La avenida arbolada

Qays Wassouf

Poeta y escritor, master en Mediación de Conflictos, Universidad de Barcelona

Hace dieciocho años, mi padre se marchó de nuestra casa de Siria para buscar trabajo en el extranjero y poder ofrecer a su familia una vida mejor, pero desapareció y nunca volvimos a saber de él. Nunca hablamos de lo sucedido. Mi madre crio a sus tres hijos sola y, pese a todos los sufrimientos y las dificultades por los que tuvo que pasar, nunca quiso volver a casarse. Cuando crecí, pude ir a la universidad mientras ella trabajaba para mantener a toda la familia. Al estallar la guerra de Siria, viví una temporada en Líbano y luego en Irak, desde donde, después de muchos intentos, conseguí un visado para estudiar un máster en Mediación de Conflictos en la Universidad de Barcelona. En esta ciudad he encontrado un nuevo hogar, amigos, un lugar donde compartir mi experiencia, mis conocimientos y mis anhelos, donde puedo vivir el momento y seguir avanzando con una sonrisa, siempre adelante.


La historia comienza hace dieciocho años, cuando mi padre se fue de casa rumbo al extranjero, para buscar trabajo y conseguir una vida mejor para toda la familia, pero desapareció. Yo tenía doce años cuando lo vi por última vez. Después de aquello, nunca volvimos a saber de él, ni siquiera sus compañeros de trabajo tuvieron noticias, y nadie volvió a verlo nunca. Recuerdo muy bien que mi madre, mis hermanos y yo nunca hablamos de lo sucedido. Todos llevamos nuestra pena en silencio y pasamos el duelo en solitario. Fue, claro está, algo terrible para todos, pero enseguida lo comprendimos y acabamos aceptándolo. Mi madre perdió la esperanza de volver a verlo y asumió que se había casado con otra mujer, acaso porque discutían mucho antes de que él se marchara, pero no estoy seguro de que fuera por eso. ¿Cómo puede un padre que ama tanto a sus hijos como mi padre nos amaba abandonarnos tan fácilmente? No puedo olvidar los buenos momentos que vivimos juntos cuando yo era niño. Además, la suposición de que se casó con otra mujer no es tan fácil de sostener, puesto que la familia era cristiana, y la Iglesia no permitía algo así. Le habría sido más fácil vivir su vida, comunicarse con nosotros de vez en cuando y ocultarnos la verdad. Creo que a mi padre le ocurrió algo que lo obligó a desaparecer: quizá estuvo preso o murió. El hecho es que dejó de existir para nosotros y su desaparición siempre ha sido un misterio.

Pronto lo aceptamos, por muy duro que fuera, y no nos quedó otro remedio que seguir adelante. Mi madre empezó a trabajar para mantener a la familia y darnos los medios para que pudiéramos seguir estudiando. ¡Ay, mamá! Ella es, en realidad, el principio de todo y el origen de esta historia. ¿Quién soy yo para hablar de mí? ¿Cómo puedo comparar mi historia y mi viaje con la grandeza de los suyos? ¿Quién y qué sería yo hoy de no haber sido por la disciplina y los sacrificios de mi madre?

Aunque sus hermanos intentaron que se casara otra vez en varias ocasiones y la Iglesia se ofreció a dispensarle un trato especial en este sentido, en realidad, se la consideraba una mujer abandonada. Sin embargo, mi madre se volcó con sus hijos e insistió en consagrarnos su vida y su amor, convirtiéndose en el estandarte de nuestra batalla mientras nosotros, sus hijos, actuamos como un escudo que la protegía y preservaba de todo mal.

Es fácil imaginar a cuánto tuvo que enfrentarse una madre, una mujer joven y atormentada en la plenitud de su vida, con tres niños; cuántas fauces de los lobos de nuestra sociedad intentaron engullirla. Era una mujer como miles de hombres, que se enfrentó a las dificultades y tentaciones sola y las venció para sacar adelante a tres hombres, dándoles todo su apoyo, amor y cariño.

 Muy pronto, mi hermano mayor y yo nos dimos cuenta de que, si queríamos estudiar, teníamos que trabajar para ayudarla y compaginar ambas cosas, y lo hicimos con diligencia y esfuerzo. La nuestra era una vida llena de preocupaciones y vicisitudes, pero también de momentos felices y llenos de orgullo.

Hasta que llegó la guerra… que para mí fue la segunda en mi vida.

Puedo decir que, en aquella época, mis hermanos y yo ya éramos hombres fuertes y maduros, capaces de enfrentarnos a circunstancias complejas y duras. Yo pude entrar en la universidad, a pesar de que era algo complicado y peligroso debido a las tensiones y la inseguridad, por lo que no era nada fácil asistir a clase. Había bloqueos continuos en las carreteras y las calles, con batallas callejeras y tiroteos. Era un mundo de pesadilla del que esperaba despertar a cada momento, pero no lo conseguía, y así pasábamos un día tras otro, sobreviviendo en medio de la guerra.

En la universidad empecé una nueva etapa de mi vida, un capítulo decisivo no a causa de los estudios, sino porque conocí al que sería mi ángel de la guardia, mi compañero y amigo. Después de mi primera clase con él, fui a su despacho para presentarme y, a partir de entonces, tuvimos muchas conversaciones sobre los asuntos más variados, hasta convertirnos en buenos amigos, almas gemelas, como si estuviéramos destinados a estar juntos. Él es la clase de amigo que uno encuentra cada siete vidas, el hermano de otra madre, el padre sustituto. Necesitaría muchos artículos para hablar de mi profesor y amigo Joseph Matta, al que pienso dedicar algunas páginas en otros lugares para dar a conocer su figura, el soldado desconocido de mi país, el decimotercer apóstol de Cristo.

Él siempre me guio de la mano hacia delante, llevándome a una serie de reinos espirituales intangibles que me permitieron compartir con él experiencias humanas que trascendían el tiempo y el lugar. Si hoy estoy aquí es porque él escribió las primeras líneas de mi historia, y aún me acompaña a cada paso, en cada experiencia.

Tras finalizar mis estudios universitarios, pasé unos años dominados por el trabajo y el esfuerzo, pero también repletos de buenos momentos que nunca olvidaré. No recuerdo haber asistido mucho a clase, primero porque las carreteras eran peligrosas y estaban llenas de cadáveres; y segundo, porque cuando podía salir, me dedicaba a trabajar día y noche para ayudar a mi familia en esas condiciones tan terribles, y cada vez que regresaba sano y salvo a casa era como renacer, como volver a empezar una nueva vida llena de posibilidades.

En 2014, mi hermano mayor tomó el camino de la muerte rumbo a Alemania, intentando cruzar el mar. Era, y sigue siendo, como un padre que nunca volverá a marcharse, siempre seguirá a nuestro lado. Una alma gemela que me comprende sin palabras, un luchador en el trabajo y en la vida, perseverante, firme, cariñoso y comprensivo que siempre está conmigo.

¿Quién soy yo para contar mi historia y mi viaje, comparados con los suyos?

Yo tuve que quedarme con mi madre y mi hermano pequeño para cuidar de ellos y acabar los estudios en la universidad, pero en realidad fueron ellos quienes me cuidaron a mí. Mi madre es mi compañera de viaje y una fuente de amor inagotable. En 2017, recibí una beca para estudiar un máster en la Universidad de Barcelona, y como estaba recién graduado por el Departamento de Literatura Francesa de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Damasco, me pareció una oportunidad que llegaba en el momento y las circunstancias idóneos.

Así, me dirigí a la Embajada Española en Beirut para solicitar un visado, puesto que la Embajada de mi país había cerrado en 2011, tras el estallido de la guerra, y al llegar a la frontera libanesa, los oficiales de seguridad me retuvieron, aunque les enseñé una y otra vez el resguardo de la cita con la embajada. Tuve que esperar horas y horas hasta que, por fin, me dejaron entrar en el país.

Al segundo día, cuando presenté los documentos para obtener el visado, la empleada de la embajada fue muy antipática conmigo. Echó un rápido vistazo a los papeles, me hizo unas cuantas preguntas rápidas sin ninguna relación con el viaje y, sin esperar siquiera mi respuesta, apartó la solicitud a un lado, le puso una X y me dijo: «Ya te contestaremos». Salí de allí nervioso, frustrado y ofendido. ¿Qué había llevado a aquella mujer a actuar de ese modo? Quizá tuviera un mal día. Lo cierto es que hoy le estoy agradecido por su comportamiento, pues fue el principio de un viaje interesantísimo, repleto de experiencias maravillosas.

Al cabo de unos días, recibí una carta informándome de que me denegaban el visado, sin ninguna explicación, y como era muy difícil regresar a Siria, decidí quedarme en Líbano. Pasaron unos días y, con la ayuda de un amigo, empecé a trabajar en un restaurante, donde estuve cinco meses con un turno de quince horas. Me pusieron excusas incomprensibles y pretextos absurdos para no pagarme, así que decidí marcharme y buscarme otra cosa. Aunque fue una época muy difícil, al menos estaba rodeado de gente buena, viejos amigos con quienes me había reencontrado y nuevos amigos que fui haciendo.

Encontré otro trabajo en una empresa, y la plantilla se convirtió en mi nueva familia. Todos me mostraron un gran cariño y aprecio, y hoy en día aún seguimos en contacto.

A pesar de todas las dificultades, me sentía muy a gusto en Líbano, así que no pude menos que echarme a llorar cuando, en 2019, tuve que marcharme a Irak para reunirme con mi madre y mi hermano pequeño, que habían abandonado Siria para instalarse en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí. Tenía que estar con ellos para cuidarlos y ayudarlos, pero la decisión, para mí, fue como una obligación en contra de mi voluntad.

Irak era un país destrozado por los años de guerra, por lo que supuse que la gente de allí estaría hastiada, exhausta, apagada por el sufrimiento. Para mi sorpresa, me encontré con una población amable y acogedora como nunca antes había conocido, con el corazón y la mente abiertos a la alegría y la generosidad.

Cuando aterricé en el aeropuerto, en el control de pasaportes, entablé conversación con el matrimonio que hacía cola delante de mí, el tío Saadi y la tía Laila. Charlamos brevemente y me invitaron a su casa. Al cabo de un par de días, acudí a visitarlos y me recibieron como al hijo pródigo. Muy pronto se convirtieron en mi familia, y nunca dejaron de mostrarme su apoyo y su afecto. Nunca olvidaré sus rostros, ni cada uno de los momentos llenos de amor y seguridad que pasé a su lado.

Durante el primer mes en el país, tuve tiempo para relajarme y estar con la familia. No quería pensar en nada, ni en el pasado, ni en el porvenir que me aguardaba. Solo quería meditar y disfrutar el café de la mañana con mi madre, y luego charlar con mi hermano durante horas.

Al poco tiempo, empecé a trabajar y a conocer la ciudad y a sus gentes. Erbil había acogido a muchos sirios, y los iraquíes, pese a todo el dolor y los fracasos sufridos, son un pueblo muy amable. Su terrible pasado no los ha llevado a perder la capacidad de amar y el sentido de la rectitud moral, sino que ha incrementado su empatía hacia el sufrimiento de otros pueblos. Nunca he visto tanta generosidad como la que desprenden los iraquíes.

Pasaron los meses y mi madre, mi hermano y yo seguimos trabajando para poder llevar una vida digna y decente, pese a todas las dificultades que nos rodeaban. Siempre habíamos tenido que sortear pruebas de toda clase, a veces muy duras, pero con nuestro amor y apoyo mutuo lográbamos superarlas, y siempre había momentos muy bellos y emocionantes que nos motivaban y llenaban de entusiasmo para seguir adelante.

Entretanto, me puse en contacto con la Universidad de Barcelona de nuevo, para preguntar acerca de la posibilidad de obtener una plaza ese año. Me respondieron enviándome los documentos necesarios para solicitar un nuevo visado, y así empezó otro periplo. Pregunté en la Embajada de España en Bagdad y allí me dijeron que tenía que ir a la Embajada de España en Ankara, puesto que residía en el Kurdistán. Pero obtener un visado a Turquía era muy caro y muy difícil, así que volví a ponerme en contacto con Bagdad y les expliqué la situación. Al final, la Embajada de España en Bagdad accedió a darme cita para que les presentara los documentos, pero para viajar de Erbil a Bagdad se necesita visado, lo cual requiere tiempo y dinero. Durante todo el proceso, no podía evitar reírme. Sí, me reí mucho por todo aquello que me sucedía, y después de un largo intercambio de mensajes entre la embajada y yo, y entre la embajada y la universidad, designaron a un abogado que acudiría a solicitar el visado en mi nombre. Mientras tanto, se desencadenó la pandemia del Covid-19, y se anunció un confinamiento más o menos estricto en la mayoría de países.

Tras unos meses, poco a poco, fuimos retomando la vida cotidiana y, después de otra serie de largos mensajes, tuve una entrevista por Skype con el Consulado Español de Erbil y, a principios de 2021, obtuve un visado después de comprometerme por escrito a no pedir asilo una vez llegado a Barcelona. Puede parecer que el objetivo de todo esto es contar mis problemas con los visados, pero en realidad no es así, solo quiero señalar que, durante todo ese tiempo, continué con mi vida, intentando labrarme el mejor futuro que me era posible dadas mis circunstancias. Hice cuanto estaba en mis manos para que mi familia y yo no nos sintiéramos culpables o inferiores por todo cuanto ocurría a nuestro alrededor.

A decir verdad, después de tantas solicitudes negadas durante cuatro años, cuando al final obtuve el visado, no sentí absolutamente nada. Quizá, en todo ese tiempo, en realidad había perdido el entusiasmo por viajar, pero, aun así, seguía empeñado en labrarme un futuro, avanzar y abrirme a nuevos horizontes. Pensé que cada paso era un nuevo riesgo, y me encantan los riesgos, así que, antes de emprender el viaje a Barcelona, besé a mi madre en la frente y me despedí de la maravillosa tierra iraquí.

Pese a todas las nubes que hallé en el camino, Barcelona me atraía, Barcelona y ningún otro lugar, y pese al sentimiento de arraigo que acababa desarrollando en cada lugar donde me instalaba, algo me decía que en Barcelona estaba mi hogar, incluso antes de conocer la ciudad.

Al aterrizar aquí, por primera vez en mucho tiempo pude respirar aire puro, libre de pólvora y del humo de la guerra, aire cargado de paz y quietud. El sol calentaba sin abrasar, y entré en la ciudad como el novio que va al encuentro de la novia desconocida, pero amada durante años y años.

No me sentí extranjero ni por un momento; antes bien, fue como si conociera la ciudad de memoria, como si me hubiera criado aquí, pues todo me resultaba familiar. He vivido muchas historias en muchas ciudades, algunas bellas y otras tristes, y todas ellas me brindaron experiencias magníficas y fueron perfilando mi carácter, pero Barcelona solo me ofrece buenos momentos, gente amable y paz, como si estuviéramos en una perpetua luna de miel. Los barceloneses son amables hasta extremos insospechables. ¿Será el agua corriente de las casas, rica en minerales, amor y afecto? Al caminar por la calle, siempre encuentro sonrisas, y una vez que estuve en el hospital, casi no quería curarme por la pena de tener que despedirme de todos los que me cuidaban. Siento como si me abrazaran todo el tiempo, no solo con los brazos, sino con sonrisas, miradas, modales…

Ya estoy culminando lo que vine a hacer aquí, es decir, el máster en Mediación de Conflictos de la Universidad de Barcelona, y debo decir que tengo un grupo de profesores y compañeros maravillosos. Todos ellos son mi nueva y maravillosa familia, ¿y quién mejor preparado que yo para especializarme en ese terreno? He tenido una vida llena de conflictos que he logrado superar y resolver en mi propio beneficio y en el de mi familia. Muchos amigos acuden a mí para que los ayude a solucionar sus problemas porque les inspiro confianza. Y tengo una larga experiencia de trabajo en empresas, tanto de mi país como extranjeras, en el ámbito de cerrar acuerdos, hallar soluciones y resolver discrepancias.

Siento que formo parte de la ciudad desde los primeros días, cuando empecé mi labor de voluntariado en la Casa de la Solidaridad – Comunidad de Sant’Egidio. Este lugar muestra el verdadero rostro de Barcelona, pues en él recibimos a las personas sin hogar, los solitarios, los mayores, y preparamos y servimos comida para ellos, y les ofrecemos cuidados. Es una labor que me llena de alegría y satisfacción. Además, también doy clases de árabe gratuitas a europeos.

Allá donde voy, trato de buscar alegría, pero también de repartirla.

Buscaba un hogar y vine a ti, Barcelona, y buscaba seguridad fuera del hogar, y la hallé en esta ciudad. ¿Acaso hay mejor lugar para la pasión y la esperanza? Tengo muchas ganas de seguir aprendiendo, de dar y recibir, ¿y acaso hay mejor lugar que este para compartir y ofrecer?

En uno de sus escritos, mi amigo el pensador, filósofo y escritor Lluís Pla Vargas afirma: «Lo sabemos, pero es duro admitirlo. Un día inesperado, estamos de nuevo en el camino, alejándonos de los hogares creados en el camino anterior, y volvemos a descubrir que hemos nacido para viajar. Una vez que lo aceptamos, el destino ya no importa: basta con ser dignos del camino».

Lluís fue la primera persona con quien establecí un vínculo de amistad en Barcelona. Cada vez que salgo de una charla o una clase con él, ya estoy deseando que llegue la próxima. Él me ha dado un sentido de la familiaridad. Pese a su enorme cultura y sus ricos conocimientos, sigue siendo una persona muy curiosa, le encanta preguntar y aprender y sabe escuchar. Lluís es un espíritu joven, un amigo, hermano y maestro, todo a la vez.

Mi amigo más reciente en la ciudad es Jordi Xavier Romer, que me envió una tarjeta navideña que decía: «Querido Qays: Los Evangelios dicen que unos magos vinieron de Oriente y siguieron la estrella de Belén. Para mí, tú también eres una estrella venida de Oriente, de Siria a Barcelona, para traerme un mensaje de paz y amistad. También eres una parte muy importante del árbol de Navidad que llevo en el corazón. Gracias por estar aquí, por tu amistad y por ser como eres».

¿Qué puede uno decir ante tan maravillosas palabras y nobles sentimientos?

¿Y cómo podré olvidar a Teresa Puig, mi profesora de español, que me acompaña desde que estaba en Irak e insistió en darme clases? Esta maravillosa y noble mujer tiene un espíritu joven y un corazón que no duda en abrir a los demás. Teresa, en otro lugar eres mi madre.

Soy una persona con un permanente sentimiento de gratitud; vivo la vida lleno de ella, aprecio cada mano que me tienden, cada abrazo que me dan, cada palabra o sonrisa que me ofrecen. Así, quiero expresar aquí mi gratitud por estar rodeado de tanta gente maravillosa y, por último pero no menos importante, de mi amigo Antonio Martínez, hermano de distinta madre.

Cada vez que me detengo y, en un momento de soledad, echo un vistazo a la historia de mi vida y mi viaje, me acuerdo de Santiago, el protagonista de El alquimista, la novela de Paulo Coelho, y de Heba, la heroína de Azazel, la novela de Youssed Zeidan. La lección más importante que he aprendido de ese viaje y de todas esas experiencias es que hay que sonreír, vivir el momento y seguir adelante.