Los tópicos sobre Oriente y sus mujeres han arraigado con considerable fuerza en el imaginario popular occidental y se han perpetuado en Europa desde la Edad Media. Responsabilizar del mal a los grupos marginales o indefensos de la sociedad ha sido una manera fácil y eficaz de encontrar un chivo expiatorio. En la Europa medieval los judíos fueron estereotipados y juzgados por una serie de delitos imaginarios, como envenenar pozos, matar niños para sacarles la sangre, y crucificar y comerse a sus víctimas. De modo similar, se asoció a las mujeres con el demonio y se las consideró enemigas de la Iglesia.
De ahí surgieron las cazas de brujas en las que se juzgó a las mujeres por voracidad sexual, canibalismo y confraternización con espíritus malignos. La atribución del mal a una cultura ajena era también un aspecto distintivo de la intolerancia de la Europa medieval,1 cuyo origen era el desconocimiento de esas culturas. En aquella época, el Estado islámico era el ogro que amenazaba no sólo a Europa, sino también al cristianismo en tanto que religión y civilización. Lo tachaban de antieuropeo, puesto que planteaba una confrontación cultural, religiosa, política y militar con Occidente.
Se ridiculizó al profeta Mahoma del modo más ofensivo. Se lo describía como un seductor lascivo que utilizaba a Dios para justificar sus propios excesos sexuales. Esos conceptos, cuya popularidad se transmitió de generación en generación, se combinaron simultáneamente con la misoginia inherente a la mentalidad europea. En consecuencia, las mujeres musulmanas fueron objeto de un doble menosprecio (en tanto que orientales y en tanto que mujeres).2 La licenciosa traducción que Sir Richard Burton hizo de Las mil y una noches, que gozó de gran popularidad en la Inglaterra victoriana del siglo XIX, se consideraba una obra de gran valor literario. En ella describe a una astuta Sherezade, cuyos conocimientos y cultura sólo le sirven para mantenerse con vida durante mil y una noches narrando cuentos eróticos a su rey. Deberíamos mencionar aquí que el original no es sino un conjunto de tradiciones folclóricas orales de la India, Persia, Irak, Siria y Egipto, recogidas en lengua vernácula para que resultasen atractivas a las masas iletradas a las que se narraban. Otras mujeres orientales que gozaron de un valor icónico en la pintura, la literatura y la música del Renacimiento y de finales del siglo XIX fueron la exótica Cleopatra, que sedujo a Marco Antonio, y la perversa Salomé, que obtuvo como recompensa la cabeza de Juan el Bautista.
Las pinturas orientalistas de Jean-Léon Gérome, John Fredrick Lewis, Jean Lecompte du Nouÿ, Luis Riccardo Falero y Jean Auguste Dominique Ingres, entre muchas otras, presentaban innumerables escenas de mujeres musulmanas desnudas. A diferencia de sus coetáneas europeas, en las pinturas orientalistas la mujer musulmana desnuda no aparecía en un contexto mitológico, sino que estaba situada en un entorno concreto, lo que en la imaginación de los artistas le confería un carácter realista que atraía al público burgués occidental. Por tal motivo, los tópicos más extendidos describían a las mujeres orientales, en la literatura y el arte, como un objeto sexual perverso, desinhibido y libertino cuyo único objetivo era seducir y satisfacer los deseos ilícitos del hombre oriental (y posteriormente, de los viajeros europeos).
Más tarde, en Occidente emergió una segunda imagen de la mujer musulmana. Dicha imagen era la de una mujer ignorante y reprimida cuya cultura, basada en la religión, la sometía a la esclavitud bajo el velo. Su padre, marido o hermano era responsable de ella y tenía el poder de mutilarla físicamente y de impedirle que abandonara el hogar para recibir una educación, ganarse la vida o elegir con quién casarse. No podía ocupar un cargo público, ni adoptar una profesión, ni dar su opinión sobre ningún asunto relacionado con su destino; su papel se limitaba a hacerse cargo de la familia encerrada tras las paredes del hogar. Una vez más se atacaba al islam como una religión retrógrada, represiva y cruel que subyugaba a la mitad de sus seguidores, las mujeres, a quienes mantenía recluidas.
Ello dio a la civilizada Europa un motivo más para colonizar el Oriente islámico e introducir la «civilización» entre sus nativos, arrebatándoles su cultura y obligándolos a adoptar la occidental. El uso de las mujeres como eje central de la visión occidental del islam no apareció hasta finales del siglo XIX, cuando los europeos se instalaron como poderes coloniales en los países islámicos. Este nuevo protagonismo de las mujeres musulmanas en la versión occidental y colonial del islam parece ser el resultado de fusionar la antigua concepción del islam como enemigo del cristianismo y la descripción, tan extendida y útil, que la dominación colonial hacía de todas las demás culturas y sociedades, cuya inferioridad resaltaba en comparación con la europea; por último, y en cierto sentido paradójicamente, apareció el lenguaje del feminismo, que en aquel período progresaba con especial fuerza en Occidente. El modelo de la mujer victoriana y las costumbres relacionadas con ésta, junto con otros aspectos de la sociedad de la metrópoli, se consideraban el ideal y un indicador de civilización. Lo irónico es que, en la época en que el poder dominante masculino elaboraba unas teorías que desafiaban las reivindicaciones del feminismo para ridiculizar y rechazar sus ideas, adoptó este lenguaje y lo puso al servicio de un colonialismo aplicado a «otros» hombres y sus culturas.
Con el fin de dar una justificación moral a su proyecto de abolir o erradicar la cultura de los pueblos colonizados, la retórica del colonialismo utilizaría la idea de que los hombres desociedades situadas más allá de las fronteras del Occidente civilizado ofendían y maltrataban a las mujeres. Dado que ya desde las cruzadas el mundo islámico era visto como un enemigo (o el enemigo), el colonialismo disponía de un fértil filón de intolerancia y desinformación al que recurrir.
Llegados a este punto, debemos fijarnos en los hechos que identifican a una mujer musulmana, y los derechos y los deberes que su religión le concede. Hasta que el islam apareció en el siglo VII, el estatus de la mujer en la sociedad tribal y de pastores que poblaba la península arábiga era el de un objeto o bestia de carga (hubo algunos raros casos, durante el período de la jahiliyya [sociedad beduina o ignorante], en los que la responsabilidad de la tribu se atribuyó a la madre). La mujer era víctima de la explotación en aras del placer sexual, la maternidad y la ejecución de tareas bajas que los hombres se negaban a desempeñar. Formaba parte de las posesiones del hombre, hasta el punto de que, tras la muerte de éste, estaba incluida en la herencia y pasaba a pertenecer a los herederos junto con las otras propiedades.
En tal contexto, la actitud de las mujeres frente a su servidumbre era de total sumisión. El estatus de las mujeres en Oriente Próximo no era mejor que el de las árabes. Tras el advenimiento del islam, se concedieron a las mujeres los mismos derechos que a los hombres. En el ámbito familiar, la mujer no sólo obtuvo el derecho a dar su consentimiento para el matrimonio, sino que dicho consentimiento se convirtió en una condición para la validez del mismo. Se definieron sus derechos y deberes matrimoniales. Como esposa, debía ser respetada por el marido, quien tenía la obligación de satisfacer tres necesidades básicas, según el estatus social de la mujer: comida, ropa y alojamiento. Si el hombre no cumplía con alguna de esas obligaciones, la esposa tenía derecho a divorciarse de él. Como madre, los hijos estaban obligados a obedecerla y respetarla. Como hija, se salvó del infanticidio, que era una costumbre de la sociedad preislámica.
Se le concedió el derecho a la herencia y a la propiedad, y era la única guardiana de dicha propiedad sin interferencia alguna de su familia, incluido su esposo. Sus derechos civiles y religiosos eran iguales a los de los hombres. El Corán y las tradiciones del Profeta exhortaban a hombres y mujeres, en los mismos términos, a procurarse una educación. Las esposas e hijas del Profeta no sólo eran muy doctas en temas relacionados con su religión, sino que también se acudía a ellas para que, dada su condición de autoridades, interpretasen las tradiciones religiosas e instruyeran a los musulmanes en cuestiones relacionadas con su fe. El islam dio a las mujeres el derecho a la participación política, a ocupar cargos públicos e intervenir en debates legítimos, a confraternizar y a ejercer todas las profesiones que podían desempeñar los hombres.
Desde los primeros días del islam, las mujeres participaron en la guerra y el comercio (Jadiya, la primera esposa del Profeta, fue una comerciante para quien trabajaba Mahoma antes de tener la revelación), ejercieron la enfermería y la medicina, y enseñaron en privado en las mezquitas. En el islam hay dos temas que, al parecer, son de particular interés para Occidente. El primero es la poligamia, y el segundo, el velo. El islam no inventó la poligamia. El judaísmo permitía a los hombres tener un número ilimitado de esposas según sus ingresos. David y Salomón tuvieron centenares de esposas y concubinas, pese a ser profetas.
El Antiguo y el Nuevo Testamento no prohibían la poligamia, que subsistió hasta el siglo XVI. En 1650, el Concilio Franco de Nuremberg autorizó a los hombres a tener dos esposas. Los mormones practicaron la poligamia hasta la década de 1970, momento en el que fue prohibida por el derecho civil. Cuando el islam hizo su aparición, reguló la poligamia al restringirla a cuatro esposas, cada una de ellas con los mismos derechos familiares y de herencia. No obstante, en el islam la poligamia sólo se puede practicar en ciertas circunstancias, como la enfermedad o la infertilidad de la primera esposa, o el descenso de población masculina debido a la guerra. A los hombres se les impusieron algunas condiciones, como la de dispensar un trato absolutamente igual a todas sus esposas, y si alguien no podía cumplir con esa obligación, sólo se le permitía tomar una esposa.
Pese a las diversas interpretaciones con respecto al velo y a la reclusión de las mujeres musulmanas, en el Corán no hay ningún texto que los imponga claramente. «El Corán no exige que las mujeres se cubran totalmente o que estén separadas de los hombres, pero sí habla de su participación en la vida de la comunidad y de una responsabilidad religiosa, compartida con los hombres, de adorar a Dios, llevar una vida virtuosa y cubrirse o vestirse con modestia». Durante el peregrinaje a la Meca, los hombres y las mujeres realizan sus rituales conjuntamente, y las mujeres deben tener las manos y la cara descubiertas durante la peregrinación y cuando rezan las cinco plegarias diarias; ambos ritos forman parte de los cinco pilares del islam. Llegamos ahora al tema de la aplicación de unas normas religiosas y sociales para las mujeres musulmanas que suponen un retroceso en la historia.
La subordinación de las mujeres y la discriminación de la que son víctimas son el resultado de la evolución gradual de las condiciones sociales y económicas existentes en Oriente Medio desde el Neolítico. El auge de la vida urbana, que apareció por primera vez en Mesopotamia (actualmente Irak), aceleró la división de trabajos entre hombres y mujeres, una división que ya antes, en las sociedades agrícolas, había asignado a los hombres un papel cada vez más preeminente como sostén de la familia y fuente de ingresos; ello llevó a las mujeres a dedicar más tiempo a la maternidad y a las actividades domésticas. La vida urbana «redujo aún más el poder social y económico de las mujeres, lo que dio pie a una actitud que las mantenía en una posición inferior».
Durante la vida del Profeta en la Meca y en Medina, las mujeres contribuyeron a la vida social y económica de su sociedad, y gozaron de poder social, visibilidad y libertad. Los árabes que salieron de la península arábiga pocas décadas después de la muerte del Profeta en el año 632 para conquistar nuevas tierras —por ejemplo, la mayor parte de Bizancio y todo el Imperio persa sasánida— pronto se convirtieron en una minoría en los territorios conquistados y se dejaron influir por las prácticas de esos pueblos. Dichas prácticas incluían una forma de gobierno que los abasidas habían tomado de los persas y unas prácticas sociales generalizadas ya antes en las sociedades siria y persa —como la reclusión de las mujeres—, que se aplicaron a las musulmanas de las clases altas urbanas durante los primeros siglos del islam.
Así, en términos generales, el estatus del que las mujeres habían gozado en los inicios del islam empezó a verse socavado y se encontraron limitadas a las actividades domésticas y a la maternidad. La ley islámica se deriva del Corán, que los musulmanes consideran una revelación directamente divina: el hadiz, que son los dichos del Profeta, y la sunna, que consiste en las tradiciones del Profeta. Puesto que es sagrado, el Corán no dejaba margen para cambios ni para manipulaciones humanas. No obstante, desde el principio se puso en duda la autenticidad de las transcripciones de los dichos y tradiciones del Profeta, que se escribieron por lo menos un siglo después de su muerte. Los juristas islámicos elaboraron argumentos que justificaban las disposiciones más restrictivas alegando que, aunque el Corán no las impusiera, la práctica de las mismas por parte del Profeta debía darles fuerza de ley. En consecuencia, la sharia, la ley religiosa derivada de esas fuentes, se consideró también infalible.
Las restricciones que gradualmente se aplicaron al papel público de las mujeres, la exclusión de éstas de los principales campos de acción de sus sociedades y el dominio que se les impuso fueron el resultado de combinar los peores rasgos de la misoginia imperante en el Mediterráneo y Oriente Medio con un islam interpretado del modo más negativo posible para las mujeres.
Debemos tener en cuenta que todos los juristas eran hombres, al igual que los gobernantes, quienes continuamente buscaban dominar a la población. La mitad de ésta estaba formada por mujeres, y siempre resultaría más fácil someterlas a ellas que a los hombres. Aun sí, el panorama no es tan sombrío. Durante las dinastías omeya y abasida, así como en la España islámica, las mujeres alcanzaron un elevado nivel cultural y estaban muy versadas en jurisprudencia, historia, filosofía, astrología, literatura y música, entre otras artes y ciencias.
A lo largo de la historia un número considerable de mujeres musulmanas desempeñaron un importante papel en la vida pública y fueron gobernantes en cuyo nombre se acuñaron monedas: Asma y su nuera Arwa gobernaron en Yemen (siglo XI); la fatimí Sit alMulk en Egipto (siglo XI); Shajarat al-Durr también en Egipto (siglo XIII); la sultana Radiyya en Delhi (siglo XIII); cinco khatun [consorte del kan] mongoles fueron jefas de su dinastía (siglos XIII y XIV), y en el sudeste asiático siete sultanas gobernaron en las Indias, tres en las Maldivas y cuatro en Indonesia (siglo XIV).El estatus de las mujeres musulmanas empezó a deteriorarse cuando empeoró el clima político y económico de sus respectivos países en los siglos XVII, XVIII y XIX, lo que originó una degradación social y un estancamiento intelectual que sentó las bases para malinterpretar la religión, y manipular y dominar a las mujeres con el fin de apartarlas de la sociedad.
Pese a todo ello, en El Cairo se fundó una facultad de Medicina para mujeres en 1832,14 en tanto que el primer centro público de secundaria para mujeres de Estados Unidos no apareció hasta 1824,15 y en el mundo islámico hubo presidentas de gobierno que asumieron el poder antes que en Occidente. La poderosa influencia de la economía occidental, que introdujo cambios sociales en el mundo islámico, la adopción de los conceptos de libertad e igualdad de la Revolución Francesa por parte de intelectuales musulmanes y el nacimiento de un nacionalismo moderno entre esos pueblos afectaron a hombres y mujeres en muchos y complejos niveles.
Los intelectuales empezaron a reclamar la emancipación de las mujeres de sus ataduras sociales. Por primera vez en la historia las mujeres se encontraron con que su causa ocupaba un lugar primordial en las reivindicaciones nacionales y comenzaron a tener un papel positivo en el logro de las mismas. Los reformadores sociales y políticos de Egipto y Turquía insistían en que se eliminara el velo y se diera mayor libertad a sus compañeras. Desde la década de 1960, por el mundo islámico se ha extendido como un incendio incontrolable un nuevo movimiento político, religioso y social. Se le dio el nombre de islamismo fundamentalista, un término que fue acuñado por los medios de comunicación occidentales y traducido y adoptado por la prensa del mundo islámico.
Aun cuando el islamismo político nació en 1928 en Egipto, de la mano de Hassan al-Bannam, fundador de los Hermanos Musulmanes, el llamado islamismo fundamentalista no adquirió fuerza hasta la absurda derrota sufrida por los árabes en la guerra árabe-israelí de 1967. La atmósfera general que reinaba entre las masas, en especial en el mundo árabe, era de profunda decepción respecto a sus líderes y a unos poderes mundiales que afrontaban —y siguen afrontando— los problemas del mundo islámico con una doble vara de medir y con una aplicación selectiva de los principios de los derechos humanos. Dado que el único poder en el que podían confiar era Dios, la gente recurrió a la religión en busca de refugio ante una realidad política y física deprimente y frustrante.
El éxito, en 1979, de la revolución de Jomeini en Irán fue decisivo para reforzar el fundamentalismo islámico y extenderlo por toda la región. Al igual que los movimientos fundamentalistas judíos y cristianos, en el fundamentalismo islámico hay muchas sectas y divisiones, según la que sea la interpretación de la religión por parte de cada facción. A primera vista, los principios de tales movimientos son obvios —ante todo, alcanzar la justicia social mediante la aplicación de los preceptos religiosos a la vida cotidiana—, pero el motivo oculto es, por lo general, utilizar la religión para hacerse con el poder político y económico. Así, el fundamentalismo islámico resultó útil para muchos, incluido Occidente. Resucitó la antigua enemistad hacia el islam, en especial tras la caída del comunismo; de ahí la imagen de los musulmanes como proveedores de petróleo, terroristas y turbas sanguinarias. En consecuencia, los medios de comunicación occidentales volvieron a sacar a relucir el tema de las mujeres musulmanas. Se pusieron en circulación nuevos tópicos basados en libros y películas como De parte de la princesa muerta, entre otros.
El velo de las mujeres pasó a ocupar el primer plano. Sin embargo, ese velo que algunas se ven obligadas a llevar y otras adoptan voluntariamente es muy distinto del velo de las primeras décadas del siglo XX. En la actualidad, el velo sirve para varias cosas, por ejemplo: protege contra el acoso sexual en el trabajo, reporta ventajas económicas entre los sectores de bajos ingresos, y es un medio para obtener aceptación social; pero lo más importante es que constituye un modo de afirmar la identidad de la mujer musulmana y un símbolo de resistencia frente a la cultura extranjera y frente a Occidente, que, desde que tiene memoria, ha agredido y degradado a su civilización. Los últimos años del siglo XX han encontrado a las mujeres musulmanas ocupando altos cargos y también dedicándose a los empleos más bajos —desde presidentas de gobierno a barrenderas—, en tanto que el tema de la igualdad de salarios apenas se ha debatido. No obstante, hay dos cuestiones con las que me gustaría concluir este artículo.
La primera es la inmensidad del mundo islámico: abarca una extensión geográfica que se expande desde el océano Atlántico hasta el África subsahariana, Oriente Próximo, la península arábiga y el centro y el sudeste asiático. Este hecho por sí solo impide generalizar y afirmar que todas las mujeres musulmanas estén o no emancipadas. Pese a todos los logros de las mujeres en algunos países islámicos, como Turquía, Túnez y Marruecos, todavía hay estados en los que se las considera ciudadanas de segunda clase, aunque la situación está cambiando, si bien es cierto que a paso de tortuga. La segunda cuestión es que vivimos en un mundo dominado por los hombres. Ellos son quienes fijan y rompen las normas. El hecho de que, en todo el mundo, cualquier avance para las mujeres deba ser concedido por los hombres o se les tenga que arrancar por la fuerza es prueba suficiente de su dominio.
Los hombres de religión judía llevan siglos repitiendo todos los días esta plegaria: «Bendito seas, Tú, Señor, Rey del Universo, porque no me has hecho mujer». Cito del libro del Génesis: «Parirás a tus hijos con dolor; desearás sólo a tu marido y él te dominará» (Génesis 3, 16). Aun así, nada debe disuadir a las mujeres de luchar por sus derechos. Si hoy el futuro es suyo, un día el presente también lo será.