Trabajadores migrantes en los países del Golfo
Aunque se considera temporal, la presencia de los extranjeros no es en absoluto provisional y su creciente peso demográfico provoca algunas tensiones.
Claire Beaugrand
Aunque su presencia siempre se ha considerado provisional y temporal, los migrantes en los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) constituyen un elemento fundamental y duradero de estas sociedades, de tal manera que los gobiernos dudan actualmente entre las políticas para reducir su número e invertir el “desequilibrio demográfico” y las políticas para rediseñar unos modelos sociales en los que el reconocimiento de la diversidad prime sobre la engañosa importancia del criterio de la nacionalidad.
Una presencia antigua, numéricamente masiva y ocultada
Los Estados del Golfo, durante mucho tiempo los parientes pobres en la periferia del mundo árabe e indio y relativamente poco poblados, vieron cómo cambió su destino con la explotación de las riquezas petroleras y gasísticas de su subsuelo, que se descubrieron primero en Bahréin (1932), luego en Kuwait y en Arabia Saudí (1938), en Catar (1947), y unos 30 años más tarde, en Emiratos Árabes Unidos y Omán (1962 y 1967, respectivamente). Los enormes recursos financieros obtenidos con la exportación de los hidrocarburos les han permitido poner en marcha ambiciosos programas de desarrollo de las estructuras estatales y de las infraestructuras, que sus poco numerosas poblaciones no podían realizar solas. Por tanto, a menudo incluso antes de lograr la independencia, estos países han recurrido a una mano de obra extranjera que, en algún momento, debía ser sustituida por la población local cuando fuese lo suficientemente numerosa y estuviese cualificada. Bahréin, el país precursor, recibió a partir de la década de los treinta un flujo de trabajadores migrantes procedentes de las Indias británicas y de Omán, además de directivos y asesores occidentales en el sector petrolero, lo que provocó las primeras tensiones con los trabajadores locales, que entonces quedaban relegados a los empleos más duros y peor retribuidos. Los demás países del Golfo exportaron pronto sus primeros barriles de crudo (Arabia Saudí en 1939, Kuwait en 1946, Catar en 1949, Abu Dabi en 1963, Omán en 1967 y Dubái en 1969), y sus ingresos se duplicaron tras la primera crisis petrolera. El número de trabajadores migrantes se incrementó exponencialmente hasta alcanzar en los seis países los 1,4 millones en 1975.
Por aquel entonces, el origen de los migrantes era muy diverso. El subcontinente indio, con el que el Golfo mantiene relaciones antiguas por las rutas comerciales marítimas hacia Asia, era el primer suministrador importante de migrantes. Estos desempeñaban funciones tanto de administrativos como de peones, y paulatinamente se les fueron sumando trabajadores no cualificados procedentes de Sri Lanka, Bangladés o Nepal, y empleados domésticos de Filipinas o de Indonesia. En segundo lugar, dentro de un contexto de nacionalismo árabe triunfante, los países árabes vecinos también proporcionaban grandes contingentes, desde los trabajadores yemeníes y sudaneses, hasta los maestros egipcios, pasando por los médicos, los ingenieros y los contables libaneses o palestinos; la contratación de las categorías profesionales se realizaba a menudo según unas bases nacionales. Además, aunque estos flujos responden a determinadas necesidades, también son consecuencia de los conflictos y de las crisis políticas que sacudían la región, especialmente las guerras entre israelíes y árabes y la guerra civil libanesa. Kuwait destacaba más concretamente porque se convirtió en el destino del exilio de centenares de miles de palestinos, sobre todo tras la guerra de 1967. Las necesidades de mano de obra cualificada de un emirato en pleno auge económico fueron satisfechas por una oferta palestina formada y desarraigada que constituiría el grueso de los directivos del sector público y privado, y que también desempeñaría un papel político. Yaser Arafat emigró allí como ingeniero de obras públicas y allí cofundó Al Fatah en 1959. Para evitar, entre otras cosas, que las ideas políticas posiblemente subversivas de los trabajadores extranjeros se propagasen, poco a poco fue dándose preferencia a los trabajadores asiáticos, considerados más baratos y más flexibles, y también políticamente inofensivos. Así pues, justo antes de la crisis de la caída de los precios del petróleo de 1986, los migrantes asiáticos superaban en cifras absolutas a los migrantes árabes. Esta evolución sigue reflejándose hoy en día en la composición de las poblaciones extranjeras de los diferentes países del Golfo en función de la antigüedad de la explotación de su subsuelo y de su situación geográfica. Kuwait acoge todavía a un tercio de trabajadores árabes, mientras que en Omán no son más del 4%.
Desde el punto de vista numérico, entre todas las comunidades de migrantes en las petromonarquías del Golfo, los indios son actualmente los más numerosos con cerca de siete millones de personas, seguidos por los bangladesíes (3,3 millones); los paquistaníes (3,2 millones); los egipcios (2,4 millones); los indonesios (1,7 millones); los filipinos (1,6 millones); los nepalíes (1,3 millones); los sri-lanqueses (1,1 millones); los yemeníes (un millón); los sudaneses (650.000); los jordanos (550.000); los libaneses (330.000); y los palestinos (230.000). Al final, el incremento del número de extranjeros ha llevado a una situación en la que hoy en día representan la mitad de la población de los países del Golfo en su conjunto. Según algunos cálculos muy conservadores, suponen más de una tercera parte de la población de Arabia Saudí, el 44% en Omán, el 55% en Bahréin, el 70% en Kuwait y el 88% en Catar y Emiratos Árabes Unidos, con el récord mundial absoluto en la ciudadmundo de Dubái. Además, en estos dos últimos países, el número de habitantes de otras nacionalidades, como los indios, los paquistaníes e incluso los nepalíes, supera al número de nacionales. Esta población de migrantes está principalmente compuesta por trabajadores que han venido sin su familia porque la reagrupación familiar está condicionada por unos criterios de nivel salarial. Por tanto, los extranjeros están excesivamente representados en la población activa, y más todavía en el sector privado; representan dos tercios de los empleados del sector privado en Arabia Saudí, y no menos del 99,5% en Emiratos Árabes Unidos. La mayoría de los sectores económicos, como la energía, los transportes, la distribución de agua y los servicios de restauración, dependen de la importación de mano de obra extranjera, y existe una concentración especialmente importante en los sectores de la construcción, el comercio y el empleo doméstico.
Sin embargo, por muy masiva que sea, esta presencia extranjera solo es parcialmente visible: los empleados del hogar están confinados en los domicilios de sus empleadores, mientras que los peones y los obreros viven a menudo en ciudades-dormitorio periféricas o fuera de las ciudades, de las que solo salen para ir a las zonas industriales o a las obras de construcción donde trabajan en duras condiciones con un clima extenuante. En Temporary Cities: Resisting Transience in Arabia (2019), Yasser El Sheshtawy muestra cómo el carácter provisional y temporal de la presencia de los migrantes en el Golfo les impide adaptarse a la ciudad en la que residen. En cambio, por muy provisional que sea, esta presencia de trabajadores extranjeros otorga un medio de presión considerable a los países del Golfo en sus relaciones diplomáticas con los países exportadores de mano de obra. El flujo de las remesas de dinero de los migrantes del Golfo asciende a un centenar de mil millones de dólares al año, es decir entre una quinta y una cuarta parte del total mundial –Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos ocupan, respectivamente, el segundo y el tercer puesto mundial, por detrás de Estados Unidos–, y representa una parte fundamental del PIB de países como Egipto, Nepal o Bangladés. La enorme vulnerabilidad de estos migrantes “temporales”, atrapados en un juego diplomático que les supera, quedó totalmente reflejada durante la segunda guerra del Golfo, cuando, repentinamente, la mayor parte de la comunidad palestina fue expulsada de Kuwait y numerosos trabajadores yemeníes de Arabia Saudí por las posturas diplomáticas de sus respectivos países favorables a Saddam Hussein. Estas expulsiones son un recordatorio de que, en realidad, su condición es temporal, independientemente de la antigüedad de su presencia, por paradójico que resulte.
Causas de la temporalidad: la imposibilidad de naturalizarse y la obligatoriedad de un garante
Las herramientas jurídicas que hacen que la presencia de los migrantes en el Golfo sea temporal y que permiten condicionar la mentalidad de los residentes extranjeros para que se consideren como tales, son de dos tipos. En primer lugar, está la evidente falta de perspectivas de naturalización en el país de acogida debido a los privilegios materiales que lleva aparejada la nacionalidad (acceso privilegiado a empleos públicos y a la vivienda, subsidios familiares, gratuidad de la educación y de la atención sanitaria), pero también al control que se ejerce más fácilmente sobre un cuerpo político limitado en número. Salvo en Bahréin, donde las condiciones para la naturalización siguen siendo discrecionales pero se han vuelto más flexibles por razones políticas de equilibrio confesional, los países del Golfo son conocidos por conceder la nacionalidad solo por filiación paterna y la naturalización por arbitrariedad del poder, en el caso de extranjeros próximos a los gobernantes. En estas condiciones, los trabajadores extranjeros, sea cual sea su situación socioprofesional, tienen dificultades para plantearse su futuro a largo plazo en los países donde residen. La presencia de apátridas después de tres generaciones intentando ejercer su derecho a la nacionalidad, nos recuerda esta amarga realidad.
En segundo lugar, la presencia de trabajadores migrantes se rige por un sistema específico de la kafala (literalmente “garantía”, a veces traducido en inglés como sponsorship), según el cual el derecho de trabajo y el de residencia de cada inmigrante dependen de un garante (kafil), que normalmente es su empleador, ya sea un ciudadano del país de acogida o una empresa o una institución legalmente establecida en él. Así, la kafala ha permitido a los Estados del Golfo privatizar la gestión de los flujos de extranjeros en su territorio, delegándola en sus ciudadanos. Aquí también, la vinculación del permiso de residencia con el permiso de trabajo, a menudo basándose en un contrato de duración limitada, condiciona el futuro de los migrantes para convencerles de que su presencia es provisional.
Este sistema diseñado para establecer un control minucioso y personal de las entradas de migrantes ha provocado abusos debido a la dependencia casi total por parte de los migrantes de los garantes, ya que no pueden cambiar de empleador o abandonar el país sin su consentimiento. También se ha desviado de su objetivo inicial, empezando por la ilusión del carácter temporal de los migrantes. De hecho, el recurso a los contratos de duración limitada conlleva costes económicos en la medida en que a los empleadores a menudo les interesa más conservar a unos empleados cuya llegada han financiado, a los que han formado y en los que confían, que verles marcharse a su país de origen. Por consiguiente, la presencia de algunos extranjeros es tan antigua que se habla de la segunda, e incluso de la tercera generación de migrantes establecidos en el Golfo. Además, el sistema de la kafala se ha pervertido con la lógica rentista de algunos garantes que se aprovechan de su derecho de importar trabajadores extranjeros para traer migrantes que no necesitan en absoluto con el único objetivo de subcontratárselos a otros a cambio de una retribución.
Todos los países del Golfo han tratado de reformar este sistema en un sentido en principio más favorable a los trabajadores migrantes, pero han chocado a menudo con los intereses económicos del sector privado que se aprovecha de esta mano de obra barata. En 2009, por ejemplo, Bahréin anunció su intención de encarecer el coste de los trabajadores migrantes para que fuese comparable al de los ciudadanos bahreiníes y autorizar el cambio de empleador sin autorización previa, pero esta reforma se suspendió en abril de 2011 y nunca se ha llevado a cabo. A su vez, Emiratos Árabes Unidos aprobó una serie de reformas entre 2009 y 2012 para garantizar a los trabajadores migrantes un determinado número de derechos (como el pago de sus salarios), así como la posibilidad de cambiar de empleadores, aunque siempre condicionado al incumplimiento del contrato de trabajo por parte de estos últimos. Con esta misma finalidad de facilitar la movilidad entre empleos, Kuwait creó en mayo de 2013 una autoridad pública de asuntos laborales, mientras que Catar, ante la presión internacional por la organización del Mundial de fútbol de 2022, aprobó en diciembre de 2016 una reforma que mejoraba los derechos y la protección de los migrantes, una reforma criticada por haber mantenido la obligación de obtener el permiso del empleador para cambiar de empleador o para abandonar el país.
De hecho, después de varias décadas, la presencia de los extranjeros no es en absoluto provisional, y su creciente peso demográfico provoca tensiones. Por una parte, suscita una sensación difusa de inquietud relacionada con la identidad entre las poblaciones nacionales que, a veces, se han vuelto minoritarias en sus propios países y que se enfrentan al uso masivo de idiomas extranjeros, especialmente del inglés. Y, por otra parte, aunque al inicio de la era del petróleo las poblaciones nacionales no podían satisfacer las necesidades de mano de obra de los mercados laborales, estas han aumentado considerablemente desde entonces y se enfrentan ahora a unas tasas de desempleo elevadas, en particular entre los jóvenes, a menudo titulados, así como a una situación de competencia con los trabajadores extranjeros en los mercados laborales. Esto afecta especialmente a Arabia Saudí, Omán y Bahréin, que ya no tienen medios presupuestarios para financiar el generoso Estado de bienestar de los años de bonanza del pasado y para ofrecer a sus ciudadanos puestos de trabajo bien remunerados y, a veces, ficticios en la Administración pública, como ocurre todavía en Kuwait, Catar y Emiratos Árabes Unidos.
Esta situación ha provocado en todos los países la aplicación de políticas de “nacionalización” parcial de los empleos y, en particular, de los empleos del sector privado, lo cual es una tarea extremadamente difícil. El Sultanato de Omán fue el precursor en la materia al iniciar su política de omanización en 1994, sin que por ahora se puedan ver los resultados. Arabia Saudí, por su parte, restringió, a partir de 2004, las concesiones de visados de trabajo, lo que supuso que el Estado retomase la gestión de los flujos migratorios, y luego aplicó, a partir de 2011, el programa Nitaqat de “saudización de los empleos”, que obliga a las empresas saudíes con más de 10 asalariados a tener en plantilla un porcentaje fijo de nacionales, bajo pena de que les impongan una multa económica. Estas reformas vinieron acompañadas en 2013 de una campaña masiva de control de la situación de los migrantes presentes en el Reino y de la expulsión hacia sus países de origen de aproximadamente un millón, en situación irregular, de los nueve millones de extranjeros con los que cuenta el país. Y por último, la imposición de una tasa mensual a los permisos de residencia de dependientes a partir de julio de 2017 contribuyó a empeorar la situación de los extranjeros en el Reino y, en particular, a fomentar el desafecto de las comunidades establecidas desde hace mucho tiempo como la de los palestinos.
En el contexto actual, se observan dos estrategias que no derivan necesariamente del nivel de riqueza, sino de la historia o del proceso específico de construcción nacional. Mientras que en Arabia Saudí y en Kuwait existe un objetivo declarado muy claro de reducir el número de extranjeros y de volver a un “equilibrio demográfico”, en Emiratos Árabes Unidos, en Catar, donde es imposible invertir la tendencia demográfica, o en Bahréin, se hace hincapié en la celebración de la diversidad, de un nacionalismo desvinculado de la nacionalidad y de un civismo basado en la felicidad material y la realización personal como nuevo modelo de sociedad posnacional.