naturaleza no reside en la alteración de un orden sagrado, sino en lo rudimentario y tosco de la intervención humana actual sobre   adaptaciones  sistémicas  complejas con un pasado de millones de años. Frente al avance de lo que podemos llamar «tecnolatría», una creencia ciega en la técnica como solución mágica de todo, hemos de tener claro que la técnica no puede ser un nuevo ídolo ante el cual postrarse renunciando al pensamiento crítico. Los «daños colaterales» y la posible irreversibilidad de los cambios introducidos hacen que debamos examinar las innovaciones a la luz de los Derechos Humanos ‒particularmente el derecho a la salud en un medio ambiente sano‒, de la biodiversidad, del sufrimiento de los demás seres vivos y de la herencia que dejamos a las generaciones futuras. Una de las razones por las que la ecología se convierte en una cuestión feminista es el hecho de que la contaminación tiene particular incidencia en la salud de las mujeres y en la salud reproductiva. Entre sus efectos, se cuentan la incidencia creciente de la Sensibilidad Química Múltiple (SQM, diagnosticada errónea y rutinariamente como alergia), la fatiga crónica, la fibromialgia y el incremento del cáncer de mama (Valls-Llobet, 2015).

 Hemos de llegar a la autoconciencia de pertenecer al tejido de la vida múltiple y multiforme del planeta en que vivimos. Tenemos que comprender que su destrucción es, a medio o largo plazo, la nuestra. La tecnología que crea problemas en vez de solucionarlos, que pretende adueñarse de la naturaleza para convertirla en esclava y mero objeto de compra y venta, es hybris, es desmesura irracional, el peor de los defectos para los pensadores de la Antigüedad clásica.

Ninguna cultura conocida es perfecta, pero todas pueden mejorar con el aprendizaje intercultural. Debemos aprender de la interculturalidad que ofrece el amplio espacio latinoamericano. Frente a un multiculturalismo extremo que beatifica cualquier práctica con tal de que esté fundada en la tradición, el aprendizaje intercultural nos permite comparar, criticar y criticarnos. Hemos de aprender de culturas sostenibles como oportuno correctivo a nuestra civilización suicida, pero sin caer en una admiración beata. También debemos ser capaces de reconocer en lo propio algo que ofrecer a los demás. Se trata de construir en conjunto una cultura ecológica de la igualdad, no de venerar toda costumbre solo por ser parte de la tradición cultural, la nuestra o la ajena. Todas las culturas han sido y son injustas con las mujeres y los animales no humanos. Los criterios mínimos de comparación que propongo para presidir la ayuda mutua intercultural del ecofeminismo crítico son la sostenibilidad, los derechos humanos, con especial atención a los de las mujeres por ser los más ignorados transculturalmente, y el trato dado a los animales.

Frente a la globalización neoliberal, el ecofeminismo crítico reivindica ecojusticia y sonoridad.Es necesario tener muy claro que si el feminismo quiere mantener su vocación internacionalista, deberá pensar también en términos ecologistas, ya que las mujeres pobres del llamado «Sur» son las primeras víctimas de la destrucción del medio natural llevada a cabo para producir objetos suntuarios que se venden en el Primer Mundo. El nivel de vida de los países ricos no es exportable a todo el planeta. Los recursos naturales  son consumidos sin atender a la posibilidad o imposibilidad de su renovación.  El expolio no tiene límites en aquellos países en los que la población carece de poder político y económico para hacer frente a la destrucción de su medio natural. Así, por ejemplo, los elegantes muebles de teca que proliferan hoy en las tiendas de decoración de los países del Norte son, por lo general, lo que queda de los bosques indonesios, sistemáticamente arrasados. Como bien ha mostrado Vandana Shiva (1995), las mujeres rurales de la India que viven en una economía de subsistencia han visto disminuir trágicamente su calidad de vida con la llegada de la explotación «racional» dirigida al mercado internacional. Si antes disponían de leña junto al pueblo, ahora deben caminar kilómetros para encontrarla. Esa es la modernización que les llega. Si en nombre de la justicia pensamos que toda la humanidad debe acceder a una vida digna, este modelo de desarrollo debe cambiar y hacerse sustentable. La soberanía alimentaria y la agroecología han mostrado ser excelentes compañeras de viaje del ecofeminismo en la construcción de este nuevo modelo que no solo atiende al equilibrio medioambiental, sino que empodera a las mujeres en su cotidianeidad.

Los problemas  ecológicos  y sociales de nuestro tiempo exigen el análisis y la denuncia de los intereses económicos implicados en la devastación medioambiental. Pero la crítica a las identidades de género también es necesaria si queremos una transformación ético política profunda que vaya más allá de una gestión racional de los recursos. Habrá que proceder al desvelamiento del androcentrismo que hace del varón (andros) la medida de todo valor. Androcentrismo es un concepto clave para la comprensión de la ideología del dominio. El sesgo androcéntrico de la cultura proviene de la bipolarización histórica extrema de los papeles sociales de mujeres y varones. En la organización patriarcal, la dureza y carencia de empatía del guerrero y del cazador se convirtieron en lo más valorado, mientras que las actitudes de afecto y compasión relacionadas con las tareas cotidianas del cuidado de la vida fueron asignadas exclusivamente a las mujeres y fuertemente devaluadas. En el mundo moderno capitalista, bajo la búsqueda insaciable de dinero y el omnipresente discurso de la competitividad, late el antiguo deseo de poder patriarcal. De ahí que una mirada crítica a los estereotipos de género sea también necesaria para alcanzar una cultura de la sostenibilidad. No se trata de caer en esencialismos ni en un discurso del elogio que haga de las mujeres las abnegadas salvadoras del ecosistema, sino de reconocer como sumamente valiosas las capacidades y actitudes de la empatía y el cuidado atento, enseñarlas desde la infancia también a los varones y aplicarlas más allá de nuestra especie, a los animales ‒esclavizados y exterminados a una escala sin precedentes‒ y a la Tierra en su conjunto (Velasco Sesma, 2017). La crítica al modelo neoliberal de desarrollo basado en la competitividad del mercado que explota y oprime ha de tener también una perspectiva de género.

Es hora de exigir, enseñar y compartir actitudes, roles y virtudes, porque elogiar las virtudes del cuidado sin acompañar este elogio de una mirada crítica que denuncie las relaciones de poder termina desembocando en un discurso edulcorado e inane. La universalización de una ética del cuidado ecológica y postgenérica es una tarea pendiente en la vida cotidiana. Gran parte de la emancipación femenina se ha apoyado en la industrialización, por ejemplo, en los artículos envasados o de «usar y tirar», nefastos para el medioambiente. Si no hemos planteado la igualdad en el cuidado, ¿cómo organizaremos la infraestructura cotidiana sostenible sin sacrificar los todavía inciertos márgenes de libertad de las mujeres? Esta universalización de la ética del cuidado ecológica y posgenérica es una tarea pendiente en el conjunto de la educación. En cuanto a la educación ambiental predominante, podemos decir que sigue sin visibilizar suficientemente a las mujeres y sin facilitar una conciencia crítica de los roles de género. Tampoco favorece demasiado el surgimiento de los sentimientos empáticos con respecto al mundo natural. En este punto opera el dualismo razón/emoción que tiene una larga historia patriarcal. Puede decirse que, salvo contadas excepciones, los desarrollos de la educación ambiental no superan un examen crítico ecofeminista. Necesitamos una reconceptualización del ser humano que integre razón y emoción, un sentido moral ampliado y una ética de la responsabilidad acorde con el nuevo poder tecnológico de la especie.

Ya no podemos apelar a guías providenciales. Ni la religión ni la filosofía nos proveen de coartadas teleológicas válidas para seguir destruyendo nuestro mundo. Hace tiempo que hemos descubierto nuestra insignificancia en la infinitud del cosmos. En el universo desencantado por la ciencia, la técnica y la filosofía, sólo una mirada empática hacia humanos y no humanos puede rescatarnos del nihilismo. Desde Darwin, la teoría de la evolución nos ha mostrado nuestro estrecho parentesco con los animales no humanos, ese Otro torturado y masacrado a pesar de ser capaz de gozar, amar y sufrir. El ecofeminismo puede ayudarnos a entender esta hermandad y actuar en consecuencia.

Concluiré, entonces, estas líneas, con una llamada a emprender nuestra tarea bajo el lema «Libertad, igualdad y sostenibilidad». Desde nuestro presente posmetafísico, en estos tiempos de crisis económica y ecológica, de surgimiento de fundamentalismos de diverso signo, de reacción y retroceso con respecto a conquistas sociales que han costado mucho a quienes nos han precedido, estos tres conceptos expresan el núcleo de la convicción de que otro mundo es posible y, para acercarnos a este horizonte, hemos de construir sin descanso una cultura ecológica de la igualdad.