Sismógrafos inaudibles de sociedades cambiantes

La escena artística árabe rebosa de experiencias marginales, erigidas en torno a una idea simple: devolver el arte al corazón de la ciudad, para liberarla de politicastros.

Driss Ksikes

Louis Ferdinand Céline los denomina “los perros nobles”. Se refiere a esas criaturas robustas que tiran de los trineos en el Polo Norte, las únicas capaces de oler a 20 leguas una zanja oculta bajo la superficie glacial aparentemente dura y plana. Por su parte, Edgar Morin habla de “topos” (no en el sentido de agentes secretos), tan enclavados en el propio suelo que notan las sacudidas, apenas perceptibles, sordas, que se producen a lo lejos. Estas metáforas animales subrayan la hipersensibilidad de unos seres que sienten la insidia en la distancia, intuitivamente, sin ninguna ciencia ni modelo de racionalidad reconocible y transmisible a los demás. Es del todo posible, si pensamos en la literatura telúrica del gran poeta marroquí –y sobre todo en sus textos, Agadir y Le déterreur–, hablar de sismógrafos que detectan, mucho antes que los demás, la próxima sacudida social, política, colectiva, que se avecina.

Los antiexpertos

Con ocasión del 2011 árabe, he leído muchos artículos que dan vueltas y más vueltas a la misma letanía: “No vimos venir nada”. Es innegable que los llamados “expertos”, acostumbrados a clasificar la realidad y formatearla en cómodos recuadros de lectura no han hecho precisamente gala de una lucidez excepcional. Los hay que llegaron a errar completamente el tiro, al prever una resistencia donde el derrocamiento de un rais era casi inminente (muy especialmente en el caso de arabistas y otros orientalistas que se expresaron antes de la caída de Hosni Mubarak, negando cualquier similitud entre El Cairo y Túnez).

Al basar sus lecturas en los movimientos políticos visibles o en las interacciones geopolíticas, les faltó una perspectiva sociológica y antropológica para ver lo que se tramaba en los intersticios de nuestras sociedades. Hubo artistas y escritores que, libres de los cánones de la ciencia, tuvieron más clarividencia. Sin pretender otorgarles la categoría de adivinos, en este artículo propongo un breve repaso a tres “sismógrafos” prácticamente inaudibles para la multitud, que vislumbraron una nueva pauta o quisieron tomar el pulso a una era agitada.

Un regicidio en escena

Empecemos por Fadhel Yaibi, director y dramaturgo tunecino que, en cuatro décadas, se ha impuesto como uno de los creadores iconoclastas más atinados de la sociedad árabe. En 2010, ya fuera por un arranque de lucidez o por casualidad sincrónica, alumbró, con la complicidad de Yalila Baccar, una obra premonitoria, Amnesia. Un dictador, Yahya Yaich, adulado y alabado por sus cortesanos, se viene abajo y es objeto de humillaciones y torturas en un hospital psiquiátrico, rodeado de sus perros guardianes, transformados en carroñeros. Hasta llegan a rogarle, cuando corre a coger el avión, que dé media vuelta.

La obra, representada meses antes de la marcha de Ben Alí, gozó de un gran éxito, sobre todo por su fuerza estética y por revelar, por medio del arte, un hartazgo generalizado. Su extrema afabilidad impide al sismógrafo tunecino, Yaibi, atribuirse ningún rol que no sea el de artista, entremetido, escéptico, humanista, sensible a lo que se cuece en su entorno, deseoso de mostrar otra faceta de los acontecimientos. La de una realidad política insoportable sublimada por un regicidio en escena es necesariamente imperceptible para los estrategas e inaudible para las instituciones, incluso académicas, que subestiman la inteligencia emocional.

No obstante, nos remite a algo que cada vez más pensadores, como Bruno Latour, consideran urgente: la reconexión del arte con la política, no como su valedor, sino para tener presente que el arte es en esencia un acto político, bello por su gratuidad, su altruismo y, sobre todo, por su resonancia social, más allá de los muros convencionales del establishment.

Contra el patriotismo de los ‘secretas’

En Egipto se ha impuesto otra figura, a través de textos y otros medios, en la vida literaria cairota, hasta el punto de considerarla uno de los amuletos de la revuelta de la plaza Tahrir. Me refiero al novelista Alaa el Aswany. Tras su superventas, El edificio Yacobián, pasando por Chicago, el dentista y escritor tardío destaca por su aversión al patriotismo de “los secretas” y al islamismo literal que encorsetan a la sociedad egipcia. En 2010, toma carrerilla y publica una serie de relatos cortos de título provocador, ¿Por qué los egipcios no se rebelan? Al explicar lo poco que tardó en desprenderse del dogmatismo marxista sin enterrar a Marx, deconstruye el molde identitario que mantiene a un pueblo sometido a su dictador.

Cliente habitual de El Cairo, un café literario muy querido, El Aswany pudo, en los dos años previos a la revolución, afincarse como humanista contestatario, como autor escuchado y ampliamente citado. En Tahrir, tuvo el papel del sabio a quien acuden jóvenes desorientados. Inspirado en las cinco fases de caída del dictador predichas por Gabriel García Márquez (negación, patriotismo de recuperación, concesiones a medias, confesión tipo “os he entendido” y huida), fue capaz de convencerlos de que, aunque pretendiera resistir, Mubarak acabaría escapando. Está claro que la conciencia de este hombre honesto tuvo más peso que centenares de informes de desarrollo humano que, aun tocando a muerto, no calaban en los actores. Ahí reside también la fuerza de un sismógrafo, en su proximidad al terreno, tan alejado de los burócratas.

Zonas Temporalmente Autónomas

El rasgo que comparten estas experiencias es, sin duda, la subversión. Como en tiempos de la generación beat en Estados Unidos, donde nacieron las Zonas Temporalmente Autónomas, hace años que la escena artística árabe rebosa de experiencias, marginales, erigidas en torno a una idea simple: devolver el arte al corazón de la ciudad, para liberarla de politicastros. El sublime escritor alemán Friedrich Hölderlin lo llamaba “hacer el mundo poéticamente habitable”. Tras esta utopía, hay dos experiencias dignas de mención. La primera, alumbrada en Túnez en 2008, se llama Dream city.

No se trata de arte callejero, sino de la calle puesta a disposición de los artistas. Por espacio de una semana, la ciudadanía se enfrenta a lo imprevisible, lo improbable, para vivir de otra manera en sus espacios cerrados. Fue una de esas raras ocasiones, inesperadas en la época de Ben Ali, en que el pueblo se reunía y dialogaba libremente. La segunda experiencia, DABATEATR ciudadano, vio la luz en Rabat en 2009. En ella, el teatro se retoma como lugar público de controversia. Se revisitan las distintas artes, para devolver al público a la raíz del cuestionamiento ciudadano. Y la dramaturgia revisa la actualidad para sacar a relucir la universalidad que anida en las noticias.

Antes de su nacimiento, los activistas del Movimiento 20 de Febrero se encontraban de algún modo en este espacio, discutiendo libremente entre blogueros. No hizo falta gritar mucho para que surgiera la ola de indignación. Estas experiencias insólitas, singulares, pero escasas, no emergen ni en la universidad ni en lugares convencionales. Son fruto de las tentativas y de la experimentación de artistas que siguen conectados a la realidad sin perder de vista la utopía.