
Túnez: unas elecciones llenas de sorpresas
El nuevo presidente Kais Said tiene el encargo de ‘restaurar la revolución confiscada’, despertando esperanzas, pero también dudas, entre los tunecinos.
Lilia Weslaty
En septiembre y octubre de 2019 se celebraron en Túnez unas elecciones legislativas y presidenciales llenas de sorpresas y de giros. Los resultados de las urnas se han interpretado como una apelación de la “voluntad general” del pueblo de volver a las reivindicaciones de la revolución: han castigado enormemente a los partidos, con un Parlamento fraccionado y la elección de un outsider de la escena política, Kais Said, como presidente de la República.
A estos resultados se los ha bautizado en tunecino irónicamente como #latkha (literalmente, el hecho de golpear violentamente el suelo al caer) para expresar el “K.O.” sufrido por los partidos y los políticos.
Said, gran vencedor de estos comicios, emergió con una legitimidad aplastante, cosechando más de 2,77 millones de votos de los siete millones de tunecinos censados; es decir, casi el doble que su predecesor Beyi Caid Essebsi. Con el 72,71% de los sufragios, venció por abrumadora mayoría a su adversario en la segunda vuelta, Nabil Karui, que se llevó el 27,29%.
¿Cómo se explica la fragmentación del Parlamento y el ascenso fulgurante de este hombre de “rectitud doctrinal”, como le gusta decir a la escritora Hélé Béji? Hay quien dice que ha renovado el espíritu de la revolución, mientras que otros se burlan de él y lo tildan de “populista”. ¿Qué hay de cierto en todo ello?
Vuelta a la revolución: ‘El pueblo quiere…’
Antes de 2011, el partido único, el Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD) controlaba la escena política. Desde la independencia de Túnez en 1956, este pequeño país de 11 millones de habitantes estaba sometido a un régimen autoritario implacable donde la censura, la vigilancia y la opresión formaban parte del día a día de los tunecinos, sobre todo de los interesados por la política. Para los opositores de todas las ideologías, y aún más para los islamistas del partido Ennahda, sentarse en una mesa para abordar un tema o un programa era casi imposible sin arriesgarse a persecuciones policiales y judiciales de un poder ejecutivo omnipotente. La práctica e incluso el estudio de la política eran objeto de represión y de prohibición.
Miles de personas fueron torturadas, privadas de sus libertades y/o asesinadas por una simple palabra crítica contra el régimen. El levantamiento de 2011 fue el punto de inflexión en la tolerancia del pueblo hacia su presidente Zine el Abidine Ben Ali y su “cuasimafia”, como se denominaba a su familia “los Trabelsi” en los cables de Wikileaks revelados por Julian Assange en 2010.
Llegados a centenares a la plaza del gobierno en la Kasbah de Túnez, miles de manifestantes coreaban: “El pueblo quiere derribar el sistema”. Más de 300 personas murieron y miles resultaron heridas, pero las reinvidaciones no perdieron fuerza, lo que provocó la caída de Ben Ali y su huida a Arabia Saudí…
Por fin, los medios de comunicación y las asociaciones se habían liberado. Por fin, los opositores de ayer tenían libertad de expresión; la crítica, los debates y las conferencias sustituyeron el silencio. Se anunciaba una nueva era. Por fin, el monopartidismo abría paso al multipartidismo y nacían más de 200 formaciones políticas. Incluso para algunos fue motivo de mofa, puesto que no todos los partidos lograban elaborar o iniciar un programa, ni tan siquiera proponer una visión general para consolidar reformas que combatieran la pobreza y la corrupción en el seno del Estado, del sector privado y sobre todo de los bancos.
En ese contexto agitado y eminentemente político, y gracias a los esfuerzos de la sociedad civil, de las organizaciones, así como de las instituciones internacionales y de los ciudadanos, Túnez acabó implantando, al cabo de tres años de ardua labor y de discusiones acaloradas, un nuevo contrato social, el de la nueva Constitución del 27 de enero de 2014.
Confiscación de los votos del electorado
Por otro lado, con el deseo de evitar cualquier reforma dolorosa, el primer partido posrevolución, Ennahda –ahora autodenominado “musulmán demócrata” y ya no “islamista”– decidió aliarse en las elecciones de 2014 con el partido Nida Tunes, liderado por un antiguo ministro, Beyi Caid Essebsi, que supo reunir a los antiguos miembros del régimen y a algunas personalidades de izquierdas. Esta decisión se explicó aduciendo una voluntad de supervivencia, debido, entre otras cosas, a la situación en Egipto, donde un golpe de Estado dio al traste con la revolución hasta convertirse en una dictadura aceptada y hasta militarizada por las potencias mundiales y mal difundida por los medios de comunicación.
Essebsi, contrario al nuevo régimen parlamentario contemplado en la Constitución de 2014, quiso volver a presidencializar el poder, como en tiempos de Ben Ali, con la consiguiente tensión al frente del poder ejecutivo. Su misión principal fue lograr la aprobación de un proyecto de amnistía denominado “Ley de reconciliación”. El propósito era borrar el mal sabor de boca dejado por los antiguos del régimen, que expoliaron las arcas del Estado y sobre todo sus bancos públicos, actualmente en pésimo estado financiero. Varias iniciativas ciudadanas, como la de “Manish Mssamah” (“yo no perdono”) se movilizaron en contra del proyecto. Aunque la ley acabó por adoptarse, se rectificó a base de enmiendas, gracias a los esfuerzos de la oposición en el Parlamento.
Las consecuencias de esa decisión hicieron perder a Ennahda cerca de dos tercios de su base electoral: pasó de 1.501.320 votantes en las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente en 2011 a 561.132 votos en las legislativas de 2019.
En un giro inesperado, el 25 de julio pasado, coincidiendo con la fiesta de la República, Essebsi fallece. Su desaparición trastoca el calendario electoral y sitúa el escrutinio legislativo entre la primera y la segunda vuelta de las presidenciales.
La carrera hacia Cartago
El jefe de gobierno, Yussef Chahed, candidato a la presidencia, se enfrenta, entre otros, a un “sustituto de Essebsi”, concretamente su ministro de Defensa, Abdelkarim Zbidi. Ambos proceden de las escisiones de Nida Tunes, partido casi desaparecido de la escena política, que ha conseguido apenas tres escaños, cuando cinco años atrás contaba con 86.
Quienes antes habían apoyado a Essebsi ahora se movilizaban por Zbidi, que también había sido ministro en tiempos de Ben Ali. En las redes sociales se organizó una campaña de gran envergadura, mediante peticiones y también en los medios de comunicación. Sin embargo, en las primeras apariciones del candidato, sus errores comunicativos, como el de afirmar que “el ejército impediría cualquier reunión en el Parlamento” para impedir un supuesto “golpe de Estado”, le costaron caros.
En cuanto al candidato de la formación Ennahda, Abdelfattah Muru, también se le tenía por uno de los favoritos, especialmente gracias a su base electoral, considerada mayor que la del resto de partidos.
En la primera vuelta de las presidenciales, entre los 26 candidatos en liza, el nombre de Said se oyó poco, a pesar de que meses antes algunos sondeos lo habían situado en las primeras posiciones.
El otro nombre que había aflorado en esos comicios presidenciales era el de Nabil Karui, hombre de negocios y magnate de la cadena más popular, Nesma TV, que había estado al servicio de Essebsi en 2014… En la segunda vuelta, será él quien se enfrente a Kais Said. Apodado “Nabil makrouna” (“Nabil el de la pasta”, por sobornar a sus electores dándoles paquetes de pasta, entre otras cosas), obtiene con un 15,58% de los votos frente al 18,40% de Kais Said, conocido por ser un respetable profesor de derecho constitucional, quien apenas se gastó 20 euros en toda la campaña, donde no regaló ni pasta ni dinero.
El proyecto de Kais Said
La aparición del nombre de Kais Said en las presidenciales lo cambia todo. Su proyecto se basa en una frase: “El pueblo quiere…”, la reivindicación de los manifestantes de 2011 de la que se hizo eco casi toda la región… Para este profesor de Derecho, esta frase devuelve la cuestión de la soberanía del pueblo y de la representatividad al centro del debate. Según él, los tunecinos, como otros pueblos, no esperan que les propongan programas, sino que “quieren ser actores habituales de la vida política”. Cita como ejemplos la crisis de “los chalecos amarillos” en Francia o las manifestaciones cada vez más crecientes en varios países del mundo.
En más de una ocasión y en casi todas sus apariciones en los medios de comunicación, aseguraba que el sistema electoral al que Túnez está acostumbrado, con representación proporcional basado en el sistema de resto mayor, no es representativo. Así que propone una nueva organización político-administrativa “que refleje mejor las voluntades locales y defina el programa de desarrollo en Túnez”.
El nuevo concepto que tiene previsto someter al nuevo Parlamento en forma de proyecto de ley presidencial es el siguiente: se empezaría con elecciones de consejos locales en cada delegación (el equivalente a una provincia), cuyos miembros se elegirían de acuerdo con el sistema uninominal, para que se sintieran en deuda con los electores, no con los partidos. Uno de los miembros del consejo, elegido a suertes, los representaría después en un consejo regional, que elegiría finalmente a sus representantes a nivel central. Los diputados del Parlamento ya no serían 217, sino 276, 11 de ellos representantes de los tunecinos en el extranjero.
Porque, tal y como proclama, su proyecto está inspirado en la “revolución confiscada el 14 enero”. Así es: desde 2011, Said acompaña, ayuda y aconseja a los manifestantes –a menudo denigrados por su situación precaria– en sus reivindicaciones. La cadena pública le invitó muchas veces a desmenuzar temas jurídicos y a explicar, en particular, la puesta en marcha de la Asamblea Constituyente. Según uno de sus compañeros de viaje, un treintañero entusiasta, lograron recoger más de 13.000 firmas (según la ley, se requieren 10.000) para que Said pudiese presentarse candidato a las elecciones de 2014. Pero él rechazó la petición, con el argumento de que “la escena política estaba muy polarizada”.
Cinco años después, los jóvenes de la Kasbah que fueran portavoces de las reivindicaciones de la revolución volvieron a reunir avales para su hombre de confianza, que ganó la primera vuelta el 15 de septiembre.
Antes de la segunda vuelta, se produce un nuevo giro: la detención de su adversario Nabil Karui, demandado en 2016 por la ONG l Watch, que lo acusaba de fraude fiscal y blanqueo de dinero. Y una nueva sorpresa: se descubre, gracias al medio de comunicación Al Monitor, que Karui recurrió a una empresa canadiense, Dickens & Madson, dirigida por un tal Ari Ben-Menashe, hombre de negocios irano-israelí y antiguo agente de la dirección de la inteligencia israelí, para hacer lobby a los gobiernos extranjeros, por un importe de un millón de dólares, cifra que supera con creces el máximo legal fijado para las elecciones.
El partido de Karui, Qalb Tunes, desmintió la información en el acto, pero ya todas las pruebas abrumaban a su candidato encarcelado. Tras el desmentido de la formación, Ben-Menashe llegó incluso a publicar un vídeo en Youtube con todos los detalles de la transacción, citando el sitio web del Ministerio de Justicia estadounidense para refutar todas las mentiras de su cliente. El acuerdo preveía, en efecto, la posibilidad de organizar reuniones entre Nabil Karui y el presidente americano Donald Trump, e incluso el ruso, Vladimir Putin.
Kais Said decide inmediatamente suspender su campaña, para respetar la igualdad de oportunidades. Se alzan voces a favor de la liberación de Karui, sospechando una manipulación de la justicia orquestada por el jefe del gobierno. Varias organizaciones internacionales, en particular Naciones Unidas, también apelan a la liberación de Karui.
“Una victoria segura es un triunfo sin gloria. Acusar sin pruebas a un presunto culpable es desculpabilizarlo. Eliminarlo mediante acciones depravadas conlleva su redención”, reaccionaba la escritora Hélé Béji en el sitio web Leaders el 21 de septiembre.
Encarcelado desde el 23 de agosto en la prisión de la Mornaguia, cerca de Túnez, Nabil Karui es por fin puesto en libertad el 9 de octubre. Al cabo de dos días, tiene lugar un primer debate histórico en la cadena pública entre los dos finalistas, seguido por más de seis millones de telespectadores, una audiencia récord. La duración de las intervenciones se milimetró al minuto, en aras del equilibrio. Durante dos horas y media, se abordaron temas relativos a la seguridad nacional, las relaciones exteriores y los asuntos públicos, en un clima de cortesía recíproca.
El docente jubilado destacó dos ideas principales: la función social del Estado y la reforma de la educación. Los ejes del discurso de Karui fueron la lucha contra la pobreza y la seguridad; llegó a proponer la creación de un organismo, bajo la égida de la presidencia, destinado a información y ciberseguridad. No obstante, esas palabras recordaban sus amenazas contra jueces, militantes y la libertad de expresión en general. De hecho, algunos meses antes, unas grabaciones filtradas habían revelado esas amenazas, sin que él las negara.
En la segunda vuelta, el 13 de octubre, la decisión de la mayoría no admite discusión: con el 72,71% de los votos, Kais Said es elegido por una mayoría aplastante de los electores de todo tipo, ya sean islamistas, de izquierdas o de derechas… Ahora bien, hay quien le ha votado también por temor a que Nabil Karui llegue a ser presidente de la República. Los tunecinos, por lo tanto, habían optado por el candidato “menos inquietante”.
Conclusión
Con las primeras elecciones libres que Túnez conoció en 2011, finalmente empezaba a restaurarse la legitimidad de los representantes, y quedaban atrás las farsas electorales del partido único de Ben Ali. Por fin Túnez se sumaba a los países democráticos, con unos comicios libres y transparentes, y una alternancia pacífica del poder que hiciera oír la voz del electorado y sobre todo su voluntad.
El partido islamista Ennahda, a semejanza del pueblo, bastante conservador, y sobre todo el mejor organizado, autoproclamado artífice de la revolución, sigue siendo, sin duda, el primero en la escena política. Pero su decisión de aliarse con los antiguos del régimen le ha pasado factura en estos comicios, con la llegada de otra opción, la de un hombre de perfil atípico. Con amigos tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha, un ejército de estudiantes, juristas, jueces y abogados a los que ha impartido clases durante tres décadas, y conocido en el mundo universitario por su actitud receptiva, compromiso e integridad, Kais Said parece ser un “salvador” que restaurará una soberanía perdida hace largo tiempo. Se compromete a respetar los derechos adquiridos por la mujer y a potenciarlos, sin intervenir en la famosa cuestión de la igualdad entre hombres y mujeres a la hora de heredar. Se niega a abolir la pena de muerte, pero también se presenta como garante de las libertades y de la Constitución.
Para el eminente jurista Yadh Ben Achur, antiguo profesor de Said, “efectivamente, es ultraconservador, pero no islamista, y no considera prioritarias sus convicciones personales. Su gran virtud es que es totalmente honesto, con un rigor por completo jansenista. Con él Túnez tendrá un jefe de Estado irreprochable. Y resolverá dos problemas: apartar al candidato islamista y librarnos del actual gobierno, castigado por las urnas. Como han sido aquellos que han gestionado mal el país los últimos años, fomentado los puntos débiles del régimen democrático, asumido el funcionamiento deficiente de las instituciones, desgastado al Estado, encarcelado a un candidato, favorito, en plena campaña, o permitido que la corrupción prosperara mientras las condiciones sociales se degradaban… Hay esperanza de que con Kais Said se renueve el paisaje político”, señalaba Ben Achuren el periódico La Croix el pasado 17 de septiembre.
Sin embargo, las afirmaciones de Said sobre Israel preocuparon a algunos y complacieron a muchos otros. En su opinión, “Túnez debería estar en estado de guerra con el Estado sionista”, y tratar con este no sería una “normalización”, sino una “gran traición”. En cambio, rechaza la relación entre “judío” y “sionista”, recordando con orgullo que su abuelo fue un hombre justo que en la Segunda Guerra mundial abrió su casa a los judíos para protegerlos.
Los más escépticos también lo describen como un “populista” que ha sabido hacerse con sus electores gracias a una serie de circunstancias y en especial al adoptar una postura conservadora y pro-Palestina. Además, sostienen que su proyecto de ley de gobernanza local sería “casi imposible” de llevar a cabo en el marco de una revisión de la Constitución. No en vano, para que se adopte deberá contar con la mayoría de dos tercios de los miembros de la Asamblea de Representantes del Pueblo, una “misión imposible” con el nuevo Parlamento, que apenas logra formar gobierno, al no alcanzar los 109 votos requeridos.
Con un bajo crecimiento económico (2,5% en 2018) y una tasa de inflación elevada, cercana al 7%, relacionada con el debilitamiento del dinar frente al euro (un euro por 3,2 dinares), además del contexto regional inestable, el país donde se originaron las revueltas árabes en 2011 atraviesa una etapa difícil, pero determinante para la supervivencia de su democracia en ciernes. Desde las últimas elecciones, un profundo sentimiento de duda, pero también de esperanza, recorre la cuna de la revolución. En todo el país hay jóvenes limpiando las calles, pintando las paredes, participando en actividades voluntarias… En resumen, los tunecinos se adentran en nuevos caminos no trillados que solo el futuro podrá descubrirnos.