El paisaje, en tanto que aspecto del territorio, es un constructo cultural. De ahí que no tenga funciones sistémicas concretas, ni en el Mediterráneo, ni en ninguna otra parte. Es así en sentido puramente fenomenológico. Indirectamente, sin embargo, ejerce un rol sistémico considerable en la medida que sintetiza perceptivamente los roles de los elementos de los que consta. Así entendido, dos funciones paisajísticas mayores y de rango sistémico son el mantenimiento homeostático de sí mismo y su dimensión educadora, en cualquier parte y especialmente en el Mediterráneo. Por otra parte, y en términos sistémicos, los espacios libres tienen un valor que suele pasarse por alto.
La homeostasis y la fragilidad paisajísticas
La homeostasis paisajística es la tendencia cibernética al mantenimiento de la estabilidad en el sistema territorial. Es un mecanismo autorregulado con arreglo al cual el sistema, ante cualquier desviación circunstancial ocasionada por algún agente externo o por alguna disfunción interna, reacciona para recuperar la estabilidad. La homeostasis, de hecho, es propia de cualquier sistema, hasta el punto de que la regulación homeostática es algo sistémicamente insoslayable. Así, basta con que un incendio haya destruido un bosque mediterráneo ‒su parte aérea, para ser más precisos‒, para que el espacio disponible, los nutrientes de las cenizas, la temperatura soportada por las piñas de las coníferas, el incremento de insolación y un sinfín de otros vectores provoquen inmediatamente el rebrote de raíces y tocones supervivientes o la germinación de miles de semillas que permanecían en estado de latencia.
La diversidad biológica es la garantía del mantenimiento de todos aquellos elementos que contribuyen a la homeostasis de los sistemas naturales, es decir, lo que asegura la viabilidad fisiológica de un territorio. Más o menos como ocurre con la homeostasis de cualquier organismo, capaz de mantener las constantes vitales a pesar de las fluctuaciones del medio. Es una cuestión de control cibernético en el que cada pieza desempeña su papel. Cuanto mayor es la diversidad de especies y de micropaisajes, mayor resulta ser su capacidad homeostática (habría excepciones, pero en líneas generales la afirmación es válida). Por ello, el objetivo fundamental de cualquier estrategia de gestión territorial sostenible debe ser la garantía del mantenimiento de la diversidad biológica y paisajística, y ello por encima de la simple salvaguarda escenográfica. La mayoría de los espacios protegidos por los primeros movimientos conservacionistas, tanto los estadounidenses como los británicos en los territorios que entonces eran sus colonias, respondían a estrategias de salvaguarda escenográfica, en efecto. Protegían grandes cascadas, bosques imponentes o valles espléndidos. En definitiva, protegían cosas susceptibles de convertirse en postales. Pero este criterio quedó conceptualmente agotado y superado por la historia.
Hay ejemplos muy ilustrativos de todo ello. Incluso hay analogías: cuando uno busca seguridad financiera, diversifica riesgos, y cuando desea seguridad comercial, diversifica mercados. La productividad suele descender con la diversificación, pero la estabilidad aumenta. En realidad, la homeostasis no persigue récords, sino equilibrios. Los inmensos monocultivos del interior norteamericano profundo baten marcas de rendimiento, pero están expuestos a los reveses más espectaculares que imaginarse pueda. Son paisajes frágiles porque resultan homeostáticamente débiles. Logran mantenerse a base de suplir las deficiencias homeostáticas de su estructura tan simplificada con constantes atenciones agronómicas (que acaban comiéndose una parte sensible de las ganancias, por cierto). Los desastres a que están expuestos debido a las repentinas explosiones demográficas de determinados parásitos, por ejemplo, no suelen darse en los espacios silvoagropecuarios tradicionales ‒de menor productividad, pero quizás de similar o mejor rendimiento neto final‒, porque en el stock biológico diversificado que constituye la totalidad del sistema siempre hay agentes compensatorios (enemigos de los enemigos). Apostar a una sola carta siempre es arriesgado y peligroso.
La agricultura, y en general cualquier otra forma de explotación del territorio, es un pacto entre predadores. El más activo de estos predadores es la especie humana, sin duda: exige la totalidad de la cosecha, no hay quien la supere en rapacidad. Si rompemos el pacto, obtenemos la exclusiva, pero perdemos colaboradores. Podemos quedarnos con su parte, desde luego, pero a costa de asumir su trabajo. Cuando nos tomamos la molestia extraordinaria de prescindir de todos nuestros naturales aliados/competidores ‒en un acto de arrogancia típicamente humana, por otra parte‒, asumimos la totalidad del trabajo y de la responsabilidad. Lo más inteligente sería balancear resultados y aceptar una solución de compromiso. Dicho de otro modo: lo razonable es comprar la homeostasis al mejor precio posible. En esto consiste la buena gestión, una buena gestión que, necesariamente, resulta eminentemente protectora. Lo expuesto para la agricultura, con las debidas correcciones, puede hacerse extensivo a la explotación forestal, a la actividad ganadera e incluso a los usos lúdicos y deportivos del espacio natural. En realidad, hoy por hoy, proteger es gestionar. Los meros decretos restrictivos, o la simple abolición de determinados usos, no suelen conducir a ninguna parte, al menos en los territorios antropizados, hechos de paisajes construidos. Una gestión civilizada, fruto del buen hacer y de la prudencia, debe asegurar la estabilidad manteniendo la diversidad. Una diversidad de los elementos naturales, huelga decirlo, pero también de los antrópicos.
La pérdida parcial de la capacidad homeostática conlleva el incremento de la fragilidad del sistema. También incrementan esa fragilidad un régimen de precipitaciones insuficiente o unas temperaturas extremas. La fragilidad es el grado de sensibilidad de un sistema o paisaje a la perturbación causada por agentes externos. Suele ser directamente proporcional a la friabilidad del sustrato y a las dificultades de cicatrización del manto vegetal. Ello es tanto como decir que los sistemas áridos y/o accidentados resultan especialmente frágiles. El mundo mediterráneo, parco en lluvias y excesivo en relieve, es un caso claro de territorio afectado de fragilidad paisajística intrínseca. Las actitudes medioeuropeas de proverbial respeto al paisaje cuentan con un aliado poderoso: la generosidad de una naturaleza pródiga en precipitaciones suaves, capaces de restaurar en poco tiempo cualquier herida. Una activa cubierta vegetal recubre enseguida, en efecto, cualquier suelo descarnado, lo que contribuye a desdibujar rápidamente cicatrices y, sobre todo, a fijar taludes y desmontes. En la cuenca mediterránea, en cambio, las cosas son bien distintas. El mundo mediterráneo ofrece paisajes de obra vista, paisajes en los que los secos ocres de alfarero tienden a predominar sobre la lozana tersura del verde. Es un dominio subárido, capaz de producir apenas seis o siete toneladas de materia orgánica por hectárea y año, frente a las catorce o quince que se generan fácilmente en la Europa húmeda.
En efecto, las plantas crecen lentamente y de forma discontinua en el espacio bioclimáticamente mediterráneo: no prospera un manto herbáceo con recubrimiento rápido y total, sino un sistema leñoso perforado, arbustivo o subarbustivo, que crece despacio y hacia arriba, dejando muchos claros entre planta y planta. Un recubrimiento leñoso que apenas proyecta sombra suficiente sobre el suelo para mitigar los rigores evaporativos de una insolación inclemente; recubrimiento incompleto que, encima, muestra una decidida tendencia a dejarse incinerar en verano. Las lluvias, además de escasas (450-700 l/m2 y año, frente a los 700-1.000 de la Europa húmeda) están mal repartidas. En verano, cuando más aprieta el calor, son prácticamente inexistentes, en tanto que en otoño y en primavera pueden presentar un carácter torrencial, al punto de causar entonces inundaciones y grandes arrastres de suelo. De unos suelos que suelen ser poco profundos, no excesivamente fértiles y apenas adheridos a substratos abruptos, de inclinación excesiva. Los paisajes mediterráneos, en definitiva, son de una fragilidad considerable.
Pero el caso es que, si algún ámbito paisajístico ha experimentado una presión antrópica multisecular, este es el mediterráneo. Ello tuvo algunos aspectos positivos, porque generó sistemas secundarios muy sofisticados, pero también incrementó la fragilidad global: cuando la intervención remite, estos sistemas asistidos se descomponen fácilmente. El resultado final es que un ámbito frágil de por sí y aún más fragilizado por la acción humana se ve tratado como si fuera el más robusto de los sistemas.
Los valores del espacio libre
Con el tiempo, hemos propendido a incorporar las estructuras urbanas y paraurbanas en la matriz paisajística. El paisaje no comienza donde termina la ciudad. Sin embargo, los espacios no edificados son aún la parte medular de la mayoría de paisajes. Por ello, el mantenimiento de amplias extensiones de espacios libres es paisajísticamente capital. Esto conlleva un papel sistémico distendidor asociado al concepto de paisaje.
Libre no significa vacío. Libre significa lleno de espacio. El espacio libre es el espacio lleno de espacio, o sea el espacio propiamente dicho. Libre tampoco significa intacto. Hay espacios libres que son espacios vírgenes, bien es verdad, pero las más de las veces son espacios forestales más o menos transformados, zonas agrícolas o campos de golf. El espacio libre viene a ser la matriz aflorante y, en todo caso, es lo blanco que permite ver lo negro de las letras. La lectura territorial, en efecto, es imposible sin estos blancos de fondo. En todo caso, el concepto de espacio libre presenta diferentes acepciones según el contexto en que se ubique. Así, de acuerdo con la Ley 2/2002 de urbanismo de Cataluña, el sistema urbanístico de espacios libres públicos comprende los parques, los jardines, las zonas verdes y los espacios de esparcimiento, ocio y deporte en el aire libre. Por el contrario, desde una óptica más ecológica, los espacios libres representan los diferentes elementos (agrícolas, forestales, hidrológicos, etc.) no integrados en el espacio urbano o paraurbano, y articulados con un mayor o menor grado de conexión entre ellos. En términos territoriales, cuando se habla de matriz de espacios libres se considera justamente este último enfoque.
La suma del espacio urbano (residencial, industrial o terciario) y del espacio paraurbano (periurbano, rururbano o vorurbano) da la dimensión del espacio ocupado. Lo que queda es el espacio libre. Aunque quizás no es «lo que queda». De hecho, el espacio libre ha sido definido por pasiva durante mucho tiempo, lo que le ha conferido ese aire marginal propio de las cosas remanentes. Como los «invertebrados» o el «no urbanizable», el espacio libre se ha venido definiendo como lo que no es. El espacio libre ha sido, durante mucho tiempo, el espacio «todavía no urbanizado». Eso no es para nada exacto. Sobre todo no lo es cuando urbanizar equivale a construir. En buena lógica, urbanizar sería trasladar al territorio el espíritu de la urbs o, más exactamente, el espíritu de la civitas, es decir de la ciudadanía urbana. En este sentido, urbanizar equivaldría a civilizar, aunque en el lenguaje corriente urbanizar equivale sencillamente a edificar, al menos a ocupar, y en los últimos tiempos a transformar en urbano o rururbano el paisaje rural o silvopastoral.
Así, las mal llamadas «urbanizaciones» han acabado dañando los mejores parajes del litoral mediterráneo. Y esto, no porque se hayan construido en el paisaje, sino porque han destruido el paisaje edificando elementos de destrucción. Se da así la paradoja que el término urbanizar acaba significando destrozar. Paradoja lamentable, porque no hay nada más constructivo que el civilizado espíritu de la urbs. La civitas, que es el máximo exponente de la actitud progresista y civilizada ‒y de ahí procede el término‒, construye la urbs para hacerla sede de su actividad vital. En definitiva, no hay nada más positivamente constructivo que llevar el espíritu cívico de la urbs a la generalidad del territorio, y por ello es una corrupción perversa que estas destrucciones inciviles del espacio reciban el apelativo de urbanizaciones.
En definitiva, lo ideal sería que todo el espacio libre y no virgen estuviera urbanizado. O sea, sensatamente construido de acuerdo con el buen sentido de la civilidad. Ello conllevaría, entre otras cosas, el buen y respetuoso mantenimiento de los espacios agropecuarios tradicionales, por lo que la protección del paisaje estaría garantizada (al menos en el ámbito cultural europeo). Si bien se mira, la modernamente llamada ordenación del territorio no responde a otro objetivo que a la gestión adecuada y prudente del espacio, es decir, a su urbanización en sentido recto. Lo que conlleva, por cierto, el mantenimiento de su buena salud fisiológica, y no solo su conservación anatómica. Buena salud fisiológica en términos sociales y también en términos ecológicos. Buena salud ecológica que no puede ni siquiera imaginarse sin un grado lo bastante elevado de biodiversidad y de diversificación socioeconómica.
El paisaje educador
Quizá la expresión más acabada de la urbanidad, es decir, de la civilidad, sea la educación. El acceso al conocimiento y a la formación personal es un valor indisociable del espíritu de la civitas. El desarrollo de la cultura, en efecto, está históricamente muy vinculado a los beneficios de la vida urbana. La propia urbs, en tanto que artefacto, es un ente educador, porque encauza la vida de la ciudadanía y prefigura sus pautas. En la ciudad, pues, se desarrolla el saber y, al propio tiempo, se configura un espacio existencial que condiciona la manera de vivir, lo que tiene, a la postre, efectos culturales capitales.
Este es el principio que dio lugar al movimiento de las ciudades educadoras. En 1990, se celebró en Barcelona el I Congreso Internacional de Ciudades Educadoras. Un grupo de ciudades representadas por sus gobiernos locales planteó el objetivo común de «trabajar conjuntamente en proyectos y actividades para mejorar la calidad de vida de los habitantes a partir de la implicación activa en el uso y la evolución de la propia ciudad». En 1994, el movimiento se formalizó como asociación internacional con ocasión del III Congreso, que tuvo lugar en Bolonia. Este movimiento arranca de las reflexiones efectuadas en el ámbito de la sociología urbana y debe mucho a la obra del geógrafo Jordi Borja. Sin embargo, nació como un objetivo de gestión, adoptado y promocionado por el Ayuntamiento de Barcelona, que ha ido aglutinando una red internacional de ciudades adheridas.
El concepto de ciudad educadora parte de la evidencia de que el espacio no es neutro, sino que genera, difunde y refuerza imágenes y valores de manera explícita e implícita. Este carácter comunicativo es más intenso cuanto más complejo, diverso y rico es el espacio de referencia. Así, la ciudad se comporta como un artefacto comunicativo formidable, en el que se superponen y entrecruzan mensajes comprensibles para la práctica totalidad de los ciudadanos con otros solo accesibles a colectivos específicos. Tomemos como ejemplo el espacio público de grano fino, distribuido en la trama urbana a la manera de las ciudades europeas y mediterráneas. Su sola existencia, reforzada por las pautas en el diseño de funciones y equipamientos, conlleva una determinada manera de entender la convivencia y la interrelación entre lo público y lo privado. La distribución de áreas para peatones, el trazado y la jerarquización de la red de circulación, la distribución y carácter de los espacios verdes, pongamos por caso, proporcionan ciertamente un servicio, pero a la vez mandan un mensaje educativo permanente a la ciudadanía.
¿Puede el paisaje contener o emitir mensajes educadores tal como hacen las ciudades? Probablemente sí. No se trata de sobrecargarlo de mensajes artificiales o de significados artificiosos, como hace la propaganda turística. Se trata de aprender y de atreverse a leer el paisaje, de escucharlo y de actuar en consecuencia. De igual modo que hay que aprender a moverse por la ciudad, a interpretar los signos que nos dicen cómo y por dónde circular y a detectar los indicios de inseguridad o de degradación, debemos aprender a actuar en y con el paisaje. Un diálogo franco con los paisajes que hemos generado sería capaz, no solo de informarnos, sino de reeducarnos.
Desde hace algunas décadas, los temas relacionados con la conservación de la naturaleza, la gestión correcta de los residuos y el ahorro de los recursos vienen haciéndose presentes en los distintos niveles de la educación formal. Son materia de varias campañas de sensibilización ciudadana, desde el ámbito local hasta el internacional, y se han hecho un lugar en la producción audiovisual de reportajes y documentales. Todo ello contribuye, en mayor o menor medida y con mejor o peor acierto, a lo que se ha dado en llamar educación ambiental. El Convenio Europeo del Paisaje, en su artículo 6, estableció que los países adheridos debían tomar medidas para garantizar la incorporación a la formación, desde la escuela hasta la universidad, de los valores relativos al paisaje ya su gestión. En el mismo sentido se ha pronunciado, en varias ocasiones, el Comité de Ministros del Consejo de Europa.
Sin embargo, el geógrafo Joan Nogué señala que «la ausencia de una cultura territorial con mayúsculas y de una conciencia de paisaje extendida a la ciudadanía es una de las carencias más notables que sufrimos como país». Estamos de acuerdo. Por lo menos entre nosotros, la llamada educación ambiental ha desatendido la dimensión territorial y paisajística. Ha reincidido una vez más en las dificultades de ensamblaje entre una visión ambiental, en buena medida marcada por una aproximación separativa del entorno, y la visión compleja e interdisciplinaria necesaria que requiere el tratamiento del territorio y del paisaje. Creemos que la educación ambiental debería hacer un esfuerzo para integrar el territorio y el paisaje, no como un tema más, sino como la dimensión en que se concretan y manifiestan la gran mayoría de las variables que considera.
Se trataría de inducir, desde la percepción y la conciencia individual hasta el imaginario colectivo, una visión sistémica del entorno a través de la comprensión de la estructura y de las dinámicas del territorio y del paisaje. Entendemos que esta es la visión que centra la tarea del Observatori del Paisatge de Catalunya. No basta ser consciente de los problemas, ni siquiera de actuar de manera «correcta» en la esfera personal y social. Hay que orientar colectivamente la acción en función de elementos de carácter prospectivo, táctico y estratégico. Se trata, en última instancia, de determinar a dónde queremos llegar y cómo podemos lograrlo con los instrumentos de que disponemos. Ello nos sitúa en el paradigma de la sostenibilidad, que es capaz de dar sentido y orientación a la acción gestada en el proceso de sensibilización inducida por la educación ambiental. Enmarcar la educación ambiental en el horizonte de la sostenibilidad orienta la formación hacia la acción y le da un sentido político, en la más recta acepción del término. En todo ello, el paisaje tiene un papel fundamental. Lamentablemente, en el enfoque adoptado por las Naciones Unidas, en el que se vinculan sostenibilidad y educación, los aspectos referidos al paisaje y al territorio no aparecen en primer plano. El propio Convenio Europeo del Paisaje relaciona la sostenibilidad con la conservación del patrimonio natural y cultural, con la gestión responsable de los recursos y con las aspiraciones de la población, pero no explora la dimensión pedagógica ni de formación de la ciudadanía.
Por el contrario, en el campo de la investigación pedagógica se están haciendo avances interesantes. La geógrafa y pedagoga italiana Benedetta Castiglioni, con una amplia trayectoria en la reflexión sobre la pedagogía del paisaje, ha desarrollado una argumentación estimulante sobre la existencia de fuertes sinergias entre paisaje y formación para la sostenibilidad. Parte de la conceptualización del paisaje como una interfaz comunicativa entre sujeto humano y territorio: el paisaje expresa y permite comprender el territorio. Dice Castiglioni en una comunicación al Consejo de Europa: «El descubrimiento del lenguaje con el que se comunica el paisaje permite tanto el desarrollo de nuevas habilidades cognitivas como la adquisición de valores. Y en esta relación de diálogo, el paisaje enriquece la persona y, al propio tiempo, le permite que pueda responder mediante el respeto, la participación y la construcción responsable.»
El planteamiento de Castiglioni podría ser la base para iniciar una reflexión paralela a la que condujo al enunciado del concepto de ciudad educadora. Permitiría hablar de paisaje educador, siempre en el contexto, más amplio, de la educación o formación para la sostenibilidad.