Una infancia en Constantina

Benjamin Stora

Historiador

El historiador Benjamin Stora, nacido en Constantina, explora en este relato su propia historia y nos cuenta su mundo, su infancia judía en esta ciudad argelina que tuvo que abandonar el 16 de junio de 1962 por causa de la guerra. Su universo da un vuelco y se instala definitivamente en Francia con su familia. En ese momento tiene doce años. Cuando mucho más tarde, en 1983, regresa a Constantina, su padre le pide que vaya a visitar la tumba de su abuelo, pero no la encuentra. Hasta 1985, tras la muerte de su padre, no encontrará esa tumba, símbolo de su propia historia.


En mi vida habrá siempre un antes y un después del «16 de junio de 1962». Ese día, abandoné junto a mi familia Constantina, la ciudad del este de Argelia donde nací y crecí. Tenía doce años. Me trasladé a otro universo y olvidé la sociedad argelina en la que había vivido, aunque mucho más tarde su recuerdo volvió a perseguir mi memoria.

Una ciudad alta y secreta

Mi infancia transcurre en Constantina, en una gran ciudad, la tercera por orden de importancia de Argelia. Soy un niño de cultura urbana que no conoce los placeres del campo. Tuve que esperar a conocer a mi esposa, con quien hoy vivo, para descubrir y amar la naturaleza. Este origen ciudadano desmiente una serie de estereotipos. Muy a menudo se tiende a creer que los niños «europeos» de Argelia eran hijos de colonos. Evidentemente, eso no es cierto.

Así pues, siempre viví en una ciudad que estaba cercada por partida doble. En primer lugar desde el punto de vista geográfico: construida sobre una roca, era de difícil acceso, bastante impenetrable y estaba llena de puentes. Esa sensación de cerco era muy intensa. Pero también existía la sensación de encierro en el propio interior de la ciudad. Durante los dos últimos años de la guerra de Argelia, en 1961 y 1962, salíamos muy poco a la calle.

Los niños jugaban en el interior de las casas, sobre todo en las terrazas, ya no se divertían en la calle. Esa sensación de cerco geográfico de la ciudad, con gargantas gigantescas y puentes por todas partes, se veía redoblada por el encierro propio de la guerra, el hecho de no estar ya en una ciudad abierta, «normal». Siempre fui consciente de esa situación tan especial: la de vivir en una guerra y, al mismo tiempo, en una ciudad alta, secreta, austera y «cerrada».

Fronteras invisibles

Otro aspecto de mi infancia fue la vida en un barrio judío, probablemente el más importante de todo el Magreb en la década de 1950. Casi 30.000 judíos vivían en Constantina, la «Jerusalén del Magreb». Nací el 2 de diciembre de 1950 en el número 2 de la Rue Grand, considerada el corazón del barrio judío de Constantina, al cual llamábamos el Charah. Mi nacimiento tuvo lugar en el interior del pequeño piso familiar de ese viejo barrio, donde judíos y musulmanes vivían entremezclados, separados del barrio llamado «europeo». Mi padre me explicó que ahí fue donde una semana más tarde tuvo lugar mi circuncisión, efectuada por un rabino del barrio.

En efecto, en la localidad se yuxtaponían dos ciudades: la judeo-árabe, la antigua ciudad de Constantina, donde se agolpaba una población extraordinariamente numerosa y con mucha mezcla, y una ciudad europea que se encontraba en Saint-Jean, al otro lado de la ciudad. Había que cruzar el Square Vallet y la Place de la Brèche y subir por la Rue Rohaut de Fleury para llegar a la Place de la Pyramide. Ahí estaba el barrio europeo. Yo iba a veces, con mis padres por supuesto, pero éramos muy conscientes de que era otra ciudad. Una especie de frontera invisible, que nunca se mencionaba, aparecía una y otra vez entre dos ciudades, dos universos. El universo más europeo, «metropolitano», se superponía a un mundo más tradicional, unido al viejo pasado de la ciudad.

En ese sentido, cabe señalar que se estaba produciendo un proceso. Los judíos, que tradicionalmente vivían con los musulmanes en la vieja ciudad de Constantina, comenzaron a emigrar al «barrio europeo» durante la guerra de Argelia, en los años 1958 y 1959. Recurrían a una serie de argumentos para ese primer desplazamiento, como es «más moderno», «menos insalubre», pero ello indicaba una tendencia, una orientación. De algún modo, era el primer indicio de una ciudad judeo-árabe tradicional que se modificaba y empezaba a vaciarse en beneficio de la ciudad europea.

Era ya el indicio de una comunidad judía que emigraba a la «metrópolis», esa Francia mítica que muy pocos conocían. A finales de los años cincuenta, una parte de mi familia, sobre todo la paterna, se mudó al barrio europeo, y nosotros íbamos a visitarlos los sábados por la tarde. Pero mis padres se quedaron hasta el 16 de junio de 1962 en la Rue Grand, en el corazón de la ciudad tradicional. No fue eso lo que hizo el conjunto de la comunidad judía. La guerra separó progresivamente a las comunidades.

De Constantina guardo en la memoria esa frontera invisible, una ciudad casi dividida en dos. La sensación de pasar de una ciudad a otra era muy acusada. Tanto si venías de la Place de la Brèche como si subías por la Rue Thiers, el resultado era el mismo: en un momento dado se adivinaba la frontera. Con otra vida, otra historia; no eran los mismos ritmos de la vida ni los mismos sonidos. Al final de la guerra de Argelia, con la creación de la OAS (Organización del Ejército Secreto) en 1961, las manifestaciones por una «Argelia francesa» tenían lugar en la Place de la Pyramide, en el barrio llamado europeo. Recuerdo que en aquel entonces yo tenía once años. La primera manifestación de Constantina por una «Argelia independiente» se desarrolló en la Rue de France, en el viejo barrio judeo-árabe. A finales de 1961, vi a unos argelinos desfilar con la bandera verde, roja y blanca, con la media luna, y cantando «Algerie musulmane».

Los ruidos de la ciudad

Constantina es una ciudad peculiar. Es ante todo una ciudad cerrada, austera, donde todo sucede de puertas adentro. En cuanto se sale al exterior, las conveniencias son lo que prima. Conservo en la memoria la vida cotidiana de la ciudad, la gran alegría que reinaba en ella. Demasiado a menudo se tiende a valorar una historia por el final: la tragedia, la partida, la separación, la guerra, los atentados. De todo eso hubo, por supuesto. Pero también recuerdo que, cuando era un niño, la alegría reinaba en la ciudad. Con muchos bares y mucha música. La Rue de France, que se prolonga en la Rue Caraman, rebosaba de bares frecuentados por judíos, hombres en su mayor parte, por supuesto. Decenas de bares de los que brotaba la música por todas partes.

No se oía solo la música de Raymond, el gran intérprete de malouf, la música andalusí de Constantina. También sonaba la música europea: Dario Moreno, Bambino, Dalida, rock; la verdad es que me acuerdo de todo eso. Me acuerdo de un bar enfrente de casa y de su rótulo, Jacky Bar, de donde se solía elevar la música de Elvis Presley. Yo ya escuchaba, antes de instalarme en Francia, las canciones entonces de moda, los primeros éxitos de Johnny Hallyday. Las músicas de la época configuran también un imaginario en torno a la ciudad, con la música tradicional, la música árabe, el malouf y la música europea, todas a la vez. En la ciudad reinaba una gran alegría, durante las fiestas, y en las bodas y circuncisiones. Mi padre iba a veces al bar a tomar un aperitivo antes de volver a casa. Yo lo acompañaba. Se reían a carcajadas, hablaban en voz muy alta y contaban chascarrillos.

Muchos cines estaban también llenos a reventar. Yo vivía enfrente de un cine que se llamaba Vox, muy conocido en Constantina y que, en 1959, cambió de nombre para pasar a llamarse Triomphe. Desde la terraza de casa oía la banda sonora de la película antes de ir a verla. Sabía de qué iba. Bastaba con subir a la terraza y podía oír lo que decían los actores. Era emocionante y muy divertido. Me acuerdo de los demás cines: el ABC, una sala muy hermosa con techo corredizo; y el Casino, desde luego, que fue destruido tras la independencia.

La desaparición de ese viejo edificio de arquitectura colonial, absolutamente suntuoso, fue una pérdida lamentable. Las películas no llegaban años después de estrenarse en París: se programaban casi al mismo tiempo en Argel, París o Constantina. Así vi El puente sobre el río Kwai cuando se estrenó en 1957, Cuando pasan las cigüeñas, el Bello Sergio de Claude Chabrol, A pleno sol de René Clément, con Alain Delon, las películas sobre la Segunda Guerra Mundial y los wésterns. De ahí viene, tal vez, mi amor por el cine. Entre los ruidos de la ciudad, también destacaban los cánticos religiosos procedentes de las innumerables sinagogas del barrio del Challah y la llamada a la oración del muecín.

En el calor de la ciudad

Sin duda alguna, mantengo vivo el recuerdo de una ciudad alegre, donde a la gente le gustaba divertirse. Lo digo porque Constantina se suele asociar a la austeridad. No conservo, de cuando era niño, una imagen de austeridad. Sin duda, la ciudad era secreta y cerrada en sí misma debido a su situación geográfica. Pero las dos principales comunidades que allí vivían eran dichosas. Emanaba de la ciudad una proximidad física, una sensualidad.

En Constantina, con la llegada del verano, de día hacia un calor espantoso. En cuanto caía la noche, empezaba a refrescar un poco y enseguida la gente salía a la calle. En grupos pequeños, deambulaban del Lycée d’Aumale hacia la Place de la Brèche por la Rue Caraman. Siempre era el mismo paseo, pero se conocían, hablaban, se miraban, se saludaban…  ligaban. Un paseo muy mediterráneo: en Italia y España la gente hace lo mismo. Debido a esa complicidad a la vez comunitaria y ciudadana, todo el mundo conocía a todo el mundo. Y cuando mi madre, mucho más tarde y ya en el exilio, salía a la calle, decía con tristeza: «No conozco ni a un alma»…

Vivíamos evitando prudentemente el sol. Ese miedo al sol, el pánico al calor, la obsesión perpetua de protegerse del «horno», es una actitud mediterránea. En cuanto el sol empezaba a pegar fuerte, todo el mundo «se escondía», se protegía. La gente hacía vida en los pisos, con las persianas bajadas. Me acuerdo de mi madre y mis tías, que siempre rociaban las baldosas con grandes chorros de agua para refrescar las casas.

Era un gesto fundamental: refrescar la terraza y la casa con regularidad. No obstante, en Constantina el agua era un gran problema y por eso mis padres habían construido un depósito en la terraza. La cortaban varias veces al día y siempre había que andar con mucho cuidado (por ejemplo, no tirar de la cadena por cualquier cosa). De día, la vida se desarrollaba en esa especie de penumbra y oscuridad, y al final de la tarde se salía. El recuerdo de esa penumbra está ligado a la sensualidad presente en las viviendas. Las personas vivían muy próximas entre sí, lo que excitaba el deseo sexual.

En verano íbamos a Stora, una playa de Skikda (antes Philippeville). No estábamos fuera mucho tiempo, pero los más ricos alquilaban casas. Salíamos el viernes para pasar fuera el fin de semana. El verano para nosotros era julio, agosto y septiembre, los tres meses de vacaciones. Del 1 de julio al 1 de septiembre se salía de estampida hacia el Mediterráneo para bañarse, ir a la playa, quemarse al sol, reírse en las reuniones familiares. En realidad, la playa duraba del 1 de julio al 1 de septiembre, ni un día más tarde. Era una norma muy curiosa. Años más tarde, cuando volví a vivir en el Magreb, en Marruecos, hacían lo mismo. El 2 de septiembre por la mañana ya no había nadie en la playa, aunque hiciera tanto calor como el día de antes. El verano está en la mente. En mi infancia, ir a la playa era toda una aventura. Una aventura bastante controlada, de todos modos, porque todo estaba preparado. Las mujeres se ocupaban de la comida –cuscús, t’fina, etc.– y organizaban todo el desplazamiento desde el punto de vista práctico.

Fui al hammam con las mujeres hasta muy tarde. Existía el hammam de los hombres y el de las mujeres. Tuve suerte: ¡acompañé a las mujeres hasta los ocho o nueve años! Hasta que un día la mujer que vigilaba el hammam le dijo a mi madre: «¡Se acabó! ¡Este niño es demasiado mayor!» Eso me entristeció porque en el hammam me reunía con mi padre, pero no era lo mismo… La verdad es que era muy… difícil. La proximidad de los niños con las mujeres en los pisos y los hammams servían para despertar la sensualidad, el deseo.

En la actualidad, en mis viajes al sur, sobre todo después de los tres años que pasé en Marruecos (de 1998 a 2001), me vienen una y otra vez a la memoria los postigos cerrados contra la luz, la manera en que rociaban el suelo para que hiciera menos calor, los viajes a la playa de «Stora», las visitas familiares los sábados por la tarde, que nos hacían cruzar la ciudad cuando ya no apretaba tanto el calor; los bar-mitzvah (llamados «comuniones») y los matrimonios, que siempre se celebraban los domingos y donde las tías y tíos bailaban el pasodoble y el tango (ponían a Bambino, y creo que también a Paul Anka y Little Richard). Me acuerdo de la belleza solitaria y la desolación de las playas a partir del 1 de septiembre, y luego ese reino del cine, que era nuestra única cultura. Todo un mundo que desapareció, sacudido por la guerra.

Imágenes de la guerra

El 1 de noviembre de 1954  estalló el levantamiento argelino. Yo tenía entonces cuatro años. Pero la primera imagen de la guerra de Argelia que me viene brutalmente a la mente es la entrada de unos soldados franceses en nuestro piso de la Rue Grand; venían a observar las gargantas del Rhummel. Otros soldados, en la planta baja, disparaban con ametralladoras contra las paredes de las gargantas del Rhummel. Era el 20 de agosto de 1955; ese día los nacionalistas argelinos regresaron a la ciudad. Fueron rechazados y perseguidos. Los militares franceses se habían instalado en los bordes de la cornisa para disparar a los que huían. Fue mi primera imagen de la guerra: la irrupción de los militares franceses en el piso. Confieso que me asusté mucho. La otra imagen de la guerra son las calles «bloqueadas» por la autoridad militar.

Para ir a buscar el pan o hacer la compra había que dar un gran rodeo. No se podía ir de una calle a otra. Recuerdo las alambradas, y las barricadas y chicanas que irrumpieron en la ciudad en los años 1957 y 1958. La tercera imagen que me causó una gran impresión fue la de un atentado. Me acuerdo de unos hombres que, de noche, llevaban un cadáver a cuestas. No sé quién era, yo apenas tenía seis años y estaba oscuro. Observé la escena desde el balcón de mi abuela. Pusieron el cadáver en una camilla improvisada. Irrumpía en mi mente una imagen directa de la muerte. Estas son las tres imágenes de la guerra de Argelia que se me han quedado grabadas.

El miedo

La guerra estaba presente en las conversaciones de los adultos, por supuesto. Lo decían todo delante de nosotros. Yo tenía mucho miedo. Como era un niño, no era consciente de que podía morir, por me acuerdo perfectamente de una cosa: me daba miedo la posible muerte de mi padre. Este vendía sémola y, cuando por la mañana iba a trabajar, tenía que cruzar la Rue de France. Luego se dirigía a su tienda, que se encontraba en la Rue Richepanse. Solo recorría unos 300 metros. No obstante, me daba miedo que le pasara algo, que fuera víctima de un atentado, que muriese. Durante mucho tiempo ese miedo subsistió en mi interior. Cuando mi padre falleció más tarde, en julio de 1985, volvieron todos esos recuerdos, todas esas imágenes. Mi padre me tuvo bastante tarde, con más de 40 años. Ya no era un hombre joven, y yo notaba que era muy vulnerable.

El miedo no era por mí mismo, era por la familia más próxima, no por la familia en sentido amplio. Vivía en una gran familia, con no sé cuántos primos hermanos, tíos y tías. Pero en situación de guerra la familia se contrae: el padre, la madre y mi hermana; era la mirada de un niño. Yo dormía en una pequeña habitación, porque vivíamos en un piso muy pequeño. Mis padres dormían en una habitación separada por un pequeño tabique del pasillo donde yo dormía.

De noche oía hablar a mis padres. Estaban inquietos, sobre todo hacia el final de la guerra. Se preguntaban si debían quedarse o irse y, en tal caso, cómo hacerlo (no conocían Francia). Esas conversaciones susurradas a media voz por la noche me acongojaban. Los padres, cuando acuestan a los niños, siempre se imaginan que estos duermen. Nosotros no dormíamos. Con mi hermana, los escuchábamos, al acecho de la menor información. No hay nada más terrible para un niño que notar la incertidumbre y el sufrimiento de sus padres. El abismo incierto que se abría ante ellos, así como los temores nocturnos sumados a los atentados, propiciaban un clima angustioso.

Constantina es una ciudad en la que se registraron varias irrupciones brutales de la guerra, como el 20 de agosto de 1955, y algunos atentados con granadas. Lo que también recuerdo son las bombas ​​de la OAS en los años 1961 y 1962. Casi todas las noches me despertaba sobresaltado por el ruido ensordecedor de las bombas. La OAS volaba tiendas o cafeterías que pertenecían a argelinos musulmanes, tal y como entonces se decía. A finales de 1961, se sucedieron las llamadas nuits bleues, noches sacudidas por continuos atentados. En nuestras ventanas ya no había cristales. Mi padre los cambió tres o cuatro veces hasta que se cansó: puso plástico en vez de vidrio.

Una foto de clase

Cuando partimos, yo estudiaba en el Lycée d’Aumale, ya que los cursos de dicho centro iban de primaria hasta el final del bachillerato. Tras el curso preparatorio ingresé en la Escuela Diderot. Esta tenía una peculiaridad: la «composición étnica» de la clase. Por lo que recuerdo, la mitad se componía de niños judíos. El resto eran mitad musulmanes y mitad europeos. Al final había unos quince niños judíos, entre siete y ocho musulmanes y entre siete y ocho europeos. En la época de primaria, había niños argelinos. En las fotos de clase resulta difícil distinguir entre judíos y musulmanes. Son niños argelinos. Pero cuando llegué al Lycée d’Aumale, en sexto, la impresión fue muy fuerte: prácticamente no había argelinos musulmanes en el aula. No entendía qué pasaba. Esa desaparición me inquietaba. Las manifestaciones en el Lycée d’Aumale eran a favor de una «Argelia francesa», «De Gaulle al paredón», «¡Viva Salan!», etc. La paradoja era que ese instituto, que era como un enclave europeo, estaba situado en el corazón del barrio judío, el barrio judeo-árabe. En cualquier caso, así lo vivía yo.

De enero a junio de 1962, ya no fui prácticamente al instituto. Me quedaba en casa, como todo el mundo. En casa no teníamos televisión, solo  radio. Al final de mis estudios de primaria en la Escuela Diderot, se derrumbó la buena convivencia entre judíos y musulmanes. En la escuela creció el odio intercomunitario. Se había cavado una fosa terrible y todos tenían miedo, todos sospechaban de todos. Cuando la gente se cruzaba en la calle, el miedo era lo que se imponía. En 1961 se desvaneció la alegría de la que antes he hablado. Hasta 1959-1960 tuve la sensación de vivir en una ciudad alegre, la gente seguía conviviendo, los cafés estaban abarrotados.

La muerte de Raymond

Ya de niño había interiorizado ese miedo comunitario, sobre todo porque provenía de un suceso lejano que se había grabado en la imaginación de los judíos de Constantina, a través de los relatos sobre los sangrientos enfrentamientos del 5 de agosto de 1934 entre judíos y musulmanes. Los «hechos de agosto de 1934» seguían presentes en las conversaciones, mucho más que el período de Vichy, en el que los judíos de la ciudad fueron expulsados ​​de la función pública.

Ese miedo se reavivó el 22 de junio de 1961 a raíz del asesinato de Raymond. Para la comunidad judía de Constantina fue un choque. El gran cantante de malouf Raymond Leiris, llamado «Cheikh Raymond», fue asesinado en el mercado. Me acuerdo muy bien, ese día yo estaba en el mercado con mi madre. En esa época mi madre iba el mercado todos los días. Yo tenía diez años, ya no iba a la escuela debido a los «acontecimientos». Mi madre no sabía qué hacer conmigo; la mitad de las veces me llevaba con ella. Cuando los disparos sonaron yo estaba en el mercado de arriba, en la Place Négrier.

La multitud se dispersó inmediatamente y volvió enseguida. «¡Han matado a Raymond!» Era una cosa enorme, gigantesca. La comunidad judía de Constantina estaba en estado de choque, conmocionada. Los judíos entierran enseguida, al igual que los musulmanes. Creo que el entierro tuvo lugar muy deprisa. Había mucha gente: niños, mujeres y hombres, toda la comunidad judía estaba presente en la calle. Recuerdo que ese día no hacía muy buen tiempo: cielo gris, sol brumoso.

Uno de mis tíos que estaba en el entierro dijo, mirando al cielo: «Han matado a Raymond. Hasta Dios llora por él.» Me acuerdo de esta frase, y de haber asistido al entierro, de haber seguido junto a mi padre el largo cortejo que subía al cementerio. La gente solía decir: «Subamos al cementerio», ya que el cementerio judío de Constantina estaba situado en la parte alta de la ciudad. Nosotros conservamos esa expresión: cuando mi padre murió, mi madre, en París, me dijo: «Subamos al cementerio». No la contradije.

El cementerio judío de Constantina era magnífico; estaba al lado del Monumento a los Caídos en la Primera Guerra Mundial que domina toda la ciudad. Una gigantesca procesión siguió los restos mortales de Raymond, que fueron enterrados, si no recuerdo mal, a la entrada del cementerio. Fue el punto de inflexión, el momento en el que lo que quedaba de la comunidad judía de Constantina decidió, en 1961, trasladarse a Francia. La pregunta ya no era si teníamos que marcharnos o no, sino «¿Qué va a ser de nosotros allí, tan lejos?»

Los preparativos de la partida

La atmósfera que se había apoderado de la ciudad era cosa digna de ver. La recuerdo muy bien. Tenía once años y medio, estaba en sexto y me acuerdo de esa atmósfera de pánico entre los europeos y los judíos de Argelia. No nos fuimos inmediatamente después de los acuerdos de Evian, ¡no! Ahora nos hacemos muchas preguntas sobre los acuerdos de Evian, del 18 de marzo de 1962, pero allí nadie se preocupaba de leérselos, y la mayoría de la gente ignoraba su contenido. Lo único que recordaban de los acuerdos de Evian era el referéndum, fijado para 3 meses más tarde.

Hacía ya generaciones, desde el decreto Crémieux, que los judíos de Argelia se consideraban miembros de la comunidad francesa. Ese referéndum significaba el fin de la Argelia francesa. Lo demás, como tener la doble nacionalidad, por ejemplo, no era problema suyo. La principal fecha para ellos no eran los acuerdos de Evian, sino el referéndum por la independencia, fijado para principios de julio, que para ellos significaba el fin de la nacionalidad francesa. Los judíos de Constantina, al igual que los de toda Argelia, no querían revivir el período de Vichy, en el que perdieron la nacionalidad francesa y se vieron sometidos de nuevo al Código Indígena. Querían mantener la ciudadanía francesa lograda en 1870, hacía ya por lo menos tres generaciones.

La partida no se produjo de inmediato. A finales de marzo y durante todo el mes de abril de 1962, los atentados y bombas de la OAS tensaron el ambiente. La ciudad se vio sacudida por una serie de atentados con bomba. Los judíos se mantenían a la expectativa, en una posición neutral; no podían unirse a la OAS, una organización trufada de antiguos seguidores del régimen de Vichy, que los había excluido de la función pública quince o veinte años atrás. Al mismo tiempo, al llevar varias generaciones viviendo como franceses, no podían estar a favor del FLN (Frente de Liberación Nacional).

A finales de abril de 1962, mi padre tomó la decisión de partir. En ese momento, le preocupaban dos cosas que le provocaban un terrible inquietud. En primer lugar, cómo partir. Constantina no es una ciudad costera, sino que está situada en el interior del país. Se le presentaban dos posibilidades: zarpar desde Annaba (la antigua Bona) o salir en avión.

No era nada fácil conseguir billetes en un momento en el que comenzaba el éxodo y se desataba el pánico. Recuerdo muy bien que mi padre decidió ir en avión, pero para eso había que hacer cola. Las plazas de avión se distribuían, daban o vendían, ya no me acuerdo, en el ayuntamiento de Constantina, que estaba enfrente de la Place de la Brèche. La cola ocupaba cientos de metros. Prácticamente había que quedarse a dormir ahí, sobre el terreno, para estar a punto a la mañana siguiente. La espera podía durar dos o tres días. Recuerdo que mi madre, mi hermana y mi padre hicieron cola durante tres días para conseguir los billetes.

La partida

Partimos el 16 de junio de 1962, entre los últimos. Embarcamos en Telerghma, a pocos kilómetros de Constantina. Tuvimos que coger un camión para ir al aeródromo. Sabía que era una partida definitiva. Durante un año había oído hablar tantas veces a mis padres en la terraza, en su habitación, con los tíos, que tenía la certeza de que era una partida definitiva. Sabía que era una cosa muy grave. No nos íbamos de vacaciones. Sabía que era una ruptura. Tenía once años, pero me daba cuenta de la gravedad de las cosas.

Me acuerdo de una escena cruel: mi madre limpiando a fondo el piso antes de marcharnos. Hasta el último minuto, justo antes de bajar las escaleras y subir al camión militar, siguió fregando el suelo. Limpió a fondo el piso, sin prestar atención a las reprimendas de mi padre, que encontraba su actitud completamente absurda. Estaba muy apegada a su piso de Constantina, que consideraba como una especie de joya, pese a ser muy pequeño. Era el apego a una historia. Dejó el piso impecable. Al final incluso fregó las escaleras.

El «cadre»

La segunda preocupación de mi padre era lo que en esa época recibía la denominación de «cadre» (palabra francesa para designar una especie de contenedor), en el que quería guardar nuestras cosas el día de nuestra partida. Cuesta imaginarse lo que es un éxodo. Recuerdo esa imagen increíble de la Rue de France, con docenas de personas en la calle guardando sus cosas en los cadres. Mi padre había visto irse a gente que conocía: los vecinos del rellano, sus amigos, gente de su entorno social, los que frecuentaba en la ciudad o la sinagoga. No se había dado cuenta de que empezaba el éxodo y luego él también cedió al pánico. Cuando quiso irse, ya era demasiado tarde para hacer el cadre. No logramos hacer el famoso cadre, demasiada gente y demasiadas peticiones. No teníamos ninguna posibilidad de facturarlo antes. Mis padres tomaron la decisión de irse antes de la independencia, pero dejando atrás el cadre y el piso.

Así pues, aunque hacía mucho calor, partimos muy abrigados por un sencillo motivo: no podíamos meter los abrigos en las maletas porque abultaban demasiado. Teníamos derecho a dos maletas cada uno. Yo llevaba dos maletas pequeñas, mi hermana también, igual que mi madre y mi padre. Si se miran las fotos de los repatriados que abandonaron Argelia en junio de 1962, se ve que muchos llevan abrigos y jerséis. Los que no podían facturar su cadre se llevaban consigo todo lo que podían. Los que ya habían enviado el cadre viajaban más ligeros. No fue ese nuestro caso. De hecho, mi padre estuvo convencido hasta el final de que se podría quedar en Argelia.

Era incapaz de tomar la decisión de abandonar esta tierra. En el aeródromo militar de Telerghma estuvimos varias horas en la pista esperando el momento de embarcar. Fue espantoso tener que esperar así, arrebujados en el abrigo, bajo un sol de plomo. En aquel entonces mi padre tenía 53 años y mi madre, 46. La partida, los abrigos y los jerséis bajo el sol de quienes no habían podido facturar un cadre eran un sufrimiento que ningún libro de historia ayudará nunca a comprender.

Llegamos de noche al aeropuerto de Orly, donde nos esperaba mi tío Robert. En septiembre de 1962, mi padre volvió a Constantina a buscar los muebles y… ¡los cadres! Durante todo el verano mis padres estuvieron obsesionados con el mismo tema: recuperar sus muebles. Tras la desazón de las discusiones nocturnas sobre la guerra vinieron las discusiones del verano de 1962 sobre el cadre, la posible pérdida de nuestras cosas. Cuando mi padre dijo que volvería a buscar los muebles, mi madre le respondió: «No, si vuelves, te matarán.» Él no tenía miedo de que le mataran. Sabía que no corría ningún riesgo. Dos de sus empleados, Sebti y Smail, eran del FLN. Mi padre sospechaba que eran del FLN, aunque ellos lo negaban. Mi padre estaba en contacto con el universo político argelino, conocía personalmente a Abdelhamid Ben Badis porque su tienda estaba debajo del edificio donde vivía este último. Mi padre tenía una cultura argelina, que me transmitió y que no era la de mi madre, que tenía una cultura más tradicional, propia de la comunidad judía.

Así pues, en septiembre de 1962 volvió a Argelia; preparó el cadre y lo trajo consigo. Nos contó su regreso a Constantina. Cuando llegó al aeropuerto de Ain El Bey, tomó un taxi. El taxista era de Jenchela, ciudad que conocía, y mi padre lo reconoció en el acto. Entonces el taxista se echó a llorar. Le dijo: «¿Por qué se fue? Esto no puede ser; tiene que volver, este es su país.» El taxista se quedó con él todo el tiempo que estuvo en Constantina. Mi padre permaneció en la ciudad tres o cuatro días. La acogida del taxista le conmovió extraordinariamente. Lloró, sabía que ahora que ya tenía el cadre, que había enviado vía Annaba, todo había terminado. Me contó que «había subido» una última vez al cementerio a visitar la tumba de su padre. Más tarde, cuando, en 1983, volví a Constantina, mi padre me pidió que fuera a visitar la tumba de mi abuelo y que hiciera fotos. Pero yo estaba tan emocionado por ese primer regreso que no encontré la tumba. Estaba firmemente decidido a cumplir el deseo de mi padre y me llevé la cámara, pero no encontré la tumba. A mi padre no se lo dije. Era una mentira, no podía decirle otra cosa. Cuando, en octubre de 1985, volví a Constantina, encontré la tumba de mi abuelo inmediatamente, pero mi padre ya había muerto. Falleció el 1 de julio de 1985 en Sartrouville, en las afueras de París. Ver la tumba de mi abuelo me afectó profundamente. En ella figuraba la inscripción «Benjamin Stora». Yo llevo el mismo nombre que mi abuelo. Entonces experimenté la extraña sensación de que la tumba que estaba ahí, en Constantina, era la mía.