Siempre parece imposible, hasta que se hace.
Nelson Mandela
En la isla de El Hierro, en la comunidad autónoma española de Canarias, se diseñó una economía local con el objetivo de llegar a ser un día autosuficiente en materia de agua y combustible, y estimular las industrias locales de pequeña escala. Asimismo, no tardó mucho en plantearse una estrategia basada en el uso de energía eólica, energía hidroeléctrica y volantes de inercia. El objetivo era proporcionar energía renovable y agua abundante para estimular la agricultura y las industrias alimentarias locales. El proyecto ha resultado ser un éxito: hoy El Hierro cuenta con una elevada tasa de empleo, y, por primera vez en décadas, los hijos y los nietos pueden pensar en un futuro y una profesión en la isla. Con demasiada frecuencia olvidamos que la energía es un medio, no un fin. Nuestras vidas dependen del agua, el alimento, la vivienda, la salud y la movilidad, y todas y cada una de estas actividades esenciales de la vida necesitan energía. Por lo tanto, es importante pasar de un debate sobre «renovables o no», o, peor aún, de estar «a favor o en contra de los combustibles fósiles», a un debate sobre nuestra capacidad de responder a las necesidades básicas de todos los miembros de la sociedad. Si estamos preparados para pasar de las intenciones a centrarnos en satisfacer esas necesidades, el debate en torno a los combustibles fósiles pronto se verá dotado de un nuevo contenido.
Financiar una industrialización verde
Cuando Javier Morales, por entonces teniente de alcalde de la isla de El Hierro, en la comunidad autónoma española de Canarias, me pidió que le ayudara a diseñar una economía local que un día pudiera llegar a ser autosuficiente en materia de agua y combustible, y capaz de estimular las industrias locales de pequeña escala, no tardó mucho en plantearse una estrategia basada en el uso de energía eólica, energía hidroeléctrica y volantes de inercia. El objetivo era proporcionar energía renovable y agua abundante para estimular la agricultura y las industrias alimentarias locales, especialmente las de producción de carne, queso y yogur. En sus comienzos, en 1997, se calculó una inversión total para este proyecto de 67 millones de euros. La respuesta del mundo político y financiero fue que, si esta pequeña isla de no más de 10.000 habitantes requería una inversión tan cuantiosa, lo que pretendíamos construir era un «elefante blanco».
¿Es eso cierto? Veámoslo desde otro ángulo.
Por entonces la isla gastaba ocho millones de euros al año en importar gasóleo para generar energía eléctrica. Es interesante señalar que este modelo económico y energético se consideraba normal: el agua y la energía eran caras, haciendo imposible la industrialización. Sin embargo, no hace falta ser economista para calcular que el coste total para la población local de importar el combustible durante un decenio —asumiendo a la vez mayores riesgos— era de 80 millones de euros, y que ese dinero iba a parar directamente a los productores de petróleo, ninguno de los cuales tenía su sede en España. De modo que planteamos la siguiente pregunta: ¿Cómo puede considerarse normal importar combustibles fósiles mientras se considera un «elefante blanco» redirigir un coste garantizado para todos los habitantes de la isla hacia fuentes de energía renovable que aportarán dinero a la economía local?
La idea de convertir El Hierro en la primera isla autosuficiente en materia de agua y combustible se hizo realidad por un coste total de 86 millones de euros. Los 21 millones de euros extra sobre lo previsto se impusieron después de que una erupción volcánica obligara a la construcción de infraestructuras adicionales. Las instalaciones se inauguraron en 2013. Hoy los isleños están completamente decididos a emprender el siguiente paso: que en el plazo de diez años sus 6.000 vehículos sean eléctricos. Resulta sorprendente que, aun después del éxito de la implementación de la red renovable, quienes se oponen al proyecto sigan formulando el mismo argumento del «elefante blanco». ¿Cómo puede permitirse una isla gastar 150 millones de euros en convertir toda una flota de coches del uso de combustible fósil a la energía eléctrica? De nuevo respondimos planteando la misma pregunta: ¿Cómo puede permitirse una isla gastar 12 millones de euros al año en la compra de gasolina y gasóleo para propulsar su flota de vehículos? Todo ese dinero se canaliza fuera de la economía local. ¿Qué implicaría que los ocho millones de euros destinados a energía y los 12 destinados a combustible se quedaran en el territorio?
La isla de El Hierro ha decidido crear su propia empresa de leasing de coches eléctricos. Todos los taxis y coches de alquiler serán eléctricos con efecto inmediato, y en cuanto haya 500 vehículos eléctricos en la isla la empresa de leasing instalará una red inteligente que estabilizará la red eléctrica proporcionando microcorrientes cuando sea necesario y almacenará la energía sobrante en baterías de coche. En cuanto se llegue a los 2.500 vehículos, la combinación de energía eólica, energía hidroeléctrica, volantes de inercia y baterías ofrecerá un nivel de eficiencia que reducirá todavía más el coste del agua. De hecho, el agua es vida, y durante siglos esta isla ha sufrido una dramática escasez del precioso líquido. Es fácil imaginar el giro que se producirá gracias al uso de energías renovables y de una red inteligente complementadas con una movilidad de cero emisiones: doble la cantidad del agua a la isla en la mitad el coste: se duplicará la cantidad de agua de la isla, con la mitad del coste.
Con demasiada frecuencia olvidamos que la energía es un medio, no un fin. Nuestras vidas dependen del agua, el alimento, la vivienda, la salud y la movilidad, y todas y cada una de estas actividades esenciales de la vida necesitan energía. Por lo tanto, es importante pasar de un debate sobre «renovables o no», o, peor aún, de estar «a favor o en contra de los combustibles fósiles», a un debate sobre nuestra capacidad de responder a las necesidades básicas de todos los miembros de la sociedad. Si estamos preparados para pasar de las intenciones a centrarnos en satisfacer esas necesidades, el debate en torno a los combustibles fósiles pronto se verá dotado de un nuevo contenido.
Ha llegado el momento de ir más allá del «a favor o en contra». Este enfoque divisivo de la vida, donde lanzamos a los buenos contra los malos, obliga a los miembros de la sociedad a tomar posiciones. No podemos ignorar el hecho de que la conveniencia de los combustibles fósiles y su abundancia durante décadas ha permitido a demasiadas personas vivir en atmósferas de aire condicionado, inconscientes de las consecuencias imprevistas causadas por la excesiva incineración de carbón, petróleo y gas natural. Tenemos que elevar el debate a un nivel que permita descubrir las tremendas oportunidades de las que disponemos para crear una economía local próspera que utilice los materiales disponibles también a escala local. Ello supone pasar del uso de un combustible barato y fácil, que nos permite reducir costes al precio de una verdad incómoda, al uso de fuentes de energía locales que nos permiten expandir la economía del territorio con recursos fácilmente disponibles, y, por supuesto, de forma sostenible.
El agua y la electricidad son fuente de vida, y durante siglos esta isla ha sufrido una dramática escasez de ambas, haciendo la industrialización imposible. Como ya hemos dicho, es fácil imaginar el giro que supondrá el uso de energías renovables, que duplicará la cantidad de agua de la isla con la mitad del coste. Hoy, la producción industrial incluye una empresa cárnica que comercializa carne de cabrito y de cordero; una fábrica de queso y yogur, que también comercializa fruta fresca, y una bodega que hace vino con las viñas cultivadas a escala local. El Hierro cuenta con una elevada tasa de empleo, y, por primera vez en décadas, los hijos y los nietos pueden pensar en un futuro y una profesión en la isla.
Inconscientes de las consecuencias
El paso a los combustibles fósiles nos enganchó al hábito de gastar libremente en energía sin la menor consideración por la cantidad de dinero drenada de la economía local. Los economistas se limitan a tomar nota del impacto en la balanza de pagos de una nación, pero raras veces comprenden la profunda fuga de capitales que ello provoca y la necesidad de tener que generar ingresos de exportación para pagar la factura. Argentina, por ejemplo, produce suficiente alimento para abastecer a 400 millones de personas en todo el mundo, o diez veces más de lo que necesita su propia población. Pese a ello, en dicho país hay 750.000 niños de menos de dieciocho años que sufren desnutrición. ¿Cómo se explica esta obsesión por centrarse en el crecimiento y en el incremento de la producción, descuidando el alimento y la nutrición? La opción de Argentina de dar prioridad a la exportación de alimentos ha exacerbado su consumo energético a un ritmo de 100.000 barriles al día (hasta alcanzar los cuatro millones diarios, o 1.500 millones al año); este hecho es el responsable del déficit comercial del país a pesar de que los precios del petróleo están en mínimos históricos.
El combustible fósil es como una droga: no nos deja ver su impacto y sus consecuencias. Y aunque lo sepamos, preferimos ignorarlo. Uno de los efectos secundarios involuntarios bien documentados de quemar combustible son las emisiones, no solo de carbono, sino también de óxidos de nitrógeno y de azufre (a veces representados respectivamente como NOx y SOx), que no solo contribuyen al cambio climático, sino que también afectan a la salud de todas y cada una de las especies que respiran sobre la Tierra. Necesitamos un escándalo de la magnitud de Volkswagen para comprender que el sector desafía abiertamente los niveles máximos de contaminación establecidos por las autoridades europeas y californianas para salvaguardar la salud respiratoria de los niños, hasta el punto de que los ejecutivos del destacado fabricante de automóviles alemán instalaron un software engañoso con el que estafaron a la opinión pública, hasta hace poco impunemente. Aunque gradualmente vamos siendo cada vez más conscientes de los daños colaterales causados por estas emisiones, no tenemos ni idea de hasta qué punto hemos desbaratado el entramado de la vida en la Tierra al alterar su ciclo permanente y preciso de secuestro y almacenamiento de carbono para convertirlo en otro que no hace sino emitirlo de forma permanente. Para verlo, tomemos el ejemplo de la seda.
Hace un siglo, la producción mundial de seda rondaba el millón de toneladas anuales. Hoy dicha producción apenas alcanza las 100.000 toneladas. La llegada del nailon, el polímero sintético desarrollado por científicos de la firma Du Pont de Nemours, inició la fase de declive del polímero natural producido por la oruga de la morera (denominada erróneamente «gusano» de seda). El economista ecológico tradicional entraría en el debate y calcularía la cantidad de carbono emitido por un millón de toneladas de petróleo utilizadas para producir nailon, y luego la compararía con el carbono secuestrado en el proceso de elaboración de la seda. Aunque este enfoque es correcto, resulta incompleto.
Cuando China inició el cultivo de la seda, hace cinco mil años, su principal interés no era la seda en sí, sino más bien la conversión de sabanas en zonas fértiles. De hecho, pronto se hizo evidente que la simbiosis de una oruga que devoraba alrededor del 50% de la copa de la morera dejaba en el suelo una rica mezcla de excrementos tan nutritiva en materia de microorganismos que favorecía la formación de mantillo. Así, un área considerada estéril en la que se plantaban moreras estaba preparada para cultivar sandías en el plazo de un decenio. Lo que pocas personas advirtieron era que las orugas desencadenaban un delicado y discreto proceso químico por el que se fijaba carbono en el suelo de forma masiva, creando una tierra negra rica en humus que seguiría sirviendo a la humanidad durante siglos. Este servicio del ecosistema representaba el verdadero éxito de la simbiosis entre la morera y la oruga. La seda era un mero subproducto.
Hoy, con la llegada del nailon, no solo hemos sustituido la seda natural por derivados del petróleo con un elevado coste energético, sino que también, lo que es peor aún, hemos dejado de crear mantillo, interrumpiendo el secuestro de carbono y nitrógeno orgánicamente fijados. La falta de ciclos continuos de generación de mantillo con una mezcla de minerales y nutrientes mediante la creación de «servicios de los ecosistemas» adicionales lleva a minar la cantidad de carbono y de nitrógeno hasta el punto de que casi ya no queda. En cuanto el carbono pasa a ser inferior al 5 o el 6%, el agricultor se ve obligado a mantener la producción mediante irrigación, ya que un suelo pobre en carbono no puede retener el agua, y añadiendo fertilizantes sintéticos y nitrógeno debido a que el nivel de la materia prima esencial (el propio carbono) es demasiado bajo. Obviamente, esto solo resulta viable con la inyección de un masivo insumo de combustibles fósiles. La seda es natural y resistente, y tiene una vida útil de al menos tres generaciones, o unos cien años; el nilón, en cambio, es un característico producto de usar y tirar, simbolizado por las medias de las mujeres que acaban en el cubo de la basura el día en que se hace visible cualquier defecto menor. El nailon no se recicla.
Una vez somos conscientes de que la química del petróleo no tiene que ver solo con la sustitución de una fibra natural (la seda) por una sintética (el nailon), sino con la sustitución de un ciclo del carbono basado en sistemas de retención y almacenaje prolongados por otro que se traduce en la permanente emisión de carbono en la atmósfera debido a una cultura de usar y tirar, nuestra adicción al petróleo se hace aún más enfermiza. Es como el caso del drogadicto, que no solo pone en peligro su propia vida, sino que además destruye todo el tejido social al favorecer una producción y comercio ilegales que enriquece a unos pocos y carga a la sociedad con todos los costes de la rehabilitación, la violencia y los servicios penitenciarios.
Revertir el sistema hacia las industrias verdes
La cuestión clave aquí es como revertir esta tendencia. No podemos retroceder en el tiempo y sugerir que la seda tiene que recobrar su pasado esplendor como moda. Es difícil imaginar la sustitución del nailon y todas sus variedades sintéticas por la seda. Sin embargo, cuando nos tomamos tiempo para estudiar la auténtica química de la seda, comprendemos que tenemos una excepcional cartera de productos a nuestros pies que podría no solo servir a la humanidad, sino también reavivar el cultivo de la seda incluso por encima de los niveles de producción de hace un siglo. Entre los nuevos ámbitos de aplicación se incluyen usos médicos y cosméticos.
La seda tiene una excepcional resistencia a la tensión, permite que crezcan células en y gracias a ella, y es un inhibidor natural del crecimiento de hongos y bacterias específicas. Su diseño natural a escala molecular ha sido estudiado con gran detalle por los científicos. Surge, así, ante nuestros ojos una realidad asombrosa: la seda es capaz de regenerar el cartílago, evitando el uso de prótesis de rodilla de titanio; asimismo, proporciona el andamiaje necesario para la regeneración de los nervios después de un trauma, incluyendo el potencial de hacer que los tetrapléjicos puedan volver a andar.
Aunque en este caso cabe prever que se trataría solo de pequeños volúmenes de producción destinados a aplicaciones médicas, el gran mercado estará en el campo de los cosméticos, donde los emulsionantes sintéticos se han convertido en la norma, provocando una masiva contaminación marina con el vertido de microbolitas que terminan incorporándose a nuestra cadena alimentaria. En toda una serie de productos, que van desde las cremas de afeitar hasta los emulsionantes utilizados en las cremas nocturnas para reducir las arrugas, hoy esas bolitas de plástico no biodegradables pueden reemplazarse por seda, lo cual —según los cálculos más conservadores— requeriría la producción de dos millones de toneladas de esta última.
Hemos de ser conscientes de que, mientras que nuestra adicción al petróleo está causando estragos en la atmósfera y debilita la capacidad de proporcionar servicios de nuestros ecosistemas, también puede darse el proceso inverso. Donde hay malas noticias, también podemos descubrir noticias muy buenas. En otras palabras, si las industrias médicas y cosméticas, conscientes de los bien documentados retos que hoy afrontan, se decantaran por la opción de volver a la seda, tendríamos que empezar de nuevo a plantar árboles en la misma escala masiva en que lo hicieron las sociedades china, turca e italiana a lo largo de su historia. Entonces se hizo para complacer a las clases ricas y acomodadas con las más finas vestimentas. Hoy se trataría de diseñar mejores productos de mayor calidad y con unos costes más competitivos, ofreciendo al mismo tiempo la posibilidad de incrementar la fertilidad del suelo y ofrecer una respuesta a la urgente necesidad de tener una agricultura sostenible con un suelo rico en nutrientes.
Una vez entendamos que las energías renovables no son elefantes blancos y que los sistemas naturales son capaces de fortalecer los «comunes» que proporcionan los servicios de los ecosistemas, todavía nos quedará por delante una ardua tarea para hacer extensivas estas ideas interconectadas a las duras realidades de una constante búsqueda de más de lo mismo que nunca llevará a ningún lado. En palabras de Lester Brown, fundador del Instituto Worldwatch: «El final de la Edad de Piedra no fue por falta de piedras; el final de la era del petróleo no tiene por qué ser una escasez de petróleo». Sin embargo, estamos atrapados en una tremenda trampa tecnológico-institucional. Mientras que la seda puede penetrar en mercados nicho que produzcan rápidamente un impacto generalizado, la tenacidad de la industria del petróleo y el gas para hacer más de lo mismo no constituye únicamente una prueba de insensibilidad ante la realidad del cambio climático, y sus efectos perniciosos para la vida en la tierra, sino que supone ignorar unos hechos incontestables que se conocen, pero que deliberadamente se ocultan y se cuestionan ferozmente. Y lo que es peor, supone olvidar también que toda moneda tiene dos caras, y todavía tenemos que descubrir las dos en cuerpo y alma.
Cambiar el sistema
Solo tendremos éxito a la hora de crear un mundo libre de combustibles fósiles si cambiamos nuestro sistema de producción y consumo. El caso del café constituye un ejemplo evidente que sorprende a muchos y muestra una vez más hasta qué punto ignoramos las oportunidades que tenemos ante nosotros o la magnitud del daño que causamos.
El café es una mercancía con la que se comercia a escala global. Se calcula que circulan por el mundo unos 10 millones de toneladas de café verde. Pero ¿quién es consciente de que en realidad solo se ingieren 10.000 toneladas, mientras que los posos que se desechan como residuos representan la asombrosa cifra de 9.990.000 toneladas? En el mejor de los casos, estos posos sobrantes del proceso de preparación se compostan, pero sabemos que entre el momento en que se prepara el café y el momento en que se desechan los posos se genera (una vez más) una inmensa cantidad de gas metano. Todos somos conscientes de que la agricultura genera grandes emisiones de metano. Pero ignoramos que muchas de esas emisiones podrían evitarse fácilmente. La industria del procesado del café, desde los fabricantes de café instantáneo hasta las cadenas de cafeterías, ha encontrado soluciones ecológicas todas las cuales pertenecen por desgracia a la misma categoría de «sustituir el alto contenido en grasa por un contenido medio, cuando sabemos que no podemos tener grasa».
Mientras que la incineración de desechos de café, como de tantas otras formas de residuos agrícolas, a menudo se presenta como un buen sustituto de los combustibles fósiles, nos olvidamos de que la generación de gas metano y las emisiones de carbono no pueden pasarse por alto. No se trata aquí del mero hecho de quemar café en lugar de dejar que se pudra: toda la cadena de suministro requiere un nuevo planteamiento. La sustitución de combustibles fósiles por restos de café representa únicamente «hacer menos mal», pero lo que necesitamos es «hacer un mayor bien». Y esta es nuestra lógica: el café se trata o bien con calor, o bien con gases inertes, a fin de extraer la parte soluble, que nos ofrece ya sea un polvo para producir una bebida instantánea, ya sea un café caliente para disfrutar de inmediato. Dado que esta biomasa ha sido pretratada, resulta ideal para cultivar champiñones. ¿Somos conscientes de que el 60 % del coste de cultivar champiñones lo representa la esterilización del sustrato, y que ya no se requiere esa energía si utilizamos café procesado y aprovechamos los posos in situ?
El caso del café es solo uno de los numerosos ejemplos que demuestran que con un pequeño cambio en la gestión y el procesado podemos crear eficiencias energéticas que antes no se consideraban viables. Podemos cultivar champiñones con un 60 % menos de energía y sin necesidad de transportar materias primas. La ventaja es que la mayoría de estas soluciones no requieren nuevas tecnologías o ingeniería compleja, ni grandes inversiones de capital. Se trata de soluciones pragmáticas, y para ponerlas en práctica nos bastamos «tú y yo». La única forma de tener éxito a la hora de encaminar el mundo de la empresa hacia la sostenibilidad es comprender que hacerlo no es difícil; simplemente es distinto.