El Mediterráneo vive un período de cambio que proclama la necesidad de un desarrollo sostenible de cara a los nuevos desafíos que plantea la globalización, cuyos efectos (por ejemplo, la sobrepesca y la contaminación atmosférica e hídrica) hacen de esta zona una de las más vulnerables y afectadas del planeta. Pero, en este contexto, la población empieza a rebelarse contra los responsables políticos y exige una nueva política medioambiental que ponga fin a un proceso que nos lleva al agotamiento de los recursos. La Unión Europea y una nueva composición social y económica ofrecen opciones para una nueva gestión del agua y los espacios, como las energías renovables o las llamadas «ciudades verdes».
Una región en mutación
El Mediterráneo se transforma. Siempre lo ha hecho a lo largo de la historia, pero ahora los cambios se superponen de forma acelerada y paradójica. La multiplicación de intercambios materiales entre los países de la región, así como el aumento generalizado del nivel de vida y el crecimiento demográfico provocan un fuerte impacto medioambiental sobre unos ecosistemas frágiles. Estas tensiones externas conectan y amplifican los movimientos internos de protesta, que cuestionan la capacidad de las élites y el poder establecido para responder a los nuevos desafíos. En esta gran confusión de los sentidos y las ideas, promover un desarrollo económico que respete y potencie un entorno natural único es imprescindible para garantizar un desarrollo sostenible y compartido en el Mediterráneo.
Una naturaleza en peligro
Para los científicos, el Mediterráneo es una de las regiones más vulnerables del mundo ante los efectos del cambio climático[1]. El aumento de gases de efecto invernadero ya está alterando el clima con periodos más frecuentes de sequía e inundaciones, incendios más devastadores y una pérdida irrecuperable de la biodiversidad marina y terrestre. Nuestro capital natural, es decir, el conjunto de recursos ambientales, se deteriora año tras año. La huella ecológica, que mide el impacto de nuestro sistema de producción y consumo, es superior en un 150% a la capacidad biológica de nuestros territorios[2]. Agotamos nuestros suelos, ríos y mares sin tan siquiera poder satisfacer las necesidades actuales de la población, que a menudo vive de modo precario e indigno.
Unos problemas locales con un impacto global
Por desgracia, nuestro sistema de consumo y producción tiene unas consecuencias que rebasan todas las fronteras. La sobrepesca en las zonas costeras impide a los peces reproducirse y mantener una población sostenible. Las emisiones no controladas de las fábricas liberan a la atmósfera, el suelo o el agua unos productos tóxicos que se acumulan y desequilibran los ecosistemas naturales. Los residuos de las ciudades y territorios suelen ir a parar a vertederos o al mar. Tiramos más del 30% de la producción alimentaria mundial[3]. Los atascos cotidianos de tráfico reducen la productividad económica y la esperanza de vida. Los suelos, saturados de pesticidas y dedicados al monocultivo, se agotan cada día un poco más. Lejos de estar aislados, estos fenómenos están interconectados y se refuerzan entre sí, a riesgo de superar unos umbrales críticos que no permiten la vuelta atrás.
Jordania, Israel y Palestina, que comparten unos recursos hídricos extraordinariamente escasos y frágiles, alcanzan periódicamente niveles máximos de contaminación que impiden el consumo de agua potable. La sobrepesca en España comporta una reducción de las capturas en Marruecos, y viceversa. La extracción y el procesamiento de minerales o recursos energéticos crean una riqueza inmediata, a menudo en detrimento de las comunidades locales y las futuras generaciones.
Una revolución en marcha
No obstante, la población civil, víctima de la mala gestión pública, empieza a rebelarse y pide a los gobiernos que reaccionen. Bajo la presión de los movimientos asociativos, Túnez ha incluido en la nueva Constitución la protección del medio ambiente y los recursos naturales. España se subleva contra los excesos del ladrillo en sus costas y presenta numerosas demandas contra políticos locales corruptos. En Estambul, los ciudadanos se manifiestan sin descanso y sin temor para proteger sus últimos islotes urbanos de naturaleza. En Egipto, hay barrios que se organizan para recoger y aprovechar los residuos urbanos. Italia ha decidido hace poco no construir centrales nucleares. Las plataformas de consumo colaborativo, uso compartido de vehículos o compras directas a los agricultores se están convirtiendo en algo corriente en Francia. Estas iniciativas ciudadanas se multiplican en los países mediterráneos y provocan una reacción –tardía– de los gobiernos con políticas públicas más ambiciosas.
Una economía verde y azul
Proteger la naturaleza no es un gasto. Es una inversión indispensable para el futuro. Mantener la biodiversidad de nuestro ecosistema común garantiza que en el futuro podamos seguir viviendo en él en un clima de confianza y esperanza. Para convertirse en centros de atracción e influencia, nuestras ciudades tienen que ahorrar más agua y energía, y deben ser más verdes y también más saludables. Tendrán la obligación de recuperar los residuos reutilizables, promover la movilidad blanda y proteger el comercio local. Para ser más competitiva, nuestra industria deberá ser capaz de racionalizar el uso de materias primas, reciclar los residuos para crear nuevos productos e invertir en capital humano. Nuestras administraciones, a su vez, tendrán la responsabilidad de introducir una fiscalidad ecológica, promover una democracia más participativa y transparente y garantizar la integración de los jóvenes y las mujeres en la economía y la política.
Un reto y una oportunidad
La distribución justa y racional de nuestros recursos naturales contribuirá a cohesionar nuestras comunidades. Por el contrario, el agotamiento de los recursos ecológicos agravará los actuales conflictos. La implantación de un nuevo modelo económico que respete y potencie nuestro patrimonio natural colectivo es, por lo tanto, el único camino sostenible para alcanzar un desarrollo armonioso, inclusivo y sostenible. Esta economía verde, a veces llamada azul en el Mediterráneo, atrae ya a numerosos países de la región[4]. Se están poniendo en marcha unos programas impulsados por instituciones internacionales, como la ONU, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) o la Unión Europea. No obstante, hay que acelerar su ejecución e implicar a los actores públicos y privados locales, los únicos capaces de llevar a cabo esta transición ecológica y económica.
Una unión política
Europa ha sabido construir una alianza supranacional de regiones y naciones. Pese a sus defectos, sigue siendo un ejemplo único de una comunidad de ciudadanos que comparten una visión, una economía y una cultura comunes. Al superar los traumas de dos guerras mundiales, esta unión industrial y monetaria ha facilitado un desarrollo inclusivo durante las pasadas décadas, aunque entremos en una fase de estancamiento del crecimiento, lógico y tal vez deseable para limitar el agotamiento de los recursos naturales.
El Mediterráneo tiene todas las bazas para convertirse en un espacio de intercambio y distribución, de construcción conjunta e innovación. La economía verde ya está en marcha. Marruecos y Jordania ya han definido una estrategia nacional de crecimiento verde. Francia e Italia preparan una transición ecológica hacia unas energías verdes. Turquía y el Líbano han puesto en marcha programas para la creación de empresas verdes y ecológicamente innovadoras.
Un camino largo y complejo
No esperemos resultados inmediatos. Los procesos de transformación radical son difíciles e inciertos. Para poder triunfar, este desarrollo verde e inclusivo debe basarse en una fuerte unión política con medios eficaces y una gobernanza común ejemplar. En el ámbito local, la sociedad civil (ONG, empresas, educadores…) facilitará la puesta en marcha sobre el terreno de esta transición ecológica. Si se utilizan con inteligencia las redes sociales y las nuevas tecnologías, las iniciativas ciudadanas posibilitarán esta prosperidad común y duradera. Nos hallamos al principio de una revolución disruptiva y necesaria. ¡No esperemos más y convirtámonos todos en actores del cambio!