Una mirada de Ulises a los Balcanes

Pere Alberó

Cineasta

A lo largo de su carrera cinematográfica, el director griego Theo Angelopoulos (1935-2012) ha situado sus trabajos en el norte griego, buscando así la esencia balcánica en un espacio lleno de fronteras y límites del que Grecia forma parte tanto geográfica como culturalmente. La película La mirada de Ulises (1995) conjuga el universo íntimo y personal del cineasta con los aspectos históricos y generacionales que han sacudido los Balcanes desde comienzos del siglo xx, cuando la zona deja de ser una parte del Imperio otomano para convertirse en objeto de codicia y centro de conflictos que estalla una y otra vez en manos de las potencias europeas. A través del mito de Ulises y usando como punto de partida la figura de los hermanos Manakis, Angelopoulos narra de forma sublime el viaje del protagonista, llamado simplemente A., por los Balcanes, en una especie de descenso dantesco a los infiernos.


Angelopoulos es un hombre del sur que siempre ha hecho películas en el norte. Un norte geográfico y climatológico, pero también estético y mental. Atenas, la ciudad donde nació y vivió, apenas aparece en sus películas y el Egeo, la carta amable de presentación de Grecia ante el turismo, sólo se entrevé en las escenas del pasado de La eternidad y un día (1998). Su cine discurre, fundamentalmente, por las regiones del norte de Grecia (elÉpiro, Macedonia), regiones compartidas con otros estados balcánicos (Albania, la antigua Yugoslavia o Bulgaria).

Ioanina ‒capital del Épiro e importante centro otomano‒ y sus alrededores son los que tienen mayor presencia en la primera parte de la filmografía de Angelopoulos; después lo será Florina y en vez de Atenas, Tesalónica, con su bahía, será la imagen de la gran ciudad y el lugar donde ha rodado mayor cantidad de escenas. En esta geografía del norte no habrá ningún cuestionamiento ‒hasta El paso suspendido de la cigüeña (1991)‒ sobre la posibilidad de que pudieran existir algún límite. Sus películas discurrían en Grecia y nada hacía pensar que hubiera algo más allá de sus fronteras, como mucho un agujero negro por el que habían desaparecido los combatientes comunistas que se pasaron al otro lado de la frontera tras la derrota en la Guerra civil griega.

Con la caída del Telón de Acero se producirá una importante y al mismo tiempo sutil modificación. El ámbito geográfico de sus películas se desplazará, simbólicamente, del norte de Grecia al sur de los Balcanes. Los límites adquieren forma y dan lugar a un aquí y a un allí, y eso tiene una clara concreción espacial. Sólo hace falta confrontar la fabulosa y metafísica frontera del final de Paisaje en la niebla (1988), que separa Grecia de Alemania y cuya superación da acceso a una especie de árbol de la sabiduría, con la multiplicidad de límites topográficos que se manifiestan en El paso suspendido de la cigüeña. El tema central de esta película es la reflexión en torno a los límites y las fronteras y los puentes que se pueden establecer para superarlas.

Sin embargo, El paso suspendido de la cigüeña es una película construida, plenamente, desde el aquí y donde el allí queda justo más allá, en el otro lado. Los espacios quedan perfectamente delimitados. Nosotros no tendremos acceso al otro lado, pero su presencia gravita, en todo momento, sobre nosotros, está allí, en la otra orilla del río, en el otro extremo del puente. Y está, también, en las personas que consiguieron atravesar la frontera y aspiran a habitar en nuestro lado de la frontera. Esta es la primera noticia que se tiene en el cine de Angelopoulos de que tras aquel norte de sus películas había otra tierra, todavía vagamente abstracta pero en proceso de concreción. Son los años de las primeras oleadas de albaneses intentando entrar en Grecia y, por algún detalle, podemos intuir que aquel antiguo agujero negro, en realidad, tenía alguna relación con los griegos. En el hotel donde están alojados los periodistas hay un camarero albanés al que le hacen enseñar una marca en el brazo. Esas marcas las hacían las madres a sus hijos en Albania para señalarlos y recordarles que eran griegos. Desde esta conciencia incipiente, aquel anterior agujero negro irá tomando forma hasta resituar a Grecia en su contexto balcánico.

Vale la pena abrir un paréntesis y subrayar la peculiaridad de Grecia como estado-nación centralizado. Si situamos este formato en el conjunto de la historia del helenismo, comprobaremos que es un periodo no solo ínfimo, sino también en clara contradicción con el resto de su historia, marcada por el protagonismo de la polis y la diáspora, que impusieron una conciencia de pertenencia determinada por factores culturales, antes que por factores geográficos. Tesalónica, la segunda ciudad de la República, hace apenas dos años que celebró el centenario de su incorporación a Grecia, y la única razón para dicha incorporación fue que el ejército griego llegó unos días antes de que pudieran hacerlo el ejército serbio o el búlgaro. Los que entraron se encontraron una ciudad absolutamente multicultural, aunque con un claro predominio de los judíos sefardíes que habían hecho del castellano antiguo la lengua más común en la ciudad. En el siglo que ha seguido a la incorporación de estas regiones del norte al estado griego, en el que, además, se han producido diversos trasvases de poblaciones, se ha intentado marginar su dimensión otomana y multiétnica y embutir la historia del helenismo en el estrecho concepto del estado-nación, pero las costuras siguen saltando por todos lados. Tras la Segunda Guerra Mundial y la construcción del Telón de Acero, esa dimensión balcánica de Grecia quedó aún más aislada, y se potenció el repliegue nacionalista y los vínculos europeos y occidentales. Pero a pesar del paso del tiempo y de los esfuerzos por tomar otros caminos, los vínculos siguen siendo tan fuertes y están aún tan cercanos que no pueden dejar de aflorar, muchas veces de forma conflictiva.

Angelopoulos, en su persistencia por situar su cine en ese norte griego, estaba buscando ‒en los primeros años de manera inconsciente, luego con plena conciencia‒ capturar esa savia balcánica y otomana que, a diferencia de las regiones del sur, sigue viva sobre todo en las pequeñas ciudades y en las zonas rurales del norte de Grecia. Si esa conciencia afloraba en El paso suspendido de la cigüeña, alcanza pleno protagonismo en su siguiente película, La mirada de Ulises (1995). En esta, a diferencia de aquella, las fronteras se traspasan. Los Balcanes ya no serán ese territorio desconocido que se veía al otro lado, sino un conjunto ‒a pesar de su fragmentación‒ de un nuevo y un viejo espacio del que Grecia forma parte tanto geográfica como culturalmente.

En La mirada de Ulises ‒como sucedía anteriormente en Viaje a Citera (1983)‒, Angelopoulos conjuga a la perfección el registro íntimo y personal, con el generacional y el histórico. Pero además, desencadena un viaje interior que aspira a la regeneración, junto a un viaje exterior donde se recorren un espacio y un tiempo que abarca gran parte de los territorios balcánicos y su historia a lo largo del siglo xx. El cineasta tiene una tendencia a la concreción del dato histórico y periodístico, al tiempo que se despliega hacia lo universal y lo simbólico. Su relato alterna registros novelísticos y de cuento popular junto a otros propios de la poesía. Todo ello, sostenido por una doble estructura: una proporcionada por el mito, en este caso el viaje de Ulises, aunque, finalmente, más que la estructura de retorno a casa que propone Homero, Angelopoulos operará un importante desplazamiento, cuyo origen podríamos encontrar en el episodio de La Odisea donde Ulises desciende al Hades y cuyo desarrollo nos puede conducir a la estructura dantesca de descenso a los infiernos tal y como la dibuja el florentino en la Divina Comedia. Donde además, podemos encontrar a un Ulises que, como en la película de Angelopoulos, no creyó que el viaje concluyera con la llegada a Ítaca.

La segunda estructura viene determinada por la biografía y el trabajo de los Hermanos Manakis,. Yannakis (1878) y Miltos (1882), nacidos en el pequeño pueblo de Avdella, por aquellos años en la provincia de Monastir, dentro del Imperio otomano, y actualmente en la parte macedonia de Grecia. Su lengua materna era el arrumano, lengua latina próxima al rumano pero con fuertes influencias del griego. A los dos hermanos se les considera los pioneros del cine en los Balcanes. En 1905 adquirieron una cámara cinematográfica y filmaron y fotografiaron ‒como hacían por aquellos años los operadores Lumière‒ todo aquello que acontecía a su alrededor. Las imágenes con las que se abre La mirada de Ulises son las de su primera película: Las hilanderas de Avdella (1905) y la mujer anciana sobre la que centran su atención, su propia abuela. Su presencia en La mirada de Ulises es herencia de un proyecto documental que Angelopoulos no consiguió llevar a buen puerto y desempeña una triple función. En primer lugar, esa función estructural a la que me refería anteriormente. Ellos proporcionan el desencadenante para que el relato se ponga en marcha y se constituya en un viaje a través de los Balcanes en pos de tres bobinas que, supuestamente, fueron las primeras rodadas por los dos hermanos y que permanecieron sin revelar.

En segundo lugar, la biografía de los Manakis proporciona a Angelopoulos la dimensión balcánica, y se debería añadir otomana, que busca para su película. Los dos hermanos se constituyen en la memoria viva y audiovisual de la región. Su presencia da testimonio de la vida en la época final del Imperio otomano, justo antes de quedar fragmentado por los diferentes estados-nación que combatieron para encerrarse tras sus propias fronteras. A través de ellos veremos cómo se suceden las dos guerras balcánicas, la Primera Guerra Mundial, la constitución de nuevos estados y los enormes trasvases de población de la década de los veinte, el ascenso de los movimientos fascistas, la Segunda Guerra Mundial, y la división en bloques que los llevó, en la parte final de su vida (Yannakis murió en 1954 y Miltos en 1964), a vivir en Tesalónica, el primero y en Bítola, (el nuevo nombre oficial de Monastir) en aquel momento Yugoslavia, ahora Macedonia, el segundo.

Por el desarrollo de La mirada de Ulises sabremos que los dos hermanos se movieron, con gran naturalidad, por amplias zonas de los Balcanes. Del pequeño pueblo de Avdella se desplazaron a Tesalónica, después a Ioanina, a Bucarest y acabaron centrado su actividad en Monastir/Bítola, tomada por el ejército serbio, luego por el búlgaro. De ahí Yannakis tuvo que huir a Albania, mientras que Miltos fue detenido y deportado a Plovdin/Philipópolis (Bulgaria). Regresaron de nuevo a Bítola y, finalmente, se separaron cuando Yannakis se instaló en Tesalónica.

La tercera función que desempeñan los Manakis permite a Angelopoulos introducir una interesante reflexión cinematográfica. Las tres bobinas pasan de ser un aparente McGuffin (elemento de suspenso), a un motivo de reflexión en torno a la mirada y el proceso que va desde el momento en que esa mirada es fijada sobre la realidad, hasta el instante posterior en que es revelada en forma de un encuadre desgajado de aquella realidad original. Esta reflexión metacinematográfica debe ponerse en el contexto del año de presentación de La mirada de Ulises ‒1995‒, que coincidió con los actos de celebración del centenario del cinematógrafo. Además, originalmente estaba previsto que las imágenes de las tres bobinas pudieran ser proyectadas y que en ellas se viera a Ulises saliendo del mar y mirando a tierra firme. Así, en la película se trazaba un motivo circular que enfrentaba al Ulises de final de siglo con el Ulises cuya primera mirada había sido fijada por la cámara en los inicios de ese mismo siglo. La mirada de Ulises concluía con ese plano/contraplano que ‒desde los dos extremos del siglo‒ emparentaba la mirada de ambos Ulises. Esa película que Angelopoulos rodó pero no montó en La mirada de Ulises pasó a formar parte del filme colectivo Lumière y compañía (1995).

La mirada de Ulises comienza su recorrido balcánico con un prólogo en el puerto de Tesalónica, donde, tras ver las imágenes de Las hilanderas de Avdella, se nos informa sobre la posibilidad de que existan tres bobinas que nunca fueron reveladas. Pero el viaje, en realidad, se inicia justo donde se desarrolló su anterior película, El paso suspendido de la cigüeña, y con una escena en la que el protagonista de La mirada de Ulises, un director de cine cuyo nombre conocido es A., asiste a una proyección pública de esa misma película. Estamos en la pequeña ciudad de Florina, cercana a la frontera con Macedonia (denominación tabú para los griegos). Desde ahí arranca el viaje de este Ulises finisecular.

La siguiente etapa del viaje, tras atravesar la frontera, lleva al protagonista a la ciudad albanesa de Korçë(Koritsá para los griegos), donde se refugió Miltos Manakis, cuando era perseguido por la policía búlgara. Este episodio ha quedado considerablemente mutilado en la fase de montaje. En él se ejemplificaban, nítidamente, los vaivenes con los que la historia movió a una generación de griegos, representados por la anciana que encuentran en la frontera y su hermana. Con ellas se enlazaban las dos grandes inmigraciones por motivos políticos que sufrieron los griegos durante el siglo xx. La que aconteció tras la caída de Esmirna y el Tratado de Lausanneen 1923 se enlaza con la que expulsó hacia el norte a las fuerzas de izquierdas tras su derrotada en la Guerra civil a final de la década de los cuarenta. Según explica la anciana, hace cuarenta y siete años que no ha tenido contacto con su hermana, tras separarse al acabar la guerra. Por el guión y el material filmado sabemos que esa hermana se refugió en Albania y se convirtió en una popular locutora de la radio nacional. Tras la caída del Telón de Acero y la decisión de Angelopoulos de atravesar la frontera con su cine, aquel antiguo agujero negro toma forma y el restablecimiento de las conexiones se hace posible. La anciana escuchó la voz de su hermana, que le llegaba desde Albania, y ahora acude a su encuentro. De esta manera, la vida de aquellos griegos que atravesaron las fronteras del norte puede ahora aflorar y su memoria puede ser restituida. En la última película terminada por Angelopoulos, The Dust of Time (2008),la acción discurre, en su totalidad, al otro lado de esa frontera que atravesó la protagonista tras la derrota en la Guerra civil, en ese espacio del que no supimos nada cuando regresó el anciano protagonista de Viaje a Citera.

A partir de la historia de esta anciana se producirá una mutación sobre el lugar de procedencia de los prófugos en el cine de Angelopoulos. Hasta ese momento todos procedían de Asia Menor y Esmirna, a partir de ahora lo harán de territorios situados al norte de Grecia. El propio protagonista de La mirada de Ulises ‒lo sabremos más adelante‒ forma parte de una familia griega natural de Constanza, en la costa rumana del Mar Negro. En su siguiente película, La eternidad y un día (1998), el niño protagonista procede de Albania. Y aun en la siguiente, Eleni(2004), los protagonistas son otra familia griega huida de Odessa tras la entrada del Ejército Rojo.

El siguiente episodio tiene lugar en Macedonia, entre las ciudades de Bítola/Monastir y Skopia, los lugares más vinculados a los Manakis, sobre todo a Miltos. Es en este episodio donde Angelopoulos nos proporciona más datos sobre la vida y la obra de los dos hermanos. Entre otras cosas, se descubre que Miltos vendió todo el material audiovisual al gobierno yugoslavo y este lo acabó depositando en la Filmoteca de Skopia. Sin embargo, las hipotéticas tres bobinas sin revelar no se encontraban entre ese material. Así pues, la búsqueda debe proseguir. El tren atraviesa Macedonia y, al llegar a la frontera búlgara, se produce un sorprendente solapamiento. A. sigue siendo A., con su propio atuendo, pero es visto por los demás como Yannakis Manakis. Sin previo aviso, la época ha cambiado y los personajes se comportan como si estuvieran en los años de la Primera Guerra Mundial, como si aquel tiempo y aquella escena se remontaran desde el fondo del siglo para salir al encuentro de A. Esta situación se repetirá en otros momentos de la película y puede ser interpretada como una variación en torno a la escena en la que Ulises visita el Hades y acuden a su encuentro diversas sombras del pasado.

Liberado de su sobreimpresión con Yannakis Manakis, el viaje se adentra por Rumania, sin un sentido aparente, ya que el material extraviado no puede estar en este territorio. Cuando le preguntan: ¿Por qué hemos venido a Bucarest?, A. solo puede responder: «Mis pasos me han traído». El relato sufre entonces un importante desplazamiento, abandona la perspectiva de los Manakis y entra en la propia memoria del protagonista. En la estación de Bucarest se vuelve a producir otro cambio de época y, repentinamente, nos encontramos en los días que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial. A. reconoce a su madre entre los viajeros y esta lo toma de la mano, como a un niño pequeño, y le hace subir a un tren que va a Constanza. Ahí se encuentra la casa familiar. Se trata de una rica familia de la diáspora griega enraizada, tras muchas generaciones, a orillas del Mar Negro y la desembocadura del Danubio. Una parte de la familia ha llegado desde Braila y Galatsi, dos de sus puertos fluviales. Es el día de celebración del año nuevo de 1945. En la calle hay una atmósfera procomunista. En la casa se espera el regreso del padre del protagonista, prisionero en un campo de concentración alemán. Todo el mundo se dirige a A. como si se tratase de un niño pequeño. Él, desde su propio tiempo ‒cincuenta años posterior‒ reconoce a aquellos personajes surgidos desde el otro extremo de su vida.

En un plano-secuencia de más de diez minutos, el más largo y el de mayor sentido ritual de toda la película, veremos sucederse, al compás de la música y el baile, los años de posguerra. Primero la instauración del comunismo, luego las purgas y las incautaciones estalinistas y finalmente ‒en 1950‒, la autorización para emigrar a las familias griegas, judías y armenias, las principales minorías diseminadas por los antiguos territorios otomanos. La escena termina con toda la familia posando para la última fotografía, la de la despedida. Esta será la reelaboración más precisa de la visita al Hades.

La vuelta al presente sitúa al protagonista en la clausura de otro de los círculos que enlazan el siglo xx. En el puerto de Constanza se está embarcando para remontar el Danubio ‒el río que atraviesa los Balcanes hasta sus fuentes en la Europa Central‒ una gigantesca estatua de un Lenin deconstruido. Si en la llegada a Constanza asistíamos a la instauración del comunismo, ahora ese ciclo se clausura con la imagen de un Lenin desmontado de su pedestal y adquirido por un coleccionista alemán. Imagen que podría verse, también, como la contra-imagen de aquella otra en la que la estatua del zar era derribada al comienzo de la revolución soviética en la película de Eisenstein Octubre (1927). Todo este viaje de remonte del Danubio hasta Belgrado tiene un marcado tono elegíaco y la fuerza de esta imagen del Lenin troceado y conducido por una barca hacia los museos de la historia tiene una potencia simbólica que la convierte en un icono donde se concentra el final del siglo.

No obstante, en este episodio había otra historia que podía haber matizado ese tono elegíaco y haber añadido otro elemento protagonista en el contexto balcánico que finalmente ha quedado sin representación. En un momento de la navegación, todavía por Rumania, el barco hacía una parada y subía a bordo una numerosa familia gitana rumbo a Europa Central. Ellos ponían, obviamente, color y música a este capítulo y permitían una libre adaptación del episodio en el que Ulises se encuentra con las sirenas. Había, también, una emotiva escena en la que el abuelo gitano se escondía para no verse obligado a subir a bordo y abandonar su tierra. Entonces, uno de los niños acudía a buscarlo, le tendía la mano y lo conducía hacia la nave. Todo este material fue rodado, pero no incluido en el montaje final. Esta trama entre el abuelo y el nieto es un recurso que Angelopoulos ha utilizado en numerosas ocasiones, como The Dust of Time, en cuyo montaje sí la introdujo.En este caso, la escena se situaba en la frontera del Telón de Acero que separaba Austria de Hungría.

La siguiente parada tiene lugar en Belgrado, donde el protagonista se reencuentra con un antiguo camarada, ahora corresponsal de guerra en Serbia. Esta presencia facilita una doble acción en el desarrollo de la película. En primer lugar, nos introduce, como una especie de prólogo, en la guerra en la antigua Yugoslavia. Por otro lado, abre el relato hacia un nuevo territorio, el de la memoria generacional. Si Constanza había desencadenado la memoria familiar del protagonista, el encuentro con Nikos ‒el periodista‒ hará lo propio con la memoria de una generación que coincidió en un París en plena ebullición, que creyó que iba a cambiar el mundo y, finalmente, fue el mundo el que acabó cambiándolos a ellos. Es el recuerdo por los amigos que se fueron, por los viejos ideales políticos, por la música y el cine que lo dominaban todo, por una juventud, en definitiva, que hace mucho que se fue. Es también la única referencia (aparte de que el protagonista haya estado los últimos 35 años residiendo en Estados Unidos) que nos remite a un contexto ajeno y lejano a los propios Balcanes.

En otro registro ‒como pórtico de entrada a la guerra de desmembración de Yugoslavia‒, más que nuevos detalles, el capítulo nos proporciona el impulso para penetrar en los últimos círculos del horror. La visita al antiguo director de la Filmoteca de Belgrado sirve, por primera vez, para constatar que las tres bobinas existen y las tiene el conservador de la Filmoteca de Sarajevo. Parece ser que había dado con la fórmula para revelarlas, pero la guerra dinamitó la comunicación y cualquier posibilidad de culminar el proyecto. En cuanto a él, es portador de una memoria muy antigua y se dedica a inventariar películas de cuando existía Yugoslavia y Tito era el guía y unificador que conducía los destinos de todos los yugoslavos. En un plano más secundario, en el centro de prensa, asistimos a una discusión irresoluble sobre si fueron los serbios o los albaneses los primeros en llegar a los Balcanes. El capítulo se cierra con la firme voluntad de A. de continuar su viaje hacia la asediada Sarajevo. Nuevamente los ríos, que en otras ocasiones fueron barreras y fronteras, deben facilitar ahora la conexión a través de sus afluentes y canales para alcanzar la capital de Bosnia.

Pero antes de entrar en Sarajevo, al viaje le quedan nuevas demoras. El que sigue es, seguramente, el capítulo que ha quedado peor parado por los cortes en la fase de montaje. Si en los otros casos a los cuales me he referido el corte suponía, únicamente, la ausencia de una información que podías tener mayor o menor relevancia para el conjunto de la película, en este caso pienso que afecta a la comprensión y la trascendencia que puede contener este capítulo, justo antes de la entrada en Sarajevo. Tal como podemos verlo en la película, después de que A. manifieste su voluntad de partir de Belgrado, en el siguiente plano vemos a una mujer que le despierta llamándolo «griego». Con el desarrollo de la escena descubrimos que hemos vuelto a cambiar de época. Nos encontramos de nuevo en los años de la Primera Guerra Mundial y A. es nuevamente asimilado a Yannakis Manakis cuando estaba en el exilio en Filipópolis/Plovdin. Parece ser que ha escapado y la mujer que lo despierta, caracterizada como una campesina búlgara, lo ayuda a huir y refugiarse en su poblado, abandonado y destruido por la guerra. Hasta aquí cómo discurre el capítulo antes de que A. vuelva a marchar y entre con una pequeña barca en Sarajevo. El material filmado y no montado mostraba a A. llegando a la ciudad en ruinas de Vukovar, en la confluencia del Danubio con el Vuka. Una ciudad croata, con lo cual el viaje pasaba de Serbia a Croacia y posteriormente a Bosnia-Herzegovina, los tres territorios involucrados en aquellos momentos en la guerra. Allí se refugiaba en un edificio para pasar la noche donde estaban escondidas, también, un grupo de mujeres. Más tarde, irrumpía un grupo de soldados que violaban y se llevaban a las mujeres. Después de esta escena la mujer despertaba a A. En el desenlace del capítulo, cuando este abandonaba a la campesina búlgara, todavía durante los años de la Primera Guerra Mundial, había otra escena en la que A. atravesaba un campo de batalla sembrado de cadáveres y cogía el abrigo de uno de aquellos soldados muertos; con él entraba en Sarajevo, tal y como hizo Ulises al regresar a Ítaca: con las ropas de otro. Con la totalidad del material filmado, el episodio adquiría una importante presencia y se reforzaba la sobreposición entre la actual guerra en Bosnia y la Primera Guerra Mundial, ambas con epicentro en Sarajevo. Otro nuevo motivo circular que enlazaba los dos extremos del siglo xx.

La entrada en Sarajevo tiene lugar justo al empezar el último tercio de la película y ocupa un total de cincuenta y seis minutos. No pudo rodarse, por motivos de seguridad, en la capital de Bosnia y todos los exteriores en ruinas pertenecen a la ciudad Herzegovinade Mostar, donde se encontraban, en aquel momento, los cascos azules españoles. Allí, en otro receptáculo de la memoria, la Filmoteca de Sarajevo, también en ruinas, se encuentran los tres rollos nunca revelados de los hermanos Manakis.

Aparece un nuevo personaje: el conservador de la Filmoteca, Ivo Levy. Su presencia cubre, nuevamente, varios frentes. En la estructura odiseica ocupa el lugar de Alcinoo, rey de los Feacios, de la misma manera que su hija Noemí ocupa el de Nausica. Ambos son los encargados de recoger al viajero en la parte final de su viaje y conducirlo hasta el hogar. Aquí se introduce otra minoría fundamental en la región balcánica: la judía. Así nos lo indica el apellido del conservador y el nombre de su hija. Su propio nombre es un recuerdo del novelista bosnio Ivo Andrich, y su figura está inspirada en el que fuera director de la Cinémathèque Française cuando Angelopoulos estuvo trabajando en ella: Henri Langlois, judío procedente de Esmirna.

Sarajevo es una ciudad sitiada, el último círculo infernal en este descenso a los infiernos que realiza A. Una ciudad inhabitable donde solo se puede recuperar el espacio público cuando la niebla lo cubre todo y priva de visión a los francotiradores. En esos momentos, sus habitantes intentan recomponer los vínculos que los altos estratos de la política han quebrado. Una orquesta compuesta por serbios, croatas y musulmanes interpreta a Eleni Karaindrou. En un cementerio se suceden los funerales, uno musulmán, otro católico y un tercero ortodoxo. La vida pugna por emerger en estos cortos momentos en que la niebla parece proteger la ciudad de las cuentas nunca resueltas con la historia. Pero esa misma niebla protege, también, los odios latentes que el conflicto armado ha desencadenado y, en una escena impactante por la posición que adopta Angelopoulos a través de su cámara, unas voces armadas liquidan a la familia del conservador de la filmoteca. Como en muchos otros momentos del cine de Angelopoulos, una barrera nos impide ver qué sucede al otro lado, la niebla se convierte en frontera para los ojos y, a la vez, en percutor para la imaginación del espectador.

Pero en medio del horror, una vez A. ha descendido al último estrato infernal, surge una luz. El proyector se alumbra y en la pantalla aparece la primera mirada ‒una mirada primigenia e inocente‒ que se lanzó sobre los Balcanes y quedó fijada sobre el celuloide. Solo podemos percibir su revelación reflejada en la cara de A., pero es la constatación de que al final del viaje, el viaje continúa. Con ella se cierra otro círculo. La mirada impresa a comienzos de siglo es revelada cuando ese mismo siglo concluye, pero el viaje continúa.

La mirada de Ulises es la película con la que se pone fin y resumen al siglo xx. Un siglo que empezó con el asesinato en Sarajevo del heredero al trono austrohúngaro y concluye con otra guerra en la que se vuelven a resolver los conflictos de la misma manera. Un siglo en el que se siguen pagando los problemas heredados de las pésimas resoluciones que pusieron fin al Imperio otomano. Desde Irak hasta los Balcanes, pasando por Palestina, seguimos siendo reos de la codicia y la rapiña de las potencias europeas al repartirse los despojos de un territorio que, desde el siglo xix, fue considerado el enfermo de Europa.

La mirada de Ulises tiene la ambición, la densidad y la envergadura para esbozar, como pocas veces se ha hecho desde el cine, una diagnosis sobre el siglo xx vista desde los Balcanes y hacerlo, además, con una gran dimensión plástica y poética, amalgamando mito con historia. Así se construye una narración que permite desplazarse por diversos tiempos y espacios, abrazando los momentos clave que, tal vez, puedan hacer comprensible, desde ese rincón del continente, cómo se construye y se destruye Europa.

La mirada de Ulises es también ‒vista desde Grecia‒ la recuperación y el reconocimiento de la pertenencia geográfica y cultural griega al conjunto de los Balcanes. Como las diversas filmotecas que han ido apareciendo a lo largo del viaje de A., la película se constituye en receptáculo de la memoria de la región, rastreando la multiplicidad de vínculos y caminos cruzados que los siglos han ido estableciendo y que el siglo xx ha destruido.