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Co-edition with Estudios de Política Exterior
Un Estados Unidos en pleno cambio se enfrenta a un Oriente Próximo en caos
El fracaso americano en Irak tiene consecuencias en su estrategia para toda la región, Irán o el conflicto árabe-israelí.
Ian O. Lesser
Cuatro años después de la invasión de Irak, Estados Unidos se enfrenta a un Oriente Próximo caótico y cada vez más impredecible, ahora que la capacidad de Washington para reunir el apoyo internacional a una política regional concertada está en su punto más bajo. En el frente interno, el actual control demócrata en la Cámara de Representantes y en el Senado fomentará un debate aún más acalorado sobre la naturaleza de la política exterior y de seguridad americanas, y sobre Irak en particular. De hecho, la naturaleza corrosiva de la crisis de Irak podría suponer una falta de atención y de recursos americanos para afrontar problemas más acuciantes que emanan de otras partes de la región, con repercusiones mundiales.
¿Cómo interpretar los recientes resultados electorales, y el final del dominio republicano en el Congreso? Hasta cierto punto, puede considerarse un deseo natural de equilibrio y de cambio frente a la drástica caída de la popularidad de la administración Bush. Irak es claramente una parte importante de esta ecuación. Pocos americanos creen que la actual estrategia en el país esté funcionando, y muchos dudan de que el mantenimiento de la presencia en Irak redunde en beneficio de la nación. Dentro de los círculos de política exterior, republicanos y demócratas, prácticamente ha desaparecido el apoyo al modo en que se ha llevado la guerra.
En este sentido, las tan cacareadas conclusiones del Grupo de Estudios sobre Irak (el informe Baker-Hamilton) se encuentran en gran medida dentro de las corrientes analítica y política convencionales. Además, la opinión pública se siente cada vez más frustrada ante el extraordinario coste del conflicto de Irak, por supuesto en vidas, pero también en atención y recursos. Si el gasto de EE UU se aproxima remotamente al billón o dos billones de dólares, que es lo que ahora se dice que supone el coste total de la guerra en Irak –los cálculos varían enormemente dependiendo de las hipótesis sobre la duración y escala del conflicto– significaría un enorme coste de oportunidades para el país.
Los ciudadanos son cada vez más conscientes de que la guerra de Irak ha supuesto verdaderos costes internos en un momento en el que crece la preocupación por la situación del sistema sanitario, la educación, la seguridad social y las infraestructuras del país. Si las recientes elecciones al Congreso han estado influidas por el debate sobre Irak, es importante recordar que este debate gira en torno a decisiones políticas tanto en el ámbito interno como en el internacional.
Irak y las consecuencias regionales
Con este trasfondo político, EE UU se enfrenta a una serie de realidades sombrías en el Gran Oriente Medio, con consecuencias para la estrategia americana. En primer lugar, su capacidad para obtener algo parecido a una “victoria” en Irak está menguando rápidamente. En el mejor de los casos, tal vez sea capaz de estabilizar la situación de seguridad hasta el punto de poder dejar el precario destino del país en manos iraquíes; en resumen, una salida mucho menos que airosa con una perturbación regional mínima.
En el peor de los casos, Irak se convertirá en una zona de caos, que invite a la intervención regional y extienda los problemas de seguridad fuera de sus fronteras, hasta Europa, Asia y Norteamérica. Una división de Irak siguiendo líneas étnicas o religiosas no es desde luego algo que forme parte de la política de EE UU, ni redunda en su interés, y mucho menos en el de países adyacentes como Turquía e Irán. Pero podría darse, con una entidad kurda relativamente estable y viable en el Norte. Sea cuál sea el destino de Irak como Estado, es posible que el caldero de insurgencia y violencia privada dentro del país afecte a la seguridad internacional, desde el terrorismo al crimen trasnacional, durante muchos años.
En segundo lugar, la amplia gama de hipótesis incómodas a la que se enfrentan ahora los políticos americanos supone que lo que empezó como una cuestión de estrategia hacia Irak se ha convertido en una cuestión de estrategia hacia Irak y su región, o de cómo contener y hacer frente a las consecuencias regionales del fracaso en Irak. Gran parte de este nuevo debate sobre la diplomacia regional para Irak se centra en el acierto y las ventajas de atraer a Irán, y en menor medida a Siria, como actores clave en la ecuación regional. La cuestión de tratar con Teherán asuntos de política regional no es nueva, y se ha intentado esporádicamente desde 2001 en relación con Afganistán, con poca iniciativa y menos éxito aún.
La suma de la continuación del programa nuclear iraní y la retórica inflamatoria de Mahmud Ahmadineyad pone las cosas mucho más difíciles a los políticos americanos a la hora de intentar una apertura con Irán. En todo caso, la percepción de una intervención cada vez más activa de Irán en la política y en la violencia de Irak fomenta las posturas agresivas. Por ahora no produce mucho entusiasmo el uso de la fuerza contra Irán –hay pocas opciones militares buenas a este respecto–, pero la aparición de informaciones secretas nuevas y creíbles relativas al ritmo del programa nuclear iraní podría transformar el panorama con gran rapidez de aquí a uno o dos años. En el debate americano sobre la estrategia regional para Irak, el aliado más obvio es actualmente Turquía.
Pero las relaciones turco-americanas se mantienen tensas desde 2003, y las agendas bilaterales en Irak, aunque convergen en aspectos clave, distan mucho de ser idénticas. Ankara ve Irak a través de la lente de la renovada violencia del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) y el temor a un Estado kurdo independiente en sus fronteras. Washington, que se enfrenta a una creciente situación de deterioro en todo Irak, es muy reacio a abrir un nuevo frente contra el PKK en el norte relativamente estable.
La atmósfera de desconfianza mutua, con un mar de fondo de pronunciado sentimiento anti-americano y nacionalista en la opinión pública turca, ha dificultado el desarrollo de una política concertada respecto a Irak, incluso entre dos aliados de la OTAN. La revitalización de la alianza estratégica con Turquía es ciertamente una prioridad para cualquier política regional coherente sobre el futuro de Irak. En tercer lugar, desde Marruecos al sur de Asia, el Gran Oriente Medio está modelado por acontecimientos internos en los que poco o nada influye EE UU. En cierto sentido importante, los neoconservadores y los neoliberales partidarios de la democratización y de la transformación regional tenían razón. El futuro de la región vendrá marcado principalmente por las tendencias y las decisiones internas, incluido el equilibrio entre religión y laicismo en política.
Pero Irak ha hecho aún más difícil la tarea de promover y forjar estos cambios. Como señalaba claramente el rey Abdalá II de Jordania, la región y la comunidad internacional se enfrentan ahora a la posibilidad de tres guerras civiles simultáneas en Oriente Próximo: Irak, Gaza y Cisjordania, y Líbano. En estas condiciones, la diplomacia tradicional, como la utilizada por Washington desde hace décadas en el proceso de paz de Oriente Próximo, es claramente insuficiente. Harán falta nuevos planteamientos y nuevos interlocutores. Esto puede suponer compromisos incómodos. Se puede decir que si EE UU hubiera iniciado un diálogo estratégico con Irán hace unos años, cuando empezaba a surgir la cuestión de la política nuclear iraní, Hezbolá tal vez no se habría sentido libre para actuar como lo hizo en Líbano. En el Oriente Próximo actual, las dimensiones internas y externas en materia de política y estrategia son cada vez más interdependientes.
Además de enfrentarse a los contenciosos con los actuales gobiernos en toda la región, los planificadores americanos deben plantearse la posibilidad de que en los próximos años se den cambios de régimen imprevistos e imprevisibles. En este contexto, el poder de los movimientos islamistas no parece en absoluto desgastado, ni en el norte de África, ni Egipto, ni el Golfo, ni el sur de Asia. La división entre suníes y chiíes, que se ha convertido en una cuestión fundamental en Irak, también podría ser un factor más influyente en las relaciones internacionales de todo Oriente Próximo, un riesgo que EE UU no está en condiciones de entender o contener. En cuarto lugar, el programa nuclear iraní podría ser solo la punta del iceberg respecto al potencial de proliferación en el Gran Oriente Medio.
La próxima década podría perfectamente ser testigo de la aparición de uno o más países nucleares o casi nucleares en la región. Aunque no se anime a los países de la región a desarrollar sus propios arsenales con fines de peso estratégico y disuasión, es probable que la mera existencia de un Irán nuclear tenga una serie de consecuencias en cascada sobre los equilibrios militares, la doctrina y las percepciones geopolíticas, desde el Egeo hasta Asia Central. Entre otras cosas, la aparición de un Irán nuclear con una orientación similar a la actual transformará radicalmente el problema de seguridad al que se enfrenta Israel, y las perspectivas de alcanzar un acuerdo de paz amplio. Sin duda, esta realidad pesa mucho en el debate americano sobre si se podría convivir con un Irán nuclear, y en qué condiciones.
Para muchos estrategas americanos, el país ya se enfrenta a un difícil problema de proliferación con el arsenal nuclear y la estabilidad incierta de Pakistán. No es inconcebible que la violencia política o el caos en Pakistán pudieran provocar una intervención internacional para asegurar y quizá eliminar las armas y el material nuclear; una intervención que tal vez gozara de la aprobación de países tan diversos como EE UU, Francia, China, Irán y, por supuesto, Israel e India. En quinto lugar, la falta de un acuerdo entre palestinos e israelíes seguirá afectando a la seguridad regional e internacional.
Un acuerdo amplio en el contexto de una solución de dos Estados seguirá siendo un importante premio diplomático, quizá el premio diplomático, para cualquier gobierno americano. Pero el clima regional para una solución de ese tipo está mucho peor hoy que hace una década, y la capacidad americana para movilizar a los actores locales es hoy mucho menor. Para la administración Bush, muy centrada en Irak, será especialmente difícil establecer una diplomacia efectiva para el proceso de paz. Cualquier iniciativa nueva liderada por EE UU tal vez tenga que esperar al cambio de gobierno en Washington, y quizá requiera un enfoque del problema más multilateral que el que los anteriores gobiernos han estado dispuestos a aceptar. Europa, en especial, tiene mucho que decir en un acuerdo, y mucho que perder si no se avanza hacia una solución de dos Estados.
Por último, Oriente Próximo se verá afectado por otras tendencias ideológicas y geopolíticas además del islamismo y las disensiones sectarias. El nacionalismo emerge con fuerza renovada en la política interior y regional de países clave, y también está presente en Europa y Norteamérica. Una renacionalización de las políticas dentro de y respecto a Oriente Próximo alterará muchas de las suposiciones que han regido el análisis y la diplomacia referente a la región desde el final de la guerra fría. En especial, tendría serias consecuencias para el futuro de la Unión Europea como actor en la periferia meridional de Europa. También empeoraría la situación de las relaciones entre musulmanes y occidentales dentro de las sociedades europeas, una dimensión cada vez más importante en las relaciones entre musulmanes y occidentales en su conjunto.
También la antiglobalización podría volverse más pronunciada en la política regional y en las relaciones Norte- Sur desde el Mediterráneo hasta el Sur y el sureste asiático. La convergencia ideológica entre Irán y Venezuela quizá no parezca tan excéntrica dentro de unos años, una tendencia que complicará aún más la estrategia americana y europea hacia Oriente Próximo. Podría asimismo dar más sentido a las perspectivas de las relaciones Norte-Sur que la cuestión más estricta de las relaciones con el mundo musulmán y con Oriente Próximo.