¿Un giro posreligioso imposible?

El wahabismo está lejos de poder relegarse al olvido en los países árabes del Golfo. Sin embargo, la evolución del mundo contemporáneo mueve las líneas del conservadurismo.

Barah Mikaïl

Más conocidos como “Estados rentistas”, los países árabes del Golfo también tienen fama de ser Estados conservadores, al estar vinculados al mantenimiento de una estructuración políticosocial que favorece los principios del islam. Así, el renacimiento de la “Religión revelada” en la península Arábiga habría arrastrado a sus Estados constitutivos a una piedad necesariamente sinónima –desde un punto de vista occidental, se entiende– de radicalismo. Es más, al mismo tiempo, los orígenes nacionales –saudíes– de un tal Osama bin Laden ayudarían a confirmar la demasiado fácil tendencia de la subregión a “producir” individuos movidos por una especie de iluminación religiosa, incluso de mesianismo.

Todo ello sin olvidar que, al haber sido testigos del nacimiento del wahabismo, el golfo Arábigo, y especialmente Arabia Saudí, podrían tener las tendencias radicales inscritas en el patrimonio genético (ideas muy habituales a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y defendidas entre otros por Antoine Basbous, L’Arabie saoudite en question, Perrin, 2002; y Laurent Murawiec, Princes of Darkness: The Saudi Assault on the West, Rowman & Littlefield, 2005). No obstante, hay que reconocer que la realidad de los hechos aporta un buen número de matices a esa afirmación. No es solo que el wahabismo como ideología asumida se imponga hoy exclusivamente en Arabia Saudí: aunque sea oficialmente el segundo Estado wahabí de la península Arábiga después de Arabia Saudí, Qatar, cuya población autóctona se ciñe, efectivamente, a los principios de un conservadurismo religioso poderoso en el islam, no hizo constar el wahabismo en ningún punto de su Constitución.

Además, tanto las realidades políticas como las religiosas de la región muestran, hoy más que nunca, que los tiempos han cambiado, y que los paradigmas religiosos, por dominantes que parezcan, también han cedido a formas de distanciación con respecto a la esfera espiritual por parte del conjunto de los gobiernos concernidos. El wahabismo, al igual que la adhesión al islam, sigue prevaleciendo a escala social, hasta el punto de esgrimirse con fines políticos, en una tendencia que no parece que vaya a atenuarse próximamente. Sin embargo, en contrapartida, la necesaria subida de los países del Golfo al carro de la globalización plantea muchos interrogantes sobre si la religión seguirá encarnando a la larga el alfa y omega de la evolución de cada uno de esos países.

¿Un wahabismo teórico?

Hoy se conocen ya los orígenes del wahabismo. Surgió a mediados del siglo XVIII, fruto de la alianza entre un predicador musulmán, Mohamed ben Abdel Wahab, y el líder de una tribu conquistadora que más tarde daría su nombre a Arabia Saudí, Mohamed ben Saud ben Mohamed. Este último, gracias a semejante movimiento político-religioso, podrá dotar a sus conquistas tribales y territoriales en la península Arábiga de una garantía de legitimidad religiosa. Con el tiempo, los términos de esta alianza se preservarán y llegarán a encarnar la base ideológica legitimadora y unificadora de Arabia Saudí contemporánea (1932). En paralelo, la onda de choque del wahabismo, inherente a las políticas de conquista de los Al Saud, llegará a dejar huella en gran parte de la península Árabe, incluido el archipiélago de Bahrein.

No obstante, las rivalidades políticas y las modalidades organizativas de clanes y tribus de la región provocarán que, in fine, paralelamente a Arabia Saudí, sólo Qatar sea testigo, con su independencia (1971), de cómo el wahabismo imprime su marca en su sociedad y reglas vigentes. (Ver Jacques Benoist-Méchin, Ibn Seoud ou la naissance d’un Royaume. Le loup et le léopard, Albin Michel, 1955). Ahora bien, los hechos no tardarán en convertir a Arabia Saudí en el único Estado wahabí oficial de la península Arábiga. A diferencia de sus vecinos, más dados a reivindicar su vinculación a la Sharia (ley islámica), aunque sin valerse del wahabismo, el reino saudí lo tenía difícil para abandonar un legado ideológico que había justificado, sentado sus bases y cimentado su nación.

De modo que el país seguirá desmarcándose por su interpretación literal y rígida de los textos y principios del islam, ciñéndose al respeto de la letra del Corán y de los textos de la Tradición. Esta particularidad tendrá un impacto considerable, pues convertirá el país en el ejemplo de Estado teocrático poco dado a la flexibilidad. La prohibición de la apertura de lugares de culto a los no musulmanes, el respeto necesario por los musulmanes y los no musulmanes de las prácticas del islam (cierre de los comercios durante las cinco oraciones diarias, decoro en el vestir…) son elementos que ilustrarán el impacto del poder religioso en una familia real también obligada a hacer gala de su profunda piedad. (Ver Madawi al Rasheed, Historia de Arabia Saudí, Cambridge University Press, 2003).

Entre obligaciones socioeconómicas y pragmatismo de Estado

Sin embargo, ya sea en Arabia Saudí, Qatar o en el resto de Estados de la península, nada lleva a intuir que el wahabismo o la adhesión a los principios religiosos vaya a superar la prueba del paso del tiempo y la evolución de las mentalidades. Y ello prevalece en dos casos. Uno, que engloba a los países del Golfo excepto Arabia Saudí y Yemen, expresa claramente la libertad y las modalidades de emancipación que han podido reconocerse a la ciudadanía con los años. Así, la regla de oro aún es, evidentemente, la decencia, y el consumo de bebidas alcohólicas, así como las prendas ligeras, siguen estando poco recomendados, cuando no proscritos. No obstante, basta con fijarse en la situación prevaleciente en Qatar o Dubai para darse cuenta de que los márgenes de libertad pueden ser amplios.

El alcohol, aunque prohibido, puede adquirirse en determinados lugares especializados. En cuanto a la ropa provocadora, aunque dista mucho de ser predominante en el paisaje, no es por ello menos visible, en especial en los centros comerciales. Un solo matiz: semejantes lujos son patrimonio exclusivo de las comunidades occidentales, y sólo los lucen unos pocos autóctonos, o incluso ninguno. Con ello, se salvan las apariencias, pero el marcador de la evolución social también ha conocido un movimiento revelador en las dos últimas décadas. Por parte de los saudíes, nada por el estilo. El respeto de las reglas de la Sharia sigue imponiéndose a todo el mundo. Ahora bien, ello no significa que sea un país que en el futuro vaya a confinarse necesariamente dentro de semejantes preceptos. Aunque sea poco probable que experimenten un giro similar al de sus vecinos, los saudíes han emprendido una reflexión de tipo poswahabí.

Se percibe a nivel institucional, donde el rey Abdalá no ha dudado en relevar de sus funciones a predicadores, apelando a prácticas sociales no demasiado rigoristas. También está presente, aunque en un grado más discreto, en el aparato estatal. Por una sola razón: los saudíes temen que el wahabismo desencadene fuerzas centrífugas que provocarían a corto plazo el desmembramiento del país, provincia tras provincia. Así, parece que ya ha empezado la lucha para que el Reino pueda llevar a cabo su transición poswahabí sin desprenderse de una etiqueta wahabí oficial. Y hay que reconocer que este cometido dista de ser evidente en un país que siempre ha hallado el equilibrio en un movimiento pendular que mantiene las relaciones entre un poder ejecutivo también sometido a varias tendencias y un poder religioso claramente más rigorista.

Conclusión

El wahabismo, como la adhesión a los preceptos del islam en general, está lejos de poder relegarse al olvido en los países árabes del Golfo. Sin embargo, las evoluciones del mundo contemporáneo mueven necesariamente las líneas del conservadurismo. Así, nada deja prever la incorporación de esas sociedades a una era decididamente posislámica. Pero parece obvio que el rigor que ha caracterizado a esos países hasta ahora adolece finalmente de excepciones.

Es imposible no constatar también en qué medida las trayectorias históricas, así como los componentes y configuraciones sociales de cada uno de los países de la península Arábiga, responden a no pocas excepciones. (Para convencerse de ello, basta con leer las aportaciones de Djilali Benchabane, Laurence Louër y Marc Valeri a Questions internationales, “Les États du Golfe: Prosperité et insécurité”, La Documentation Française, nº. 46, noviembre-diciembre 2010). Asimismo, la tarea menos obvia seguirá imponiéndose a Arabia Saudí, país cuyos cimientos dependen en gran medida del recurso a las bases estrictas de lo religioso.